172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 27

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Capítulo 25

Yashim echó hacia atrás la cabeza cuando la luz de la luna apareció, tras filtrarse por una brecha entre las nubes. Tuvo la impresión, mientras permanecía allí con las dos manos tocando la corteza del árbol, de que éste era más alto de lo que recordaba: aquellos negros y retorcidos miembros serpenteando hacia arriba por encima de su cabeza, un nido de ramas tan espeso y tan alto que incluso la luz de la luna tenía que esforzarse para atravesarlo.

Los jenízaros habían escogido ese árbol. Algún buen instinto les había llevado a adoptar un ser vivo, en una parte de la ciudad que estaba sembrada de monumentos al orgullo de los hombres. Comparado con ese macizo árbol, Topkapi parecía frío y sin vida. A mi izquierda Yashim distinguía la negra silueta del palacio erigido por un visir, hacía mucho, que se creyó todopoderoso, antes de que fuera estrangulado con la cuerda de seda de un arco. Al norte se alzaba Aya Sofía, la gran iglesia de los bizantinos, ahora una mezquita. Tras él se erguía la Mezquita Azul, construida por un sultán que arruinó al imperio para tal propósito. Y allí estaba aquel árbol, alzándose en silencio al lado del Hipódromo, generoso en sombras en lo más caluroso del día.

Nadie le echaba la culpa de lo que representaba: el deshonrado poder de los jenízaros. Ésa no era la manera tosca de hacer las cosas, pensó Yashim. El mismo impulso que llevó a los jenízaros a adoptar ese árbol hizo que la gente no lo rechazara ahora que el nombre de los jenízaros había caído en el olvido. A la gente le gustaban los árboles y le desagradaban los cambios. El Hipódromo era una buena prueba de ello. A unos pasos se alzaba el obelisco, con sus jeroglíficos, que un emperador bizantino había hecho traer de Egipto. Y más allá estaba la celebrada columna de la serpiente, una estatua de bronce de tres serpientes enroscadas que antaño se levantara en el oráculo griego de Delfos. Ahora faltaban las cabezas de las serpientes. Pero no se podía echar la culpa de ello a los turcos, como sabía Yashim.

Yashim sonrió para sí al recordar aquella noche en la embajada polaca, cuando Palieski, borracho y entre susurros, le había revelado la sorprendente verdad. Ambos vieron a la luz de las velas, en el fondo de un armario enorme y viejísimo, las cabezas de las tres serpientes que habían sido joyas del mundo antiguo. Estaban sobre un montón de ropa polvorienta. Prácticamente nadie las había tocado desde que fueron seccionadas de la columna por unos jóvenes juerguistas del séquito del embajador polaco, hacía un siglo.

– Un horror -murmuró Palieski, temblando al ver las cabezas-. Pero ahora es demasiado tarde. Lo que está roto no se puede recomponer.

Y el Árbol de los Jenízaros permaneció. Yashim apoyó la frente en el tronco descortezado del árbol y se preguntó si sería cierto que las raíces del árbol eran tan largas y profundas como largas y anchas eran sus ramas. Mucho después de que un árbol es cortado, sus raíces siguen vivas, sorbiendo humedad del suelo, forzando que el tocón crezca.

Hacía sólo diez años que los jenízaros habían sido destruidos. Muchos habían muerto, sobre todo los que se habían atrincherado en los viejos cuarteles, cuando la artillería abrió fuego y redujo el edificio a una estructura humeante. Pero otros lograron escapar. Y si tenía que creer al maestro albano, fueron más de los que pensaba Yashim.

Y eso era sólo contando los regimientos acantonados en Estambul. Cada ciudad del imperio había tenido su propio contingente jenízaro: Edirne, Sofía, Varna en el oeste; Uskudar, Trebisonda, Antalya. Había jenízaros establecidos en Jerusalén, en Alepo y en Medina: regimientos jenízaros, bandas jenízaras, imanes karagozi, lo que quieras. De vez en cuando, su poder en las ciudades de provincia les había permitido formar juntas militares, que controlaban las rentas públicas y mandaban sobre el gobernador local. ¿Cuántos de éstos seguían existiendo?

¿Cuántos hombres habían formado el cuerpo?

¿Cuántos, efectivamente, habían sido liquidados?

Diez años más tarde, ¿cuántos jenízaros habían sobrevivido?

Yashim sabía exactamente dónde hacer las preguntas. De si se dignarían contestarle, no estaba tan seguro.

Levantó la mirada hacia las ramas del gran plátano por última vez y dio un golpecito a su enorme tronco. Cuando lo hacía, su mano encontró algo que era más delgado y menos consistente que la agrietada corteza.

Por curiosidad, tiró del papel. Con la última luz de la luna que quedaba, leyó:

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

se extienden.

Huye.

Sin saber

e inconscientes de la ignorancia,

buscan.

Enséñales.

Yashim miró a su alrededor con inquietud. Cuando la nube volvió a destapar la luna, el Hipódromo parecía estar desierto.

Sin embargo, sentía la incómoda sensación de que los versos que había leído estaban dirigidos a él. Que le estaban observando.