172956.fb2
Los gigantescos archivos de la administración se encontraban en un gran pabellón que formaba parte de la división entre el segundo y el tercero, o más interior, patio del Palacio de Topkapi. Se entraba por el segundo patio, a través de una puerta baja protegida por un profundo porche guardado por eunucos negros noche y día. Siempre había un archivero de servicio, porque desde hacía mucho tiempo se había observado que, aunque la mayor parte de los sultanes evitaban realizar demasiado trabajo fatigoso fuera de horas, sus visires podían pedir unos papeles en cualquier momento. Incluso ahora, cuando Yashim se acercaba, dos antorchas ardían a la entrada de la Cámara de Archivos. La luz reveló a cuatro embozadas formas agachadas en el dintel, la guardia de eunucos.
La noche era fría, y los hombres, con las capuchas de sus albornoces cubriéndoles la cabeza, se habían dormido o estaban deseando hacerlo. Yashim pasó con cuidado por encima de ellos, y la puerta cedió suavemente a la presión de sus dedos. Cerró a sus espaldas sin hacer el menor ruido. Se encontró de pie en un pequeño vestíbulo de techo intrincadamente modelado y un hermoso remolino de letras cúficas grabadas por todas las paredes. Algunas velas ardían tenuemente en sus hornacinas. Empujó la puerta, y para su sorpresa descubrió que estaba abierta.
En la oscuridad, el lugar parecía incluso mayor que el almacén de libros que él recordaba. Los montones de libros que ocupaban el espacio en el centro de la habitación eran invisibles en la oscuridad. A un costado de la pieza había un banco bajo, o mesa de lectura, con una fila de cojines; y más lejos, casi perdido en la resonante oscuridad, se distinguía un pequeño punto de luz que parecía realzar más la negrura que lo rodeaba. Mientras observaba, la luz se apagó de repente y luego se volvió a encender.
– Un intruso -anunció una voz, agradablemente-. Qué bien.
El bibliotecario se acercó. Era el exagerado balanceo de su caminar, comprendió Yashim, lo que había tapado el brillo de la vela por un instante.
– Espero no molestarlo.
El bibliotecario se acercó a una lámpara situada junto a la puerta y con cuidado ajustó la mecha hasta que la luz fue lo bastante brillante para que las dos personas pudieran verse. Yashim se inclinó y se presentó.
– Encantado. Yo me llamo Ibou -dijo el otro simplemente, con un ligero movimiento de cabeza. Tenía una voz suave, casi femenina-. De Sudán.
– Naturalmente -dijo Yashim.
Los eunucos más solicitados en palacio eran de Sudán y el Alto Nilo, ágiles, calvos, chicos cuya feminidad era desmentida por su enorme fuerza y sus aún más colosales capacidades de supervivencia. Centenares de muchachos, sabía Yashim, eran arrancados cada año del Alto Nilo y obligados a marchar a través del desierto hacia el mar. Sólo unos pocos conseguían llegar. En algún lugar del desierto se ejecutaba la operación. El muchacho era sumergido en la arena caliente para mantenerlo limpio, y privado de agua durante tres días. Si al término de esos días no se había vuelto loco, y podía prescindir del agua, sus posibilidades eran muy buenas. Sería el afortunado.
Su precio, en El Cairo, era por tanto muy elevado.
– Quizás puedas ayudarme, Ibou.
La verdad era que Yashim lo dudaba. Con toda seguridad, el delicioso joven se encontraba en la biblioteca como un favor a algún encaprichado eunuco de más edad. Apenas parecía lo bastante mayor para saber lo que era un jenízaro, y mucho menos para haber dominado el sistema en los archivos.
Ibou había adoptado una expresión seria, solemne, los labios apretados. Era realmente guapo.
– Lo que estoy buscando -explicó Yashim- es una lista de revista de todos los regimientos jenízaros del imperio, anterior al Acontecimiento Propicio.
El Acontecimiento Propicio… La expresión inocua, acuñada, se le había escapado por la fuerza del hábito. Tendría que ser más explícito.
– El Acontecimiento Propicio… -empezó.
Ibou lo interrumpió.
– ¡Chisst!
El joven levantó una mano hasta sus labios y abanicó el aire con la otra. Sus ojos miraban azorados a un lado y a otro, la imagen misma de la cautela. Yashim sonrió. Al menos sabía algo del Acontecimiento Propicio.
– ¿Quiere usted nombres? ¿O sólo números?
Yashim estaba sorprendido.
– Números.
– Querrá usted el resumen, entonces. No se vaya.
Se dio la vuelta y regresó vacilante a la oscuridad. Finalmente, Yashim vio que la lejana vela empezaba a moverse, oscilando un poco hasta que desapareció. Detrás de los montones de libros, supuso.
Yashim no conocía bien el archivo, sólo lo suficiente para comprender que su organización era muy eficiente. Si un visir en el diwan, o reunión del consejo de Estado, necesitaba un documento de referencia, por antiguo que fuera o de naturaleza oscura, los archiveros serían capaces de localizarlo en cuestión de minutos. Cuatro o cinco siglos de historia otomana estaban preservados aquí: órdenes, cartas, censos de la población, impuestos, edictos desde el trono y peticiones en sentido contrario, detalles del empleo, ascensos, degradaciones, biografías de los funcionarios más excelsos, detalles de gastos, mapas de campañas, informes de los gobernadores, todo ello remontándose hasta el siglo XIV, cuando los otomanos se expandieron por primera vez desde Anatolia, a través de los Dardanelos, hacia Europa.
Yashim oyó pasos cada vez más cerca. La vela y su esbelto portador surgieron de la oscuridad. Aparte de la vela, las manos de Ibou aparecían vacías.
– ¿No ha habido suerte? -Yashim no pudo evitar una pizca de condescendencia en su voz.
– Humm -murmuró el joven-. Echemos una mirada.
Subió la intensidad de una serie de luces de la pared situadas encima del banco de lectura y se arrodilló sobre un cojín. Encima mismo del banco había un estante que no contenía otra cosa que unos altos y gruesos libros de lomos verdes, uno de los cuales el muchacho sacó con un ruido sordo y abrió sobre el banco. Las gruesas páginas crujieron cuando el joven les dio la vuelta, canturreando suavemente para sí mismo. Finalmente deslizó su dedo por una columna de la página y se detuvo.
– ¿Lo tienes ya?
– Lo acabaremos teniendo -dijo Ibou.
Cerró el grueso volumen con un fuerte ruido y lo levantó fácilmente para devolverlo a su lugar. Luego se acercó a una serie de cajones construidos en una pared próxima a la puerta y abrió uno de ellos. De él sacó una tarjeta.
– Oh. -Miró a Yashim: era una mirada de tristeza-. Fuera -dijo-. No, usted, no. Usted es amable. Me refiero a los registros que usted quería.
– ¿Fuera? ¿Quién los tiene?
– Humm… no lo puedo decir.
Ibou agitó la tarjeta delante de su rostro como si estuviera abriendo y cerrando un abanico, con un movimiento rápido de la muñeca.
– No. No, claro que no. -Yashim frunció el ceño-. Pero yo estaba esperando…
– ¿Sí?
– Me preguntaba si podrías decirme qué ingresos obtuvo el beyerlik de Varna de… de los derechos de minería por mil seiscientos setenta y tantos.
Ibou juntó sus labios y sopló. Parecía, pensó Yashim, como si fuera a dar las cifras de memoria.
– ¿Algún año en particular? ¿O los de todo el decenio?
– Mil seiscientos setenta y siete.
– Un momento, por favor.
Metió la tarjeta cara abajo en el abierto cajón, cogió la vela y en un instante se desvaneció tras las pilas de libros. Yashim se adelantó, tomó la tarjeta y leyó:
LISTAS JENÍZARAS; 7-3-8-114; RESUMEN: CIFRAS, 1825
POR ORDEN.
Yashim devolvió la tarjeta a su sitio, confundido.
Un minuto más tarde, mientras él e Ibou estudiaban detenidamente el grueso rollo de amarillento pergamino que despedía un fortísimo olor a piel de oveja y en el cual, para su infinita falta de interés, estaban registradas varias sumas y comentarios relativos al beyerlik de Varna del año 1677, hizo la pregunta.
– ¿Qué se entiende «por orden», Ibou? ¿El sultán?
Ibou frunció el ceño.
– ¿Ha estado usted curioseando?
Yashim sonrió.
– Es sólo una expresión que he leído en alguna parte.
– Ya veo. -Los ojos de Ibou se entrecerraron por un momento-. No toque el rollo, por favor. Bueno, en efecto, podría significar el sultán. Pero probablemente no es así. Ciertamente no significa, por ejemplo, los Alabarderos de las Trenzas, o los jardineros, o cualquiera de los cocineros. Evidentemente los hemos introducido según su rango y posición.
– Entonces, ¿de quién?
Ibou hizo un gesto hacia el rollo.
– ¿Está usted interesado en esto, o es sólo una excusa para venir a charlar?
– Es sólo una excusa. ¿Quién?
El archivero enrolló cuidadosamente el pergamino, volvió a atarlo con un trozo de cinta púrpura y lo guardó.
– Déjeme ponerlo todo en orden.
Yashim se rió entre dientes para sí mientras observaba al muchacho rondando como un gato, suelto e insoportablemente ágil, por los cajones. Metió la tarjeta otra vez en su lugar, cerró el cajón con sus largos dedos y desapareció entre las pilas de libros con la vela. ¡Que Dios proteja a los viejos! Nunca había visto semejante coquetterie. Pero estaba también impresionado. Ibou parecía una monada africana, pero ciertamente sabía arreglárselas. Y no sólo entre los polvorientos archivos, como pudo ver.
Ibou volvió muy rápidamente.
– Por orden -apremió Yashim.
– De la casa imperial. El sultán, su familia, sus principales servidores.
– ¿Las mujeres imperiales?
– Desde luego. Toda la familia del sultán. No sus esclavos, naturalmente.
– Por orden de -musitó Yashim-. Ibou, ¿quién crees que quería el libro?
– No lo sé. -Frunció el ceño-. Podría ser…
Se encogió de hombros y se dio por vencido.
– ¿Quién? ¿En quién estás pensando?
El archivero hizo un gesto desdeñoso con la mano.
– Nadie. Nada. No sé lo que iba a decir.
Yashim decidió dejarlo pasar.
– Me pregunto, sin embargo, dónde podría averiguar lo que quiero saber.
Ibou irguió la cabeza y miró hacia una de las lámparas de la pared.
– Pregunte a alguna de las embajadas extranjeras. No me sorprendería.
Yashim empezó a sonreír ante la ocurrencia. «Pero ¿por qué no?», se preguntó. Era exactamente la clase de información que probablemente les gustaría tener.
Miró a Ibou con curiosidad. Pero Ibou había levantado el dorso de su mano hasta la barbilla y contemplaba, inocentemente, la lámpara.