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El imán puso mala cara. ¿Podía excusarse con otro compromiso? Sabía que el eunuco rezaba en su mezquita, pero nunca habían hablado. Hasta hoy. Se acercó a él después de la plegaria del mediodía y le rogó su atención un momento. Y el imán inclinó la cabeza amablemente antes de darse cuenta de quién estaba preguntando.
Cuando el eunuco cogió el ritmo de sus pasos detrás de él, el imán reflexionó que no tenía ningún derecho a negar su simpatía, o su consejo. No quería mentirle. Además, ya era demasiado tarde. No obstante, la conversación que iban a mantener le daba mala espina.
¿Cómo podía un hombre ser un buen musulmán si tantos de aquellos caminos por los que un musulmán se acercaba a Dios estaban, por así decirlo, ya bloqueados? El imán se consideraba un maestro, ciertamente. Pero buena parte de sus enseñanzas estaban íntimamente relacionadas con la familia. La bendición de los niños, la regulación que era adecuada para la vida de matrimonio. Él daba consejos a los padres sobre sus hijos, y a los hijos sobre sus padres. Enseñaba a los hombres -y a las mujeres- cómo comportarse en el matrimonio. Maridos descarriados. Esposas celosas. Llegaban a él como ante un juez, con preguntas. Era trabajo suyo considerar estas preguntas, y responder sí o no; generalmente a través de preguntas las parejas llegaban a una comprensión de su posición. Él los guiaba hacia las preguntas correctas: a lo largo del camino tenían que examinar su propia conducta, a la luz de las enseñanzas del Profeta.
¿Cómo podía discutir con una criatura que no tenía familia?
Llegaron a su habitación. Un diván, una mesa baja, una jarra sobre una bandeja de latón. Algunos cojines. La habitación estaba sobriamente amueblada, pero seguía siendo suntuosa. Desde el suelo hasta la altura del hombro, las paredes estaban decoradas con un fabuloso tesoro de azulejos de siglos de antigüedad, procedentes del mejor período de los hornos de Iznik. Los dibujos azules, geométricos, parecían haber sido realizados ayer mismo: resplandecían brillantes y puros, captando la luz del sol que se filtraba a través de las ventanas sobre sus cabezas. En el rincón, una negra estufa proyectaba un agradable calorcillo.
El imán hizo un gesto hacia el diván, mientras él permanecía de pie dando la espalda a la estufa.
El eunuco sonrió, un poco nerviosamente, y se instaló en el diván. Se quitó las sandalias con un simple gesto de los pies antes de esconderlos bajo el albornoz. Interiormente el imán lanzó un gemido. Éste, pensó, iba a ser difícil. Deslizó la yema de un dedo por una ceja.
– Hable.
Su voz retumbó. Yashim quedó impresionado. Estaba acostumbrado a encontrarse con personas que tenían algo que ocultar, su discurso empañado por la duda y la vacilación, y aquí tenía a un hombre que podía darle respuestas selladas con autoridad. Ser un imán era vivir sin incertidumbres. Para él siempre habría una respuesta. La verdad era palpable. Yashim envidió esta seguridad.
– Quiero averiguar algo sobre los karagozi -dijo.
El imán dejó de alisarse la ceja cuando ésta se levantó.
– ¿Perdón?
Yashim se preguntó si no se había equivocado al decirlo. Y repitió:
– Los karagozi.
– Son una secta prohibida -dijo el imán.
No solamente las palabras erróneas, pensó Yashim, sino también el hombre erróneo. No podía serlo más. Empezó a ponerse en pie, dando las gracias al imán por su aclaración.
– Siéntese, por favor. ¿Quiere saber algo de ellos?
El imán había levantado una mano. Una discusión sobre doctrina, un caso enteramente distinto. El imán sintió que le habían quitado un gran peso de los hombros. No tenían necesidad de hablar de lujuria, o de sodomía, o de lo que fuera que los eunucos deseaban hablar cuando visitaban a su imán. De si era posible para un hombre sin cojones disfrutar de las huríes en el paraíso.
Yashim volvió a sentarse.
– Los karagozi eran prominentes en el cuerpo jenízaro -observó el imán-. Quizás ya sabe usted eso…
– Sí, desde luego. Sé que no eran ortodoxos, también. Quiero saber en qué formas no lo eran.
– El jeque Karagoz era un místico. Eso fue hace mucho tiempo, antes de la Conquista, cuando los otomanos eran todavía un pueblo nómada. Tenían alguna mezquita, aquí y allá en las ciudades y pueblos que habían conquistado a los cristianos. Pero los luchadores eran gazi, guerreros santos, y no estaban acostumbrados a vivir en las ciudades. Ansiaban la verdad, pero resultaba difícil para maestros e imanes vivir entre ellos. Muchos de esos gazi turcos escuchaban a sus antiguos babas, sus padres espirituales, que eran hombres sabios. Digo sabios, pero no todos estaban iluminados.
– ¿Eran paganos?
– Paganos, animistas, sí. Algunos, no obstante, estaban tocados por las palabras del Profeta, la paz sea con él. Pero incorporaban a sus doctrinas gran parte de las viejas tradiciones, muchas enseñanzas esotéricas, incluso errores que habían recogido de los no creyentes. Debe usted recordar que aquéllos eran tiempos tumultuosos. El pequeño Estado otomano estaba creciendo, y muchos turcos eran atraídos hacia él. A diario, se enfrentaban a nuevas tierras, nuevas gentes, creencias poco familiares. Resultaba difícil para ellos comprender la verdad.
– ¿Y los jenízaros?
– El jeque Karagoz forjó el vínculo. Imagínese: los primeros jenízaros eran hombres jóvenes, inseguros de su fe, porque habían sido arrancados de las filas de los incrédulos y tenían que olvidar muchos errores. El jeque Bektash se lo hacía más fácil. Ya conoce usted la historia, por supuesto. Estaba con el sultán Murad, que creó por primera vez el cuerpo jenízaro a partir de los prisioneros que hizo en sus guerras balcánicas. Cuando el jeque los bendijo, con su mano extendida, cubierto su brazo por una larga manga blanca, esa manga se convirtió en la marca del jenízaro, el tocado que llevaban como una garceta en sus turbantes.
– ¿De modo que el jeque Karagoz era un baba?
– En cierto sentido, sí. Vivió un poco más tarde que los últimos babas de tradición turca, pero los principios eran los mismos. Sus enseñanzas eran islámicas, pero hacían hincapié en el misterio y la unión sagrada.
– ¿Unión sagrada?
El imán apretó los labios.
– Me refiero a la unión de las fes, la unión con Dios. Decimos, por ejemplo, que sólo hay un camino hacia la verdad, y que éste está escrito en el Corán. El jeque Karagoz creía que había otros caminos
– Como los derviches. Estados de éxtasis. La liberación del alma de la prisión del cuerpo.
– Exactamente, pero los medios eran diferentes. Podríamos decir, más primitivos.
– ¿Y eso?
– Un verdadero adepto se consideraba por encima de todos los lazos y reglas terrenales. De modo que romper las reglas era una forma de mostrar su lealtad a la hermandad. Bebían alcohol y comían cerdo, por ejemplo. Las mujeres eran admitidas en las mismas condiciones que los hombres. Dejaban de lado gran parte de la clara guía del Corán, como algo poco importante, o incluso no pertinente. Semejantes transgresiones ayudaban a crear un vínculo entre ellos.
– Entiendo. Quizás eso hacía más fácil para el nacido cristiano aproximarse al islam.
– A corto plazo, estoy de acuerdo. No tenían que renunciar a tantos de sus bajos placeres. Ya sabe usted cómo pueden ser los soldados.
Yashim asintió. Vino, mujeres y canciones: la letanía de las fogatas de campamento, en todas las épocas.
– Si ignoraban la guía del Corán -dijo lentamente-, ¿qué clase de guía recibían?
– Muy buena pregunta. -El imán juntó sus dedos-. En cierto sentido, ninguna. El verdadero karagozi no creía más que en sí mismo: creía que lo auténtico era el alma que persistía en cada estado… Creación, nacimiento, muerte y más allá. Las reglas no importaban. Pero lo ridículo es que tenía reglas propias, también. Números mágicos. Secretos. Supersticiones. Un karagozi no deja su cuchara sobre la mesa, o permanece quieto en un umbral, ese tipo de cosas.
»Obedecer las insignificantes regulaciones de la orden le permitía quebrantar las leyes de Dios. No es extraño que toda clase de indeseables fueran atraídos hacia la orden karagozi. No exageremos. El impulso original, aunque confuso, era puro. Los seguidores karagozi se consideraban musulmanes. Es decir, asistían a las plegarias en la mezquita, como todo el mundo. El elemento karagozi era otra capa en su lealtad espiritual, una capa secreta. Se organizaban en logias, tekke. Lugares de reunión y plegaria. Había muchas, en Estambul y otras partes.
– ¿Todos los karagozi eran jenízaros?
– No. Pero todos los jenízaros eran karagozi, en un sentido general. Que no es lo mismo. Quizás, amigo mío, hemos ido demasiado rápido al hablar de ellos y sus doctrinas. ¿Y el golpe a los jenízaros? Un contratiempo. Quizás, a fin de cuentas, productivo. ¿Sabe usted?, la fe puede avivarse en la adversidad. Me imagino que no hemos oído la última palabra sobre los karagozi. Tal vez no bajo ese nombre, pero las corrientes de espiritualidad a que ellos recurren son profundas.
– Pero están proscritos, como usted ha dicho. Prohibidos.
– Ah, bueno, aquí en Estambul, sí. Pero han hecho un largo camino. Antaño escucharon a un baba de la estepa. Desde entonces han cruzado el corazón del islam, el Dominio de Paz, y actualmente se encuentran en sus fronteras. Como centinelas, quizás. -El imán sonrió-. No me mire usted tan sorprendido. La doctrina de los karagozi ganó muchas fronteras para el islam. Quizás vuelva a hacerlo.
– ¿Qué fronteras? ¿A qué se refiere?
– Son fuertes donde uno esperaría que lo fueran. En Albania. Donde los jenízaros siempre fueron fuertes.
Yashim asintió.
Hay un poema. Usted parece saber un montón de cosas, de modo que tal vez sepa ésta también.
Recitó los versos que había hallado clavados en el Árbol de los Jenízaros:
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
se extienden.
Huye.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
El imán frunció el ceño.
– Es, creo recordar, un verso karagozi. Sí, lo conozco. Sumamente esotérico, ¿no le parece? Típicamente secretista. Los versos finales ofrecen alguna forma de ilustración mística, por lo que puedo recordar.
– ¿Versos finales?
– Sí. -El imán parecía sorprendido-. El poema que usted ha citado está incompleto. Me temo que no lo recuerdo del todo.
– Pero ¿podría, tal vez, averiguarlo?
– Por la gracia de Dios -dijo el imán plácidamente-. Si está usted interesado, podría intentarlo.
– Se lo agradecería mucho -dijo Yashim, y se puso en pie.
Se hicieron mutuas reverencias. Y justo en el momento en que Yashim se daba la vuelta para irse, el imán volvió la cara hacia la ventana.
– Misterios sufíes -dijo suavemente-. Hermosos a su manera, pero etéreos. No creo que tengan mucho significado para la gente corriente. O quizás, no lo sé, demasiado. Hay mucha pasión, e incluso fe, en esta clase de poesía, pero al final no resulta adecuada para los creyentes. Es demasiado libre, demasiado peligrosa.
«No sé muy bien si es libre -pensó Yashim-. Pero peligrosa, sí lo es. Ciertamente peligrosa. Incluso asesina.»