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Estambul no era una ciudad que se acostara tarde. Después de las diez, en su mayor parte, cuando el sol hacía ya mucho rato que se había hundido bajo las islas de los Príncipes, las calles estaban silenciosas y desiertas. Algunos perros gruñían y se peleaban en los callejones, o se dedicaban a aullar en la playa, pero esos sonidos, como la llamada del muecín a la oración, al alba, eran los ruidos nocturnos de Estambul, y nadie les concedía su atención.
Ningún lugar de la ciudad estaba más tranquilo que el Gran Bazar, un laberinto de calles cubiertas que serpenteaban y se retorcían como anguilas colina abajo desde Bayaceto hasta las playas del Cuerno de Oro. De día, el zumbido del bazar pertenecía a lo que era, incluso entonces, quizás el más fantástico caravanserrallo del mundo, un mercado de oro y especias, de alfombras y telas de lino, jabones y libros y medicinas y cuencos de barro. Pero no era sólo el lugar donde se comerciaba con la producción del mundo; dentro de los casi tres kilómetros cuadrados de callejones y cubículos, se manufacturaban diariamente algunos de los productos más delicados y útiles del imperio. Era una concentración de la riqueza y la laboriosidad turcas; tenía sus propios cafés, restaurantes, imanes y hammams, los baños turcos, y se dictaban leyes estrictas para su seguridad.
La altura que dominaba el bazar -la llamada Tercera Colina de Estambul-, en donde se alzaba la mezquita de Bayaceto, había sido elegida por el Conquistador, el sultán Mehmed, para levantar su palacio imperial; pero el edificio seguía incompleto cuando empezó a trabajar en otro palacio, Topkapi, sobre la punta del serrallo, destinado a ser mucho mayor y más magnífico que el primero. El viejo palacio, o Eski Serai, como llegó a ser conocido, servía por lo tanto como una especie de anexo de Topkapi. Era una escuela donde se preparaba a los esclavos del palacio; una compañía de jenízaros estaba acantonada en sus muros, y sus habitantes reales eran los prisioneros más tristes del imperio, porque eran las mujeres de los anteriores sultanes, enviadas al Eski Serai a la muerte de su amo y señor. Esta deprimente práctica había caído en desuso muchos años antes. Con el tiempo, el Eski Serai se fue deteriorando, y finalmente se convirtió en una ruina; sus restos fueron limpiados, y de los escombros se alzó la torre contra incendios que aún se cernía sobre el Gran Bazar, tal como Yashim iba más tarde a observar.
La bolsa, que apareció durante la noche, estaba atada con cordeles a la pesada reja de hierro que protegía el Gran Bazar de ojos fisgones y ladrones decididos. Al amanecer, más de una docena de personas lo habían comentado, y al cabo de una hora, delante de una apretujada multitud, fue finalmente descolgada.
Nadie parecía querer abrirla. Nadie pensaba que fuera a contener un tesoro. Todo el mundo creía que, contuviera lo que contuviese, sería sin duda horrible, y todo el mundo quería saber lo que era.
Finalmente, se decidió llevar la bolsa, sin abrir, a la mezquita y pedirle al cadí su opinión.