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Siete horas más tarde, la bolsa fue abierta por segunda vez aquella mañana.
– Es algo terrible -volvió a decir el cadí, retorciéndose las manos. Era un hombre mayor y el shock había sido grande-. Nada parecido…, nunca… -Sus manos se agitaban en el aire-. No tiene nada que ver con nosotros. Gente pacífica… buenos vecinos…
El serasquier asintió, pero no estaba escuchando. Estaba observando cómo Yashim tiraba de las cuerdas. Yashim se puso de pie y vació el contenido de la bolsa sobre el suelo.
El cadí se agarró a la puerta para sostenerse. El serasquier se apartó a un lado de un brinco. El propio Yashim se quedó respirando pesadamente, contemplando con fijeza el montón de blancos huesos y cucharas de madera. Apretujada en la pila, inconfundiblemente oscura, había una cabeza humana.
Yashim inclinó la cabeza y no dijo nada. «La violencia es terrible -pensó-. ¿Y qué he hecho yo para evitarla? Guisar una comida. Y he ido a buscar un caldero de juguete.»
Guisado una comida.
El serasquier alargó un pie calzado con una bota y removió el montón con la punta. La cabeza se asentó. Su piel aparecía estirada y amarilla, y sus ojos brillaban débilmente bajo unos párpados medio cerrados. Ninguno de los dos hombres se dio cuenta de que el cadí había salido de la habitación.
– No hay sangre -dijo el serasquier.
Yashim se puso de cuclillas al lado de los huesos y cucharas.
– Pero ¿es uno de los suyos?
– Sí. Me parece que sí.
– ¿Se lo parece?
– Estoy seguro. El bigote.
Hizo un gesto señalando débilmente la cabeza cortada.
Pero Yashim estaba más interesado en los huesos. Los estaba separando, uno por uno, prestando particular atención a los occipitales mayores… y la espinilla, el fémur y las costillas.
– Es muy extraño -murmuró.
El serasquier bajó la mirada.
– ¿Qué es extraño?
– No hay ninguna marca. Están limpios y enteros.
Cogió la pelvis y empezó a darle vueltas entre sus manos. El serasquier hizo una mueca. Trataba con cadáveres bastante a menudo… pero acariciar huesos. Aaaaj.
– Era un hombre, en cualquier caso -observó Yashim.
– Por supuesto que era un maldito hombre. Era uno de mis soldados.
– Era sólo una idea -replicó Yashim pacíficamente, situando la pelvis en su posición. Vista desde arriba parecía casi obscenamente grande, emergiendo de los restos del esqueleto esparcidos sobre el suelo de mármol-. Quizás habían usado otro cuerpo. No tengo ni idea.
– ¿Otro cuerpo? ¿Para qué?
Yashim se puso de pie y se limpió las manos con el borde de su capa. Miraba fijamente al serasquier, sin ver nada.
– No me lo imagino -respondió.
El serasquier señaló a la puerta y lanzó un suspiro.
– Me guste o no -dijo-, vamos a tener que decirle algo a la gente.
Yashim parpadeó.
– ¿Qué le parece la verdad? -sugirió.
El serasquier le lanzó una mirada penetrante.
– Algo así -dijo bruscamente-. ¿Por qué no?