172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 35

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Capítulo 33

Existen ciudades cuyos satisfechos ciudadanos apoyan a una inteligente administración, y que no tienen ni un solo edificio público destartalado, ni una sola parcela infestada de hierbajos, ni un palacio a punto de desmoronarse. Pero una gran ciudad admite todas estas cosas, incluso la decadencia es un signo de vida. Habla al oído derecho de oportunidad, y al otro oído, de delincuencia y corrupción. Estambul, en el decenio de 1830, no era una excepción.

El mellado tirador de la campanilla que ahora yacía, inerte, en la mano de Yashim mientras éste se encontraba en lo alto de la escalera junto a la puerta delantera de un edificio, en Pera, el llamado barrio «europeo» de Estambul, al otro lado del Cuerno de Oro, inspiraba una similar reflexión. Yashim sentía que de alguna manera la campana rota guardaba cierta afinidad con gran parte de la antigua metrópoli, que estaba ya rota y enmohecida, desde basílicas agrietadas hasta las pandeadas casas de madera, desde el despacho del patriarca hasta los pilones del puerto.

Con el último, y mortal, tirón de la cuerda, una campanilla había resonado en algún lugar de la vieja mansión. Por primera vez en varias semanas, y por última vez en algunos años, una campanilla anunciaba al embajador polaco que tenía un visitante.

Palieski se retorció para bajar del diván con una maldición y un tintineo de vidrios rotos.

En lo alto de la escalera se agarró a la barandilla y empezó a descender, bastante lentamente, hacia la puerta principal de la casa. Se quedó mirando un momento fijamente los pestillos, luego se desperezó, flexionó los músculos de su espalda, se pasó una mano por el cabello y alrededor del cuello y abrió la puerta. Parpadeó involuntariamente ante la repentina invasión de luz invernal.

Yashim puso los restos del tirador de la campana en las manos del otro y entró. Palieski cerró la puerta, lanzando un gruñido.

– ¿Por qué no has entrado por la ventana de la parte de atrás?

– No quería sorprenderte.

Palieski se dio la vuelta y empezó a subir por la escalera.

– Ya no hay nada que me sorprenda -dijo.

Yashim distinguió un corredor oscuro, que conducía a la parte trasera de la residencia, y una sábana que cubría algunos muebles amontonados en el vestíbulo. Siguió a Palieski por la escalera.

Palieski abrió una puerta.

– Ah -dijo.

Yashim siguió a su amigo a una habitación pequeña y de techo bajo, iluminada por dos largas ventanas. En la pared opuesta se alzaba un manto de chimenea, decorado con haces de escudos tallados y los arcos y flechas de una época más caballeresca; en la chimenea ardía el consiguiente fuego. Palieski arrojó otro tronco y atizó el fuego. Saltaron algunas chispas. Las llamas empezaron a extenderse.

Palieski se dejó caer en un gran sillón e hizo señas a Yashim de que hiciera lo mismo.

– Tomemos un poco de té -dijo.

Yashim había estado en esta habitación muchas veces; aun así, paseó su mirada alrededor con placer: un jaspeado espejo de marco dorado colgaba entre las ventanas de persianas de listones. Bajo él se encontraba el pequeño escritorio de Palieski y la única silla dura de la habitación. Los dos sillones, arrastrados hasta cerca del fuego, estaban perdiendo su relleno, pero eran cómodos. Sobre la chimenea colgaba un retrato al óleo de Jan Sobieski, el rey polaco que levantó el sitio turco de Viena en 1683; otros dos óleos (uno de un hombre con una peluca montando un caballo encabritado, el otro que reproducía una escena familiar) colgaban de la pared junto a la puerta, sobre una mesa lateral de caoba. El violín de Palieski descansaba en ella. La pared de enfrente y los nichos situados junto a la chimenea estaban llenos de libros.

Palieski alargó el brazo y dio un par de tirones a una campanilla de tapicería. Una aseada criada griega se presentó en la puerta y Palieski pidió té. La muchacha trajo una bandeja y la dejó sobre el charpoy, delante del fuego. Palieski se frotó las manos.

– Té inglés -dijo-. Keemun con una pizca de bergamota. ¿Leche o limón?

El té, el fuego y los ricos tonos del reloj alemán situado sobre la chimenea suavizaron el humor del embajador polaco. También Yashim se sintió más relajado. Durante largo rato, ninguno de los dos hombres dijo nada.

– El otro día me mencionaste una cita… Un ejército marcha sobre su estómago. ¿Quién dijo eso? ¿Napoleón?

Palieski asintió e hizo una mueca.

– Típico de Napoleón. Hacia el final, sus ejércitos marchaban sobre sus pies helados.

No por primera vez, Yashim se prometió sondear la actitud de Palieski hacia Napoleón. Parecía una combinación de admiración y amargura. Pero, en vez de ello, preguntó:

– ¿Te parece significativa la manera en que los jenízaros denominaban sus rangos?

– ¿Significativa? Adoptaban títulos de cocina. El coronel era llamado el maestro sopero, ¿no? Y había otro rango que recuerdo… marmitón, panadero, hacedor de tortas. Los sargentos mayores llevaban un largo cucharón de madera como distintivo del oficio. En cuanto a los hombres, perder una sopera del regimiento en la batalla (uno de los grandes calderos que usaban para hacer arroz pila) era la peor de las desgracias. Tenían muy bien organizado el aprovisionamiento. Pero ¿por qué los jenízaros?

Yashim se lo dijo. Le habló del caldero, del hombre atado listo para asar, de la pila de huesos y cucharas de madera. Palieski le dejó hablar sin interrumpirlo.

– Perdona, Yashim. Pero ¿no estabas en Estambul hace diez años? Lo llamaron la represión, ¿no? La risa puede ser reprimida. La emoción, también. Pero estamos hablando de carne y de sangre. Ésta era la historia. Ésta era la tradición. ¿Reprimidos? Lo que les pasó a los jenízaros fue más que una masacre.

Para sorpresa de Yashim, Palieski tenía dificultades para ponerse de pie.

– Yo estuve allí, Yashim. Nunca lo conté, porque nadie, ni siquiera tú, hubiera deseado saberlo. No es el estilo otomano. -Vaciló, con una sonrisa triste-. ¿Te lo he contado alguna vez? -Yashim movió negativamente la cabeza. Palieski levantó la barbilla-. Fue el dieciséis de junio de mil ochocientos veintiséis. Un día soleado. Yo me encontraba en Estambul haciendo alguna gestión, no me acuerdo -empezó-. Y, bum… la ciudad entra en erupción. Las ollas retumbando en el Atmeidan. Los estudiantes de las madrasas apestando y a punto de reventar como un queso maduro. «Regresa», me digo. «Hacia el Cuerno de Oro, agarra un esquife, toma el té sobre el césped y aguarda noticias.»

– ¿Té? -interrumpió Yashim.

– Es una forma de hablar. Igual que lo del césped. Pero no importa. Nunca conseguí llegar aquí. El Cuerno de Oro. Silencio. Estaban los esquifes, arrastrados hacia el costado de Pera. Yo hacía señas con la mano y daba brincos sobre el desembarcadero, pero ni una miserable alma se adelantó para cruzarme. Te lo aseguro, Yashim. Se me erizaban los pelos en el cogote. Me sentía como si me hubieran puesto en cuarentena.

»Tenía una vaga idea de lo que se estaba tramando. Pensé en alguno de los pachás que conocía… pero entonces, supuse, tendrían ya bastantes problemas sin tener que cargar conmigo. Para ser sincero, no estaba seguro de que fuera juicioso esconderme en alguna mansión de los grandes en el momento de la crisis, que todos sabíamos que estaba llegando. Imagina adonde me fui, en vez de eso.

Yashim arrugó la frente. «Sé perfectamente adonde, viejo amigo, pero no voy a estropeártelo.»

– ¿Una taberna griega? ¿Una mezquita? No lo sé.

– Con el sultán. Lo encontré en el serrallo, en el Quiosco de la Circuncisión… acababa de llegar de Besiktas, Bósforo arriba. Tenía a varios oficiales con él. Y al gran muftí también. -Palieski lanzó a Yashim una larga y dura mirada-. No me hables de represión. Yo estaba allí. «¡Victoria o muerte!», gritaban los pachás. Mahmut cogía el santo estandarte del Profeta con sus dos manos. «O vencemos hoy», dijo, «o Estambul será una ruina por la que sólo los gatos se pasearán». Diré esto a favor de la Casa de Osmán: quizás les llevó doscientos cincuenta años tomar la decisión, pero cuando lo hicieron, lo hicieron a conciencia.

»Los estudiantes vinieron en tropel a la gran corte de Topkapi. Les dieron armas, y ellos llevaron el santo estandarte a la mezquita del sultán Ahmet. Todo aquel sector de la ciudad era nuestro, en torno al Hipódromo, Aya Sofía y el Palacio. Los rebeldes se encontraban al final de la calle más próxima de sus cuarteles, alrededor de la mezquita de Bayaceto, junto al bazar de ropa vieja. La antigua calle bizantina, y fortaleza jenízara. Allí fue donde las tropas del sultán atacaron primero. Metralla. Como Napoleón en las Tullerías. Una bocanada de olor a metralla.

»Sólo dos cañones… pero bajo el mando de un tipo que ellos llamaban Ibrahim. El infernal Ibrahim. Los jenízaros volvieron corriendo a los cuarteles y empezaron a parapetarse con piedras detrás de las puertas… Ni por un momento se preocuparon de sus compañeros abandonados en las calles. Incluso cuando la artillería los había rodeado, se negaron a hablar de rendición. Se limitaron a apiñarse dentro de la Gran Puerta, aparentemente. El primer cañonazo que la derribó mató a docenas de ellos.

»Nosotros vimos las llamas, Yash. Éstas hicieron salir a los jenízaros… a algunos de ellos, en cualquier caso. Era como destruir un almiar, matando a las ratas cuando escapaban. Los prisioneros eran enviados a la mezquita del sultán Ahmet, pero aquellos que eran estrangulados sobre la marcha fueron amontonados bajo el Árbol de los Jenízaros… había media docena de cadáveres allí al crepúsculo. Al día siguiente, el Hipódromo era un montón de cuerpos.

»Siempre me ha hecho sentirme enfermo ese árbol. Pensar en los hombres colgados de las ramas, como fruta. Y los cadáveres de los jenízaros amontonados alrededor de su tronco. Debe de correr sangre por él, Yash. Hay sangre en sus raíces.

»Pero eso es lo que vi, y lo estoy contando. He conocido pogromos y matanzas. He visto cosas peores, para ser sincero, que lo que los jenízaros sufrieron al final. Mujeres y niños… he visto eso. Los jenízaros eran hombres, y se lo merecían en cierto modo, pobres estúpidos, por lo que habían hecho y por lo que hombres antes que ellos habían hecho y están haciendo, desde tiempos inmemoriales. Sabían el sucio negocio en que se habían metido. Estaban matando el imperio lentamente, y ellos debían de saber que algún día habría un ajuste de cuentas.

»Quizás no lo esperaban, de una manera tan total y completa. No fue, "la partida ha terminado, y dejen sus sables sobre la mesa cuando se marchen", ¿verdad? Fue la aniquilación, Yashim. ¿Diez mil muertos? Haciéndolos salir mediante el fuego del Bosque Belgrado. Expulsándolos de las ciudades de provincia. Jinetes tártaros volando a través del imperio para esparcir las noticias. El Acontecimiento Propicio, ésa es la expresión, ¿no? Los jenízaros ni siquiera lograron una mención en su propio certificado de defunción. Desaparecieron, y sin rastro alguno.

»¿Sabes?, unas semanas después vi al sultán con un verdugo en un cementerio, entre los cipreses. Sus viejos muertos. Los leales y los valientes, así como los venales y corruptos. El verdugo decapitaba cada lápida sepulcral con una pesada espada.

Yashim levantó un dedo.

– Queda una. Allá en Uskudar, con la manga esculpida en la piedra.

Palieski hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Siempre queda uno. Y quizás docenas. Eso no significa nada. El Imperio otomano perdura. Perdura porque todo ha cambiado. Y todo ha cambiado porque los jenízaros han desaparecido. Ellos fueron los cimientos del imperio, ¿no lo entiendes? Eran todo lo que se interponía en el camino de… ¿qué? El sultán cabalgando sobre una silla europea. El ejército haciendo instrucción como soldados napoleónicos. Cristianos abriendo licorerías en Pera, hombres con fez en vez de turbante, todo eso. Y más: los jenízaros estaban robando, presuntuosos, cabrones de mente estrecha, pero eran poetas, y, algunos de ellos, artesanos de experiencia. Y todos poseían alguna clase de cultura. Algo que era más grande que ellos, más grande que su codicia y sus pecados.

»¿Quiero que vuelvan, tal vez? No, pero lamento su desaparición, Yashim. Solo en esta ciudad, lamento su ausencia, porque fueron el alma del imperio. Para lo bueno y para lo malo. Con ellos, los otomanos fueron únicos. Orgullosos, misteriosos y, en cierto sentido, libres. Los jenízaros les recordaban quiénes eran, y lo que deseaban ser. ¿Sin ellos? Todo muy normal, me temo. Demasiado normal: incluso el recuerdo de los jenízaros se ha borrado. Y el imperio no irá bien con esta normalidad mucho tiempo, creo. Es demasiado tenue, demasiado quebradizo, sin el recuerdo. Ser capaz de recordar… eso es lo que hace a un pueblo. Éste es el caso de nosotros, los polacos, también -añadió, repentinamente hosco.

Se derrumbó en un sillón y guardó silencio, rumiando, tapándose los ojos con una mano. Yashim tomó un sorbo de su té; lo encontró frío y vació la taza.

– Lo siento -dijo-. No debería haberte molestado.

Palieski levantó la cabeza con lentitud.

– Moléstame, Yashim, moléstame todo lo que quieras. Soy sólo el embajador. ¿Qué sé yo de nada?

Yashim se sintió humillado. Tuvo el impulso infantil de levantarse e irse.

– Me hacía preguntas sobre los huesos -dijo-, estaban muy limpios… ¿Cuántos días habían pasado?… ¿Seis? ¿Cómo dejas tan limpios los huesos de un hombre en tan breve tiempo?

– Bueno -murmuró Palieski, sintiéndose bastante mareado-. Lo hierves.

– Mmm. Lo hierves. Y entero, además… en una enorme olla. No hay ninguna señal de cuchillo en los huesos.

Palieski bebió un poco más de té. Notó que le temblaba la mano.

– Piensa en el olor -dijo Yashim-. Alguien sin duda lo habría notado.

– Yashim, amigo mío -protestó Palieski-, ¿hay algún aspecto de este misterio que no tenga relación con la cocina? Tengo la impresión de que podemos tener que suspender nuestras veladas del jueves hasta que esto se termine. No estoy seguro de si doy la talla.

Yashim parecía no haber oído.

– La manera en que los cuerpos aparecen es casi como si alguien quisiera poner de manifiesto su capacidad operativa: primero en los establos nuevos sobre Aksaray, luego bien lejos, por el Cuerno de Oro en Gálata, cerca de la mezquita de la Victoria. Finalmente, hoy, encontramos uno en las mismísimas puertas del Bazar. Cadáveres materializándose en el aire… Y otro por llegar -añadió-. A menos que lleguemos allí primero.

– Sólo podrías hacer eso si… Vamos a ver, si hubiera alguna especie de pauta, una lógica. Algo en cada uno de esos sitios que le conviene al asesino, por separados que estén. Repartir cadáveres por toda la ciudad, e incluso en Gálata, tiene que ser más difícil que simplemente dejarlos flotando en el Bósforo.

Yashim levantó la mirada y asintió.

– Pero, por alguna razón, los asesinos piensan que vale la pena la dificultad añadida.

– Ha de haber una pauta, Yashim. Tienes que hacerte con un mapa decente.

– Un mapa decente -repitió Yashim con voz uniforme.

Hacía muchos años que nadie había tratado de hacer un buen plano de Estambul. Palieski lo sabía tan bien como él.

– De acuerdo. ¿Qué más tienes?

– Un verso sufí. Puede que tenga o no algo que ver. Y un ruso uniformado -replicó Yashim.

– Ah. Un ruso. Bien, ahí sí que puedo ayudarte.

Yashim le contó lo que Preen había descubierto sobre el condecorado quinto hombre.

– La Orden de Vasilyi, no me extrañaría. Sólo se concede por experiencia en el campo de batalla, pero no es un grado muy alto. No la llevarías si pudieras conseguir algo más grande.

– ¿Lo cual significa…?

– Lo cual significa que tu muchacho es probablemente un buen soldado, pero no un grande. Aristocracia de cuarto grado, o inferior. Podría ser un soldado de carrera.

– ¿En Estambul?

– Agregado a la embajada. No hay otra explicación. Lo averiguaremos ahora mismo.

Palieski se liberó de su sillón y fue a rebuscar en un estante bajo. Sacó varios ejemplares de Le Moniteur, la gaceta de la corte otomana, volvió a su asiento y empezó a hojear las páginas.

– Estará aquí… Quién llega, quién se marcha, quién presenta sus credenciales en la corte. Veamos: chico nuevo en la embajada británica, encargado de negocios americano que asciende al rango consular, emisario plenipotenciario persa recibido en la corte, bla, bla, bla. Pasemos al siguiente. Nuevo agente comercial ruso, se equivocó de país; marcha del cónsul francés, ah, desearía haber asistido a esa fiesta; etcétera, no. Siguiente. Aquí lo tienes. N. P. Potemkin, agregado subalterno del agregado adjunto de asuntos militares, presenta sus credenciales a los visires de la corte. Bastante modesto. No es una acreditación completa. Quiero decir, no llegó a ver al sultán.

Yashim sonrió. La recepción del propio Palieski por el sultán había sido el punto culminante de su por lo demás malograda carrera diplomática. Y era una historia que Palieski contaba de la manera más concisa posible.

Por un capricho de la historia, el embajador polaco era mantenido en Estambul a expensas del sultán. Era un salto atrás a los tiempos en que los otomanos eran demasiado grandes para someterse a las costumbres habituales de la diplomacia europea, y no permitían que ningún rey o emperador se considerara igual al sultán. Un embajador, razonaban ellos, era una especie de demandante en la fuente de la justicia mundial, más que un grande revestido de inmunidad diplomática, y, como tal, ellos siempre habían insistido en pagar sus facturas. Otras naciones habían puesto con éxito en tela de juicio dicha concepción de lo que era una embajada; los polacos, recientemente, no podían permitírselo. Desde 1830, su país había dejado de existir cuando la última parcela, alrededor de Cracovia, fue engullida por Austria.

El estipendio que el embajador polaco recibía no parecía cubrir el coste del mantenimiento de la propia embajada, había observado Yashim, pero al menos le permitía a Palieski vivir en un confort razonable. «Hablamos de justicia cristiana -decía Palieski-, pero la única justicia que Polonia ha recibido ha sido del viejo enemigo musulmán. ¡Vosotros, los otomanos! ¡Vosotros comprendéis la justicia mejor que cualquier otro país del mundo!» Palieski se cuidaría muy mucho de no quejarse de que el estipendio que recibía no había cambiado en los últimos doscientos años. Y Yashim nunca diría que ambos sabían la razón: que los otomanos sólo continuaban reconociendo a los polacos para irritar a los rusos.

– Así pues, parece -dijo pensativamente Yashim- que ese agregado subalterno, Potemkin, salta a un carruaje con cuatro de los más brillantes cadetes de la Nueva Guardia… y no vuelven a ser vistos con vida nunca más.

Las cejas de Palieski se alzaron.

– Encontrarse con un ruso, desaparecer, es un fenómeno corriente. Ocurre continuamente en Polonia.

– Pero ¿por qué tendrían que encontrarse con un funcionario ruso? Prácticamente estamos en guerra con Rusia. Si no hoy, ayer y probablemente mañana.

Palieski levantó las manos en un gesto de ignorancia.

– ¿Cómo podemos saberlo? ¿Estaban vendiendo secretos? ¿Se encontraron todos en los jardines, por casualidad, y decidieron pasarse la noche de juerga?

– Nadie se encuentra con nadie en esos jardines por casualidad -le recordó Yashim-. En cuanto a vender secretos, tengo la impresión de que somos nosotros quienes necesitamos sus secretos, no lo contrario. ¿Qué podrían vender los cadetes… viejas tablas trigonométricas francesas? ¿Detalles del cañón que probablemente copiamos de los diseños rusos? ¿El nombre de su sombrerero?

Palieski frunció el entrecejo e hizo un mohín con los labios.

– Creo que ya he tomado bastante té -dijo pensativamente-. La penetración de misterios arcanos requiere algo más fuerte.

Pero Yashim conocía las consecuencias de seguir aquel consejo de Palieski. De modo que presentó sus excusas y se marchó.