172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

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Capítulo 36

Su Excelencia el príncipe Nikolai Derentsov, Orden del zar Pedro, primera clase, chambelán hereditario de los zares de todas las Rusias, y embajador ruso ante la Sublime Puerta, contempló cómo sus nudillos se blanqueaban contra el borde de la mesa.

Era, tal como él mismo hubiera sido el primero en admitir, un hombre extraordinariamente guapo. Ahora, hacia el final de su cincuentena, con una estatura de casi un metro ochenta y tres, con los anchos hombros exagerados por un chaqué de alto cuello, bien cortado, corbata almidonada y encaje en las mangas, tenía un aspecto a la vez elegante y formidable. Llevaba su grisáceo cabello corto y las patillas largas. Poseía una hermosa cabeza, fríos ojos azules y una boca más bien pequeña.

La familia Derentsov había descubierto que la vida era cara. Pese a sus vastas propiedades, pese a tener acceso a las más elevadas posiciones en el país, un siglo de bailes, vestidos de gala, juego y política en San Petersburgo había llevado al príncipe Nicolai Derentsov al incómodo descubrimiento de que sus deudas y gastos excedían en mucho a sus ingresos. Su capacidad para atraer a una hermosísima y joven esposa había sido la comidilla de la última temporada… aunque las jóvenes hermosas son tan corrientes en Rusia como en cualquier otro lugar.

Lo que daba aliento a los rumores -cosa que incitaba la envidia y la congratulación- era que, a través de su matrimonio, el príncipe se había también asegurado el beneficio de la considerable fortuna de la joven. No es que las personas que Derentsov frecuentaba lo dijeran de esa manera. A sus espaldas olfateaban que la muchacha -pese a toda su belleza- era una inversión. Su padre tenía millones en pieles.

– Parece que ha sido usted descuidado -estaba diciendo Derentsov-. En mi embajada no puedo permitirme mantener a gente que comete errores. ¿Me entiende?

– Lo siento mucho, Excelencia.

El joven inclinó la cabeza. Nikolai Potemkin parecía ciertamente apenado. Y estaba apenado. No por lo que había hecho, que no era culpa suya, sino porque su jefe estaba irritado y se mostraba injusto; parecía como si fuera a despedirlo allí mismo. Había estado allí sólo durante dos meses, pasando de un trabajo de escritorio, sin porvenir, en el ejército ruso al cuerpo diplomático, enchufado gracias a la influencia e interés de un anciano pariente en la corte… un pariente lejano, un interés mínimo. La oportunidad no volvería a presentarse.

Él tenía, como su jefe, una estatura de casi un metro ochenta; pero no era guapo. Su rostro, marcado por un chirlo, un corte de sable recibido en la guerra turca, nunca había cicatrizado bien: un vivido verdugón le corría desde la comisura de su ojo izquierdo hasta su labio superior. Era un hombre muy rubio, y sus ojos casi carentes de pestañas eran llorosos y pálidos. En la lucha con un jinete turco había agarrado el sable con su mano izquierda desnuda, y tres de sus dedos formaban ahora un inútil gancho. El joven Potemkin había llegado a la conclusión de que sería diplomático o… nada. Quinientas hectáreas en las fronteras de Siberia. Una hacienda de tercera categoría, constreñida por las deudas, a miles de kilómetros de cualquier parte.

El príncipe Derentsov dio unos golpecitos en su escritorio con los dedos.

– El daño ya está hecho. Dentro de unos minutos hablaremos con el emisario de la Sublime Puerta. Dejémoslo claro. Se encontró usted con esos hombres una vez. Habló con ellos en francés. Los llevó en el carruaje y los dejó en… ¿dónde?

– En algún lugar cerca de su cuartel, no estoy seguro. Sólo he estado en la ciudad unas pocas veces.

– Bueno -gruñó el príncipe-. Ya está, ¿entendido? Muy bien.

Llamó con la campanilla y pidió al ordenanza que hiciera entrar al caballero otomano.