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Una vez fuera del despacho del príncipe, Yashim se quedó un momento en el vestíbulo frunciendo el ceño. Un lacayo vestido de librea permanecía firme junto a las abiertas puertas de caoba. Perdido en sus pensamientos, Yashim dio lentamente la vuelta a la sala hasta que se encontró delante de un plano enmarcado, que él fingió examinar, sin ver nada en realidad.
Nadie, reflexionó, le había hecho ninguna pregunta. ¿No era algo extraño? La función de una embajada era recoger información; pero no habían mostrado el menor interés en su investigación. Tal vez estaban enterados ya de que los hombres habían muerto, cierto. Pero él les había dicho que Potemkin había sido el último hombre en verlos vivos, y no le habían preguntado cómo lo sabía. Era como si el asunto no les incumbiese, y eso resultaba interesante.
Aún más interesante, sin embargo, era la mentira sobre el coche.
La mentira… y el hecho de que el príncipe estuviera informado sobre ello.
El hecho de que el propio príncipe hubiera tratado de taparlo.
– Excusez moi, monsieur.
Yashim se dio la vuelta. Por una vez, se sintió casi anonadado.
No la había visto llegar.
Sin embargo, de pie a su lado, se encontraba ahora la mujer más hermosa que había visto en su vida.