172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 43

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Capítulo 41

A la residencia polaca le favorecía la oscuridad. A medida que avanzaba el crepúsculo, hasta sus barandillas parecían librarse de su óxido, en tanto que se hacía más espeso el descuidado seto de mirtos demasiado crecidos que protegía el sendero de entrada de los carruajes de las miradas de la calle, y se convertía en una masa cada vez más negra y sólida a medida que aumentaba la oscuridad. Entonces las vacías habitaciones, largo tiempo deshabitadas, donde el yeso se desprendía en arrugadas escamas de los adornados techos y se depositaba en unos suelos de madera que se habían vuelto apagados y polvorientos por falta de uso, proporcionaban falsos indicios de vida en su interior, como si estuvieran simplemente vacías por la noche. Y cuando el día tocaba a su fin, la elegante mansión recuperaba una apariencia de peso y prosperidad que no había conocido en sesenta años.

La luz que parpadeaba de forma irregular desde un par de ventanas del piano nobile parecía brillar a medida que avanzaba la noche. Esas ventanas, cuyos postigos nunca se cerraban -que no podían, en realidad, cerrarse, debido al desplome de varios paneles y a la lenta oxidación de las bisagras por efecto del húmedo invierno-, dejaban entrever una escena de violento desorden.

La habitación donde sólo unas horas antes Yashim había dejado al embajador polaco dudando de si abrir el vodka a base de hierba de bisonte o simplemente un rústico licor proporcionado, muy barato, a hurtadillas, por unos marineros de Crimea, parecía como si hubiera recibido la visita de un alocado bibliófilo. Un violín yacía con el puente hacia abajo sobre una bandeja de té. Una docena de libros, aparentemente abiertos al azar, aparecían esparcidos por el suelo; otra veintena más estaban desperdigados entre los brazos de un enorme sillón. Del brazo de una lámpara goteaba sebo sobre la superficie de un desgastado escritorio, encima del cual había apilada una colección de volúmenes tamaño folio y unas diminutas copas. Parecía como si alguien hubiera estado buscando algo.

Stanislaw Palieski yacía en el suelo detrás de uno de los sillones. Su cabeza estaba caída a un lado, la boca abierta, sus ojos sin vida vueltos hacia arriba, hacia el techo.

De vez en cuando emitía un débil gorgoteo.