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El serasquier tomó un puñadito de arena y lo esparció por el papel. Luego inclinó la hoja y dejó que la arena bajara nuevamente hasta el bote.
Leyó todo el documento una vez más y tiró de la campanilla.
Había pensado en hacer que imprimieran la advertencia para su circulación; pero, tras pensarlo mejor, decidió que simplemente fuera transcrita, a mano, y entregada en las mezquitas. Los imanes podrían interpretarla a su manera.
Del serasquier de la Nueva Guardia de Su Alteza Imperial en Estambul, saludos y una advertencia.
Hace diez años complació al Trono asegurar la paz y prosperidad del imperio mediante una serie de Acontecimientos Propicios, concebidos para extirpar una falsa herejía y poner fin a un abuso que Su Alteza Imperial no estaba dispuesta a tolerar por más tiempo. Tanto por sus guerras como por sus actos, el sultán consiguió una victoria completa.
Aquellos que, al dispensar la muerte, querrían devolver a la ciudad a su anterior estado, que tengan cuidado. Las fuerzas del padishah no duermen, ni tiemblan. Aquí, en Estambul, un soldado se enfrenta a la muerte con orgullo desdeñoso, convencido de que lo que sacrifica es lo irreal por lo santo, y sirve a mayor poderío del Trono.
Pese a toda vuestra fuerza, seréis aplastados. Pese a toda vuestra astucia, seréis engañados. Pese a todo vuestro orgullo, seréis humillados y llevados a enfrentaros con el supremo castigo.
Una vez más huiréis y seréis sacados de vuestros agujeros por la voluntad del sultán y su pueblo.
Habéis sido advertidos.
El serasquier creyó que había hecho un esfuerzo por clarificar la situación. El rumor era una fuerza insidiosa. Tenía en común, con la pasión por la guerra, que podía ser, y necesitaba ser, controlado.
Adiestrar a los hombres. Enderezar el rumor. Mantener la iniciativa y dejar al enemigo que suponga. El eunuco sospechaba alguna especie de complot jenízaro, pero el serasquier había decidido ser vago. La implicación estaba allí, por supuesto, entre líneas.
Una estratagema de libro.
El serasquier se puso de pie y se acercó a la oscurecida ventana. Desde allí podía contemplar la ciudad que era deber suyo defender. Lanzó un suspiro. A la luz del día la conocía como una imposible jungla de tejados y minaretes y cúpulas, que ocultaban una miríada de tortuosas calles y serpenteantes callejones. Ahora innumerables puntos de luz se mezclaban en la oscuridad, brillando tenuemente aquí y allá, como luces de las marismas reluciendo sobre una traicionera ciénaga.
Agarró con toda la fuerza de sus dedos el borde de su chaqueta y dio un tirón.