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El primer pensamiento de Yashim al despertar fue que se había dejado una sartén sobre las brasas. Se levantó de un salto del diván y se quedó mirando fijamente la cocina, balanceándose sobre sus talones. Miró alrededor suyo con aturdimiento. Todo estaba como debía estar: la estufa graduada en el mínimo, su hornillo apenas caliente; un montón de platos y loza sucios; los tajos y cuchillos. Pero olía a quemado.
Del exterior subía una confusa mezcolanza de gritos y estrépito. Miró por la ventana abierta. El cielo estaba iluminado por un resplandor como el de la temprana alba, y mientras contemplaba la escena, un entero paisaje de tejados fue perfilado por una enorme y rugiente llamarada que brotó hacia el cielo y que se desplomó luego en una estela de chispas. Eso ocurría, calculó, apenas a cien metros de distancia: una, quizás dos calles más allá. Podía oír el crujido de las maderas al arder, así como el olor de las cenizas en el aire.
Una hora, pensó. Le doy una hora.
Miró a su alrededor, a su pequeño apartamento. Los libros alineados en las estanterías. Las alfombras de Anatolia en el suelo.
– ¡Ah, por las barbas del Profeta!
El incendio había estallado en un callejón que daba a Kara Davut. La entrada del callejón aparecía bloqueada por una muchedumbre de ansiosos mirones, asustados propietarios, muchos de ellos descalzos, y mujeres en todo tipo de déshabillé, aunque cada una de ellas conseguía cubrirse la nariz y la boca con un pedazo de tela. Una de las mujeres, observó Yashim, se había levantado de un tirón su chaqueta de pijama, dejando al descubierto un delicioso pliegue de carne en torno a su barriga, mientras que ocultaba su rostro. Todos estaban contemplando el fuego, como si estuvieran congelados.
Yashim miró a su alrededor. En Kara Davut la gente estaba saliendo de sus casas. Un hombre al que Yashim reconoció como el panadero estaba apremiando a la gente para que dieran la vuelta y fueran en busca de cubos. Se encontraba situado a un paso de la fuente, al final de la calle, gesticulando. Yashim repentinamente comprendió.
– ¡Sacad a las mujeres de aquí! -gritó, aguijoneando a los hombres que estaban a su lado-. ¡Necesitamos hacer una cadena!
Empezó a empujar a los que tenía a su lado. El hechizo que había caído sobre éstos se rompió. Algunos hombres se despertaron a la vista de sus mujeres, medio desnudas.
– Llevadlas al café -sugirió Yashim.
Luego interceptó a un joven que corría hacia delante con un cubo.
– ¡Dámelo!… ¡Ve a buscar otro! -Y balanceó el cubo hacia un hombre que se encontraba a su lado-. ¡Formad una cadena!… ¡Coge éste y pásalo!
El hombre agarró el cubo, lo balanceó hacia delante y lo depositó en un par de manos que lo esperaban. Otro muchacho corrió hacia Yashim con un cubo cargado. La parte trasera de la fila necesitaba atención, comprendió Yashim.
– Tú quédate aquí. Pasa este cubo y prepárate para coger otro.
Fue hacia atrás y empujó a algunos espectadores para que se apartaran como a un metro. Estaban trayendo más cubos; en cuanto llegaban, el panadero los sumergía en la fuente y los pasaba. Yashim corría a lo largo de la cadena, para evitar los fallos, y luego se dirigió a la cabecera para asegurarse de que se devolvían los cubos vacíos.
Las llamas estaban extendiéndose por la estrecha calle. Y mientras Yashim observaba, una ventana estalló en una lluvia de chispas y una larga lengua de fuego emergió del interior y lamió los aleros de la casa vecina. La llama se retiró; pero al cabo de un momento había vuelto a avanzar, empujada hacia el edificio vecino por el viento, que ya soplaba como una rugiente onda de choque hacia la estrecha abertura del callejón. Yashim, que se encontraba sólo a unos pasos de distancia, pudo notar que el viento le desgreñaba el cabello, a la vez que percibía calor en una de sus mejillas. Se sintió impotente. De repente recordó lo que había que hacer.
– ¡Un cortafuegos! ¡Un cortafuegos! -Se precipitó hacia el portal más cercano y se topó con una familia entera que sacaba agua del pozo del patio trasero-. Debemos hacer un cortafuegos… No aquí, sino al otro lado de la calle.
Nadie le prestaba la menor atención: estaban todos ocupados buscando agua, rociando la fachada de sus casas, que ya estaban empezando a chamuscarse y desconcharse bajo el calor.
– ¡Un hacha! ¡Dadme un hacha!
El hombre de la casa hizo un gesto con la cabeza hacia un rincón del patio. De un tirón, Yashim arrancó el hacha donde había quedado hincada y corrió con ella hacia la calle.
– ¡Un cortafuegos! -gritaba, blandiendo el hacha.
Varios espectadores lo miraron. Se volvió hacia ellos.
– Coged vuestras herramientas, vamos. Tenemos que echar abajo esta casa.
Sin aguardar a su reacción, giró en redondo con un grito y empotró el hacha en el yeso. Un trozo del tamaño de una mano se desprendió. Volvió a golpear: algunos maderos se hendieron y cedieron. Al cabo de unos minutos había limpiado un espacio lo suficientemente grande para poder esgrimir el hacha contra las maderas verticales. A estas alturas algunos hombres se habían unido a él: a dos de ellos los mandó a comprobar que no quedara nadie en el interior de la casa, y luego a situarse al otro lado. Hizo una pausa para recobrar el aliento, apoyándose en el hacha. Los cuatro hombres que estaban interviniendo se habían desnudado hasta la cintura, y el fuego que se aproximaba se reflejaba en vividos destellos en el sudor que corría por su piel.
– Es obra de los jenízaros -dijo uno de ellos con los dientes apretados, mientras descargaba con la parte plana de su hacha salvajes golpes contra un madero.
El madero iba cediendo; el hombre dio unos golpes rápidos más, y con un empujón con la parte plana de la hoja acabó por ceder. Yashim cogió el madero y lo lanzó.
El edificio dio una sacudida. Varios paneles del piso superior cayeron a sus pies y levantaron una nube de polvo que inmediatamente se llevó una ráfaga de viento caliente que llegaba de la calle. Yashim miró para atrás. Dos casas más allá, el fuego estaba empezando a prender. Allí mismo, uno de los hombres que había enviado a la parte trasera de la casa asomó la cabeza entre un par de vigas que se apoyaban en un ángulo absurdo en el suelo y rápidamente la retiró. Todo el mundo se río.
– Estarán fuera dentro de un momento. Y en buena hora -dijo un hombre.
Veían próxima la victoria: su humor había cambiado.
Efectivamente, los dos hombres aparecieron de repente al otro lado del marco y se precipitaron por la derrumbada puerta.
– ¡Y pensar que solíamos hacer que los jenízaros del Cuartel Beyazidiye hicieran esto por nosotros!
Ahora estaban disfrutando. Un ruido encima de sus cabezas les indicó que las viguetas se habían hendido. El entarimado del piso superior se inclinaba.
– ¡Se está cayendo hacia nosotros! -bramó Yashim. Era cierto: toda la estructura de la casa se estaba pandeando hacia ellos-. ¡Atentos!
Yashim retrocedió para huir del fuego. Los demás lo siguieron. A unos veinte metros se detuvieron para contemplar cómo la estructura de la casa caía sobre la calle como un borracho. Las tejas parecieron quedar suspendidas en el aire hasta que, con un estrépito que pudo oírse por encima del crepitar del fuego y los gritos que llegaban de la otra punta de la calle, el edificio cayó con un repentino ¡crash! y un penacho de polvo y fragmentos se dirigió hacia ellos, proyectado por el viento, como un genio enfurecido.
Yashim cayó al suelo, cubriéndose la cabeza con las manos: era como una tormenta de arena en el desierto. Alguien cerca de él lanzó un grito. Yashim mantuvo el rostro apretado contra el suelo, pese a que la tormenta de residuos empezaba a menguar. Algunos trozos de teja pasaron rozando el suelo y golpearon sus brazos.
Con precaución levantó la mirada por encima de su codo. Más allá el fuego seguía rugiendo. Los postigos de la última casa se abrieron de golpe. Pero las llamas que brotaron de los vanos se precipitaron al exterior sin encontrar nada. Donde había habido madera y aleros, había sólo un negro vacío y algunos maderos aislados colgando de una delgada viga.
Alguien se detuvo y lo ayudó a ponerse de pie. Yashim reconoció al hombre del hacha: se estrecharon las manos y luego, como el trabajo había tenido éxito, se abrazaron tres veces.
– Nos has hecho un favor, amigo -dijo el otro hombre. Parecía un fantasma, su cara blanqueada por el polvo-. Me llamo Murad Eslek.
Yashim sonrió.
– Yashim Togalu. -No Yashim el Eunuco-. A la salud de Kara Davut. -Y luego, porque era verdad, añadió-: La deuda es toda mía.
Las entonaciones cultas de su voz pillaron al hombre por sorpresa.
– Lo siento, effendi. En la oscuridad… con este polvo… yo no…
– Olvídalo, amigo. Todos somos uno a los ojos de Dios.
Murad Eslek sonrió y levantó sus pulgares hacia Yashim.