172956.fb2
Yashim removió su café mecánicamente, tratando de identificar lo que todavía le preocupaba de los acontecimientos de la noche.
No era el fuego en sí. Siempre había incendios en Estambul -aunque al mirar atrás comprendió que les había ido de muy poco-. ¿Y si hubiera dejado cerrada la ventana?… ¿Le habría alcanzado a tiempo el olor del humo? Podría haber seguido durmiendo, inconsciente de la terrible cortina de llamas que avanzaba danzando hacia su calle. Se habría levantado cuando ya era demasiado tarde, quizás, con la escalera llena de amenazadoras nubes de negro humo, las ventanas estallando…
Pensó en la multitud que había visto aquella maña na, las mujeres y los niños de pie aturdidos en medio de la calle. Arrancados de su sueño. Por la gracia de Dios, ellos también se habían despertado a tiempo.
Una frase del poema karagozi acudió de repente a su mente. Despiértalos.
La cucharilla dejó de moverse en la taza.
Había algo más. Algo que un hombre había dicho.
Era algo que un hombre había dicho sobre los jenízaros.
Obra de los jenízaros. «¡Y pensar que solíamos hacer que los jenízaros del Cuartel Beyazidiye hicieran esto por nosotros!»
Una brigada de incendios jenízara había sido acantonada cerca de la mezquita de Bayaceto, la primera y quizás, en su estilo, la más grande de las poderosas mezquitas de los sultanes. Porque incluso Sinan Pachá, el maestro arquitecto cuya sublime Suleymaniyye superaba a Aya Sofía, reconocía que la mezquita de Bayaceto había abierto el camino. Pero no era la mezquita lo que importaba; era su situación. Porque la mezquita de Bayaceto se asentaba a horcajadas en la espina dorsal de la colina sobre el Gran Bazar, uno de los lugares más elevados del barrio antiguo de Estambul.
Una posición ventajosa única. Tan única, de hecho, que fue seleccionada como el emplazamiento del más alto y quizás el más feo edificio del imperio: la torre contra incendios que llevaba su nombre. La bolsa de huesos había sido descubierta a sólo unos metros de distancia.
Y había existido otro servicio de vigilancia jenízaro, en el lado opuesto de la ciudad, en la torre de Gálata. La torre contra incendios de Gálata, que dominaba la alcantarilla que contenía el nauseabundo cadáver del segundo cadete.
Y en el antiguo centro de operaciones de los jenízaros, el viejo cuartel actualmente arrasado y reemplaza do por los establos imperiales, se había alzado una torre, creía recordar Yashim.
Palieski había sugerido que podría existir una pauta para explicar la distribución de los cuerpos… De modo que cada cuerpo había sido colocado en la vecindad de algún antiguo parque de bomberos, un punto de vigilancia jenízaro contra incendios, una torre… Yashim estudió la idea durante un momento.
El fuego había sido siempre responsabilidad de los jenízaros. Y se había convertido en su arma también. La gente se levantaba de su cama por el toque a rebato de los bomberos. Despiértalos.
¿Dónde, así pues, había estado situado el otro parque de bomberos? Tenía que haber cuatro cadáveres. Tenía que haber cuatro parques de bomberos. Cuatro torres.
Quizás, pensó Yashim devanándose los sesos, aún podría llegar a tiempo.