172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 47

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Capítulo 45

El Kislar Agha tenía la voz de un niño, el cuerpo de un luchador retirado y pesaba 114 kilos. Nadie sabría calcular su edad, e incluso él mismo no estaba completamente seguro de cuándo había salido del útero de su madre bajo el cielo africano. Unos pocos kilos de vida no deseada. Otra boca que alimentar. Su cara estaba cubierta de oscuras arrugas, pero sus manos eran suaves y morenas como las de una joven.

Y era una mujer joven con quien estaba tratando ahora.

En una de aquellas suaves manos sostenía un anillo de plata. En la otra, la mandíbula de la chica.

El Kislar Agha ladeó violentamente la cabeza de la muchacha.

– Mira esto -susurró.

Ella cerró los ojos. Él apretó con más fuerza.

– ¿Por-qué-cogiste-el-anillo?

Asul cerró los párpados, sintiendo las punzantes lágrimas de dolor. Los dedos del hombre se habían hundido en la parte blanda de la boca de la muchacha y ésta tuvo que abrirla repentinamente. Los dedos del Kislar Agha se deslizaron entre sus dientes.

Ella mordió con saña. Con mucha saña.

El Kislar Agha no había gritado desde hacía muchos años. Era un sonido que él mismo no había oído desde que fuera un muchachito en un poblado sudanés: el sonido de un cochinillo gritando. Sin dejar de gritar, metió la mano izquierda entre las piernas de la chica, agachándose ligeramente para hacer mejor presa. «No dejes marcas en las mercancías.»

El pulgar intentó zafarse. Sus dedos se estiraron y encontraron un músculo. Su mano se cerró con la fuerza del acero.

La muchacha soltó un jadeo y el Kislar Agha tiró de su otra mano para liberarla. Llevó sus heridos dedos bajo el sobaco, pero no soltó su presa. Meneó los dedos y la muchacha echó bruscamente la cabeza hacia atrás. El Kislar Agha apretó con más fuerza. La chica sintió que la presión la obligaba a volverse y eso hizo.

El eunuco vio cómo la muchacha extendía las manos para caer al suelo. El Kislar Agha dio un repentino tirón con la pinza de su mano.

Jadeando, el eunuco se dejó caer de rodillas y empezó a hurgar en los pliegues de su capa.

Se había olvidado del anillo de plata.

Recordaba sólo la necesidad de castigo, y el intenso deseo de placer.