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El oficial de guardia en la torre contra incendios, Orhan Yasmit, ahuecó las manos y sopló en ellas. Había sido una mañana de perros, no sólo porque hacía humedad y frío sino porque la niebla le había casi imposibilitado trabajar adecuadamente. ¿Quién podía distinguir un fuego en aquel velo de vaho? Apenas si alcanzaba a ver al otro lado del Cuerno de Oro.
Dio unas patadas en el suelo para entrar en calor, luego cruzó la torre hasta el costado sur y atisbo pesimistamente hacia el Bósforo. En los días buenos, la torre de Gálata lo obsequiaba con una de las mejores vistas de la ciudad, casi a cien metros por encima del Cuerno de Oro, a través del barrio viejo de Estambul, con sus minaretes y cúpulas, por el sur hasta el Bósforo y Uskudar en el costado lejano… A veces podía incluso ver las montañas de Gule, cárdenas en la lejanía.
Era una torre de piedra maciza labrada, construida por los genoveses casi quinientos años antes, cuando el emperador griego gobernaba en Bizancio y Gálata era su barrio italiano de postín. Desde entonces había sobrevivido a guerras y terremotos… incluso incendios. El rostro de la ciudad había sin duda cambiado, a medida que los minaretes reemplazaban a las agujas, y a medida que más y más habitantes se instalaban en el floreciente puerto, construyendo sus casas de madera una al lado de la otra, frágiles casas de madera amontonadas como yesca seca en los declives de las siete colinas. Y habían volcado sus braseros y dejado que sus velas cayeran encendidas y que las chispas lo encendieran todo durante siglos. Difícilmente pasaban diez años sin que algún barrio de la ciudad ardiera hasta los cimientos. Que parte de ella siguiera en pie era un testimonio de la sabiduría de los maestros de obras genoveses que erigieron la torre de Gálata.
El truco con cualquier fuego era hacerse con él de entrada, contenerlo rápidamente. Y utilizarlo sabiamente… controlarlo y moldearlo para mayor beneficio de los jenízaros. Orhan Yasmit era demasiado joven para haber conocido aquellos tiempos, pero había oído las historias pertinentes. Sí, los jenízaros provocaban incendios… al final.
Orhan Yasmit se apoyó en el pretil, preguntándose cuánto tiempo pasaría antes de que lo relevaran. Miró hacia abajo. No tenía ningún problema de vértigo. Le gustaba contemplar a la gente yendo y viniendo de un lado para otro allá abajo: con el sol a sus espaldas, había veces en que estaba a punto de sentirse como un pájaro que volara rozando los tejados y los mercados. Desde arriba, la gente, con sus turbantes, parecía como huevos de ave, vagando de acá para allá. Los extranjeros con sus pequeñas cabezas parecían seres extraños. Como insectos.
Al oír pasos a sus espaldas, se apartó del pretil y se dio la vuelta. Esperaba ver a su relevo, pero el hombre que había entrado en la terraza era un civil, un desconocido ataviado con una sencilla capa marrón. Orhan frunció el ceño.
– Lo siento -dijo secamente-. No sé cómo ha conseguido llegar aquí, pero a los civiles no se les permite estar en este lugar.
El desconocido sonrió y miró a su alrededor.
– Cuatro ojos ven más que dos -dijo-. No lo molestaré.
Orhan no entendía nada.
– Podría decirse que ambos estamos trabajando para el mismo servicio. Estoy aquí por orden del serasquier.
Orhan, instintivamente, se puso un poco más rígido.
– Bueno -replicó a regañadientes-, no sirve de nada que esté usted aquí, de todos modos. Nadie puede ver nada en un día como éste.
Yashim parpadeó.
– No, no, supongo que no.
Se acercó al pretil y se inclinó hacia fuera.
– Asombroso. ¿Mira usted abajo a menudo?
– No mucho.
Yashim inclinó la cabeza, como haciendo el gesto de aguzar el oído.
– Supongo que oirá usted cosas, sin embargo. Yo mismo lo he observado. A veces los sonidos dicen mucho más de lo que uno espera. El sonido viaja muy bien, especialmente hacia arriba.
– Cierto. -Orhan se estaba preguntando a qué venía todo eso.
– ¿Estaba usted de servicio el día que encontraron aquel cuerpo?
– Lo estuve la noche anterior. Sin embargo, no oí ni tampoco vi nada. -Frunció el ceño-. ¿Qué quiere usted?
Yashim asintió, como si comprendiera.
– Esta torre debe de llevar aquí mucho tiempo.
– Quinientos años, dicen. -El bombero golpeó con una mano en el pretil-. La torre del barrio antiguo de Estambul, Bayaceto, en su mayor parte es nueva.
– ¿En su mayor parle es nueva?
– Siempre ha habido una torre de vigilancia contra incendios allí, pero la torre era más baja. Buena visibilidad sobre el bazar y demás, pero hacia el este se encontraba la mezquita, que tapaba la vista por aquel lado. No es que importara tanto, ya que la torre Jenízara se hallaba más allá.
– Ah. Yo pensaba que había habido otra torre contra incendios allí… encima de Aksaray, ¿no?
Orhan asintió.
– Un trabajo bien hecho, al decir de todos. Desapareció juntamente con la tekke de abajo y todo lo demás.
– ¿Tekke? ¿A qué tekke se refiere?
– La tekke, la sala de plegaria, lo que fuese. Como aquí, en la parte de abajo. Para esas ceremonias karagozi de los jenízaros. Ésta y aquélla eran las más antiguas tekkes karagozi de la ciudad, al parecer. Esa torre ha desaparecido ahora, como he dicho. Se incendió durante el… bueno, hace unos años. Ya me entiende. De manera que lo que hicieron fue levantar la torre en Bayaceto. Para aprovechar la altura, ¿entiende?, se elevaba por encima de la mezquita. Debe de haber doblado su altura, supongo… y todo en piedra, como ésta. Las antiguas eran de madera y se quemaban continuamente. De modo que ahí lo tiene, tenemos dos torres tan buenas como esas tres. Mejores, realmente, ya que son de piedra.
– Estoy seguro. Siga. Hábleme de la cuarta torre.
Orhan le lanzó al desconocido una mirada.
– No existe una cuarta torre.
– No, tiene que haber otra. ¿Yedikule, tal vez?
– ¿Yedikule? -El bombero sonrió-. Dígame, ¿quién lamentaría que Yedikule se incendiara?
Yashim frunció el ceño: al bombero no le faltaba razón. Yedikule era el sumidero de la ciudad, allá abajo, al sudeste, donde las murallas de Bizancio llegaban al mar. Aparte de la suciedad, de los perros asilvestrados que pululaban por su entorno y de sus oscuras calles, estaban allí las curtidurías. También había un edificio lúgubre, viejo ya cuando los otomanos se apoderaron de Estambul, conocido como el Castillo de las Siete Torres, al que se le habían dado diversos destinos, como casa de la moneda, casa de fieras y prisión, particularmente este último. Muchas personas habían muerto dentro de sus paredes; y muchas más habrían preferido morir.
– Pero, francamente, effendi, se puede vigilar Yedikule desde la nueva torre de Bayaceto. Con la del barrio viejo de Estambul y la de Gálata se cubre toda la ciudad.
Yashim frunció el ceño. El segundo verso del poema daba vueltas por su cabeza.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Enséñales.
Él, evidentemente, era un aprendiz lento.
– Mire -dijo Orhan afablemente-, puede preguntarle al viejo Palmuk, si le place.
Una cara bigotuda apareció por la trampilla de la terraza. Palmuk no era realmente viejo, sólo tenía quizás dos veces la edad de Orhan, y un blanco y espeso bigote, así como una notable barriga. Salió de la trampilla jadeando.
– Esta maldita escalera -murmuró. Yashim observó que llevaba un cucurucho con bollitos azucarados-. ¿No hay bebés? -Le guiñó un ojo a Yashim.
– Vamos, Palmuk, no creo que al caballero le interese eso. Viene de parte del serasquier.
Palmuk reaccionó abriendo exageradamente los ojos.
– Ajajá, el viejo Ancas de Rana, ¿eh? Bien, effendi, dígale que no se preocupe por nosotros. Tenemos frío, nos cala la humedad, pero cumplimos con nuestro deber. ¿No tengo razón, Orhan?
– Quizás no lo crea usted, effendi -dijo Orhan-, pero Palmuk tiene el mejor par de ojos de Gálata. Es capaz de oler un fuego antes incluso de que éste empiece.
La cara de Palmuk se contrajo.
– Despacio, muchacho. -Se volvió hacia Yashim-. Se estará usted preguntando sobre los bebés que he mencionado… Es jerga de bombero. Un bebé… es un incendio. Un niño es un incendio en el barrio viejo de Estambul. Colgamos por fuera los cestos de esa manera -hizo un gesto hacia cuatro enormes cestos de mimbre que estaban apoyados contra la pared interior del pretil- y eso orienta a los chicos en la dirección correcta, ¿ve?
Yashim hizo un gesto de incredulidad con la cabeza. Por más que uno viviera, por más que uno creyera que conocía bien esta ciudad, siempre había algo nuevo que aprender. A veces pensaba que Estambul era sólo una masa de códigos, tan desconcertante y compleja como sus impenetrables callejones: un silencioso clamor de signos heredados, lenguajes privados, gestos velados. Recordó al maestro sopero y su coriandro. Tantas pequeñas reglas… Tantos hábitos desconocidos… El maestro sopero había sido jenízaro antaño. Volvió a mirar a Palmuk, preguntándose si él, también, llevaría un tatuaje en el antebrazo.
– ¿Lleva usted mucho tiempo de bombero, entonces?
Palmuk lo miró, con rostro inexpresivo.
– Nueve, diez años. ¿Por qué?
– El caballero quiere saber cosas de otra torre -dijo Orhan-. No de dónde estaba el viejo cuartel. De una cuarta torre. Le he dicho que no había ninguna.
Palmuk hurgó en su cucurucho y sacó un bollito, lo miró y mordió.
– Hiciste bien, Orhan. Puedes largarte ahora; el viejo Palmuk se queda al mando.
Orhan bostezó y se estiró.
– Me iría bien una cabezadita -dijo-. ¿Hay fuego abajo?
– Cálido y brillante, compadre. Cálido y brillante.
Con un suspiro de felicidad y una pequeña inclinación hacia Yashim, Orhan se deslizó por la trampilla y se fue a disfrutar del brasero en la pequeña estancia que los bomberos tenían abajo.
Palmuk dio una vuelta por las paredes, contemplando el exterior y terminándose su bollito.
Yashim no se había movido.
Palmuk se inclinó sobre el pretil y miró abajo.
– Es curioso -dijo-. A medida que uno se hace más viejo, soporta menos las alturas. Deberían pagarme más, ¿no cree usted?
Volvió a mirar a Yashim, con la cabeza ladeada.
– ¿Entiende lo que quiero decir?
Yashim miró al bombero fríamente.
– ¿Una cuarta torre?
Palmuk se inclinó sobre un cesto y encajó su cucurucho entre un par de cestas. Luego se enderezó y miró hacia el barrio viejo de Estambul. No parecía haber oído.
Sofocando un suspiro, Yashim hurgó en busca de su bolsa. Seleccionando tres monedas, las hizo entrechocar en la palma de la mano. Palmuk se dio la vuelta.
– Vaya, effendi, yo llamo a eso generosidad. Una bienvenida contribución.
El dinero desapareció en un bolsillo de su túnica.
– Es información lo que usted quiere, compadre. Effendi. Una pista, ¿verdad? Ha sido usted generoso conmigo, de modo que yo seré generoso con usted, como dice el refrán. De acuerdo. No existe una cuarta torre. Nunca la hubo, que yo sepa.
Se produjo un silencio. El bombero se pasó una mano por el bigote.
Sus ojos se clavaron en los del otro.
– ¿Eso es todo?
El bombero se encogió de hombros.
– Era lo que usted preguntaba, ¿no?
– Sí.
Ninguno de los dos se movió durante un momento. Luego Palmuk le dio la espalda a Yashim y se quedó de pie junto al pretil, mirando hacia el sur, al Bósforo, sumido en la niebla.
– Tenga cuidado con los escalones cuando baje, effendi -dijo sin volverse-. Están resbaladizos cuando hay humedad.