172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 52

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Capítulo 50

El serasquier arañó el borde del diván con sus talones y se puso dificultosamente de pie.

– Debería usted habérmelo dicho. -Su voz era cortante-. No le pedí que hablara con extranjeros. Con infieles.

Yashim, sentado en el diván, apoyó la barbilla entre las manos.

– ¿Sabe usted por qué le metí en esto? -prosiguió el serasquier-. ¿Piensa que fue porque deseaba discreción? -Miró airadamente a Yashim-. No. Lo hice porque se suponía que era usted rápido. Mis hombres están muriendo. Quiero saber quién los mata y no dispongo de mucho tiempo. Falta una semana exactamente para la revista. Han pasado varios días y usted no me ha dicho nada. Y lo cierto es que fue usted bastante rápido en Crimea. Quiero ver eso mismo aquí. En Estambul.

Las venas de sus sienes latían con fuerza.

– Poemas. Viajes en coche, lodo eso no me dice nada.

Yashim se puso de pie e hizo una reverencia. Cuando llegó a la puerta, el serasquier dijo:

– Esas reuniones las fijé yo.

La capa de Yashim trazó un remolino.

– ¿Reuniones?

El serasquier estaba de pie junto a la ventana, con las manos a la espalda.

– Los encuentros con los rusos. Me proponía conseguir que mis muchachos tuvieran una educación. ¿Presentar armas y saludar a tu oficial superior? Estupendo. ¿Aprender a cargar un arma de retroceso o hacer instrucción como un francés? Eso es sólo la mitad. Algún día vamos a tener que luchar contra los rusos. O los franceses. O los ingleses.

»¿Cómo piensan? ¿Con qué ganas pelean los hombres? ¿Quiénes son sus héroes? Se puede aprender mucho si uno comprende a los héroes de otro hombre.

El serasquier hizo chasquear sus nudillos.

– Podría fingir que nada de eso importa. Hubo una época en que nos enfrentábamos con nuestros enemigos en el campo de batalla y los aplastábamos. Éramos muy buenos. Pero los tiempos han cambiado. Ya no somos tan rápidos como antes, y el enemigo se ha vuelto más rápido.

»No nos podemos permitir ignorarlos… rusos, franceses. Sí, incluso esos egipcios pueden enseñarnos algo, pero no si nos quedamos chupando nuestras narghiles aquí, en Estambul, mientras tratamos de imaginar cómo son. Es responsabilidad nuestra saber qué piensan.

Yashim se rascó la oreja.

– ¿Y cree usted que sus oficiales pueden aprender lodo eso tomando café con un agregado militar ruso?

El serasquier pensó: «Éste no es un militar. No es un hombre en absoluto.»

Y habló con toda la claridad que podía:

Me preguntó usted el otro día si yo hablaba francés. De hecho, no es así. Hoy en día tenemos un libro, un diccionario, que nos facilita todas las palabras en turco y en francés, de modo que nuestros hombres pueden leer algunos de los libros de texto franceses. Este libro no existía cuando yo era joven. Aparte de los oficiales que contratamos para enseñar a nuestros hombres, yo nunca he conocido a un francés. O a un inglés, o a un ruso. Y nunca, por supuesto, a ninguna de sus damas. Desde luego que no. No sabría cómo…

Se interrumpió bruscamente, con los brazos extendidos en el aire en señal de demanda.

– Cómo comportarme. Cómo hablar con ellas. ¿Sabe usted? Hace treinta años, la idea ni se me hubiera ocurrido. Ahora pienso en ello continuamente.

– Entiendo.

Yashim sintió una oleada de compasión por el serasquier, con su atuendo occidental, sus lustrosas botas, su guerrera abotonada. Eran símbolos que él soportaba, sin saber exactamente el motivo, como uno de aquellos bobalicones del bazar que creían que ninguna medicina es buena si no causa dolor. Botas mágicas, botones mágicos, ferenghi mágicos.

– Las cosas se están moviendo deprisa. Incluso aquí. -El serasquier se frotó la mejilla con la mano, sin dejar de observar a Yashim-. El sultán sabe que nuestra revista militar le ofrece una oportunidad. El próximo lunes, la ciudad entera nos estará observando. La gente verá la bandera del Profeta al frente de las tropas. El cascabeleo de la caballería, brillantes arreos, hermosas cabalgaduras. Estará la tropa formada, marchando al paso. Sea lo que sea lo que piensen de nosotros ahora, quedarán impresionados. Conmovidos, estoy seguro. Más aún, va a hacer que se sientan orgullosos.

El serasquier levantó la barbilla, y las ventanillas de su nariz se ensancharon como si el orgullo pudiera olerse ya en el aire.

– Para coincidir con la exhibición, el sultán publicará un edicto. Un edicto que nos moverá a todos en la dirección que él desea que tomemos. Nos corresponde apoyarlo. Tratar de aprender las cosas buenas que los infieles pueden enseñarnos ahora. Incluso, como dice usted, tomando café con los rusos.

Pero Yashim ya había dejado de escuchar.

– ¿Un edicto?

El serasquier bajó la voz.

– Da lo mismo si se lo digo ahora. Se realizarán cambios en muchos terrenos. Igualdad de las personas bajo una única ley. Administración. Ministerios en lugar de pachas, ese tipo de cosas. Tendremos como ejemplo la reforma que se ha hecho con el ejército según las normas occidentales, y eso no será todo, naturalmente.

Yashim se sentía anonadado. ¿Qué sabía realmente él de nada? Dentro de seis días, un edicto imperial. Una orden que cambiaría las cosas. Con gran esfuerzo, apartó los pensamientos que lo asaltaban.

– ¿Por qué los rusos? ¿Por qué no enviar a nuestros muchachos a tomar el té con los ingleses? ¿O a beber vino con el embajador francés?

El serasquier se frotó su enorme cogote.

– Los rusos… estaban más interesados.

– ¿Y no le pareció eso a usted algo sospechoso?

– No soy ningún ingenuo. Corrí un riesgo. Los muchachos de la Guardia estaban, ¿cómo diría?, protegidos. Me pareció más seguro para ellos que cometieran algunos errores ahora, en Estambul, que ser ignorantes más tarde, en el campo de batalla.

«Sin embargo, podrían haber sobrevivido a una batalla», pensó Yashim.

En Estambul no tuvieron ninguna posibilidad.