172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 53

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Capítulo 51

El hombre que mata en la oscuridad no tiene miedo de ella.

La aguarda. Es de fiar, siempre acaba viniendo.

La oscuridad es su amiga.

Sus pies estaban descalzos, para no hacer ningún ruido. Sabía que no haría ningún ruido.

Años atrás, él fue uno de los Hombres Silenciosos. Uno de la elite. Ahora contemplaba cómo menguaba la luz del día procedente de la reja que había encima de su cabeza. Dentro de cuatro horas levantaría la reja tan fácil y silenciosamente como si fuera una pluma, y empezaría su trabajo. Pero ahora esperaría.

Recordaba el día de la selección. El coronel se encontraba sentado con una rosa en su regazo y una venda sobre sus ojos en el centro de la sala grande del cuartel y desafiaba a los hombres a que se acercaran a él, uno a uno. Para levantar la rosa… y regresar a su lugar. La recompensa: un nombramiento en los zapadores.

El suelo de piedra de la sala estaba salpicado de garbanzos.

Nadie había tenido tanta habilidad y paciencia como él. Tanto autocontrol. Un par de ellos llegaron hasta la rosa: pero su ansiedad los traicionó.

Ellos le enseñaron a moverse en la oscuridad, sin hacer el menor ruido. Era fácil.

Le enseñaron a vivir bajo tierra. Lo enterraron vivo, respirando por una caña.

Le explicaron cómo funcionaban las sombras, lo que el ojo podía ver, la diferencia entre uno y otro movimiento.

Le ordenaron que fuera una sombra. Vivir como una rata. Trabajar como un minero. Matar como una serpiente.

Paciencia. Obediencia. El tiempo, decían, es una ilusión: las horas pasaban como segundos, unos segundos que podían parecer toda una vida.

Avanzar poco a poco bajo las líneas enemigas. Excavar en sus defensas como una rata. Escuchar a los zapadores enemigos, las contraminas, el crujido de los puntales. Absorber la oscuridad como una segunda piel. Matar en silencio.

Y si era capturado -a veces eso sucedía, pues estaban muy cerca de las líneas enemigas-, no decir nada. No soltar nada.

No hablaban mucho, de todas formas. Eso le venía bien; nunca había sido un charlatán. Los zapadores eran los Hombres Silenciosos.

Dejó de necesitar amigos cuando entró en el cuerpo. Compartía la fe. Y la fe lo llevó a buen puerto, ¿verdad? A través del exiguo túnel. Soportando los calambres en sus músculos. Superando el miedo y el pánico en el eterno e inmóvil centro de todas las cosas.

Luego llegó la Traición. El bombardeo de los cuarteles. El polvo, la mampostería cayendo por todas partes, los trozos de piedra. Un muro que permaneció suspendido en el aire antes de derrumbarse. Recordaba aquel momento: una pared entera, de unos nueve metros de altura, volada desde sus cimientos y cerniéndose, colgando del aire.

Recordó cómo se doblaba y se combaba igual que los flancos de un caballo al galope. Como si el aire mismo fuera tan espeso como el agua. El momento le pareció una eternidad.

Le dio tiempo para buscar el agujero y meterse por él.

Como un hombre enterrado. Pero no muerto. Respirando por una abertura entre los escombros. Abriéndose paso entre los cascotes poco a poco, moviéndose de la cabeza a los pies como un gusano en busca de rocío.

La reja sobre su cabeza era ahora invisible. Pero el zapador podía verla moviendo su cabeza sólo un poco. Utilizando la luz que nadie más era capaz de ver. Levantó la barbilla. Era el momento. La paciencia era todo lo que importaba. La obediencia era todo lo que importaba. Moriría gente. Tenía que morir gente. Sólo la muerte traería el renacimiento del imperio. Sólo el sacrificio limpiaría y protegería los santos sepulcros.

Las cuatro columnas de los karagozi. El asesino hurgó en su bolsa. Tocó el terreno con la palma de su mano.

Y entonces, como un gato, empezó a moverse.