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Toda ciudad tiene distritos que bordean la respetabilidad, que nada tienen que ver con su proximidad al adinerado y deseable centro. Por espaciosas que sean las casas, por cómodas que parezcan, siempre están, de alguna indefinible manera, contaminadas por el incesante paso de otras personas. Gente que se aloja por una semana, o incluso por una noche; gente que va y viene, y puede, o no, volver, y cuyos objetivos son demasiado efímeros y demasiado difusos para ser adecuadamente comprendidos. Nadie pregunta. Nada se da por supuesto. Los servicios se pagan por anticipado y la confianza es muy escasa. Los precios son siempre un poco más elevados que en otras partes, pero la clientela está satisfecha con ahorrarse una caminata, o no conoce nada mejor, porque son extranjeros.
Preen, sin embargo, era como una especie de instalación fija, y pagaba su alquiler en consecuencia. Su casero no tenía de qué quejarse. Lo cierto es que él apenas sabía de su existencia, ya que lo mandaban afuera, a un café, donde se pasaba todo el día jugando a las tablas reales con otros viejos compadres, y sólo lo llamaban si su esposa necesitaba investigar a un nuevo inquilino o asustar a un huésped recalcitrante. Protegiendo su modestia, la patrona de Preen dirigía la mayor parte de su negocio chillando desde detrás de una pantalla enrejada al pie de la escalera. Había una ventanilla que la gente podía utilizar para pagarle: sostenían el dinero junto al hueco de un alerón y ella lo agarraba. Si necesitaba echar una ojeada, podía apretar los ojos contra la celosía. La habitación que había detrás, donde se sentaba ella, estaba completamente a oscuras.
En aquel momento estaba observando a un hombrecillo negro que peleaba con una percha de la que colgaban dos balanceantes recipientes de porcelana. Sin prestar atención a los ojos que él sabía que le estaban observando desde detrás de la celosía, el hombre transportó su carga a través de la puerta y se dirigió, con sus arqueadas piernas, hacia el patio exterior. La patrona seguía sus movimientos con envidia e irritación.
No era que la patrona deseara acarrear ella misma las aguas sucias a la alcantarilla cada mañana. Era que el hombrecillo negro que había contratado para realizar la tarea se enteraba mucho antes que ella de todo lo que estaba pasando.
El transportador regresó con sus vacíos contenedores y los dejó en una fila al lado de otros para que se secaran. Dio la vuelta y se enfrentó a la reja.
– Tres personas en el número cinco. El ocho no durmió dentro, pero huele muy mal.
La patrona apretó los labios y luego los volvió a aflojar. El número cinco había sido alquilado para una semana a un único caballero. Ya pondría las cosas en claro con él cuando los otros clientes trataran de irse furtivamente, más tarde. En cuanto al número ocho, no era la primera vez que se quedaba fuera toda la noche. El mal olor era la razón que ella esgrimía para desalentar a sus inquilinos de que trajeran comida a su establecimiento.
Si tenía tiempo, pensó, iría y se libraría de lo que pudiera estarse pudriendo en la habitación de Preen.
Un hombre llegó a la puerta. Ella lo reconoció como un amigo del número ocho.
Dio un golpecito en la celosía con los nudillos.
– Puede ahorrarse subir por la escalera -graznó, en lo que ella esperaba que fuera un tono amable. El número ocho era su mejor inquilino-. Ha salido.
Yashim miró bizqueando a la celosía.
– ¿Ha salido esta mañana, quiere usted decir?
Era una idea improbable. El transportista de aguas sucias cogió una fregona y empezó a pasearla por el corredor, sonriendo para sí.
– Bueno, sea lo que sea -replicó la patrona-, no está aquí ahora. Puedo decirle que usted vino a visitarla, effendi.
– Sí, gracias. Y déle este mensaje, ¿lo hará?
Arrancó una hoja de una libretita que llevaba, escribió unas palabras y la dobló. El alerón de la celosía se abatió y una mano arrugada cogió el papel.
– Es importante que reciba esto lo más pronto posible -añadió Yashim-. ¿No sabe usted adónde se ha ido?
– Procuraré que lo reciba -fue todo lo que dijo la patrona.
Yashim vaciló. ¿Podía hacer alguna cosa más? Pensó en ir a dejar un mensaje a su habitación, pero era demasiado tarde para eso. La bruja de la celosía tenía la nota, y el sirviente negro ya había mojado el suelo del corredor.
Deseó los buenos días a la celosía y salió a la calle.