172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 60

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Capítulo 58

Yashim había regresado a los Archivos Imperiales después de dejar su mensaje a la patrona de Preen. A la luz del día, con un débil sol invernal filtrándose por la alta ventana, el lugar parecía más corriente, la atmósfera más insulsa. Había otra razón para el cambio, también. Había varios archiveros de servicio, aunque Ibou, el sudanés, no estaba entre ellos. El Ángel de la Biblioteca, pensó Yashim.

El archivero jefe era un lúgubre individuo de caídos mostachos; no un eunuco, sino un veterano de la escuela de palacio.

– El diwan está celebrando sesión -explicó con tono apesadumbrado-. Vuelva esta tarde.

Pero Yashim no deseaba tener que volver por la tarde.

– Esto es urgente -dijo.

El archivero lo miró fijamente con unos ojos tristes. Parecía agobiado en exceso, pero Yashim sospechó que simplemente era pereza.

– Ayúdeme. Sabré esperarme si llega alguna petición del consejo de visires.

El archivero asintió lentamente, hinchando las mejillas.

– Ponga su petición por escrito. Veremos lo que se puede hacer.

Yashim apoyó los codos en la mesa y empezó a morder un lápiz. Finalmente escribió:

«Torres contra incendios de Estambul. Detalles de su ubicación.» Y luego, como una idea tardía, añadió: «Resumen de los costes de renovación/mantenimiento entre 1650 y 1750», suponiendo que eso probablemente le revelaría mejor lo que quería saber.

El archivero recogió el pedazo de papel con un gruñido, pero no hizo ningún esfuerzo para leerlo. Lo dejó sobre su escritorio durante más de veinte minutos mientras hojeaba un volumen en cuarto de listas de cifras y Yashim se paseaba arriba y abajo junto a la entrada. Finalmente lo cogió, le echó una mirada y tiró de una campanilla.

Los movimientos de sus subordinados no eran más que un remedo del cansino aburrimiento de su jefe. Todos meneaban la cabeza y echaban de vez en cuando miradas a Yashim, como si sospecharan que había venido meramente a poner a prueba su paciencia. Al final uno de ellos desapareció tras las pilas de libros. Tardó más de una hora en volver.

– Nada específico en cuanto a la ubicación. Hay dos volúmenes de cuentas, que se refieren al servicio contra incendios en general. Abarca el período de tiempo que usted ha fijado. ¿Quiere verlos?

Yashim controló un impulso de tirar de la nariz del hombre.

– Sí, por favor -dijo sin entonación en la voz.

El archivero se marchó arrastrando los pies. Volvió con dos libros sorprendentemente pequeños, más pequeños que la propia mano de Yashim, y encuadernados en tela azul. El más antiguo, que más o menos abarcaba un período desde comienzos del siglo XVII hasta 1670, estaba en bastante mal estado, y el hilo que unía las páginas estaba tan descompuesto que las hojas se desprendían de su posición por grupos, amenazando con soltarse del todo.

El archivero frunció el ceño.

– No estoy seguro de que podamos permitirle examinar este volumen… -empezó a decir.

Yashim estalló.

– No he estado esperando toda la mañana para oír que soy incapaz de mantener en orden las páginas de este libro. Voy a examinar este volumen aquí, sobre el banco, no a abanicarme con él, ni a sacudirlo, ni a tirarlo al aire.

Sin embargo, los libros lo decepcionaron. Al cabo de media hora, Yashim sólo había encontrado tres referencias, dos que tenían que ver con la torre del barrio viejo de Estambul, que se había incendiado dos veces, y la otra que, sólo de la manera más vaga, se refería a las torres contra incendios, sin enumerarlas ni llamarlas por su nombre. Muchas manos habían realizado anotaciones en los libros, lo cual convertía la tarea de descifrar algunas de las anotaciones más antiguas en ardua y frustrante a la vez.

Fue mientras estaba tratando de descifrar una anotación escrita con una caligrafía particularmente anticuada cuando Yashim se acordó de pronto de su mensaje a Preen. Le había escrito bastante claramente, y si ella seguía su consejo estaría probablemente bien instalada en algún rincón del café en Kara Davut, esperándolo y desafiando a los hombres a que le lanzaran sus miradas. La idea lo hizo sonreír, pero la sonrisa murió repentinamente.

Había escrito a Preen una advertencia, dejando claras sus instrucciones, sofocando la poética de la palabra escrita, exagerando las curvas de su escritura; había escrito unas pocas líneas que cualquiera podía leer, hasta un niño.

Hasta, pero sólo, un niño. Un niño que supiera leer y escribir.