172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 63

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Capítulo 61

Lo primero que Yashim notó, después de la peste que se veía obligado a introducir en su jadeante pecho, fue la luz.

Se alzaba, formando misteriosas columnas por toda una vasta zona donde unas pieles de animales estaban sumergidas en unas cubas para hervirlas y teñirlas. Bajo un bosque de parpadeantes antorchas, cada cuba arrojaba una espuma de vapor rojo, amarillo e índigo que se mezclaba y disolvía lentamente en la oscuridad de la noche. El aire hedía a grasa, y a pelo quemado, y, lo peor de todo, al abrumador olor a mierda de perro que se usaba para curtir la piel. Una visión infernal.

Un infierno en el que la presa de Yashim había desaparecido.

Yashim dobló una rodilla y echó una cuidadosa mirada a su alrededor.

Había oído hablar de las curtidurías, y las había olido también, pero era la primera vez que las veía con sus propios ojos. Un alto techo cubría un espacio del tamaño aproximado de un estadio, y allí, atestadas, casi tocándose por los bordes, estaban las cubas, empotradas en unos suelos elevados de arcilla y cemento que permitían a los curtidores caminar entre ellas y agitar sus burbujeantes contenidos con una larga estaca. Moldeadas en arcilla, revestidas de tejas, cada cuba tendría casi dos metros de diámetro. Aquí y allá se habían instalado unas bastas grúas para levantar los pesados fardos de pieles y sumergirlos en los tintes, y en la confluencia de cada cuatro cubas, en un espacio que parecía una estrella de cuatro puntas, había unas rejas de hierro circulares para, imaginó Yashim, aportar aire a los conductos que corrían por debajo. Algunas de esas rejas eran visibles desde donde él se encontraba.

Del asesino no había el menor rastro, pero Yashim sabía que estaba allí, en alguna parte, oculto detrás de una cuba, quizás, o manteniéndose inmóvil contra las paredes, tapado por las sombras. Yashim no sabía casi nada del asesino, excepto que era capaz de operar en la oscuridad, pues a oscuras se había lanzado contra él, a oscuras había matado a Preen, en la oscuridad había agarrotado al jorobado. La oscuridad, pensó Yashim, era la amiga de ese hombre.

Volvió a examinar la curtiduría. Estaba rodeada de altas paredes: sólo en el extremo alejado de la tenería, al otro lado del danzante resplandor de colores, pudo ver otras puertas. No creía que el asesino hubiera tenido tiempo de llegar a ellas.

Yashim esforzó la vista para examinar las cubas que tenía más cerca de él. Los colores del vapor eran menos vividos, quizás por la forma en que la luz incidía en ellos; sólo un poco más allá, cuando las columnas de vapor se superponían, era cuando mostraban una iridiscencia de arco iris. Algunas de las cubas más cercanas parecían estar vacías.

Yashim se acercó un poco más doblando ligeramente las piernas, levantándose el faldón de su capa. Subió a la plataforma de arcilla. Ésta era sorprendentemente resbaladiza, llena de gotitas de vapor y grasa, y Yashim se movió por ella con cautela, plantando firme y cuidadosamente los pies. Podía sentir el calor de las cubas. Efectivamente, había algunas vacías. Y eran vaciadas, descubrió ahora, por medio de un tapón de madera atado a una cadena sujeta en el borde de cada una de las cubas. Tuvo una visión del asesino dejándose caer por una de ellas. Como el soldado que yacía muerto en el caldero de los establos, hacía ya mucho tiempo.

Buscó dentro de su capa y desenvainó la daga que llevaba en su cinto. Por un momento su hoja brilló intensamente bajo la misteriosa luz, y luego se empañó cuando el vapor que llenaba el aire se condensó en el frío metal. La sostuvo en alto, como si apuntara con ella, con el mango entre el pulgar y los otros dedos.

Puso un pie encima de la reja. Sintió que una ráfaga de aire caliente le subía por la pierna; la tanteó con el pie y notó que la reja se balanceaba, con un sonido metálico casi imperceptible. Volvió a pisar, un poco más fuerte. De nuevo notó que cedía bajo la presión ligeramente, pero esta vez la reja de metal produjo un claro golpeteo.

Yashim retrocedió un paso y se agachó para inspeccionar la reja. Tendría unos cincuenta centímetros de diámetro y estaba constituida por redondas barras de hierro separadas unos cinco centímetros. Levantó la cabeza y consideró la situación. Había habido muy poco tiempo para ocultarse. Agachado en una de las cubas vacías, el asesino habría sido capturado como un oso en una trampa. Sería sólo cuestión de tiempo antes de que Yashim lo descubriera, y entonces…

Alargó la mano y apretó el lado más alejado de la reja, observando que se balanceaba muy ligeramente. No estaba adecuadamente fijada por un lado. Yashim deslizó sus dedos por el borde y soltó un gruñido cuando se cerraron sobre un pequeño nudo de tela no mayor que la uña de un dedo, que sobresalía de la juntura.

Se puso de pie y retrocedió, cuidadosamente, para coger una flameante antorcha de su soporte de la pared. Una vez más, recorrió con la mirada la tenería, pero nada se movía. Se arrodilló junto al enrejado y aplicó la antorcha a la rejilla.

Túneles. Esas rejillas tenían que ser algo más que unos conductos de ventilación. Debían también de servir de puntos de acceso a una red de túneles para que los curtidores alimentaran los fuegos que hacían hervir el agua de las cubas. El asesino podría haberse descolgado por ahí hasta los túneles: en su apresuramiento, sin embargo, tal vez se había pillado una esquina de la manga en la juntura al volver a colocar la rejilla sobre su cabeza.

Hemos dicho ya que Yashim era razonablemente valiente: pero eso era sólo cuando se detenía a pensar.

Sin un instante de reflexión, levantó la reja. Al siguiente momento se encontraba acurrucado en su base, un metro y medio aproximadamente más abajo, atisbando con asombro lo que aparecía ante él a la parpadeante luz de su antorcha.