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El asesino permaneció un momento a gatas para recuperar el aliento. Era fuerte. Sí, era muy fuerte. Pero correr era cosa de jóvenes, quizás un hombre entrenado. Él no se había entrenado durante años. Diez años.
«Muévete -se dijo-. Arrástrate fuera de esta reja.» Por primera vez en cuarenta y ocho horas se sentía cansado. Perseguido por la mala suerte.
La misión había fracasado. Había esperado durante horas en aquella habitación, concentrando su atención en la puerta. Una o dos veces, probó el picaporte para ver cuánto tiempo tardaba la puerta en abrirse. Por fin llegó la oscuridad: su elemento.
La había oído llegar. Vio cómo la luz se aproximaba, observó con satisfacción cómo un dedo se introducía por la puerta para levantar el picaporte. Su mano se enrolló en torno al peso situado al extremo de la cuerda.
Y entonces, en la oscuridad, todo había ido mal. El bailarín dio un paso atrás, no hacia delante. Y luego se produjo el choque. Hubiera sido posible seguir… pero había llegado alguien.
Si hay algún riesgo de ser descubierto, anular la misión.
El asesino empezó a moverse otra vez, en silencio, alejándose a rastras sigilosamente de la reja por el canal de desagüe. «Olvídate del fracaso -pensó-. Ocúltate. Desaparece.»
El movimiento le produjo consuelo. Su respiración se tranquilizó. «Descansa ahora. Nadie te seguirá hasta aquí abajo -y más tarde podría rectificar su error-. Ahora duerme. Duerme entre los altares.»
Cada altar rematado por un incandescente brasero.
El aire era fétido y cálido.
El aire estaba lleno de sueño.
El asesino se retorció para pasar por debajo de un arco y encontró un espacio libre. También halló una rebanada de pan del día anterior sobre la repisa de un brasero y se metió un pedazo en la boca. Quitó el tapón de una botella de loza y bebió un largo trago de agua tibia.
Al final se tumbó sobre los calientes ladrillos, entrecruzando las manos detrás de la cabeza.
Y entonces, contemplando la curvada barriga de las cubas, el asesino gritó.