172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 65

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Capítulo 63

Yashim vio que se había equivocado sobre los espacios existentes debajo de las cubas. Por lo que podía distinguir, una sucesión de pozos de aireación descendían todos hasta una enorme cámara de techo muy bajo, levantada sobre unas poco profundas bóvedas de ladrillo. Entre las bóvedas, a intervalos regulares, estaban dispuestos unos anchos braseros para calentar las cubas situadas arriba: a la débil y humeante luz, los fondos de las cubas parecían las tetas de una monstruosa diablesa.

Los ojos de Yashim iban de los grifos de madera, que colgaban como pezones, al enladrillado que formaba el suelo sobre el que ahora se encontraba agachado. En cierto sentido había acertado. Había esperado un laberinto de túneles, pero lo que encontró fue el conato de un laberinto, como si los túneles que él había imaginado hubieran sido abandonados cuando tenían sólo unos cuantos centímetros de altura. Estaban llenos de grasa coloreada.

Avanzó arrastrando los pies, la antorcha en una mano, el cuchillo en la otra. Notaba que la grasa se amontonaba bajo los dedos de sus pies. Dirigiendo la mirada hacia abajo, vio cómo se le acumulaba en los pies. Mirando al frente, descubrió que la grasa estaba realmente desplazándose con lentitud hacia él. Alguien ya la había apartado a un lado chapoteando, dejando una débil pero inconfundible pista, y estaba ahora rezumando lentamente hacia atrás, revelando la dirección de su presa a medida que avanzaba.

Se le ocurrió una idea, y regresó centímetro a centímetro hacia el respiradero. Colocó la antorcha en el suelo de la tenería, sobre su cabeza, y se agarró al borde de la reja. Y se izó otra vez hacia el no tan fresco aire.

Durante los cinco minutos siguientes, Yashim se movió de un lado a otro entre las cubas. Se fue al otro extremo de la curtiduría, quitó la reja y metió la antorcha por el tubo. Contempló durante unos momentos la rezumante grasa.

Se dirigió entonces al centro de la tenería y cogió una cuerda atada a una de las grúas usadas para levantar y sumergir los fardos de pieles en las cubas.

Cuando estuvo listo, puso una mano sobre una de las cadenas que se extendían a partir de las cubas y tiró de ella.

Luego fue en busca de otra, y otra, tirando con toda su fuerza.

Y en algún lugar, a lo lejos, como si surgiera del subsuelo, oyó un grito.