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El asesino vio que desaparecía el primer tapón.
Diez años antes había visto cómo una pared se derrumbaba sobre él, y aquel momento le pareció una eternidad.
Ahora, durante otra eternidad, no emitió ningún sonido.
Durante otra eternidad, se esforzó en hallar una explicación.
Y rodó a un lado sólo cuando el tapón fue reemplazado por un negro chorro de hirviente grasa y agua que estalló contra el ladrillo.
La caliente grasa rebotó contra su espalda, clavándose en su piel como agujas.
Y gritó.
Trombas de espeso tinte hirviente estallaron a su alrededor. La alcantarilla donde yacía se llenó repentinamente de un líquido que formaba remolinos. Aterrorizado, sumergió las manos en aquel hirviente torrente y luchó por abrirse camino hasta una abertura. Alargó sus escaldadas manos, se agarró a la reja y se alzó.
Y cuando se izaba para salir por el orificio de aireación apenas notó el lazo de cuerda que le apretaba con fuerza sus quemados tobillos.