172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 69

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 69

Capítulo 67

Se dijo que el combate -ellos sólo lo llamaban una reyerta- continuó mucho después de que Murad Eslek hubiera ayudado a Yashim a abrirse camino en la tenería a golpes, patadas y cuchilladas y salir a la silenciosa oscuridad que reinaba en el exterior.

Mientras seguían su camino a tientas por los callejones, veían brillar algunas lucecitas tras los postigos cerrados que había sobre sus cabezas. De vez en cuando una puerta se cerraba de golpe. A lo lejos un perro empezó a ladrar. Sus pasos resonaban ahogadamente en los adoquines. Un frío viento transportaba el olor de yeso húmedo, así como el persistente perfume de las especias de la noche.

– ¡Uy! ¡Cómo hueles, amigo! -dijo Murad Eslek, sonriendo.

Yashim asintió.

– De no ser por ti -dijo-, no habría quedado nada para oler. Te debo la vida.

– Olvídalo, effendi. Fue una buena pelea, eso es todo.

– Pero dime, ¿cómo…?

Yashim hizo una mueca de dolor. Ahora que todo había acabado, sus pies escaldados empezaban a escocerle.

– Fue bastante fácil -replicó Eslek-. Te vi corriendo como un demonio… Quizás te habían robado, o algo así. Pero cuando comenzaste a dirigirte a las curtidurías, la cosa no pintaba bien… quiero decir, son duros esos tipos. Entonces fue cuando empecé a pensar que ibas a necesitar un poco de artillería pesada. Así que volví disparado hacia atrás y reuní a los chicos. Recorrí un par de bares. Pasé el aviso. ¿Una buena pelea en la tenería? Sin problemas. O sea, que cuando llegamos y vimos el apuro en que te encontrabas, los chicos se lanzaron como asnos sobre una zanahoria. Buen trabajo.

Yashim sonrió. Ya estaban de regreso en la ciudad a esas alturas. Las calles aparecían vacías y era demasiado tarde, pensó, para conseguir un baño. Eslek pareció adivinar sus pensamientos.

– Yo estoy en el transporte. Nosotros trabajamos por las noches, effendi. Nos ocupamos de los mercados… verduras principalmente, y ganado pequeño. Estaba en ello cuando tú y yo volvimos a tropezamos. La cuestión es que hay un hammam que nosotros usamos, abierto toda la noche, que tú, como caballero, podrías tal vez desconocer. Quiero decir, es pequeño pero limpio. Por lo menos, te evita volver a casa y apestar tu propio cuchitril. No es falta de respeto -añadió apresuradamente-, pero en esas tenerías el olor se te mete bajo la piel. Es la grasa.

– No, no, tienes toda la razón. Te lo agradecería, de veras. Pero ya has hecho mucho por mí esta noche. No quiero desviarte de tu camino.

Eslek movió negativamente la cabeza.

– Casi hemos llegado -dijo.

En la puerta del hammam se separaron con un apretón de manos. Yashim murmuró unas excusas… y Eslek protestó.

– Olvídalo, effendi. Tú estuviste magnífico la noche del incendio. Tengo una mujer y chavales en esa calle que saben que hiciste un buen trabajo. Yo iba a buscarte por ahí y verte (por la salud de Kara Davut, dijiste, ¿no?) y darte las gracias como toca. Mi consejo es, no te mezcles con los curtidores nunca más. Son tipos sucios, effendi, y no hablo precisamente de la grasa.

Yashim agradeció enormemente el baño. Eslek tenía razón: eran limpios. El propietario, un viejo armenio de tez cetrina y expresión fatigada e inteligente, accedió incluso a mandar a un muchacho a buscar ropas limpias a la patrona de Yashim, mientras éste se quitaba la grasa que se había introducido entre los dedos de sus pies y el tufo a mierda que se aferraba a su piel. Durante todo el tiempo se esforzó para no recordar lo que sabía.

Yashim se desenrolló el turbante y se echó agua con un cazo por el cabello. Preen estaba muerta. Procuró concentrarse en lo que lo rodeaba. Cuando el sirviente le ofreció una pastilla de jabón, ésta olía, observó, a Murad Eslek. Se tocó la mejilla izquierda; al día siguiente tendría el ojo amoratado. Continuó usando el cazo, echándose rítmicamente el agua por la cabeza, masajeando con el jabón su cuero cabelludo, detrás de las orejas, y su dolorido cogote. Sus costillas estaban magulladas de cuando el asesino se había lanzado contra él en el corredor de Preen. Y Preen estaba muerta. Yashim levantó de golpe la cabeza para observar cómo el sirviente le traía una palangana de agua fría para sus pies escaldados. No había nada que pudiera hacer con su rodilla. Estaba muy roja y le dolía bastante. Ya se curaría.

Se obligó a recordar la persecución por los callejones. Palieski le había contado en una ocasión cómo Napoleón había penetrado en Italia, ganando una batalla tras otra a los austríacos, hasta que le pareció que la tierra misma volaba bajo sus pies. Él había sentido lo mismo, persiguiendo a través de los empinados callejones de Estambul al hombre que había matado al jorobado. Persiguiendo al hombre que había matado a Preen.

No le había sido posible salvar al asesino, eso era cierto. De lo contrario, podría haberle hecho hablar. Haberse enterado… ¿De qué? Detalles, nombres, lugares.

Incluso ahora, no podía estar seguro de si el asesino había sido consciente de lo que estaba pasando cuando se esforzaba por cortar la cuerda que lo unía a la grúa. Yashim confiaba en subirlo poco a poco, lejos de la hirviente agua. ¿Había comprendido el asesino dónde se encontraba? ¿Fue un suicidio? Yashim era lo bastante piadoso para esperar que no fuera así.

Sin embargo, no podía librarse de la idea de que el asesino, al igual que él mismo, comprendía que ambos estaban en los extremos de la misma cuerda: unidos durante minutos en una perfecta comprensión mutua. «Él quería que los dos nos fuéramos juntos», sospechaba Yashim.

Lo que había aprendido de todo aquello era cómo el tercer cadete muerto había sido hervido de tal manera que sus huesos estaban limpios. Y que, razonó, era algo que podía haber supuesto. A fin de cuentas, el maestro sopero ya le había contado cómo los jenízaros habían regresado a Estambul, aceptando empleos fuera de lo común: vigilantes, fogoneros, curtidores. Recordó la cara ennegrecida y llena de cicatrices del hombre que lo había golpeado.

¿Era por eso por lo que Preen había muerto?

Yashim se estrujó el cabello.

Preen estaba muerta.

¿Y por qué el asesino estaba tan decidido a morir?

¿Por qué, aparte de la amenaza de la justicia, un hombre querría morir antes que hablar?

A Yashim sólo se le ocurrían dos cosas.

Una era el miedo.

La otra, la fe: la muerte del mártir.

Se echó para atrás repentinamente, jadeando en busca de aire. Le escocían los ojos.

Preen había muerto sola, por nada, en la oscuridad.

Juiciosa y voluntariosa, cariñosa y para siempre condenada, había muerto por su causa.

Él le había pedido ayuda.

Pero no era eso. Yashim lloriqueó, mostrando los dientes, los ojos apretados, golpeándose la cabeza contra la pared de azulejos.

Nunca le había enseñado a leer.