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La mañana amaneció clara y brillante. En la calle los residentes del barrio viejo de Estambul se felicitaban por la reaparición del buen tiempo, y expresaban su esperanza de que la penumbra que se había instalado sobre la ciudad durante la semana anterior se hubiera finalmente levantado. Los optimistas declaraban que la oleada de asesinatos parecía haber tocado a su fin, lo que demostraba que el mensaje de los imanes había funcionado. Los pesimistas predecían más niebla en el futuro. Sólo los fatalistas, que en Estambul eran centenares de miles, se encogían de hombros y decían que, al igual que con el fuego y los terremotos, se cumpliría la voluntad de Dios.
Yashim se dirigió temprano al café en Kara Davut. El propietario observó que cojeaba, y sin decir una palabra le ofreció un diván con almohadones, dentro ya del local pero desde donde podía seguir observando los acontecimientos de la calle. Cuando hubo traído los cafés, Yashim preguntó:
– ¿Hay alguien que pueda llevar un mensaje por mí y aguardar una respuesta? Pregúntele a su hijo, pero está bastante lejos.
Y dio la dirección. El dueño del café frunció el ceño e hizo una mueca.
– Eso es mucho tiempo -dijo secamente-. Mehmed puede ir. ¡Eh, tú! ¡Mehmed!
Un niño de unos ocho o nueve años salió de un brinco de la trastienda a los gritos de su padre. Se inclinó solemnemente y se quedó mirando a Yashim con sus grandes ojos castaños, frotándose una pierna con el pie.
Yashim le dio una bolsa, y cuidadosamente le explicó adonde debía ir. Le describió la vieja señora que había detrás de la celosía.
– Tienes que llamar. Cuando ella responda, salúdala de mi parte. Dale el dinero y dile que éstos son… los gastos… por la dama de la habitación número ocho. Diga lo que diga, no te asustes. Recuerda lo que te he dicho.
El niño asintió y se precipitó por la puerta al exterior, donde una pequeña multitud se había congregado para contemplar cómo un derviche ejecutaba su danza en la calle. Yashim vio cómo el muchacho se metía sin vacilar por entre los pliegues de todas aquellas capas, y seguía calle abajo. Un recado funerario, pensó; el padre no estaría encantado.
– Un buen chico -dijo con cierto sentimiento de culpa-. Debería estar usted orgulloso.
El padre hizo un movimiento de desdén con la cabeza y empezó a limpiar vasos con un trapo.
Yashim tomó un sorbo de café y se dio la vuelta para observar la representación de la calle.
El derviche danzaba en un espacio definido por un anillo de espectadores, que de vez en cuando tenían que apartarse a un lado para dejar que alguien entrara o saliera del café, lo que permitía a Yashim una ojeada del intérprete. Éste llevaba una túnica blanca, polainas blancas y gorro blanco, y flexionaba manos y piernas al compás de alguna melodía interna, los ojos cerrados. Pero el bailarín no se encontraba en trance. Por lo que Yashim podía ver, parecía una de las danzas más sencillas del buscador de la verdad, una interpretación estilizada de la Ignorancia buscando el Camino.
Se pasó una mano para frotarse los ojos y soltó un quejido involuntario. Se había olvidado de sus heridas.
Un parque de bomberos. Otra torre. Su inspección de los expedientes de los Archivos Imperiales había sido poco concluyente, por no decir otra cosa peor. Las referencias a las torres contra incendios habían sido demasiado escasas. No significaban nada, lo mirara como lo mirase. Todo lo que podía decir era que las torres contra incendios existían: Gálata, Bayaceto. Todo el mundo sabía eso. Quizás no había leído el libro adecuado.
Si pudiera localizar a aquel servicial joven sudanés. Ibou.
Había ido a buscar pruebas de una cuarta torre. No había encontrado ninguna.
Quizás no había ninguna torre.
¿Y si la cuarta ubicación no fuera una torre?
Pero si no había una torre, ¿qué estaba buscando?
El segundo verso del poema karagozi le vino a la mente.
Sin saber
e inconscientes de la ignorancia,
buscan.
Bien, ahí estaba él. Sin saber, buscando. ¿Y el estribillo?
Enséñales.
Muy bien, pensó, pero ¿enséñales qué? ¿Iluminación? Desde luego, sería eso. Pero aquello no significaba nada para él. Tal como el poema decía, ni siquiera sabía lo que no sabía. Podía estar dando vueltas así para siempre.
Y ¿quiénes eran esas otras personas, las personas que supuestamente enseñaban? Maestros simplemente. Imanes, por ejemplo, machacando el Corán en sus pequeños y encendidos pupilos. Instructores de artillería ferenghi, quizás, tratando de explicar las reglas de las matemáticas a una joven hornada de reclutas. Y, en las madrasas, las escuelas anejas a las mezquitas de la ciudad, muchachos inteligentes aprendían lógica, retórica y árabe.
Fuera, en la calle, el derviche había terminado su danza. Se sacó un gorro del cinto y se paseó por el café, pidiendo limosna. A todo el que le daba algo, le alargaba la mano y le murmuraba una bendición. Con el rabillo del ojo, Yashim vio al propietario contemplando la escena con los brazos cruzados. Yashim no tenía ninguna duda de que si el hombre hubiera sido un simple mendigo, el dueño lo habría expulsado, quizás con una moneda; pero un derviche… no, los babas tenían que recibir respeto, porque mostraban al pueblo el Camino. El Camino hacia una verdad superior.
Los derviches eran maestros de verdades superiores.
Los karagozi eran maestros de su Camino.
Yashim se encogió de hombros y trató de concentrarse.
Había tenido aquel verso en la cabeza, recientemente. Sin saber, buscan. Enséñales. Y él había dicho -o quizás había pensado- que debía de ser un lento aprendiz.
¿Dónde estaba? Tenía la impresión de que, después de todo, había aprendido algo. Había pensado en aquel verso, y oído algo útil. Pero el tiempo y el lugar se le escapaban.
Cerró los ojos. En su mente buscaba a tientas una respuesta.
Un lento aprendiz. ¿Dónde había pensado eso antes?
Su mente estaba en blanco. «Prueba otra vez.»
Él había supuesto que existían cuatro torres. El viejo Palmuk, el bombero, lo había negado.
Entonces se acordó. No era el viejo; era el otro, Orhan. Fue Orhan quien le habló de las torres mientras ambos se encontraban en la terraza de la torre de Gálata, envueltos en la niebla. Le había descrito la torre que se había perdido, y cómo levantaron la torre de Bayaceto para compensar. La vieja torre se había quemado, dijo Orhan. Junto con la tekke. Una tekke como la que había abajo.
De manera que ambas torres habían estado provistas de una tekke karagozi. No podía aún estar seguro sobre la torre contra incendios de Bayaceto, pero había una tekke ciertamente allí donde se enseñaba la verdad, la verdad tal como los karagozi la entendían. Sin saber, buscan. Enséñales. Y las tekkes de las torres contra incendios eran, casualmente, las más antiguas tekkes de la ciudad.
– Lo he entendido todo al revés -anunció Yashim.
Se levantó de repente y vio al derviche parpadeando, sonriendo, alargando el gorro para pedir limosna. El gorro del derviche flotaba bajo su nariz.
Yashim salió al exterior.
El derviche extendió ambos brazos en actitud de bendición. En su gorro había descubierto un cequí de plata.