172956.fb2
– Charmante! Tout à fait charmante! Si fuera más joven, querida, estaría celosa.
Eugenia enrojeció ligeramente, e hizo una reverencia. No tenía ninguna duda de que la Valide, que se estaba reclinando en unos cojines dispuestos en un asiento junto a la ventana, debía de haber sido encantadora. Bajo la suave luz a sus espaldas, mostraba la natural elegancia de una mujer hermosa. Y sus pómulos hacían juego.
– Me alegro tanto de que pudiéramos convencerte de que vinieras -continuó la Valide, sin una pizca de ironía. Levantó sus impertinentes y contempló el vestido de Eugenia-. Las jóvenes pensarán que vas completamente à la mode -declaró-. Quiero que te sientes aquí, a mi lado, antes de que vengan a devorarte. Podemos charlar un poco.
Eugenia sonrió y se sentó al borde del diván.
– Fue muy amable por su parte invitarme -dijo.
– Los hombres no lo piensan, pero hay muchas cosas que las mujeres podemos arreglar, n'est-ce pas? Incluso desde aquí. Tu ne me crois pas?
– Por supuesto que la creo, Valide.
– Y vosotros, los rusos, estáis en ascenso estos días. El conde Orloff, el predecesor de tu marido, fue un buen amigo del imperio durante la crisis egipcia. Tenía una esposa muy sencilla, tengo entendido. Pero sin duda eran muy felices juntos.
Eugenia frunció levemente el ceño.
– Ella era una Voronsky -replicó.
– Lo creas o no -dijo la Valide-, nunca me han impresionado las pretensiones de ser de una familia antigua. Ni yo ni mi querida amiga de la infancia, Rose, estábamos precisamente en el Gotha. Fuimos inteligentes, y eso cuenta mucho más. Ella llegó a emperatriz. Su marido, Napoleón, por supuesto, tampoco procedía de ninguna parte. Los otomanos, me encanta decirlo, no tienen esnobismos de esa clase.
Eugenia parpadeó y sonrió. La gente inteligente, le constaba, tendía a ocultar su inteligencia. La Valide, decidió, era una mujer muy inteligente.
– En el imperio debe de haber, sin duda -dijo despreocupadamente-, una vieja familia cuyos derechos tienen que ser respetados, ¿no?
La Valide alargó una mano que descansó sobre el brazo de Eugenia.
– Absolutamente correcto, querida mía. Pero mi hijo fue educado para defender esos derechos, más que para depender de ellos. No importa si eres el quinto, o el vigesimoquinto, o (como en el caso de Mahmut) el vigesimoctavo sultán del Imperio otomano, y desciendes directamente del propio Osmán Bay, si no puedes demostrar que el imperio te necesita. Mahmut ha superado mis esperanzas.
»Me gustaría que lo conocieras. Le encantarías, naturalmente. -La Valide vio reflejarse la sorpresa en la cara de Eugenia, y se rió suavemente-. Oh, no te alarmes. Mi hijo no es ningún Solimán.
Eugenia se rió involuntariamente. Solimán el Magnífico, el gran sultán del Renacimiento, se había enamorado locamente de una cortesana rusa, Roxelana. Acabó casándose con ella… la última vez que un sultán se casó.
La Valide efectuó una ligera presión sobre el brazo de Eugenia.
– Y, entre nous, él las prefiere más rellenitas. Ya verás.
Y levantó su mano. Como por arte de magia, dos muchachas entraron e hicieron una reverencia. Una de ellas sostenía una bandeja en la que descansaban dos tazas de café de porcelana. La otra, una narghile.
– ¿Fumas?
Eugenia lanzó a la Valide una sorprendida mirada. La Valide se encogió de hombros.
– Una se olvida. Es un vicio del harén, me temo. Uno entre varios. Otro son las modas parisinas.
Hizo un gesto hacia las muchachas, que depositaron la bandeja y la pipa. Una de ellas se arrodilló graciosamente a los pies de Eugenia y le ofreció una taza de café.
– La inspección ha comenzado -dijo la Valide secamente.
Eugenia tomó la taza y murmuró unas gracias. La muchacha no hizo ningún esfuerzo para moverse, pero se tocó la frente con la mano y dirigió unas palabras a la Valide.
– Tal como me esperaba -dijo ésta-. Las muchachas se han estado preguntando si te gustaría unirte a ellas en el baño.