172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 79

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Capítulo 77

El embajador ruso se llevó el monóculo al ojo y luego lo dejó caer sin decir nada mientras abría los ojos por la sorpresa.

– No puedo creerlo -murmuró, sin dirigirse a nadie en particular.

Un segundo secretario se inclinó como si fuera a recoger el comentario y llevárselo al oído; no obstante, no oyó nada. Levantó la cabeza y siguió la mirada de su amo.

De pie, junto a la entrada, con una copa de champán en su mano y un par de blanquísimos guantes de cabritilla en la otra, se encontraba Stanislaw Palieski, el embajador polaco. Pero no se parecía a ningún embajador polaco que el ruso hubiera visto en su vida. En un rostro tan pálido como la misma muerte, sus azules ojos centelleaban llenos de vida como zafiros en la nieve. Pero no fue la expresión de su cara lo que dejó pasmado al ministro del zar.

Palieski iba ataviado con un abrigo de montar acolchado, largo hasta la pantorrilla, de seda salvaje roja, fantásticamente bordado en hebra de oro, con un magnífico adorno de armiño en el cuello y puños. Su largo chaleco era de terciopelo amarillo. Sin las trabas de algo tan vulgar como unos botones, se sujetaba en la cintura por un espléndido fajín de seda rojo y blanco. Bajo el fajín llevaba unos pantalones holgados de terciopelo azul, embutidos en unas botas abiertas por arriba, y tan pulidas que reflejaban el dibujo a cuadros del suelo del palacio.

Las botas, había dicho el sastre de Yashim, no tenían remedio.

Pero ahora, gracias a alguna acertada aplicación de betún en los pies, era imposible detectar si las botas estaban agujereadas o no.

– Se trata de un viejo truco que leí en alguna parte -dijo Palieski, ennegreciendo con calma los dedos de sus pies con un cepillo-. Los oficiales franceses lo hacían en la última guerra siempre que Napoleón ordenaba una guardia de honor.