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Antes de que Yashim pudiera recuperarse, Eugenia señaló con un dedo.
– Métase bajo la cama -dijo.
Yashim no necesitó que se lo repitiera. Se metió bajo la cama y, una vez allí, se retorció para meterse más adentro. Vio cómo Eugenia se acercaba a la puerta, los pies descalzos; percibió que recogía algo del lecho al pasar. Un salto de cama de seda susurró en el aire y formó un remolino en torno a sus tobillos.
Sonó un golpecito en la puerta. Yashim se esforzó por oír, pero todo lo que pudo distinguir con claridad fue unos «niet… niet» de Eugenia y otras palabras murmuradas. La puerta se cerró y los pies aparecieron nuevamente al borde de la cama. Luego la bata se deslizó al suelo con un suave susurro y los pies desaparecieron.
Eugenia estaba sentándose en el lecho, directamente encima de él. Esperó a que el turco emergiera. Exhibía una pequeña sonrisa, pero no llevaba nada encima.
Sintiéndose ridículo, Yashim se esforzó por ponerse de pie e hizo una reverencia.
– Perdóneme, Excelencia -dijo-. Me extravié. No tenía ni idea…
Eugenia hizo un puchero.
– ¿Ni idea, monsieur ottoman? Me decepciona usted. Vamos, venga acá.
Deslizó su mano entre sus pechos. «Por las barbas del Profeta -pensó Yashim-, es adorable: mucho más adorable que las chicas del harén. ¡Qué hermosa y blanca piel! Y su cabello… negro como reluciente ébano.»
Ella alzó una rodilla y la sábana de seda se levantó, dejando al descubierto un largo y esbelto muslo.
«Ella me desea -pensó Yashim-. Y yo la deseo a ella.» Su piel: anhelaba alargar la mano y acariciarla. Anhelaba inhalar su extraña y extranjera fragancia, acariciar sus curvas con sus manos, tocar sus oscuros labios con los suyos.
Prohibido. Era el camino de la pasión y el pesar.
«Por ahí es por donde no debo ir. Al menos si aprecio mi cordura.»
– Usted no lo entiende -dijo Yashim desesperadamente-. Yo soy un… un… ¿Cuál era la palabra que había usado un chico inglés? -Y recordó-: Soy un freelance, un independiente.
Eugenia parecía estupefacta.
– ¿Quiere que le pague?
Se río incrédulamente y sacudió sus rizos. Y no solamente sus rizos.
– ¿Y si no lo hago?
Yashim estaba confuso. Ella vio la confusión en su cara y le hizo un gesto con las manos.
– Vamos -dijo.
La mujer apoyó los brazos en el lecho, sobre su cabeza. Yashim gimió y cerró los ojos.
Cinco minutos más tarde, Eugenia había descubierto lo que Yashim quería decir con «independiente».
– Esto tiene sus ventajas -dijo ella, y se dejó caer hacia atrás. Levantó sus esbeltas rodillas-. ¡Tómame, turco! -jadeó.