172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 84

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 84

Capítulo 82

El maestro del gremio de soperos se cogió los extremos del bigote con ambas manos y se los atusó pensativamente.

Luego tomó la antigua llave que el vigilante acababa de devolverle y la deslizó de nuevo en el gran llavero.

Sabía que el investigador de palacio tenía que estar en lo cierto. Sólo los vigilantes de la noche podían haber organizado el robo. Pero ¿por qué? Tenía que ser alguna estúpida broma, supuso. Quizás algún ritual sentimental suyo. Cuando les explicó que uno de los calderos había desaparecido, esperaba que ellos desviaran la mirada y parecieran avergonzados. Creía que confesarían. Había esperado que tuvieran confianza en él.

Pero solamente lo miraron con fijeza. Y lo negaron todo. El maestro sopero se quedó decepcionado.

– Mirad -volvió a empezar el maestro sopero-. No quiero castigaros. Quizás el caldero sea devuelto y quizás no haga falla decir nada más al respecto. Pero -levantó un grueso dedo- estoy preocupado. El gremio es una familia. Tenemos dificultades y las resolvemos. Yo las resuelvo. Es lo que hago yo; yo soy el jefe de esta familia. De manera que cuando un extraño viene a hablarme de problemas sobre los que no sé nada, me preocupo. Y también me siento avergonzado.

Hizo una pausa y miró a los tres hombres a los ojos. Ellos no bajaron la mirada.

– Un tipo entrometido, de palacio, ha venido a decirme algo que ha ocurrido en mi propia casa. Ah… Empezáis a comprenderlo, ¿no?

Había detectado un resquicio de interés… pero nada más.

El maestro sopero volvió a atusarse el bigote. No pensaba con mucha rapidez, pero la reunión lo inquietaba. Los vigilantes no se mostraban exactamente insolentes, pero sí fríos. El maestro sopero creía que había corrido un riesgo por ellos, dándoles trabajo cuando estaban desesperados; pero no había habido ninguna señal de reconocimiento en esta ocasión.

De repente se detuvo en seco. No llegó a despedirlos porque tuvo la incómoda impresión de que se le había lanzado una amenaza sin palabras. Que debería ocuparse de sus propios asuntos… ¡Como si el robo de un caldero, y el posterior silencio, no fueran asunto suyo! Pero no podía despedirlos sin más. Si ellos sufrían, él podría sufrir. Podrían acusarlo de ayudar a, y ser cómplice de, los enemigos de la Sublime Puerta.

Juntó sus enormes manos y las frotó.

¿No habría ninguna forma de hacerles pagar por su deslealtad? Se acordó del eunuco. Sin duda le había contado demasiado.

El eunuco tenía cierta categoría en palacio.

El maestro sopero se preguntó cómo podía llegar a conocer mejor a aquel hombre.