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Yashim se pasó la mañana visitando los tres lugares que había identificado en el viejo plano la noche anterior. No estaba muy seguro de lo que andaba buscando, pero confiaba en que algo se le ocurriría si buscaba con la mente abierta.
Una tekke no tenía por qué ser grande, pero encontrar un lugar espacioso podría proporcionar una clave. Una tekke no tenía que ajustarse a ninguna forma determinada, aunque una pequeña cúpula podría sugerir un lugar de culto. Como lo haría, tal vez, una pila de agua bendita, o una hornacina en desuso, o una olvidada inscripción sobre una puerta, o en un corredor. Unos pocos signos que podrían parecer insignificantes en sí mismos, pero que, considerados en conjunto, le señalarían la dirección correcta.
A falta de eso, siempre podía preguntar.
La primera calle que visitó estaba tan sólo recuperándose poco a poco de los efectos de un incendio que había ardido tan ferozmente que los pocos edificios de piedra habían acabado por estallar. Algunos bloques grandes, rotos, seguían sobre la ceniza que cubría la calcinada calle. Unos hombres hurgaban en las cenizas con bastones. Yashim supuso que serían propietarios buscando sus pertenencias. Respondieron a sus preguntas con lentitud, como si sus pensamientos estuvieran aún muy lejos. Ninguno de ellos sabía nada de una tekke.
El segundo lugar resultó ser una pequeña plaza de forma irregular situada justo dentro de las murallas de la ciudad. Era un barrio de clase obrera, con un buen número de armenios y griegos entre los tenderos, cuyos puestos se amontonaban a lo largo del borde oriental. Los edificios se encontraban en muy mal estado. Resultaba casi imposible deducir su antigüedad. En un barrio pobre como aquél, las casas tendían a ser reparadas y recicladas más allá de su normal esperanza de vida. Cuando había un incendio, la gente lo reconstruía todo con la obra de sus padres y abuelos.
Al otro lado de las tiendas se alzaba una pequeña pero tranquila y limpia mezquita, y, detrás de ésta, una casita enjalbegada donde vivía el imán. Éste acudió a la puerta personalmente, apoyándose en un bastón; era un hombre muy viejo, muy encorvado, que llevaba una enmarañada barba y gruesas gafas. Estaba bastante sordo y pareció mostrarse confuso, e incluso irritado, cuando Yashim le hizo preguntas sobre los karagozi.
– Nosotros somos musulmanes ortodoxos aquí -no dejaba de repetir con una voz aflautada-. ¿Eh? No puedo entenderlo. ¿No es usted musulmán? Bien, entonces. No veo que está usted tratando de… Todos somos buenos musulmanes aquí.
Golpeó el suelo con su bastón una o dos veces, y cuando Yashim decidió irse, él continuó allí de pie, en el umbral de su casa, apoyándose en el bastón y siguiéndolo a través de sus gruesas gafas hasta que hubo dado la vuelta a la esquina.
Por los tenderos, Yashim supo que se celebraba un mercado cada dos días. Pero cuando preguntó por tekke sufí, abandonada o como fuera, no hicieron otra cosa que encogerse de hombros. Un grupo de ancianos, que se encontraban sentados bajo un alto ciprés que crecía cerca de la base de la antigua muralla, comenzó a discutir el asunto cuando Yashim hizo la pregunta, pero a los pocos minutos su conversación se había desplazado a los recuerdos de otros lugares, y uno de ellos empezó una larga historia sobre un derviche mevlevi que una vez había conocido en Ruse, donde había nacido casi un siglo atrás. Yashim se escurrió mientras los hombres seguían hablando.
A última hora de la mañana llegó a la tercera, y última, de las posibilidades sugeridas por el plano de la embajada rusa, una compacta encrucijada de estrechos callejones al oeste de la ciudad, donde era imposible señalar con precisión, con un mínimo de exactitud, ni la calle ni el edificio que al parecer había ocupado la tekke.
Yashim vagó por el lugar, trazando una especie de circuito, que se pasó más de una hora explorando. Pero aquellas estrechas calles, como siempre, ofrecían poco. Era imposible suponer lo que estaba pasando detrás de las altas y ciegas fachadas, y mucho menos imaginar lo que podría haber ocurrido allí hacía cincuenta o cien años. Sólo en el último momento, cuando Yashim estaba dispuesto a irse, abordó a un hombre de aspecto de hurón con un encerado bigote que salía de una porte cochère, portando una bolsa.
El hombre pegó un brinco cuando Yashim habló.
– ¿Qué quiere usted? -dijo con brusquedad.
– Se trata de una tekke -empezó Yashim… y mientras lo decía se le ocurrió una idea-. Estoy buscando una tekke sufí. No estoy seguro de cuál.
– ¿Le da lo mismo? -Parecía auténticamente sorprendido-. No son todas iguales, ¿sabe usted?
– Claro, entiendo -dijo Yashim-. En este caso, estoy buscando una antigua tekke en particular… Soy arquitecto -añadió sin reflexionar.
Se había pasado la mañana preguntando a la gente si recordaba una tekke karagozi. Suponía que una tekke en desuso podía convertirse en cualquier cosa, desde una tienda hasta un salón de té. No se le había ocurrido hasta ahora que el destino más probable para una tekke abandonada era ser adoptada por otra secta. Cualquier otra secta podría haber hecho suya la tekke karagozi.
– Una antigua tekke. -El hombre movió su nariz a derecha e izquierda-. Hay una tekke nasrani en la calle siguiente. Solamente llevan allí unos diez años más o
menos, pero el edificio es muy antiguo, si es a eso a lo que se refiere.
Los karagozi habían sido prohibidos diez años atrás.
– Eso -dijo Yashim sonriendo- es exactamente a lo que me refiero.
El hombre se ofreció a mostrarle el lugar. Mientras se dirigían allí dijo:
– ¿Y qué opina de todos esos asesinatos?
Esta vez le tocó a Yashim pegar un brinco. Un perro callejero salió de un portal y les ladró.
– ¿Asesinatos?
– Los cadetes, ya debe usted de haber oído hablar de ello. Todo el mundo lo está comentando.
– Oh, sí. ¿Qué piensa usted?
– Yo sólo pienso… lo que dicen todos. Es algo grande, ¿no? Va a ocurrir algo. -Movió una mano en el aire como si lo palpara entre sus dedos y el pulgar apretados-. Yo crío ratas.
– Ratas.
– ¿No le gustan los animales? Yo los adoro. No puedo permitirme criar animales, y no tengo espacio, pero criaba pájaros. Me gustaba cuando la luz caía sobre sus jaulas en invierno. Las colgaba fuera de la ventana. Los pájaros siempre cantaban bajo la luz del sol. Al final los solté. Pero las ratas son inteligentes. No les importa vivir en una jaula. Además, las suelto, que corran. Uno puede ver cómo se detienen y piensan sobre las cosas.
»Tengo tres. Se han estado comportando de forma extraña estos últimos días. No quieren salir de sus jaulas. Las saco, pero sólo quieren esconderse. Si eso pasara sólo con una, podría entenderlo. Yo mismo a veces no quiero ver a la gente; sólo quiero quedarme en casa y jugar con mis mascotas. Pero a las tres les pasa lo mismo. Creo que lo notan, también.
Yashim, al que nunca le habían gustado las ratas, preguntó:
– ¿De qué habla? ¿Qué es lo que notan?
El hombre movió negativamente la cabeza.
– No sé qué es. La gente murmura. Tal como he dicho, algo va a ocurrir y no sabemos qué. Aquí la tiene, la tekke.
Yashim miró a su alrededor con sorpresa. Había pasado por delante de aquella casa en forma de caja, sin ventanas, y se le había ocurrido que parecía un almacén o un depósito de mercancías. No era extraño que no se hubiera detenido.
– ¿Está usted seguro?
El hombre asintió enérgicamente.
– Quizás no haya nadie ahí ahora, pero parece que de noche sí. Buena suerte. -Movió la bolsa-. Voy a buscar un poco de comida para las ratas -explicó.
Yashim le brindó una débil sonrisa.
Luego llamó con fuerza a la doble puerta.