172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 88

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 88

Capítulo 86

Ahora, completamente inmóvil en el callejón, lo recordaba todo.

Y, por encima de todo, recordaba la amargura de la mujer cuando ella le contó lo de la Kerkoporta. La puertecilla.

El asedio había durado noventa días. El joven sultán Mehmed ordenó el asalto final contra las murallas. Exhaustos y debilitados, los pocos miles de bizantinos que quedaban para defender su ciudad oyeron el retumbar de los timbales y vieron moverse las colinas más allá de las murallas, cuando decenas de miles de soldados de Mehmed descendieron para atacar. Oleada tras oleada, se lanzaban sobre las débilmente defendidas murallas, levantadas mil años antes. Eran tropas de Anatolia, los bashi-bazouks de las colinas de Serbia y Bulgaria, renegados y aventureros provenientes de todo el Mediterráneo. A cada asalto que rechazaban, los defensores se debilitaban más, pero el ataque proseguía, con soldados de Mehmed en la retaguardia, provistos de correas y mazas para disuadir a los soldados de la retirada, las escalas chocando contra los muros, el salvaje sonido de las flautas anatolias, la caprichosa luz de las bengalas y el repentino retumbar del gigantesco cañón de los húngaros.

Todas las campanas de la ciudad estaban tañendo. Cuando el humo se despejaba de la brecha producida en las murallas donde las tropas invasoras yacían muertas, cuando los defensores se precipitaban a reconstruir los escombros, cuando la luna luchaba para liberarse de una negra y fugitiva nube, el propio Mehmed avanzó al frente de su infantería de choque, los jenízaros. Los condujo al foso, y desde allí avanzaron, no en un salvaje frenesí destructivo como los irregulares y los turcos que habían sido lanzados contra las murallas a lo largo de la noche, sino, en la hora que precedía al alba, en una firme e inquebrantable fila.

– Lucharon sobre las murallas, cuerpo a cuerpo, durante una hora o más -contó la vieja dama-creyendo que los turcos estaban desfalleciendo. Incluso que aquellos jenízaros perdían ímpetu. Pero no… no era así.

Yashim había observado cómo los labios de la mujer se apretaban contra sus desdentadas encías. Con sus ojos secos, la mujer proseguía:

– Había una puertecilla, ¿sabes?, en el ángulo donde las grandes y viejas murallas de Teodosio se encontraban con las murallas más pequeñas detrás del Palacio de los Césares. Llevaba cerrada Dios sabe cuántos años. Era muy pequeña. No creo que dos hombres pudieran cruzarla uno al lado del otro, pero… la voluntad de Dios es infinita en su misterio. Había sido abierta al inicio del asedio para facilitar posibles salidas. Un grupo acababa justamente de regresar de una salida, y, quizás no lo creas, el último hombre se olvidó de atrancar la puerta.

Fue el descubrimiento de la puertecita balanceándose sobre sus goznes -una diminuta brecha en los trece kilómetros de maciza y doble muralla, un momentáneo fallo de atención en una historia de mil años- lo que cambió el curso del asedio. Unos cincuenta jenízaros se abrieron paso y consiguieron introducirse entre las dobles murallas. Sin embargo, su posición era muy expuesta, y podrían haber sido rechazados o muertos si uno de los héroes de la defensa, un capitán de la marina genovesa, no hubiera sido gravemente herido por un disparo a quemarropa en aquel mismo momento. Sus hombres se lo llevaron de las murallas; los bizantinos creyeron que los había abandonado y lanzaron un grito de desesperación. Los otomanos se precipitaron hacia los muros internos, y un gigante llamado Hassan surgió sobre la empalizada al frente de su compañía de jenízaros.

Al cabo de diez minutos, las banderas turcas estaban ondeando en la torre que se alzaba por encima de la Kerkoporta.

Todo esto había ocurrido cuatrocientos años antes.

Pero ahora, alzándose detrás del gran ciprés de la plaza, la torre de la Kerkoporta seguía en pie, roja y blanca y vacía, recortándose contra el azul cielo invernal.

El lugar exacto donde mil quinientos años de historia romana llegaron a su sangriento clímax, cuando el último emperador de Bizancio se arrancó su insignia imperial y, espada en mano, se desvaneció en medio de la refriega, para no ser visto nunca más.

El lugar exacto donde Constantinopla, La Manzana

Roja, el ombligo del mundo, fue conquistada por los jenízaros para el islam y el sultán.

El viejo Palmuk había tenido razón a fin de cuentas. Había una cuarta torre. La cuarta tekke.

Moviendo la cabeza ante los recuerdos que acababa de evocar, Yashim salió a la luz del sol invernal.