172956.fb2
La calle de los Hojalateros corría un poco por encima y al oeste de la mezquita de Rustem Pachá, que estaba medio construida en los callejones y culs-de-sac que rodeaban las entradas de la parte sur del Gran Bazar. Como la mayor parte de los barrios de los artesanos, consistía en un estrecho embudo de talleres abiertos, cada uno de ellos no mayor que un gran armario, donde los herreros trabajaban con forja, fuelles y martillos sobre los artículos corrientes de su profesión: cazos de estaño, pequeñas teteras, cajas de débiles bisagras o toscas tapas de todos los tamaños y formas, desde las pequeñas latas redondas utilizadas para almacenar kohl y bálsamo de tigre hasta baúles armados destinados a los marineros y al comercio de telas. Hacían cuchillos y tenedores; hacían medallas e insignias; monturas de gafas y conteras para bastones. Cada uno de ellos trabajaba en una especialidad, desviándose raras veces, si es que alguna, de, digamos, la implacable producción de amuletos diseñados para contener un papel en el que estaban inscritos los noventa y nueve nombres de Dios hasta, por ejemplo, la perpetua manufactura de cajas de alfileres. Eran reglas de los gremios, dictadas cientos de años antes por los jueces del mercado y por el propio sultán, y sólo se quebrantaban en muy especiales circunstancias.
¿Constituiría la fabricación de un enorme caldero, se preguntó Yashim, una circunstancia especial?
El mercado de objetos de hojalata no era un lugar al que acudieran las multitudes que infestaban algunas de las otras industriosas vías públicas de Estambul: los mercados de comida, los bazares de especias, los fabricantes de zapatos. Hasta la calle de los Herreros estaba más transitada. De manera que Yashim anduvo con tranquilidad por en medio de la calle, atrayendo algunas miradas. Una vez que los herreros se hubieron convencido de que se trataba de un extranjero, dejaron de pensar en él. No les preocupaba mucho descubrir si era rico, pobre, gordo o delgado, porque no era probable que ningún hombre vivo fuera a producirles mayor beneficio que el modesto provecho de que disfrutaban por su calidad de miembro del gremio. Nadie iba a detenerse y a mostrarse dispuesto a comprar – a un precio absurdo- ninguna de sus vulgares manufacturas. Las reglas del gremio eran fijas: había una calidad, y un precio, ni más ni menos.
Y Yashim sabía todo esto. Por el momento simplemente observaba. La mayor parte de los herreros trabajaban en la entrada de sus tiendas, muy cerca de la luz y el aire, y lejos de los humeantes hornos que resplandecían al fondo. Desde allí, golpeando incesantemente con sus martillos, creaban una serie de pequeños productos. Yashim levantó la mirada. La habitual serie de celosías sobre su cabeza anunciaba las viviendas de los hombres, sus mujeres y sus hijos. Los aprendices, pensó Yashim, debían de dormir en las tiendas.
Giró para entrar en un patio y miró hacia atrás. A través de un callejón lleno de basura, se accedía a los pisos superiores por desvencijadas escaleras que conducían, en todos los casos, a un humilde portal del que colgaba una desteñida alfombra, o una manta cortada en cintas para impedir la entrada de las moscas. Luego venían, imaginó, los llanos tejados, donde las mujeres podían ir durante el día a tomar un poco el aire sin ser vistas. Y, por la noche, ¿quién utilizaba aquellos tejados? Bastantes personas, supuso: nunca se podía estar seguro. Encogiéndose de hombros, desechó una débil idea y regresó a su inspección del patio.
El sonido de los martillos golpeando el estaño era más débil aquí. Resonaba en el patio como la nota musical de unas ranas que cantaran en un lago cercano. Pocos estañeros trabajaban en los nichos del propio patio. Éste servía, en vez de ello, como caravasar, donde los comerciantes de hojalata compraban la materia prima del negocio y la vendían, en función de la demanda, a los herreros del exterior. Aquí se amontonaban gruesas capas de hojalata en formas aparentemente aleatorias; y sus propietarios se sentaban entre ellas en unos taburetes bajos, en silencioso contraste con el arrítmico tintineo de la calle más allá, bebiendo té y pasando las cuentas de su rosario. De vez en cuando uno de ellos realizaba una venta: el estañero cortaba la hoja, el comerciante de hojalata la pesaba y el estañero se la llevaba.
Yashim deambuló para echar una última ojeada. Los objetos de mayor tamaño… faroles, por lo general, y baúles, estaban ante las tiendas. Pero Yashim se sintió satisfecho de descubrir que en ninguna parte, ni dentro ni fuera, hubiera un lugar donde pudiera construirse discretamente un caldero con una base lo bastante grande para que un hombre cupiera en él.
Alguien, pensó, lo habría visto.
Y esa persona, pensó, se hubiera quedado lógicamente desconcertada. ¿Por qué, en nombre de Dios, debería alguien querer hacer un caldero de estaño?
¡Y de semejante tamaño! El mayor caldero que nadie había visto desde… ¿cuándo?
Yashim se quedó helado. A su alrededor los hojalateros seguían cantando con sus golpes aquel pajaril y carente de significado himno triunfal a la laboriosidad y la destreza, pero él ya no oía nada. Supo, en un momento, cuándo había ocurrido eso.
Diez años antes. La noche del 15 de junio de 1826.