172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 90

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 90

Capítulo 88

Stanislaw Palieski abrió la boca para lanzar un gemido, como hacía cada mañana cuando se despertaba. Pero el gemido no salió.

– ¡Ja!

Los acontecimientos de la noche anterior habían vuelto a su memoria con inesperada claridad.

Movió los dedos de los pies y éstos aparecieron obedientemente a los pies de la cama, emergiendo de debajo del edredón que hacía mucho tiempo que había adoptado, a la manera turca. Sus dedos le parecieron muy sucios, hasta que recordó que los había ennegrecido con un cepillo.

Recordó el execrable champán que había estado a punto de beber la noche anterior. Sin duda, alguna poco escrupulosa casa francesa se había deshecho de un bushel de mala cosecha enviándolo a la confiada Sublime Puerta, cobrando un ojo de la cara y confiando en que no serían descubiertos. A fin de cuentas, ¿quién iba a quejarse? Los turcos no, pues se suponía que no probarían ese brebaje. Y los invitados difícilmente protestarían.

Con todo, pensó Palieski, no se conseguía champán a diario, y habría podido beber bastante más si aquel ruso de cuello rígido no se hubiera mostrado tan pesado.

Sonrió burlonamente.

Arrojar su bebida sobre el príncipe Derentsov había sido, pensó, una maniobra inspirada. Pero tratar de limpiarlo posteriormente con el pañuelo, para provocar la máxima incomodidad, eso sí fue genial.

¿Qué importaba si después recibió un rapapolvo del propio sultán? Al ruso casi con toda seguridad le fue peor… Fue él quien lanzó el desafío a fin de cuentas. Quebrantó el mandato del sultán. Palieski simplemente había respondido como debe hacerlo un hombre de honor.

Él y el sultán habían tenido una interesante conversación. Sorprendentemente franca y amistosa, y todo porque había derramado su bebida y llevaba puesta una vil pero estupendamente concebida imitación de las galas sármatas de sus lejanos antepasados.

Al sultán le gustaba su atuendo. Estuvo recordando con Palieski los viejos tiempos que ninguno de ellos había conocido, pero que ambos sentían que habían estado teñidos de un glamour y un éxito que ni Polonia ni el imperio habían jamás vuelto a ver. Y el sultán dejó que los recuerdos se calmaran antes de decir, con una voz que de repente sonaba muy fatigada e insegura, que todo el mundo estaba cambiando muy deprisa.

– Incluso éste.

– ¿Se refiere a su edicto?

El sultán asintió. Y habló. Describió algunas de las presiones que ahora lo obligaban a hacer cambios en el gobierno de su imperio. Debilidad militar. El creciente espíritu de rebelión, abiertamente fomentado por los rusos. El mal ejemplo de los griegos, cuya independencia había sido comprada por las potencias europeas.

– Creo que estamos dando los pasos correctos -dijo-. Soy muy optimista respecto al edicto. Pero entiendo, también, que surgirán enormes dificultades al tratar de persuadir al pueblo de la necesidad de estos cambios. A veces, si quiere que le diga la verdad, veo oposición en todas partes… incluso en mi propia casa.

Palieski se sintió bastante conmovido. La casa del sultán, como ambos sabían, albergaba a unas veinte mil personas.

– Habrá quien piense que estoy yendo demasiado deprisa. Sólo unos pocos tal vez crean que he ido demasiado despacio. Y a veces incluso me temo que lo que estoy tratando de hacer será mal entendido, deformado y denigrado, y que a la larga será el final de… todo esto. -E hizo un gesto de tristeza en dirección a las condecoraciones-. Pero usted lo ve, Excelencia, no hay otro camino. No puedo hacer otra cosa.

Permanecieron sentados en silencio juntos durante unos momentos.

– Creo -dijo Palieski lentamente- que no debemos tener miedo al cambio. El peso de la batalla cambia aquí y allá, pero los corazones de los hombres que luchan en ella no son, supongo, más débiles por ello. Y también creo, y espero, que ha actuado usted a tiempo.

– Inshallah. Esperemos los dos que la siguiente tanda de cambios será mejor para nosotros… y para ustedes.

Le dio las gracias al embajador nuevamente por escucharlo, y se estrecharon las manos.

Cuando se marchaba para ir a ver al príncipe ruso, el sultán se dio la vuelta en la puerta y con un gesto de la mano dijo:

– Olvide usted el incidente de esta noche. Yo ya lo he olvidado. Pero no nuestra charla.

Increíble. Hasta Stratford Canning, el Gran Elchi como a los turcos les gustaba llamarlo, que ayudaba a sostener a la Sublime Puerta contra las pretensiones de los rusos, se hubiera derretido de placer si el sultán le hubiera hablado con tanta amabilidad.

Palieski -que normalmente por las mañanas sólo era capaz de hacer una única cosa- se colocó ambas manos detrás de la cabeza, sobre la almohada, y, al mismo tiempo, sonrió de oreja a oreja, retorció los dedos de los pies, tiró de la campanilla para que le trajeran té y decidió que lo primero que haría sería visitar los baños.

Y más tarde, como era jueves, cenaría con Yashim.