172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 96

El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 96

Capítulo 94

Palieski se bebió el café lentamente, contemplando la puesta de sol. Afuera, el ir y venir de las gentes se iba calmando, los porteadores subían por la colina con las manos vacías, algunos carritos tirados por asnos regresaban a los establos, mientras aumentaba el número de personas que salían a tomar el aire de la noche. A veces Palieski las reconocía… Un funcionario de palacio cuyo nombre no recordaba, un dragomán vinculado a una de las casas comerciales fanariotas, un imán cuyo aspecto era exactamente el mismo que quince años atrás, cuando Palieski tuvo una discusión con él sobre la evolución de la idea de la transmigración de las almas. Más tarde vio a un par de funcionarios subalternos de la embajada británica… Fizerley, recordó, con sus desordenadas patillas, fumando ahora un puro turco, cortado por ambos extremos, deambulando con un muchacho que llevaba una curiosa especie de sombrero, aparentemente hecho de varios trozos de ropa interior, asintiendo y riendo a su lado. Palieski se preguntó vagamente qué estarían haciendo, vestidos como niños en una función de Navidad. Nadie parecía prestarles mucha atención, y los dos funcionarios bajaron paseando por la colina y desaparecieron tras doblar la esquina de los baños.

¡Cuánto había cambiado Estambul en los treinta años que hacía que la conocía! ¿Era eso lo que le había dicho a Yashim? Había dicho que lamentaba la desaparición de los jenízaros. Bueno, los últimos diez años habían sido particularmente animados. Desde la eliminación de los jenízaros, nada podía contener al sultán excepto el miedo a la intervención extranjera; y el sultán era un modernizador nato. Se había subido a la silla europea más deprisa que nadie. El cambio que había sobrevenido a la ciudad iba más allá de la gradual pero continua desaparición de turbantes y babuchas, y su sustitución por los feces y los zapatos de piel. Aquél era un cambio que Palieski era lo bastante romántico para lamentar, pese a que no creía que se completara durante su vida… aunque sólo fuera porque la gran ciudad seguía atrayendo hacia ella a gente de todos los rincones del imperio, gente que nunca había oído hablar de leyes suntuarias o de cordones de zapatos. Pero cada vez más estaban llegando también personas de fuera del imperio, y en la gradual reconstrucción de Gálata, había curiosidades como el guantero francés, y el belga que vendía champán de mala calidad, instalados en sus tiendecillas provistas de tintineantes campanillas, igual que si estuvieran en Cracovia.

La puerta se abrió y una ráfaga de aire frío penetró en la cargada atmósfera del café. Palieski reconoció también al hombre que entraba, aunque durante un rato no fue capaz de situarlo: un alto y fornido individuo que bordeaba la edad madura y que se distinguía por su capa blanca. Le seguían dos comerciantes europeos que Palieski había visto por allí, pero con los que no había hablado nunca. Le pareció que podían ser franceses.

Los tres hombres tomaron una mesa un poco retrasada respecto de la línea de visión de Palieski, por lo que transcurrió un rato antes de que éste se diera la vuelta y reconociera al serasquier, que se había echado para atrás la capa y aparecía sentado ahora con sus piernas calzadas con botas y estrechamente entrecruzadas, y su casaca gris azulada abotonada hasta el cuello. Estaba jugando con una taza de café, escuchando con una leve sonrisa a uno de sus compañeros, que se inclinaba hacia delante y recalcaba un punto, calmosamente, con ayuda de sus manos. Francés… ¿o italiano?

Palieski se preguntó si tenía tiempo de pedir otra taza de café. Miró colina abajo: las puertas de los baños seguían cerradas, pero otro grupo de hombres cargado con bolsas de ropa se había reunido frente al local, probablemente repitiendo las quejas que ya había oído media hora antes. ¡Limpieza de los baños! ¡Y en un jueves por la tarde! ¡Sacrilegio! ¡Escándalo! Palieski sonrió e hizo una sena al camarero.

Pudo ver que estaban realmente limpiando los baños… Y a fondo también. El respiradero situado en la cima de la cúpula estaba soltando una corona de blanco vapor que se elevaba, se arremolinaba y luego era arrastrado para desvanecerse en el crepúsculo. Captado por los moribundos rayos del sol, el vapor a veces refractaba un arco iris de colores. Muy bonito, pensó Palieski. A continuación apareció un bastón, al que había atado un trapo blanco suelto como para desatascar el respiradero. «Muy eficiente -pensó Palieski-. Si acaban a tiempo, sin duda probaré a darme un baño.»

El camarero le trajo otro café. Palieski se echó para atrás para poder oír la conversación que tenía lugar a sus espaldas, pero apenas pudo percibir unos murmullos debido a la distancia, el burbujeo de las pipas y el siseo de agua hirviente, sumado todo ello al runruneo de las conversaciones en toda la sala. Decepcionado, volvió a mirar por la ventana.

«Qué extraño», pensó. El bastón seguía subiendo y bajando en el agujero, y el trapo ondeaba con él, como una diminuta bandera de señales.

«Vaya con la limpieza», pensó Palieski con curiosidad, y también intrigado.

Y mientras observaba, el bastón, de repente, vaciló y se desplomó a un lado. Inmóvil, formando un ángulo, con su pedacito de tela blanca que ondeaba y gualdrapeaba bajo la brisa vespertina como una señal de rendición.