172956.fb2 El ?rbol de los Jen?zaros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 97

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Capítulo 95

Yashim había estado soñando. Soñaba que él y Eugenia estaban de pie, desnudos, uno al lado del otro, en la nieve, contemplando un incendio forestal que crepitaba en las copas de los árboles. No hacía frío. A medida que el fuego avanzaba, el calor aumentaba, y la nieve empezaba a derretirse. Gritó: «¡Salta!» y los dos se lanzaron desde el borde de la nieve fundida. No recordaba haber golpeado contra el suelo, pero empezó a correr a través de la plaza en dirección al enorme ciprés. A Eugenia no se la veía por ninguna parte, pero el maestro sopero alargó sus enormes manos y prendió fuego al ciprés con un fósforo. Éste ardió como una exhalación mientras Yashim se aferraba a él, apretando el rostro contra su lisa corteza. Pero cuando trató de apartarse, no pudo hacerlo porque su piel se había fundido y pegado al árbol.

Tosió y trató de levantar la cabeza. Sus ojos se abrieron. Parecía como si los tuviera cubiertos por una película. Su visión era borrosa. Hizo un nuevo esfuerzo por levantar la cabeza, y esta vez su mejilla se pegaba a la dura superficie del banco de masajes, donde yacía en un charco de su propio sudor. Intentó bajar al suelo.

Sintió un dolor sordo en los pies, y tardó unos momentos en darse cuenta de que sus plantas ardían al tocar el suelo de piedra. Volvió a sentarse en el banco, levantó las piernas y miró a su alrededor. Allí no había nadie más.

El vapor brotaba del suelo como si fuera en furiosas oleadas, que se entremezclaban para formar una niebla que se hacía más espesa al acercarse a la cúpula. Yashim descubrió que le costaba respirar: el aire era tan caliente y húmedo que cada respiración se introducía en su garganta como si fuera un trapo, y no le traía ningún alivio. Con una pesada mano se quitó el sudor de los ojos.

Sentía la niebla como si fuera algo curiosamente íntimo, como si fuera en realidad un problema de sus ojos, y esto parecía desorientarlo. Alzó la cabeza y miró a su alrededor, buscando las puertas. Descubrió sus zuecos de madera junto al banco de masajes. Metió los pies en ellos y permaneció de pie un momento oscilando, apoyándose en el banco; y entonces, como un hombre que se abre camino con esfuerzo a través de la nieve, avanzó tambaleándose hacia la puerta. Se dejó caer contra ella, tanteando en busca de un pomo. Pero la puerta era tan lisa como las paredes.

No había ningún pomo.

Yashim golpeó con los puños, incapaz de gritar, su respiración brotando como un llanto a través de sus dientes. No vino nadie. Una y otra vez se lanzó contra la puerta, cargando todo su peso sobre el hombro; pero aquélla no se movió y el sonido mismo iba perdiendo intensidad con cada impacto. Se dejó caer de cuclillas, con una mano apoyada en la puerta.

La oleada de calor que emergía del suelo hacía imposible mantener esa posición durante mucho rato. Se puso de pie lentamente y se desplazó a lo largo de la pared. El grifo del primer nicho había dejado de manar. Había un cazo en el suelo, pero contenía solamente un poco de agua, y el metal estaba caliente.

No tenía ni idea de cuánto tiempo estuvo allí, contemplando el agua del cazo. Pero cuando el agua empezó a despedir vapor, pensó: «Me estoy cociendo.»

«Pero estoy pensando.»

«Tengo que salir.»

Cautelosamente levantó la cabeza. Porque le parecía como si fuera a estallarle en cualquier momento. Necesitaba aclararse la vista.

Un débil resquicio de luz penetró a través de la niebla encima de su cabeza. Procedía de la red de respiraderos practicados en el tejado de la cúpula, y durante un segundo Yashim se preguntó si podría de alguna manera trepar y llegar hasta allí, agarrarse con las manos, quizás, y apretar sus labios contra los respiraderos, en busca de aire.

«No puedes escalar una cúpula», se dijo.

Sus ojos recorrieron la base de las paredes, buscando algo que pudiera usar.

Casi lo pasó por alto: el bastón de un escobillón que había en una esquina.

Apenas pudo hacerse con él, porque sus dedos estaban hinchados y les costaba doblarse.

Yashim levantó el frágil bastón con un esfuerzo. Era demasiado corto.

Una vez más empezó a recorrer la sala. En dos ocasiones casi perdió el conocimiento, y cayó de bruces. Pero el ardiente suelo lo torturó hasta volverlo a la vida, y prosiguió su camino tambaleándose hasta que encontró un segundo bastón.

Ahora necesitaba un pedazo de tela para atarlos. Probó a rasgar una toalla con sus dedos y dientes. Lanzó un gemido.

Al final consiguió hacer una hendidura. Incluso rasgando la tela se sentía como un niño enclenque, casi demasiado débil para levantar los brazos, pero finalmente consiguió hacer como una venda de algodón que le sirvió para atar los dos bastones. El resto de la tela la ató al extremo del bastón, y luego empezó a levantarlo. El extremo desnudo golpeó contra el costado de la cúpula. Lo empujó hacia arriba, rascando la pared, mientras lo subía.

Era demasiado corto.

A través del vapor, y allá arriba contra la cúpula, Yashim difícilmente podía distinguir cuán corto era. Su cara era un rictus ahora. Cruzó tambaleándose hasta el banco de masajes y se encaramó a él. Cada movimiento constituía una agonía. Cuando levantaba los brazos observó que éstos estaban casi morados, como si la sangre estuviera empezando a manar por sus poros.

Comenzó a mover el bastón arriba y abajo, arriba y abajo, como bombeando. Con cada golpe sentía que estaba bombeando la sangre también, a través de los poros de su piel. Débilmente recordó que necesitaba hacer que el bastón siguiera moviéndose, pero ya no podía recordar por qué esto le había parecido tan importante; sólo que ésos eran los únicos pensamientos que tenía en la cabeza. Era todo lo que le quedaba.