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Yashim podía oír voces. Una pequeñísima raja de luz atravesó la oscuridad cuando levantó sus párpados apenas un par de centímetros. Algo que lo aliviaba presionó por un momento contra su cuerpo, y desapareció.
Borrosas sombras se movían en la luz. Espantoso accidente… golpe de suerte… Luego alguien le secó el rostro con un trapo empapado de agua fría, y la propia cara de Palieski apareció en el campo de visión.
– ¿Yash? ¿Yashim? ¿Puedes oírme?
Éste trató de asentir.
Palieski le pasó una mano por debajo de la cabeza y se la inclinó hacia delante.
– Bebe esto -dijo.
Yashim sintió el borde de la taza contra sus labios, pero éstos parecían haber alcanzado un tamaño enorme. Sus dedos parecían llevar guantes, tan difíciles de doblar resultaban.
– ¿Puede hablar?
Era la voz del serasquier.
«Estoy soñando», pensó Yashim.
Unas manos lo cogieron y lo movieron por el aire. Luego lo depositaron sobre una superficie lisa y lo taparon con una manta.
Palieski vio cómo instalaban a su amigo en una camilla; luego les dio las órdenes a los portadores. Dirigiéndose al serasquier, dijo:
– Me lo llevaré a la embajada. Allí estará a salvo.
El serasquier asintió.
– Por favor, hágame saber más tarde cómo sigue.
Los portadores de la camilla cargaron con las varas sobre el hombro y siguieron al embajador en la noche.
Yashim era consciente del traqueteo de la camilla mientras recorrían las oscuras calles. Oía el ruido sordo de los pies de los portadores, así como el tintineo de campanillas, y se preguntó tristemente cuán malherido estaba. De vez en cuando, la tela de la litera le arañaba la piel y casi lo hacía gritar.
Un mensajero se había adelantado para darle a la doncella de Palieski tiempo de hacer la cama y encender un fuego. Palieski cogió algunas velas de la mesa del vestíbulo para iluminar el camino de los portadores, y éstos lo llevaron tan diestramente que Yashim sólo supo que estaba subiendo por la escalera por la inclinación del techo.
Trasladaron a Yashim a la cama. Palieski encendió el fuego de la estufa, que se encontraba en un rincón de la habitación, sus paredes cubiertas de azulejos con un dibujo de llores azules entrelazadas, mientras la doncella,
Marta, aparecía con una palangana de agua fría y una esponja. La fámula levantó la sábana de manera que pudiera dar unos delicados toques a la inflamada piel de Yashim.
Éste no sentía nada, sólo una oleada de náuseas que de vez en cuando se aferraban a su barriga y le hacían vomitar. Cuando le ocurría eso, Marta lo limpiaba todo sin decir una palabra. Yashim durmió durante un rato, y cuando se despertó, ella estaba allí otra vez, con una cucharada de un líquido tan amargo que casi dolía en la boca: pero se lo tragó, y las náuseas se fueron disolviendo lentamente.
Marta trajo una jofaina de agua caliente que olía a lavanda y a miel. Yashim respiraba normalmente ahora. A la luz de las velas observaba a la silenciosa muchacha griega con su recta frente y piel olivácea, de pie junto a la palangana, absorta en su tarea. La mujer cogió un montón de grandes servilletas de lino y una a una las empapó en la palangana, las escurrió y las extendió sobre una redecilla de tela para enfriarlas. Llevaba su lacio y negro cabello recogido en dos trenzas, sujetas con una aguja a un lado de la cabeza; cuando se inclinó hacia delante, Yashim pudo ver sus pelitos del cogote al incidir la luz sobre ellos.
Cuando estuvo lista, cogió la primera servilleta perfumada de miel y la dobló.
– Por favor, cierre los ojos -dijo.
Yashim se quedó sorprendido por la suavidad de su voz, como la de una paloma. La muchacha le aplicó la servilleta sobre su frente, y Yashim sintió cómo sus dedos alisaban el húmedo paño sobre sus párpados, y lo moldeaba sobre su nariz y pómulos.
– ¿Puede usted darse la vuelta y ponerse de lado? Aquí, deje que le ayude.
Un momento más tarde sintió otro paño frío que se apretaba contra su mentón, cuello y hombro. Le levantaron su brazo izquierdo, y los dedos de Marta alisaron otra servilleta sobre el costado de su pecho y su espalda.
– Procure no moverse -dijo ella.
A medida que la muchacha iba bajando por su cuerpo, Yashim empezó a notar que sus sensaciones retornaban. Sentía las palmas de la joven sobre sus nalgas y muslos, a través de la fresca tela. Finalmente la muchacha llegó a sus pies, y lo ayudó a darse la vuelta y ponerse boca arriba para terminar envolviéndole el lado derecho.
– Me siento como una momia egipcia -gimió Yashim.
Ella se puso un dedo sobre los labios. La voz de Yashim había sonado débil y forzada. Se preguntó incluso si ella habría oído lo que dijo.
Debía de haberse dormido, porque de repente sintió como si lo estuvieran asfixiando, incapaz de abrir los ojos, aplastado por una tremenda presión sobre su pecho y sus miembros. Despavorido, lanzó un grito y trató de liberarse, pero dos pequeñas manos le apretaron hacia atrás por los hombros mientras una voz le susurraba con suavidad:
– Estoy aquí, no se preocupe. Todo está bien. No pasa nada.
Por un momento, sintió la respiración de la joven sobre sus labios, y luego ella le quitó el vendaje de sus ojos. Yashim los abrió entonces y la descubrió de pie sobre él con la servilleta en una mano y una tímida sonrisa en su rostro.
Él le devolvió la sonrisa. Por primera vez desde que ella lo tocara, Yashim fue consciente de su desnudez; consciente de que estaba, una vez más, a solas con una mujer. Se incorporó cautelosamente, apoyándose en un codo, y ella pareció darse cuenta, también, porque se volvió hacia la vela y dijo:
– Si se siente mejor, debería lavarse. La miel es pegajosa. Le traeré lo que necesita.
Estuvo fuera durante un minuto. Al regresar, llevaba una palangana de agua caliente y un batín colgando de su brazo. Dejó la jofaina junto a la cama y el batín cerca de sus pies.
– Hay una esponja en la palangana -explicó.
Cuando se daba la vuelta para irse, Yashim dijo:
– Tengo el brazo rígido todavía.
Ella le brindó una sonrisa y, por primera vez, él vio que sus serios y oscuros ojos brillaban.
– Bien, entonces tendrá que lavarse poco a poco -dijo ella, suavemente. Y se marchó.
Yashim lanzó un suspiro y se ayudó con las manos para bajar las piernas de la cama, lo que hizo que cayera una cascada de toallitas.
Así pues, se lavó él solo, tal como había dicho la muchacha, poco a poco.
Consciente de que le quedaba poco tiempo.
Preguntándose qué habría sido de Murad Eslek.
Preguntándose lo que Marta significaba para su amigo Palieski… y éste para ella.