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– Pon la mano derecha a tres centímetros del bolsillo y no te muevas -dije. Me obedeció. No había sacado el arma-. Perfecto. Ahora pon ambas manos a la espalda y crúzalas -le solté el impermeable que sujetaba con la mano izquierda, me incliné y le saqué la pistola del bolsillo. Arma de tiro número cuatro. La guardé en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta, donde se hundió con muy poca gracia. Lo registré rápidamente con la mano izquierda y comprobé que no llevaba más chatarra-. Te estás portando muy bien. Ahora mete cada mano en su respectivo bolsillo -me obedeció sin chistar-. ¿Cómo te llamas?
– Chúpame las pelotas -respondió.
– Ya veo, te llamas Chupón -añadí-. Bajaremos por el pasillo y recogeremos a tu compañero. Si te pica, no te rasques. Si tienes hipo, estornudas, bostezas o parpadeas, te abriré un agujero en el cráneo.
Lo sujeté por la parte posterior del cuello del impermeable con la mano izquierda y mantuve la boca de mi revólver apretada detrás de su oreja derecha. Bajamos por el pasillo. Más allá del ascensor y detrás de la salida de emergencia no había un alma. Al parecer no lo había golpeado con bastante energía y Patillas se había recuperado y puesto pies en polvorosa.
No iba armado y sospechaba que no intentaría atacarme sin armas. Al fin y al cabo, ya me había cargado a dos de sus compinches armados.
– Chupón, muchacho, creo que te han abandonado. Pero yo no te volveré la espalda. Iremos a mi habitación y hablaremos.
– Cerdo maldito, no me llames Chupón -su inglés parecía de clase alta, aunque no aseguraría que fuera su lengua materna.
Saqué la llave de mi habitación y se la entregué, sin apartar el revólver de su cuello.
– Escoria, abre la puerta y entra -lo hizo y no estalló bomba alguna. Franqueé el umbral y cerré la puerta de una patada-. Siéntate -añadí y lo empujé hacia el sillón cercano al patio de luces.
Chupón se sentó. Guardé el revólver en la funda. Dejé las dos pistolas de tiro en el estante más alto del armario, saqué de mis bolsillos la peluca, el bigote y la corbata, me quité la chaqueta deportiva azul y la colgué.
– ¿Cómo te llamas? -repetí. El tío me miró fijamente sin decir esta boca es mía-. ¿Eres inglés? -guardó silencio-. ¿Sabes que por ti me pagan veinticinco mil dólares, vivo o muerto, y que muerto resulta mucho más fácil?
Cruzó una pierna gorda por encima de la otra y entrelazó los dedos de las manos a la altura de las rodillas. Me acerqué al tocador y saqué un par de guantes de trabajo de piel marrón.
Me los puse lentamente, como había visto hacer a Jack Palance en Shane, agitando los dedos por el interior hasta que encajaron perfectamente.
– ¿Cómo te llamas? -insistí.
Chupón acumuló saliva en la boca y escupió sobre la alfombra en dirección a mí.
Me acerqué dos pasos, le sujeté la barbilla con la zurda y le alcé bruscamente el rostro. Sacó una navaja del calcetín e intentó pasármela por el cuello. Retrocedí y la punta apenas me rozó el mentón. Con la derecha sujeté la muñeca de la mano que empuñaba la navaja, me coloqué detrás de él, le apoyé la izquierda en la axila y le disloqué el codo. La navaja cayó al suelo. El tío emitió un grito ronco y sofocado.
Pateé la navaja hacia el otro extremo de la habitación y le solté el brazo, que colgó de un modo extraño. Me aparté y me miré el mentón en el espejo de encima del tocador. Tenía la barbilla cubierta de sangre y se me estaba manchando la camisa. Saqué un pañuelo limpio del cajón y limpié la suficiente cantidad de sangre para comprobar que el corte era superficial, parecido a un rasguño de la maquinilla de afeitar, de unos dos centímetros y medio de largo. Doblé el pañuelo y lo presioné sobre el corte.
– ¡Te gusta jugar con armas blancas! -exclamé-. Chupón, la culpa es mía -permaneció inmóvil en el sillón, con el rostro tenso y pálido de dolor-. En cuanto me digas lo que quiero saber, llamaré a un médico. ¿Cómo te llamas?
– ¡Ojalá revientes!
– Podría hacerte lo mismo en el otro brazo -dije. El tío siguió mudo-. O podría repetir con el mismo.
– Hagas lo que hagas, no pienso decir una palabra -aseguró con voz tensa y hueca mientras soportaba el dolor-. Ningún maldito matón yanqui rojo y chupón me obligará a hablar.
Saqué los retratos robot y los estudié. Podía ser uno de ellos, pero no estaba seguro. Dixon tendría que identificarlo. Guardé los retratos robot, saqué la tarjeta de Downes, me acerqué al teléfono y lo llamé.
– Inspector, creo que tengo a otro. Un tío gordo y menudo de pelo rubio y una pistola de tiro calibre veintidós, una Colt.
– ¿Está en el hotel?
– Sí, inspector.
– Entonces voy para allá.
– Sí, inspector. Necesita un médico porque tuve que doblarle un poco el brazo.
– Llamaré al hotel y les pediré que envíen a su médico.
El doctor llegó cinco minutos antes que Downes. Era Kensy, el mismo que me había asistido. Hoy llevaba un temo de estambre gris con pinzas en la cintura y grandes hombreras y una camisa de seda negra cuyo largo cuello sobresalía por encima de las solapas.
– Hola, señor, ¿cómo va su trasero? -preguntó al entrar, echó la cabeza hacia atrás y rió.
– ¿Qué usa en el quirófano, doctor, una máscara de color rosa encendido? -respondí.
– Mi querido amigo, yo no hago cirugía. De todos modos, será mejor que le eche un vistazo a su barbilla.
– No, limítese a revisar el brazo de este chico -puntualicé.
Se arrodilló junto a la silla y le miró el brazo.
– Está dislocado -diagnosticó-. Tendrá que ir al hospital para que se lo pongan en su sitio -me miró-. ¿Es obra suya? -asentí con la cabeza-. Estoy empezando a pensar que es usted un individuo bastante mortífero, ¿me equivoco?
– Todo mi cuerpo es un arma peligrosa -afirmé.
– Me temo que sí -volvió a ocuparse del muchacho. Le dijo-: Te pondré un entablillado provisional y te daré algo para calmar el dolor. Pero será mejor que te enviemos al hospital y que un traumatólogo se ocupe de ti. Sospecho que habrá que esperar a que lleguen las autoridades.
El chico no abrió la boca.
– Sí, tendrá que esperar -dije.
Kensy sacó de su maletín un entablillado hinchable y con suma delicadeza lo colocó en el brazo del muchacho. Luego lo hinchó. Inmediatamente le aplicó una inyección contra el dolor y le dijo:
– En seguida te sentirás mejor.
Kensy estaba guardando sus materiales cuando apareció Downes. El inspector miró al muchacho con el brazo provisionalmente entablillado, que parecía un globo transparente.
– Spenser, ¿medio coche más?
– Tal vez. Creo que sí, pero no estoy completamente seguro.
Un poli de uniforme y una joven vestida de paisano acompañaban a Downes.
– Hábleme de este asunto -pidió el inspector.
La joven tomó asiento y sacó una libreta. El poli uniformado montó guardia junto a la puerta. Kensy cerró su maletín y se dirigió a la salida.
– Sólo se trata de un entablillado provisional y necesita urgentemente un traumatólogo -informó a Downes.
– En seguida lo llevaremos al hospital -replicó Downes-. No tardaremos más de quince minutos.
– Me parece bien -dijo Kensy-. Spenser, evite herir a alguien más durante uno o dos días. Esta noche salgo de viaje y regresaré el lunes.
– Que se divierta -le deseé. El médico se marchó. Me dirigí a Downes-. ¿Podrá retenerlo para que Dixon lo identifique?
– Supongo que sí. ¿Qué acusaciones sugiere?
– Bueno, posesión de un arma robada, posesión de un arma sin autorización y agresión.
– Tú me agrediste, cerdo rojo y chupón -dijo el muchacho.
– Utilización de blasfemias en presencia de la autoridad -añadí.
– Ya encontraremos los cargos adecuados -dijo Downes-. Ahora me gustaría saber qué ha ocurrido -le conté la historia. La joven apuntó todo lo que dijimos. Downes añadió-: Y el otro se escapó. Es una pena. Tal vez habría conseguido el anticipo para otro coche.
– Podría haberlo matado -afirmé.
– Spenser, soy perfectamente consciente de ello y es uno de los motivos por los que no lo presiono más -miró al poli de uniforme-. Gates, acompañe a este caballero hasta el coche y tenga cuidado con su brazo. En seguida me reuniré con ustedes y lo llevaremos al hospital. Murray -se dirigió a la joven-, acompáñelos.
El trío partió. En ningún momento el chico me miró. Yo seguía cubriéndome el mentón con el pañuelo.
– Debería limpiar esa herida y cubrirla -aconsejó Downes.
– Lo haré en seguida.
– De acuerdo. Spenser, hay dos cosas que me gustaría decirle. En primer lugar, si yo estuviera en su situación, buscaría ayuda. En dos días han intentado matarlo dos veces. Y no hay motivos para suponer que dejarán de intentarlo. Me parece que éste no es trabajo para un solo hombre.
– Estaba pensando lo mismo. Esta noche haré una llamada telefónica a los Estados Unidos.
– En segundo lugar, toda esta aventura me crea ambivalencias. De momento, probablemente le ha hecho un favor al gobierno británico y a la ciudad de Londres sacando de circulación a tres terroristas. Le aseguro que aprecio sus esfuerzos, pero no me agrada la idea de que un movimiento antiterrorista armado surja en mi ciudad, dirigido por estadounidenses que actúan sin preocuparse demasiado por las leyes o la aduana británicas. Si tiene que importar ayuda, quiero que sepa que no permitiré que un ejército de matones a sueldo se despliegue por mi ciudad disparando contra todos los terroristas que ven y, de paso, dejando malparado a mi departamento.
– Downes, no se preocupe. Si consigo ayuda, sólo será un hombre y no hablaremos con la prensa.
– Querrá decir que tiene la esperanza de no hablar con la prensa. Le aseguro que no será fácil. El Evening Standard y el Evening New han insistido en conocer los detalles del tiroteo de anoche. Aunque los he apartado, inevitablemente alguien les dirá su nombre.
– No quiero aparecer en letras de molde -aseguré-. Me los quitaré de encima.
– Eso espero -insistió Downes-. También espero no tenerlo con nosotros muchos días más. ¿De acuerdo?
– Ya veremos -repliqué.
– Por supuesto -aseguró Downes-. Claro que lo veremos.