Claire Stafford estaba preguntándose si el vestido que había elegido era el apropiado para la ocasión. Con las monjas nunca se sabía. Era un vestido verde, con encajes blancos en el dobladillo y un escote festoneado, no muy bajo, aunque tal vez dejara al descubierto buena parte del cuello y de la franja pecosa que le quedaba por debajo de las clavículas. Se dejaría la pañoleta verde suelta sobre el cuello, e incluso el abrigo, en caso de que le fuera posible. No había querido preguntar a Andy su opinión. Con Andy tampoco se sabía nunca. Apenas se fijaba en lo que se había puesto, y luego, de repente, cuando ella menos se lo esperaba, se volvía hacia ella y le hacía, si acaso, un comentario de reproche. Una vez le dijo que parecía una puta. Ella jamás lo olvidaría. Vivían por entonces en la pensión de Scranton Street. Ella llevaba unos vaqueros y unos zapatos blancos de tacón, y una blusa roja anudada a la cintura. Él acababa de llegar tras un largo trayecto en coche desde Albany; parecía acalorado, cansado, enojado, y pasó por delante de ella yendo a la cocina, para sacar una cerveza del arcón congelador. Se lo dijo entonces, por encima del hombro. «Cariño, pareces una ramera de las baratas.» Dijo ramera, y no puta, igual que hacía su padre. Ella contuvo el llanto, porque eso a él le habría encolerizado aún más. A pesar del daño sufrido, se volvió a ver qué guapo estaba él, apoyado contra el congelador con sus botas y sus pantalones de faena, con la camiseta blanca y manchada, sus antebrazos resplandecientes, de jinete de rodeo, y el cabello negro como ala de cuervo caído sobre la frente. El chico más guapo que nunca hubiera conocido.
Hoy llevaba unos pantalones oscuros y bien planchados sobre sus botas de vaquero, camisa blanca y una corbata de lana, y una chaqueta de sport, de cuadros castaños y solapas anchas. Le había dicho ella que estaba muy bien, pero él torció el gesto y dijo que se sentía como Bozo, el Payaso. Al caminar hacia la entrada de St. Mary, él se pasaba un dedo por el interior del cuello de la camisa, torciendo el mentón y resoplando. Estaba nervioso, ella lo veía a las claras. Y en el taxi estuvo hablando sin parar, quejándose de la paga que perdía al haber tenido que acompañarla, si bien ahora estaba callado y entornaba los ojos al mirar, bañada en el sol de otoño, la fachada alta y plana del hospicio, que parecía ser aún más alta a medida que se acercaban. También ella estaba algo asustada, aunque no por el lugar en sí. Y es que conocía St. Mary, lo conocía como si fuera su casa.
Abrió la puerta una monja joven a la que no reconoció. Se llamaba sor Anne. Habría sido guapa de no ser por los dientes saledizos. Los guió por el amplio vestíbulo de la entrada y por un corredor hacia el despacho de sor Stephanus. Los olores familiares -la cera de los suelos, la lejía, la comida de institución, los bebés- despertaron en Claire una excitada mezcla de emociones. Allí había sido feliz, o más bien no había sido infeliz. En algún lugar, hacia lo alto, un coro de voces infantiles entonaba un himno más o menos al unísono.
– Usted trabajaba aquí, ¿verdad? -preguntó sor Anne. Tenía acento del sur de Boston. Se había abstenido de mirar a Andy, intimidada, supuso Claire, por su apostura de vaquero-. ¿Y qué tal le sienta ser ahora una señora que dispone de todo su tiempo? -preguntó de buen natural.
Claire rió.
– Ay, la verdad es que echo de menos este lugar
– dijo.
Sor Stephanus levantó la mirada cuando entraron. Estaba sentada ante su escritorio, con una pila de papeles delante. Claire sospechó que era una pose estudiada, pero se reconvino por tener ese mal pensamiento.
– Ah, Claire. Por fin llegas. Y Andy contigo.
– Buenos días, hermana.
Andy no dijo nada, se limitó a asentir. Había adoptado un aire de mal humor con el cual presuntamente aspiraba a disimular su ansiedad. A su pesar, Claire experimentó un breve instante de exultación: ése era un lugar que le pertenecía a ella, no a él; el momento también era suyo.
Sor Stephanus les invitó a tomar asiento, y Andy acercó otra silla de las seis que rodeaban la mesa.
– Tenéis que estar los dos muy emocionados -dijo la monja, inclinándose sobre el escritorio con las manos entrelazadas y apoyadas sobre los papeles. Sonreía ampliamente, mirando a uno y a otro-. ¡No todos los días se convierte uno en padre! Y en madre, naturalmente.
Claire sonrió y asintió apretando los labios con fuerza. A su lado, Andy cambió de postura y la silla emitió un crujido. No estaba muy segura de cómo debía tomarse las palabras de la monja. Qué cosa tan extraña había dicho, y además sin rodeos ni preámbulos. En todos los años que había pasado allí, primero siendo huérfana, a la muerte de su madre, cuando su padre se fugó, y luego trabajando en las cocinas, y más adelante cuidando a los más pequeños, nunca llegó a calar del todo a sor Stephanus, ni tampoco a las otras monjas, desde luego; nunca llegó a hacerse a la idea de cómo pensaban realmente. Habían sido buenas con ella, eso sí, y a ellas se lo debía todo, todo, claro, salvo Andy: a él lo había encontrado ella sola, al marido joven, de extremidades fornidas, ojos negros, que hablaba arrastrando las palabras. Intentó no representárselo como lo había entrevisto esa mañana ante el espejo, mientras se vestía, y volvió a verlo: la espalda sin tacha, del color de la miel, y el tenso perfil de su estómago allí donde se precipitaba a las tinieblas. Era su hombre.
Sor Stephanus abrió ante sí, sobre la mesa, una carpeta de cartulina ocre y se puso unas gafas de montura metálica, introduciéndose las patillas por los lados rígidos de la toca, casi como si, pensó Claire, estuviera poniéndose una doble inyección en la cara. Claire se sonrojó un poco: ¡qué cosas tan raras se le pasaban por la cabeza! La monja repasó los papeles que contenía la carpeta, deteniéndose de vez en cuando a leer una línea o dos, y frunciendo el entrecejo. Luego alzó la vista y miró esta vez a Andy.
– Andy, entiendes cuál es la situación, ¿verdad? -dijo, espaciando las palabras con gran cuidado, como si hablase con un niño-. Ésta no es una adopción, no lo es en el sentido oficial. St. Mary, como bien podrá explicarte Claire, cuenta con sus propias… disposiciones. El Señor, como digo siempre, es nuestro legislador -miró a uno y a otro con las cejas enarcadas, a la espera de que reconocieran la ocurrencia. Claire sonrió obedientemente, y Andy volvió a cambiar de postura las piernas, primero cruzándolas de un modo, luego del otro-. Y espero que los dos entendáis como es debido -siguió diciendo- que, cuando llegue el momento, serán el señor Crawford y sus adjuntos los que decidan qué educación es la indicada para la niña y todo lo demás. Se os consultará, por descontado, pero todas esas decisiones serán al final ellos quienes las tomen.
– Lo entendemos, hermana -dijo Claire.
– Es importante que lo entendáis bien los dos -dijo la monja con el mismo tono grave, implacable, que sonaba como una voz de locutora de radio o como algo que estuviera ya grabado. Aunque procedía del sur de Boston tenía un acento de Inglaterra, terso y refinado-. Demasiadas veces nos encontramos con que algunos jóvenes olvidan de dónde ha llegado su hijo, y quién es quien tiene realmente la última palabra en todo lo referente a su buena crianza.
Se hizo el silencio en el despacho durante un momento largo y solemne. Desde lejos, apenas audibles, llegaban las voces de los niños que cantaban. Dulce corazón de Jesús, fuente de amor y misericordia. Claire notó que sus pensamientos empezaban a ser vacilantes, como le sucedía algunas veces, sobre todo cuando parecían volar en todas direcciones como si fueran piezas de una maquinaria que se rompiera bajo una presión excesiva. Por favor, Dios, rogó, no permitas que me entre ahora uno de mis dolores de cabeza. Se obligó a no perder la concentración. Había oído con anterioridad todas las cosas que estaba diciendo sor Stephanus. Supuestamente, su obligación era asegurarse de que todo quedara bien claro, de modo que nadie llegara después a decir que las condiciones impuestas no se le habían explicado con la debida nitidez. La monja había vuelto a leer algo en el expediente, y se volvió de nuevo hacia Andy.
– Había una cosa más que quería señalar -dijo-. Tu trabajo, Andy, seguramente te obliga a estar fuera de casa durante periodos bastante largos, ¿cierto?
Andy la miró con cautela. Iba a decir algo, pero tuvo que aclararse la garganta y empezar de nuevo.
– Pueden ser unos cuantos días -dijo- cuando tengo que ir hasta la frontera. Puede ser una semana, o poco más, si he de atravesar los Lagos.
La monja parecía impresionada.
– ¿Tan lejos viajas? -dijo, y pareció casi nostálgica.
– Pero siempre llamo a casa una vez al día -dijo Andy-. ¿Verdad que sí, cariño? -mientras lo decía, se volvió de lleno hacia Claire y la miró a los ojos como si ella pudiera negarlo. Ni por asomo se le habría ocurrido negarlo, por supuesto que no, aun cuando no fuera estrictamente la verdad. Le encantaba la manera de hablar de Andy: ¿Verdá que sí, ca'iño? Así imaginaba el sonido del viento en las llanuras del oeste.
Sor Stephanus también parecía haber captado esa nota deliciosa y solitaria que se percibía en su voz, y fue ella quien tuvo que aclararse la garganta.
– Con todo y con eso -dijo dirigiéndose no tanto a Claire cuanto obviando a Andy-, para ti tiene que ser duro algunas veces.
– Oh, pero ya no lo será -dijo Claire con precipitación, y se mordió el labio; se dio cuenta de que tendría que haber negado que la vida con Andy no fuera una dulzura perpetua, un lecho de rosas; confió en que él no la tomara después con ella por haber reconocido lo contrario-. Es decir -añadió con sagacidad-, cuando el bebé me haga compañía.
– Y cuando nos vayamos a vivir a la casa nueva tendrá un montón de amigas nuevas -dijo Andy. Se sentía confiado, y había comenzado a actuar como un auténtico vaquero, con esa sonrisa torcida y seductora, al estilo de John Wayne; a fin de cuentas, la monja era una mujer, pensó Claire a su pesar, con un punto de agria contrariedad, y no había nada de lo que Andy no fuera capaz ante una mujer, siempre y cuando se lo propusiera.
– Sin embargo -dijo pensativamente la monja, como si hablara sólo para sí-, me pregunto si no cabría la posibilidad de que tuvieras un trabajo distinto, otra clase de camión, e incluso un taxi, por ejemplo.
Con eso puso coto a la sonrisa de Andy, que se incorporó como si le acabara de picar un insecto.
– No querría yo dejar de trabajar para Transportes Crawford -dijo-. Ahora que Claire deja de trabajar aquí, y ahora que viene el bebé…, bueno, vamos a necesitar toda la pasta que podamos juntar, está claro. Están las horas extras, y las compensaciones por los trayectos de larga distancia a Canadá y a los Lagos.
Sor Stephanus se recostó en su silla y formó una cúpula con los dedos de ambas manos a la vez que lo observaba, tratando de juzgar, o eso pareció, si hablaba con un tono de genuina preocupación o de amenaza velada.
– Sí, en fin… -dijo, encogiéndose de hombros de manera imperceptible. Volvió a mirar el expediente-. Tal vez yo podría hablar con el señor Crawford…
– Eso estaría muy bien -dijo Andy con demasiada ansiedad, se dio cuenta, y ella le lanzó una mirada seca, cortante, que a él le hizo titubear y retreparse en la silla. Con esfuerzo atinó a relajarse, y volvió a esbozar su sonrisa facilona de vaquero despreocupado-. Quiero decir que estaría muy bien si tuviera un trabajo que no me llevara tan lejos de casa y del bebé y de todo esto.
Sor Stephanus siguió escrutándolo. El silencio reinante parecía crepitar. Claire se percató de que en todo momento había estado estrujando un pañuelo, y cuando abrió el puño lo vio allí pegado, un bulto húmedo en la palma de la mano. Sor Stephanus en ese instante cerró la carpeta con un ruido seco y se puso en pie.
– De acuerdo -dijo-. Vayamos.
Los condujo a paso vivaz a la puerta y salieron.
– Tú nunca habías venido, ¿verdad? -dijo a Andy por encima del hombro, deteniéndose al final del corredor y abriendo de golpe una puerta más allá de la cual se veía una sala alargada, de techos bajos, pintada de un blanco deslumbrante, con hileras de cunas idénticas frente a cada una de las paredes laterales. De un lado a otro trajinaban las monjas de hábitos blancos, algunas con bebés envueltos en toquillas, en brazos, con una suerte de negligencia animada, bien ensayada. Algo feroz, algo celoso asomó en la sonrisa de sor Stephanus.
– La guardería -anunció-. El corazón de St. Mary. Nuestro orgullo y alegría.
Andy se quedó boquiabierto, impresionado, y poco le faltó para largar un silbido de admiración. Era como una escena tomada de una película de ciencia ficción, todos los extraterrestres metidos en sus vainas. Sor Stephanus lo miraba expectante, el mentón bien erguido.
– Qué cantidad de crios -fue todo cuanto atinó a decir con voz queda.
Sor Stephanus soltó una risa campanuda que tenía que haber resultado atribulada, pero que sonó más bien un tanto demente.
– Ah -dijo-, pues ésta es sólo una fracción de los pobres renacuajos que en el mundo entero necesitan de nuestros cuidados y protección.
Andy asintió con obediencia. Era algo que no le agradó sopesar, todos esos niños perdidos y abandonados que lloraban pidiendo atención, que sacudían los puños y daban patadas al aire. La monja los había conducido allí, y Claire miraba en derredor con ese gesto desaforado y conejil que él detestaba; a veces le llegaba a parecer que cuando estaba así de excitada las aletas rosadas y casi transparentes de su nariz llegaban a temblar un poco.
– ¿Es…? -dijo, y no supo cómo terminar.
Sor Stephanus asintió.
– Están terminando de verificar que esté en perfectas condiciones antes de emprender su nueva vida.
– Quería preguntar -dijo Claire temerosa- si la madre… -pero sor Stephanus alzó una mano alargada y blanca para hacerle callar.
– Sé que querrías conocer algo acerca de la procedencia de la niña, Claire. De todos modos…
– No, no, sólo iba a preguntar…
– De todos modos -la monja era imparable, y se repitió con una voz afilada como una sierra-, hay ciertas normas que debemos respetar a toda costa.
El pañuelo aplastado que Claire tenía en el puño estaba caliente y duro como un huevo cocido. Tuvo que insistir.
– Sólo es que -dijo, y respiró a duras penas-, sólo es que, cuando crezca, no sé si sabré qué decirle.
– Ah, ya -dijo la monja, y cerró los ojos un instante e hizo con la cabeza un gesto de desdén-. Eso has de decidirlo tú, por supuesto, cuando llegue el momento. Tú sabrás si debe o no saber que no sois sus padres naturales. En cuanto a los detalles… -abrió los ojos y esta vez por algún motivo se dirigió a Andy-: Creedme, hay asuntos de los que es mejor no saber nada. Ah, pero ahí viene sor Anselm.
Una monja de corta estatura, cuadrada, se acercaba hacia ellos. Algo extraño le sucedía en el costado derecho, y caminaba con paso renqueante, arrastrando tras de sí una cadera, como una madre que tira de un niño obstinado. Tenía la cara ancha, una expresión severa, pero no hostil. Del cuello le colgaba un estetoscopio. Traía un bebé en brazos, envuelto como una larva en una manta de algodón blanco. Claire la saludó con desbordantes muestras de alivio; sor Anselm era la monja que había cuidado de ella en sus primeros tiempos allí en St. Mary.
– Bueno -dijo sor Stephanus con forzada alegría-, pues aquí estamos, ¡por fin!
Todo pareció detenerse entonces, como sucede en la misa cuando el sacerdote alza la hostia consagrada. Como si estuviera alejada de allí, Claire se vio extender los brazos, igual que si con ese gesto salvara un abismo, y tomar en brazos al bebé. Qué solidez la de su peso, a pesar de que apenas pesaba nada, como si no tuviera sustancia terrenal. Sor Stephanus estaba diciendo algo. Los ojos del bebé eran de un delicadísimo azul, tanto que parecían mirar a otro mundo. Claire se volvió hacia Andy. Intentó decir algo y no pudo. Se sentía frágil y se sentía herida de una manera maravillosa, casi como si de veras fuese madre, como si de veras hubiera dado a luz.
Christine, fue todo lo que dijo entonces sor Stephanus, vuestra hijita Christine,
Cuando se despidió de los Stafford en la puerta de entrada, sor Stephanus volvió despacio a su despacho y se sentó ante el escritorio, apoyando entonces la cara en ambas manos. Era una pequeña indulgencia que se concedía, un momento de debilidad, de rendición, de descanso. Después de que otro pequeño abandonara el hospicio, siempre sobrevenía ese intervalo de vacuidad y compunción. No era que estuviera triste, no era que lo lamentara de ninguna manera; en el fondo de su corazón sabía que no tenía una gran hondura de sentimiento por aquellas criaturas perdidas que tan brevemente estaban bajo su cuidado. Pero sí quedaba un engorroso vacío que le llevaba un rato subsanar. Exhausta, ésa era la palabra: se sentía exhausta.
Sor Anselm llegó al despacho y entró sin tomarse la molestia de llamar. Renqueando, se arrimó a la ventana más próxima al escritorio de sor Stephanus y se encaramó para sentarse en el alféizar a la vez que sondeaba un bolsillo por debajo del hábito, sacó un paquete de Camel y encendió un cigarrillo. A pesar de todos los años transcurridos, el hábito de monja seguía sin sentarle bien del todo. Pobre Peggy Farrell, en otro tiempo el terror de Sumner Street. Su padre había sido estibador, Mikey Farrell, del condado de Roscommon: bebía, pegaba a su mujer y tiró a su hija por las escaleras una noche de invierno, dejándola lisiada de por vida. Con qué viveza recuerdo estas cosas, pensó sor Stephanus, mientras que a veces tengo dificultades para recordar cuál era mi nombre. Confió en que Peggy, sor Anselm, no hubiera ido a su despacho a endilgarle uno de sus sermones. Para que no hubiera ocasión, le dijo:
– Bueno, hermana, otra que se va.
Sor Anselm lanzó una colérica bocanada de humo hacia el techo.
– Hay muchas más en el sitio del que venía ésta
– dijo.
Ay, ay, ay. Sor Stephanus se concentró de manera visible en los papeles que tenía sobre la mesa.
– En tal caso, hermana, ¿no es buena cosa -dijo con mansedumbre- que aquí estemos nosotras para cuidar de todas ellas?
Sor Anselm no iba a dejarse disuadir tan a la ligera. No en vano seguía siendo la misma Peggy Farrell que había superado toda clase de inconvenientes y obstáculos para obtener un título de Medicina con honores y ocupar su puesto entre los doctores del Hospital General de Massachusetts antes de que la Casa Madre le diera la orden de quedarse en St. Mary.
– Debo decir, Madre Superiora -dijo, y dio un énfasis irónico al título, como siempre sabía hacer-, que me da la impresión de que la moral de las muchachas irlandesas de hoy en día debe de ser francamente despreciable si se tiene en cuenta la cantidad de pequeños errores que nos caen en brazos.
Sor Stephanus se dijo que era mejor no decir nada, pero fue en vano. Peggy Farrell siempre había sabido cómo encontrarle las cosquillas, desde aquellos tiempos ya lejanos en que jugaban juntas las dos, la hija del abogado de poca monta y la hija de Mikey Farrell, en el portal de la casa de Sumner Street.
– No todas ellas son pequeños errores, como usted las llama -dijo, fingiendo seguir absorta en sus papeles.
– Entonces, como hay Dios -dijo sor Anselm- que la tasa de mortalidad entre las madres de allá debe de ser tan alta como baja es la moral de las solteras, si así se da semejante cantidad de huerfanitos.
– Ojalá, hermana, que no hablara usted de ese modo -sor Stephanus supo mantener un tono controlado y llano-. No querría -continuó- tener que instituir procedimientos disciplinarios.
Se hizo un dilatado silencio. Sor Anselm, con un gruñido, bajó de un salto del alféizar y avanzó para apagar su cigarrillo en el cenicero de cristal que se hallaba sobre el escritorio, renqueando entonces hacia la puerta para desaparecer. Sor Stephanus permaneció inmóvil, contemplando el cigarrillo apresuradamente aplastado, del cual aún salía un fino y sinuoso hilillo de humo azul celeste.
En el departamento de Patología siempre era de noche. Ésa era una de las cosas que a Quirke le gustaban de su trabajo; más bien la única que le gustaba, pensaba a menudo. No es que tuviera un gusto especial por lo nocturno -no soy más morboso que el patólogo de al lado, insistía en la taberna, aun cuando suscitara una risa ruidosa entre los presentes-, pero sí se estaba descansado, cómodo, podría decirse, en aquellas profundidades a casi dos pisos por debajo de las aceras más bulliciosas de la ciudad. Además, allí tenía la sensación de ser parte de la continuación de prácticas ancestrales, de conocimientos secretos, de un trabajo tan sigiloso que no se podía llevar a cabo a plena luz del día.
Quirke había encomendado el trabajo de Dolly Moran a Sinclair aun sin saber bien por qué; desde luego, no tenía el menor escrúpulo en ser él quien abriese el cuerpo de una persona de la que había tenido un breve conocimiento. Sinclair había supuesto que sólo iba a ayudar a Quirke, pero éste le depositó el escalpelo en la mano y le dijo que se encargase de todo. El joven al principio estuvo suspicaz, temeroso de que se le hubiera puesto a prueba o se le hubiera llevado a una trampa de la profesión, pero cuando Quirke se fue a su despacho, murmurando que tenía papeleo atrasado y que tenía que poner cosas al día, acometió la tarea con entusiasmo. Lo cierto es que Quirke hizo caso omiso de los papeles que requerían su atención, y estuvo sentado una hora con los pies sobre la mesa, fumando y pensando, mientras escuchaba a Sinclair en la sala de disección, silbando a la vez que manejaba el bisturí y el serrucho.
Quirke había decidido asumir, por razones la mayor parte de las cuales no se tomó la molestia de indagar, que el asesinato de Dolly Moran no guardaba ninguna relación con el asunto de Christine Falls. Cierto, era sospechosamente coincidente que hubiera muerto tan sólo a las pocas horas de la segunda visita que hizo él a Crimea Street. ¿Había estado al tanto de que corría peligro? ¿Fue ésa la razón de que le negara la entrada en su casa? Algo de lo que le dijo a través de la puerta cerrada resbalaba de continuo por su mente, como una lombriz obstinada. Sin parar mientes en lo estúpido que podría haber parecido a cualquiera que le mirase desde la hilera de ventanas protegidas por visillos, al otro lado de la calle, se había inclinado para hablar con ella por la ranura del buzón, exigiendo, a fuerza de una cólera para la cual no halló explicaciones -cierto, estaba aún bastante borracho después del vino que había trasegado en Jammet-, que le hablase de la hija de Christine Falls, que le dijera qué había sido de ella. «No le diré nada -chistó Dolly Moran por toda respuesta; su voz, ahora se lo parecía, podría haber salido por una rendija en la tapa de un ataúd-, demasiado le he dicho ya». ¿Y qué era lo que le había dicho con anterioridad, aquella tarde en la taberna ahumada, que pudiera ser ese demasiado que, a su juicio, había dado en revelar? Mientras estaba allí inclinado, dando voces en la ranura del buzón, ¿le había vigilado alguien? Ahora se lo preguntaba.
No, se dijo, no: estaba dejándose llevar por pensamientos caprichosos y ridículos. En su mundo, el mundo que habitaba allá arriba, a la luz del día, a nadie se le arrancaban de cuajo las uñas, ni se le abrasaban los sobacos con la punta de un cigarrillo; las personas a las que allí trataba no morían a mamporro limpio en la cocina de su casa. ¿Y qué había llegado a saber de Dolly Moran, salvo que le gustaba la ginebra con agua y que había trabajado tiempo atrás para la familia Griffin?
Se levantó y dio unos cuantos pasos por el estrecho espacio que se abría al otro lado de la mesa. El despacho era demasiado pequeño; cualquier parte era demasiado pequeña para él. Tenía de su propio yo, en lo físico, una imagen a medias cómica y a medias descorazonados: una peonza inmensa, precariamente en vilo, y mantenida en pie gracias a un impulso imparable, pero susceptible al menor roce de salir despedida en una dirección imprevisible y a una velocidad incontrolable, rebotando contra los muebles antes de detenerse sin remedio en algún rincón de difícil acceso. Su tamaño desmedido siempre le había resultado un estorbo. Desde la adolescencia había adquirido el corpachón de un autobús, y de ese modo constituyó un desafío natural primero para los matones del hospicio, después para los abusones del colegio, luego para los jugadores de rugby en los bailes y para los borrachos de las tabernas a la hora del cierre. A pesar de todo ello, nunca se vio implicado directamente en ningún episodio serio de violencia, y la única sangre que había derramado en la vida era la de la mesa de disección, aunque de esta sangre fuesen ríos los derramados por su mano.
La escena que presenció en la cocina de Dolly Moran le había afectado de una manera especial. A su debido tiempo se las vio con infinidad de cadáveres, no pocos más vejados que el de ella, a pesar de lo cual el patetismo de su predicamento, allí tendida sobre el suelo de piedra, atada a una silla de cocina, la cabeza en medio de un charco de sangre espesa, mezclada con sus propios sesos, le había provocado una creciente oleada de ira y de algo semejante a la pena, algo que no había remitido aún. Si pudiera echar el guante a quien le había hecho algo tan terrible, caramba, sería capaz… sería… Pero en ese punto su imaginación le abandonaba. ¿Qué podría hacer? No estaba en su persona el ánimo vengador. Sí, los muertos, había dicho Dolly. No dan problemas.
Sinclair llamó a la puerta acristalada y entró. Era un cirujano meticuloso. Uno podría merendar de la mano del señor Sinclair, le había asegurado una de las limpiadoras. No tenía apenas una sola mancha en el delantal de caucho, y sus botas verdes de laboratorio estaban impecables. Del fondo de un cajón del archivador Quirke sacó una botella de whisky y se sirvió un chorro en un vaso. Era un ritual que había instituido con los años, la copa de después de la autopsia. A estas alturas, esa ocasión había adquirido en gran medida el aire solemne de un velatorio. Le pasó el vaso a Sinclair.
– ¿Y bien? -dijo.
Sinclair estaba esperando a que él mismo se sirviera una copa, pero Quirke no tenía intención de beber en memoria de Dolly Moran, cuyos restos podía ver con toda claridad con sólo asomarse a la puerta acristalada, pálidos y relucientes sobre la plancha de acero.
Sinclair se encogió de hombros.
– Lo que suponíamos -dijo-. Traumas causados por objetos romos, hematoma intradural. Es probable que no se hubieran propuesto matarla. Cayó de costado con la silla, se le quebró el cráneo contra las piedras del suelo -miró el vaso que apenas había tocado, contenido sin duda por el inesperado comportamiento abstemio de Quirke-. Usted la conocía, ¿no es así?
Quirke se sobresaltó. No recordaba haberle dicho a Sinclair nada sobre sus tratos con Dolly Moran, y tampoco supo cómo debía responder. Su dilema lo resolvió la aparición, en los cristales de la puerta, a espaldas de Sinclair, de una silueta robusta, con sombrero e impermeable. Quirke se acercó a la puerta. El inspector Hackett ostentaba su habitual expresión de indiscernible contento, y había aparecido de rondón, como quien va al teatro y llega tarde al comienzo de la farsa. Era tan ancho como Quirke, pero al menos dos palmos más bajo, lo cual no parecía importarle. Quirke estaba acostumbrado a las estratagemas que adoptaban las personas de estatura normal para tratar con él, cargando el peso en los talones, enderezando vigorosamente los hombros, estirando el cuello al máximo, si bien Hackett no caía nunca en ninguna de ellas: miraba a Quirke desde abajo con unos ojos cargados de escepticismo, como si lo midiera de hito en hito, como si fuera él, y no Quirke, quien llevaba ventaja, quien disponía de una eminencia más encumbrada, si bien un tanto irrisoria. Tenía una cabeza grande y rectangular, una raja en vez de boca y una nariz como una patata mohosa y con brotes. Sus ojos, castaño claro, recordaban las lentes de una cámara, escrutándolo todo a su antojo, memorizándolo. Ante su mirada, Sinclair se dio prisa en dejar el vaso sobre la mesa sin haberse terminado el whisky, y murmuró algo antes de marcharse. Hackett le observó atravesar la sala de disección, dejando el delantal al salir y, sin apenas modificar el paso, echando una mortaja por encima del cadáver de Dolly Moran con un experto golpe de muñeca, antes de salir por las puertas batientes de color verde que había al fondo.
Hackett se volvió a Quirke.
– Así que ha delegado el trabajo, ¿no?
Quirke buscaba en el cajón de su escritorio un paquete de tabaco.
– Le venía bien hacer unas prácticas -dijo.
No tenía tabaco en el cajón de la mesa. El detective sacó un paquete y encendieron cada cual un cigarrillo. Quirke empujó el cenicero sobre la mesa. Tenía la sensación de estar a punto de embarcarse en una partida de ajedrez en la que era al tiempo uno de los jugadores y una pieza. La facilidad de trato de Hackett, su acento de las Midlands, no le llevaban a engaño; había visto al detective trabajar antes en otros casos.
– Bien -dijo Hackett-, ¿y cuál es la sentencia?
Quirke le relató los hallazgos de Sinclair. Hackett asintió, y se apoyó sobre uno de sus anchos muslos al borde del escritorio de Quirke. Por un momento, Quirke vaciló, pero también tomó asiento al otro lado de la mesa, en su silla giratoria. Hackett contemplaba el whisky de Sinclair, allí donde el joven lo había dejado, en una esquina de la mesa: una diminuta estrella de luz pura y blanca rebrillaba en el fondo del vaso.
– ¿Quiere tomar una copa? -le ofreció Quirke.
Por toda respuesta, Hackett hizo una pregunta.
– ¿La sometieron a alguna manipulación?
A Quirke se le escapó una breve carcajada.
– Si lo que quiere saber es si fue objeto de agresiones sexuales, la respuesta es no.
Hackett lo miró un momento sin expresión y el ambiente en el despacho se cargó de tensión, como si un tornillo que mantuviera en su sitio algo de vital importancia hubiera sido objeto de un cuarto de vuelta aplicado sin el menor esfuerzo.
– Eso es lo que quería decir, exactamente -dijo con suavidad el detective. No era un hombre del que nadie pudiera reírse como si tal cosa. La luz que se filtraba hacia arriba de la lámpara de mesa convertía su rostro en una máscara, el mentón prominente, las fosas nasales ensanchadas, las manchas de oscuridad absoluta en las cuencas de los ojos. Quirke volvió a ver, con una claridad que le estremeció, a la mujer en el suelo, las huellas de quemaduras en los brazos, la sangre casi renegrida bajo la única bombilla que colgaba del techo-. Así que no fueron allá a pasar el rato -dijo Hackett.
Quirke sintió una puñalada de irritación.
– ¿Eso le había parecido? -dijo cortantemente. Hackett se encogió de hombros-. ¿Qué quiere decir -siguió diciendo- al hablar en plural? ¿Cuántos eran?
– Dos -dijo Hackett-. Lo sabemos, antes de que me lo pregunte, por las huellas que había en el jardín de la parte posterior. En la calle, nadie vio ni oyó nada, claro, o eso dicen, ni siquiera la estantigua que vive enfrente, aunque sospecho que es de las que podrían oír peerse a un gorrión. Pero a la gente, ya sabe, le gusta ocuparse de sus propios asuntos. Tuvieron que ser dos al menos para atar de ese modo a la pobre Dolly. Damos por hecho que estuvo consciente en todo momento. No es fácil atar a una mujer por las piernas, no sé si lo ha intentado alguna vez. Son más fuertes de lo que parece, incluidas las que ya no son jóvenes del todo, como Dolly -Quirke trató de discernir una expresión en esa máscara en la sombra, pero no pudo-. ¿Tiene usted alguna idea de lo que andaban buscando? -siguió diciendo Hackett casi como si meditara en silencio-. Tuvo que ser algo que valiera la pena encontrar, porque pusieron la casa patas arriba.
Quirke había terminado el cigarrillo y Hackett le ofreció otro. Tras un instante de vacilación lo tomó. El humo rodaba sobre la mesa como la niebla de noche en el mar. Quirke volvió a oír la voz de Dolly Moran: Lo tengo todo escrito. Tosió para ganar un instante.
– No tengo ni idea de lo que podían andar buscando -dijo con una voz antinaturalmente alta a sus propios oídos. Hackett volvía a mirarlo, su rostro más que nunca convertido en una máscara. De algún lugar muy por encima de ambos, en las plantas superiores del hospital, llegó un estrépito en sordina. Qué raros, se dijo Quirke, con vaguedad y sin coherencia, los ruidos inexplicables que se hacen en el mundo. Como si ese ruido lejano hubiera sido una señal, Hackett se levantó de la mesa y caminó hasta la puerta para apoyarse contra la jamba, mirando el cadáver de Dolly Moran envuelto en la mortaja. La luz blanca que caía de las grandes lámparas del techo parecía tener una mínima vibración, una bruma incolora, palpable.
– En fin -dijo Hackett, regresando a la parte previa de su intercambio, como si no hubiera mediado un respiro-, Dolly conocía a esa muchacha… ¿cómo se llamaba?
– Christine Falls -respondió Quirke demasiado deprisa, o eso pensó.
Hackett asintió sin darse la vuelta.
– Eso es -dijo-. Pero dígame una cosa: ¿usted en una situación normal daría su número de teléfono a una persona que fuese amiga de alguien que hubiera muerto?
Quirke no supo qué contestar, pero algo tenía que decir.
– Me interesaba su… -se oyó decir-. Me interesaba Christine Falls, quiero decir.
Hackett tampoco se dio la vuelta. Siguió mirando por la puerta acristalada como si algo de gran interés estuviera sucediendo en la otra sala, vacía.
– ¿Por qué? -dijo.
Quirke se encogió de hombros aun cuando el detective no le viera hacerlo.
– Por pura curiosidad -dijo-. Es algo que va con el trabajo. De tanto tratar con los muertos, uno a veces se pregunta por la vida que llevaron.
Se dio cuenta de lo artificioso de la frase, pero ya no podía hacer nada por corregirla. Hackett se volvió con su media sonrisa en los labios. Quirke tuvo una urgencia casi irresistible de decirle que se quitara de una vez, por Dios, el dichoso sombrero.
– ¿Y de qué murió? -preguntó Hackett.
– ¿Quién?
– Esa chica, la tal Falls.
– De embolia pulmonar.
– ¿Qué edad tenía?
– Era joven. A veces pasa.
Hackett se miró la puntera de las botas, con las alas del impermeable echadas para atrás y sujetas por las manos, que se había metido en los bolsillos de la chaqueta, abotonada, del traje azul. Alzó la vista.
– Bien -dijo, y se dirigió a la puerta-. Me marcho.
Quirke, sorprendido, empujó la silla hacia atrás sobre las ruedas y se puso en pie.
– ¿Me hará saber -dijo con un deje de remota desesperación-, me hará saber, esto es, me comunicará si averigua alguna cosa?
El detective se dio la vuelta, con la sonrisa ensanchada sobre sus rasgos desdibujados, y habló en tono jovial, de buen humor.
– Ah, descuide. Averiguaremos cosas en abundancia, eso ni lo dude, señor Quirke. Cosas en abundancia.
Y sin dejar de sonreír se encaminó hacia la puerta, salió y cerró antes de que Quirke tuviera tiempo de salir de detrás de su escritorio. Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, Quirke tomó el vaso de Sinclair y se ventiló el whisky que quedaba en el fondo, antes de dirigirse al archivador y pescar la botella para servirse otro trago. Mal Griffin, pensó con un mal humor enrabietado, nunca sabrás cuánto me debes.
No era exactamente lo que Claire había anhelado, la mitad superior de una casa con dos viviendas en Fulton Street, pero estaba a un mundo de todos los lugares en los que habían vivido desde que se casaron, lugares apenas mejores que meros albergues para vagabundos, y supo además que podría convertirlo en un hogar de verdad; lo mejor de todo es que era suyo, de los dos, ya que estaba pagado, sin que nada se adeudara al banco, y podían decorarlo como les viniera en gana. Era de maderamen gris, con el techo a dos aguas, inclinado, y un bonito porche a la entrada, con un balancín. Tenían tres habitaciones en el piso de arriba, así como una cocinita y un cuarto de baño. El cuarto de estar era muy luminoso, con una ventana apuntada en el extremo abuhardillado, como la ventana en la hornacina de una iglesia, que daba a la copa de un viejo castaño que crecía en el lateral de la casa, por cuyas ramas saltaban y volaban las ardillas. El empleado del señor Crawford había enviado a los pintores del taller mecánico de Roxbury, y ella misma pudo elegir los colores, un amarillo silvestre para el cuarto de estar, blanco para la cocina, cómo no, y un azul claro para el cuarto de baño. No estuvo muy segura del rosa pirulí que eligió para la habitación de la niña, pero ahora que la pintura ya estaba seca tenía una pinta espléndida. Los de la tienda habían prometido entregarle la cuna esa misma mañana, y Andy había dispuesto que sus pertenencias llegaran desde la casa antigua en la camioneta de uno de sus compañeros, por la tarde. Por el momento Claire disfrutaba de las habitaciones antes de que se llenaran. Le gustaba el espacio vacío tal cual era, el sol de soslayo en la pared del cuarto de estar, el modo en que la tarima de madera de arce sonaba a limpia, a sólida, bajo sus tacones.
– Oh, Andy -le dijo-, ¿a que es el sitio más hermoso? ¡Y pensar que es todo nuestro!
Él estaba arrodillado en un rincón, arreglando un enchufe suelto.
– Sí -dijo sin volverse-, el viejo Crawford tiene un gran corazón.
Ella se acercó y se situó a su espalda, inclinándose para rodearlo con los brazos por los hombros, paladeando su olor fuerte, metálico, que ella siempre había relacionado con el azul, el azul irisado de un aceite de motor derramado, o de una ondulada lámina de acero.
– Vamos -dijo, extendiendo las manos más allá de sus hombros y dándole con ambas manos una palmada en el pecho-, no seas aguafiestas.
A punto estaba de decir algo más, de decirle qué guapo lo encontraba con los pantalones oscuros y la chaqueta de sport, pero en ese momento despertó la niña que dormía en el capazo. A Claire le emocionaba en secreto el modo en que la niña -Christine, tenía que acostumbrarse a llamarla por su nombre, incluso para sus adentros-, el modo en que el fino gemido de Christine, creciente, como el sonido de una flauta o algún instrumento de timbre agudo, ya le afectaba en lo más profundo, causando que algo se removiese en sus entrañas, acelerándole el pulso, como si fuese un puño que la golpease sorda y suavemente dentro de su pecho.
– A ver, a ver, ¿qué le pasa a la niñita? -susurró-. ¿Qué le pasa, eh? ¿No te gusta nuestra casita nueva?
Ojalá estuviera viva su madre para verla en esos momentos. Su padre sólo se echaría a reír, cómo no, secándose la boca con el dorso de la mano como si quisiera suprimir un regusto desagradable.
Sonrió a Andy e inspiró hondo por la nariz.
– Cómo huele -dijo-. ¡Pintura fresca!
Andy estaba haciendo equilibrios a la pata coja, poniéndose una bota.
– Tengo hambre -dijo-. Vayamos a por una hamburguesa.
Ella dijo que de acuerdo, aun cuando no tenía ningunas ganas de marcharse aún; su deseo era seguir allí y acostumbrarse a la casa, dejarse empapar por el entorno. Había un pequeño vestíbulo junto a la cocina, con una especie de puertaventana que se abría a unas escaleras de madera, temblequeantes, empinadas, por las cuales se descendía directamente al jardín lateral. Ésa sería la puerta de la calle. Andy bajó primero, salvando los peldaños de lado y sujetándola por el hombro para prestarle apoyo mientras ella le seguía con la niña en brazos. Ésa era una de las cosas que más le gustaban de él, la facilidad, la gracia con que sabía prestar ayuda no sólo a ella, sino también a cualquiera, a una mujer en una tienda, a los niños, al manco de la gasolinera en la autovía de salida de la ciudad, el que cuidaba de los surtidores; a veces, incluso a los negros.
El jardín de la parte posterior estaba de color ocre tras la sequedad del verano, y la hierba crujía bajo sus pies, soltando un polvillo que olía como a ceniza de madera; algunos saltamontes pequeños, del mismo color de la hierba, rechinaban con las patas posteriores y salían volando en todas direcciones. No había nada en esa parte del jardín, nada más que un albaricoque nudoso, y un viejo huertillo en el que alguien debía de haber cultivado verduras tiempo atrás.
– Bueno -dijo Claire con una risa compungida-, esto nos va a hacer pensar a fondo.
– ¿Y qué te hace creer que será nuestro y que tendremos que pensar a fondo, eh? -dijo Andy.
Miraba más allá de donde ella estaba, hacia la casa, y Claire se volvió y vio a una mujer alta, de cara delgada, que se encontraba en el porche, mirándolos sin perder detalle. Tenía un cabello de color indefinido, sujeto en un moño bajo. Llevaba un delantal marrón.
– Ah, hola -dijo Claire, adelantándose con la niña en un brazo y la otra mano tendida. Era una estrategia que había ideado para saludar a cualquier desconocido, adelantarse sin dar tiempo a que su natural timidez la obligara a detenerse. La mujer del porche no hizo caso de la mano que le tendía, de modo que la retiró de inmediato-. Soy Claire Stafford -dijo.
La mujer la miró de hito en hito, dando muestras de no estar ni mucho menos impresionada.
– Bennett -dijo. Cuando cerró la boca, sus labios formaron una línea recta, incolora.
Debía de tener unos treinta y cinco años, supuso Claire, aunque daba la impresión de ser más vieja. Claire se preguntó si el señor Bennett andaría por allí, o si existía incluso un señor Bennett.
– Encantada de conocerla -dijo-. Nos hemos mudado hoy mismo. Estábamos haciéndonos un poco a la casa.
La mujer asintió.
– He oído al crío.
Claire le acercó el bulto que llevaba en brazos.
– Ésta es Christine -dijo. La mujer hizo caso omiso de la niña: estaba mirando a Andy con los ojos entornados; estaba de pie sobre la hierba seca, con las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros y la cabeza ladeada, y la mirada de la mujer pareció caldearse un ápice, según notó Claire-. Es mi marido, Andy -dijo. Bajó la voz para hablar confidencialmente con la mujer-. Está un poco decepcionado -dijo-. Le parece que la casa es un poco más pequeña de lo previsto.
Se dio cuenta en el acto de que había sido un error decir una cosa así.
– ¿En serio? -dijo la mujer con frialdad-. Pues será que está acostumbrado a vivir a lo grande, ¿no?
Andy debió de comprender, por la postura de Claire, que tenía que acudir en su rescate. Se adelantó con la mejor de sus sonrisas.
– ¿Qué tal, señorita…? -dijo.
– Bennett. Señora Bennett -repuso la mujer.
– ¡No me diga! -alzó una mano fingiendo asombro y abrió al máximo sus ojos castaños y aterciopelados. Claire lo observó con una curiosidad en la que sólo había un remoto indicio de celos. Su encanto desconocía la vergüenza, y siempre le salía a cuenta, por evidentes que fuesen las mentiras que contara-. Bueno -dijo a la mujer-, pues me alegro muchísimo de conocerla.
Subió al escalón del porche y ella le permitió estrecharle la mano, que previamente se había secado con el delantal.
– Lo mismo digo -dijo.
Claire vio que él le sostenía los dedos un momento más de lo necesario antes de soltarlos, y cómo sus labios se tensaban en una sonrisa.
Se hizo el silencio entre los tres. Débilmente, como el rondar de un trueno lejano, Claire notó los primeros latidos de un dolor de cabeza que se avecinaba. El bebé flexionó el brazo, sacándolo de la manta como si ella, Christine, también quisiera saludar con su contacto a aquella mujer de cara endurecida y huesos largos. Claire se arrimó más contra el pecho el bulto cálido.
Andy se dio una palmada con ambas manos en las caderas.
– Bueno, es hora de almorzar, ¿no? -aguardó un segundo, pero si contaba con que la tal Bennett los invitase, se llevó un chasco-. Vamos a buscar un sitio donde comer algo, cariño -añadió-. Voy a buscar la cartera.
Subió por la escalera de madera de dos en dos. Claire sonrió a la señora Bennett e hizo ademán de seguirle.
– Espero -dijo la mujer- que la niña no sea una llorona. El ruido pasa muy fácil en estas casitas de paredes de papel.
Quirke no atinaba a recordar cuándo fue la última vez que estuvo en la capilla del hospital, y tampoco estaba muy seguro de lo que hacía allí en esos momentos. Las puertas, que daban al pasillo por el que se llegaba a Radiología, daban una nota incongruente con sus pomos llamativos y las dos estrechas vidrieras que alguna dama adinerada había costeado un par de años antes en memoria de su hija, casada y muerta prematuramente. El aire siempre era frío allí dentro, un frío de un tipo peculiar, que no se percibía en ninguna otra parte, pero que Quirke relacionaba, sin explicación posible, con los lirios del florero que todos los veranos decoraban el altar de la capilla en Carricklea -tenía por costumbre creer que era siempre el mismo ramo, milagrosamente intacto-, en la campánula de uno de los cuales una vez osó meter los dedos, para palpar algo carnoso, viscoso, helado, cuyo tacto no había olvidado nunca. La capilla de la Sagrada Familia era pequeña, sin columnas ni altares laterales, de modo que no había manera de rehuir el ojo luminoso de la lamparilla de aceite, con pantalla rojo rubí, que ardía perpetuamente ante el sagrario. Fue allí, a las doce del día, donde Quirke encontró a Mal, arrodillado con las manos unidas y la cabeza gacha ante una estatua de San José. Se le acercó con sigilo y tomó asiento en el banco junto al cual estaba Mal arrodillado. Mal no se volvió, no dio muestras de haber percibido su presencia, pero en cuestión de un minuto o dos se persignó y se sentó en el banco con un suspiro. Los dos callaron un rato, hasta que Quirke levantó una mano e hizo un gesto indicando la estatua, la lamparilla del sagrario, el altar con el mantel blanco y recamado en oro.
– Dime una cosa, Mal. ¿Tú crees en todo esto?
Mal se paró a pensar.
– Lo intento -dijo. Miró de soslayo a su cuñado-. ¿Y tú? ¿Tú en qué crees?
– Yo de credulidades estoy curado hace mucho tiempo.
Mal inspiró con fuerza, como si le hiciera gracia.
– A ti te encanta decir idioteces como ésa, ¿no? -dijo. Se quitó las gafas y se frotó un ojo con el dedo, con fuerza, y luego el otro, antes de suspirar otra vez-. ¿Qué es lo que quieres, Quirke?
Le tocó a Quirke el turno de pararse a pensar.
– Quiero que me hables de la muerte de Dolly Moran.
Mal no acusó la menor sorpresa.
– A lo que se ve, de eso sé menos que tú -dijo-. No soy yo el que va por ahí metiendo la nariz en algunos sitios en donde el día menos pensado me la podrían arrancar de cuajo.
Quirke rió con incredulidad.
– ¿Eso ha sido una amenaza, Mal?
Mal miraba al frente con ojos pétreos.
– Tú a lo mejor crees que sabes qué estás haciendo, Quirke -dijo-, pero créeme si te digo que no tienes ni idea.
– Sé que Christine Falls no murió de una embolia -dijo Quirke, al principio muy tranquilo-, por más que tú dijeras que ésa fue la causa de la muerte. Sé que murió dejando una niña, sé que la niña no sobrevivió al parto, al menos es lo que tú me dijiste, pero sé que la niña ha desaparecido, o alguien la hizo desaparecer, sin dejar rastro. También sé que te dije que Dolly Moran llevaba un diario, y al día siguiente de decírtelo la torturaron y le rompieron la cabeza. Dime que todo esto no guarda relación entre sí, Mal. Dime que mis sospechas carecen de fundamento. Dime que no estás metido hasta el cuello en una serie de complicaciones que ni siquiera alcanzo a imaginar.
Quirke se acababa de sorprender a sí mismo. ¿De dónde había salido toda esa ira? ¿Contra qué injusticia protestaba? ¿La cometida contra Dolly Moran, la cometida contra Christine Falls, contra la hija de Christine Falls, o contra él? Claro que… ¿quién había sido injusto con él, quién le había perjudicado? Él no había muerto en medio de la sangría y los alaridos del parto, ni le había quemado nadie las carnes, ni le habían abierto la cabeza. Mal obviamente no se mostró impresionado. No dio respuesta. Tan sólo asintió con brusquedad, como si algo quedara confirmado, y se puso en pie. En el pasillo hizo una genuflexión y se alzó de nuevo, dándose la vuelta para marcharse, pero se detuvo. El traje sombrío le daba un aspecto ligeramente eclesiástico; incluso la corbata de lazo, azul oscuro, podría haber sido el complejo adorno de algún prelado perteneciente a una facción ultramontana de la Iglesia. Su expresión, cuando volvió a mirar a Quirke, era de frialdad y leve sorna, teñida además de un desprecio compasivo.
– Una cosa sí te diré, Quirke -dijo-. No te metas donde no te llaman.
Quirke, aún sentado, negó con un gesto.
– No va a ser posible -dijo-. Ya estoy metido en esto. Hasta el cuello, igualito que tú.
Mal salió de la capilla. Al cabo de un rato, Quirke se puso en pie. El ojo rojo, ante el altar, titilaba como si hiciera un guiño. Se estremeció. El frío cielo…
A Andy Stafford le gustaban sobre todo los trayectos nocturnos. No sólo era bastante mejor la paga, no sólo era más fluido el tráfico en la autovía. Algo tenía la altísima cúpula de la noche que le circundaba, y los faros de los grandes tráilers de seis ejes que la atravesaban, algo que le hacía sentirse al mando no sólo de su camión, de Transportes Crawford, con su carga de tejas o de piezas de recambio para automóviles o de hierro en lingotes. Lo que estuviera haciendo allá lejos era algo que a nadie interesaba, salvo a él mismo. Estaban solos él y la carretera, y alguna cancioncilla de un campesino con el corazón destrozado, en la radio de la cabina, que devanaba sus historias sobre sabuesos, soledades, anhelos, amores. A menudo, de pie en una gasolinera desierta, o al salir de un restaurante de carretera lleno de humo y olor a fritanga, donde se había tomado una hamburguesa, notaba la brisa en la cara y le daba la impresión de oler el aire limpio, con aroma a salvia, que llegaba cual si fuera un mensaje dirigido a él desde el Oeste, desde Nuevo México o Colorado, desde Wyoming quizás, e incluso desde las cumbres de las Montañas Rocosas, lugares en los que jamás había estado, y entonces algo se henchía en su interior, algo endulzado, solitario en apariencia, cargado de promesas de cara al día venidero, el día que ya tendía una fina línea de oro frente a él, en el horizonte.
Tomó la autovía, atravesó deprisa Brookline, cruzó la zona sur de la ciudad, desierta. Nada más doblar por Fulton Street apagó el motor y dejó que el camión aún avanzase en su inercia, en silencio, gracias a la suave pendiente de la calle que llevaba hasta la casa, los neumáticos siseando con libertad, debajo de él, sobre el asfalto. La señora Bennett -«Llámame Cora»- ya había empezado a hacer comentarios sobre el hecho de que aparcase el camión frente a la casa; sólo se lo había dicho a Claire, naturalmente, no a él. Bajó de la cabina de un salto, los músculos de los brazos y de los hombros doloridos, y la costura de los vaqueros encajada como una lazada caliente y húmeda entre las piernas. Todas las casas de la calle estaban a oscuras. Un perro dio comienzo a un aullido sin fuerza ni intención, pero calló enseguida. Aún quedaba una hora para el amanecer, el aire tenía la mordiente de la noche, a pesar de lo cual se sentó en el balancín del porche para descansar un minuto y mirar las estrellas, las manos entrelazadas tras la nuca, que ya le cosquilleaba y empezaba a destensársele. Las cadenas de las que colgaba el balancín rechinaban un poco, lo cual le hizo pensar en las noches que pasara en Wilmington cuando era niño, medio tumbado en el porche, de la misma manera, a fumarse un cigarrillo que había robado del bolsillo del peto que vestía su viejo, el humo áspero y cortante en el aire fresco de la noche, el sabor a todo lo prohibido, las cervezas en las carreras, el whisky destilado clandestinamente, los jugos de las chicas, el propio sabor de todo lo que se disfrutaría siendo adulto y estando a millones de años luz de Wilmington, estado de Delaware o, más bien, Delanowhere. Rió para sus adentros. Cuando estaba allí soñaba con estar en un sitio como el sitio en que estaba; ahora que estaba en ese sitio, soñaba con volver a estar allí. Así había sido siempre en su caso, insatisfecho en dondequiera que estuviese, deseoso siempre de estar en otras ciudades, en otros tiempos.
Se levantó y caminó por el lateral de la casa, por delante de la ventana que, sabía, correspondía al dormitorio de Cora Bennett, y subió por las escaleras de madera hasta entrar en la casa por la puertaventana. Aún se percibía el dichoso olor a pintura reciente, que a veces le daba nauseas; creyó que también percibía los olores de la niña, a leche y algodón húmedo, a pañales sucios que olían como el pienso para los caballos. No se tomó la molestia de encender la luz: una suerte de bruma grisácea se filtraba por el cielo, al este, y por allí vio la fina, fea torre de la de St. Patrick, más allá de Brewster Street, perfilaba sobre el cielo con la estrella del alba por toda compañía, la única que aún era visible, asentada a plomo encima de la veleta que la remataba. Cuanto más aumentaba la luz de la mañana, más siniestro se tornaba su ánimo. Se pregunto, como ya venía haciendo de un tiempo a esta parte, cuánto tiempo iba a aguantar en la ciudad, antes de que las ganas incontenibles de marchar a otra parte le produjeran una comezón que por fuerza tuviera que rascarse de la única manera posible.
Se sentó en el cuarto de estar y se quitó las botas antes de despojarse de la camisa de faena sin desabotonársela- Con los brazos aún en alto se olisqueó los sobacos: olían más de la cuenta, pero no le apetecía tomarse la molestia de ducharse; además, Claire siempre decía que le gustaba su olor. De puntillas, en calcetines, entró en la habitación. Estaban bajadas las persianas, con lo que no enriaba ni una rendija de luz. Adivinó la silueta de Claire en la cama, pero no la oyó respirar. Le gustaba que durmiese tan profundamente, al menos cuando dormía y los dolores de cabeza no la obligaban a permanecer en vela. A tientas en la habitación aún no del todo conocida, procurando no hacer un solo ruido, pues aún no deseaba que se despertase, se terminó de desvestir con impaciencia y premura y, desnudo, se acercó a la cama y levantó con cuidado las sábanas.
– Hola -susurró, introduciendo una rodilla por el lateral del colchón e inclinándose sobre la silueta tendida-. ¿Cómo está mi chica? -hubo un desperezarse desdoblado en dos, y dos voces, una de ellas la de Claire.
– ¿Qué…? -murmuró.
La otra emitió un sonido urgente, húmedo, de succión.
– ¡Dios del…! -exclamó y retrocedió él.
Era la niña, por supuesto, tendida junto a Claire y chupándose el puño. Claire la tomó en brazos y se incorporó, confusa y medio asustada.
– ¿Eres tú, Andy? -dijo, y tuvo que carraspear.
– ¿Y quién demonios iba a ser, eh? -dijo y le arrebató de los brazos a la niña acalorada, empapada y dormida-. ¿O es que esperabas a otro?
Ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, y trató de quitarle a la niña.
– Es que estaba llorando -dijo con voz quejumbrosa-. Sólo intentaba que se durmiera.
Él ya había salido de la habitación, desplazándose en la oscuridad como un espectro titilante. Ella volvió a sumirse en la almohada con un tenue gemido, y se llevó una mano al cabello. Trató de ver qué hora era, pero el reloj del armario contiguo a la cama estaba vuelto del otro lado. El pañal de la pequeña debía de haber rezumado, y tenía una mancha húmeda y grande en el camisón. Supo que se lo iba a quitar, pero no quiso estar desnuda cuando volviese Andy. Era demasiado tarde, o demasiado temprano, para lo que ella bien sabía que quería él, y estaba cansada, pues la niña la había despertado ya dos veces. Sin embargo, Andy no hizo caso, o prefirió no fijarse en la mancha húmeda, en el tenue olor a amoníaco, y fue él quien le quitó el camisón, obligándola a sentarse y a estirar los brazos, tirándole con fuerza de la tela por encima de la cabeza y arrojándola a sus espaldas, al suelo.
– Ay, cariño -empezó a decir ella-, escucha, estoy…
Él no la escuchó. Se estiró encima de ella, obligándola a separar las piernas -él tenía las rodillas heladas-, y de pronto estuvo dentro de ella. Olía a cerveza y tenía los labios aún grasientos de algo que había comido. Ella se sintió congelada, y alargó la mano y encontró a un lado la sábana y el cobertor, que colocó por encima de la espalda de él, arqueada y rítmica. A duras penas lo percibía, estaba fatigada y pensando en otras cosas, pero aun así comenzó a deslizarse al unísono con él, y tuvo esa sensación conocida, de leve pánico, como si fuera hundiéndose lenta, lánguidamente, bajo el agua.
– Cariño -susurró él a su oído con una voz áspera, inquieta, perdida, que a ella la llevó a abrazarse aún con más fuerza a él-, oh, cariño.
Ella lo oyó antes que él, el llanto de la niña a oscuras, desenrollándose como una serpentina, un alarido escueto, exigente, imposible de ignorar. Andy se quedó quieto, tendido encima de ella, y levantó la cabeza.
– Joder -dijo él, y asestó un puñetazo contra la almohada, al lado de la cabeza de ella-. Joder, joder, joder!
Y cuando ya empezaba ella a amedrentarse, él se echó a reír.
Por la mañana seguía estando de un humor guasón. Ella colgaba a secar las sábanas en el tendedor que él había improvisado entre una de las gruesas ramas del castaño y el poste de arranque de la escalera -la señora Bennett aún no había dicho nada de este artilugio; ella disponía de una especie de secadora eléctrica-, cuando él se le acercó por detrás, sigiloso, tomándola por la cintura y levantándola en vilo para describir un círculo. Se habría alegrado, y mucho, de verlo feliz y contento, pero no estaba segura de que eso fuera señal de su felicidad. Tenía una especie de mirada asilvestrada en los ojos, como si hubiera corrido a toda velocidad un buen trecho y sólo entonces acabara de detenerse. Cuando la dejó de nuevo en el suelo era ella la que estaba sin resuello. Con los dedos de una mano le abrió el cuello de la camisa.
– Eh -dijo con suavidad-, ¿qué tenemos aquí? -tenía una moradura del tamaño de un dólar de plata en la base del cuello-. ¿De dónde ha salido?
– Ah -dijo ella dándose la vuelta para colgar otra sábana-, es que ayer por la noche, o más bien al amanecer, un bruto enorme y desconsiderado se coló en mi cama. ¿No lo oíste?
– Pues no. He dormido como un tronco. Ya me conoces, cariño -la rodeó de nuevo con ambos brazos, por detrás, y encajó lentamente las caderas contra ella-. Dime -susurró, con la boca demasiado caliente y pegada a su oído. Sus brazos eran como dos cables de acero al rojo-, ¿qué más dices que te hizo ese bruto enorme y desconsiderado?
Ella se dio la vuelta, conteniendo la risa por poco, y él alzó más los brazos, poniendo ambas manos sobre los omóplatos de ella y arrimándola con fuerza contra el pecho, mientras ella aplicó la boca abierta sobre la suya y él absorbió la dulzura de su aliento en el instante en que se encontraron ambas lenguas. Se levantó una brisa en algún rincón, tal vez de nuevo en las lejanas Montañas Rocosas, dando de lleno sobre la sábana húmeda del tendedor, con la cual quedaron un instante envueltos. Besándose, no vieron en una ventana de la planta inferior de la casa una cara de labios finos, unos ojos fríos que los miraban.
La noche otoñal ya caía mientras Quirke caminaba por Raglan Road. Se formaban halos de neblina en torno a las farolas, y el humo descendía de las chimeneas en los altos tejados; notó el sabor a humo de carbón en los labios. Mentalmente iba ensayando la conversación -la palabra confrontación le rondaba de un modo preocupante- que ya lamentaba haber buscado. Podía aún evitarla, siempre que de veras lo quisiera. ¿Qué iba a impedirle darse la vuelta allí mismo, en redondo, y largarse tal como se había largado de tantas otras cosas a lo largo de su vida? ¿Por qué había de ser diferente esta vez? Podía localizar un teléfono -mentalmente oyó a Dolly Moran decirle Tuve que recorrer tres o cuatro calles hasta la cabina del teléfono- y llamar y aducir cualquier excusa, decir por ejemplo que el asunto del que quería hablar ya se había resuelto por sí solo. Pero a la par que daba vueltas a estos pensamientos sus piernas lo llevaban por su camino, y se encontró entonces ante la cancela de la casa del juez. Subió los desgastados peldaños de la entrada. Había una luz tenue en el dintel, pero ninguna en las altas ventanas de uno y otro lado; casi a su pesar quiso que el anciano se hubiera olvidado de su cita y se hubiese marchado a pasar la velada en el Stephen's Green Club, tal como tenía por costumbre. Accionó el cordel y oyó que la campana tintineaba y esparcía su eco por el interior, aumentando de ese modo sus esperanzas, pero al cabo oyó el ruido inconfundible de los pasos de la señorita Flint, que se acercaban a la puerta. Preparó la cara obligándose a esbozar una sonrisa: la señorita Flint y él eran adversarios desde antaño. Cuando le abrió la puerta, él tuvo la impresión de que a duras penas contenía una mueca de profundo desagrado. Era de corta estatura y de rasgos afilados, y llevaba el cabello áspero, sin una sola cana, en forma de casco, por lo cual parecía que fuera una peluca, y por lo que Quirke alcanzaba a saber bien podía serlo.
– Señor Quirke -dijo con la voz más seca que pudo adoptar, con una insinuación apenas perceptible de haber añadido a lo dicho los signos de una exclamación nada acogedora. Se mostraba escrupulosa, vengativamente cortés.
– Buenas noches, señorita Flint. ¿Está el juez en casa?
Retrocedió y abrió la puerta del todo.
– Está esperándole.
El aire del vestíbulo estaba remansado, y aún se percibía cierto residuo del olor a moho del anciano. La bombilla de la lámpara que colgaba del techo era de sesenta vatios, o menos; la pantalla recordaba lo que él imaginaba que sería la piel seca. Se le encogió el corazón. Había sido feliz en aquella casa, cuando la yaya Griffin aún vivía. Los gritos en el vestíbulo, Mal en las escaleras, en el instante de apoderarse del balón de rugby que Quirke le acababa de lanzar, los dos con pantalón corto y la corbata del uniforme del colegio, los faldones de la camisa por fuera del pantalón. Sí, había sido feliz.
La señorita Flint tomó su sombrero y su gabardina y lo condujo al corazón de la casa, haciendo rechinar las gruesas suelas de goma de sus zapatos de carcelera sobre el suelo de parqué y de baldosa. Como tantas otras veces, Quirke descubrió que estaba preguntándose qué cosas sabía ella, qué secretos de familia. ¿Vigilaba también a Mal con esa mirada escrutadora, aviesa, en las contadas visitas que hacía a la casa de su padre?
El juez había oído la campanilla, y había acudido a la puerta de lo que él llamaba su despacho. Cuando Quirke lo vio allí de pie, en zapatillas, con la vieja chaqueta gris de punto, casi tan alto como el propio Quirke, aunque un tanto encorvado, examinando con ansiedad las sombras, se le ocurrió que ya no estaba lejos el día en que llamara a la puerta de la calle y se encontrase a la señorita Flint con una banda de luto en la manga y los ojos enrojecidos. Dio un paso al frente, de buen ánimo, forzándose de nuevo a sonreír.
– Adelante, hombre -dijo el juez desde el umbral de su cuarto, haciendo un movimiento de acogida con el brazo-, adelante, que ese vestíbulo parece una nevera.
– ¿Querrá usted tomar té? -preguntó la señorita
Flint.
– ¡No! -dijo el juez, y puso la mano sobre el hombro de Quirke para hacerlo pasar-. ¡Té! -dijo, cerrando la puerta con fuerza tan pronto hubieron pasado-. Por Dios bendito, esa mujer… -condujo a Quirke a la chimenea, a un sillón situado enfrente-. Siéntate y entra en calor, ya tomaremos un sorbo de algo un poco más potente que el té.
Se acercó a un aparador y se ajetreó con los vasos y la botella de whisky. Quirke miró a su alrededor los objetos de sobra conocidos: el viejo diván de cuero, el escritorio antiguo, el retrato de la yaya Griffin cuando aún era una esposa joven, sosegada y sonriente, con el cabello ondulado, obra de Sean O'Sullivan. Quirke era una de las contadas personas a las que el juez daba permiso para entrar en esa estancia. Ya de chiquillo, aún medio asilvestrado tras los años pasados en Carricklea, se le permitía entrar a su antojo en el despacho del juez; muchas veces, en una tarde de invierno, antes de que Mal y él fueran internos a St. Aidan, allí se acomodaba, en el mismo sillón, junto a un fuego de abundante carbón vegetal que bien podría haber sido ese mismo, a hacer sus operaciones matemáticas y a estudiar latín, mientras el juez, que entonces sólo era abogado, permanecía ante su escritorio preparando un informe. Mal, entretanto, hacía los deberes en la mesa blanca de la cocina, donde la yaya Griffin le daba galletas de harina integral y leche tibia, y le preguntaba por el funcionamiento de sus tripas, pues se daba por supuesto que Mal era un chiquillo de salud delicada.
El juez trajo los whiskys y le dio a Quirke su vaso, sentándose frente a él.
– ¿Ya has cenado?
– Sí, estoy bien.
– ¿Estás seguro?
Examinó a Quirke con más atención. El paso de los años no había embotado el avezado oído del anciano, y había sabido reparar en la nota de incomodidad de la voz de Quirke cuando éste le llamó para preguntar si podía acercarse a charlar con él. Bebieron en silencio durante unos minutos, Quirke frunciendo el ceño mientras miraba el fuego y el juez lo miraba a él. El humo del carbón vegetal, con un olor tan penetrante como el de los meados de gato, a Quirke le provocaba picor de nariz.
– Bien -dijo por fin el juez, con voz campanuda y forzadamente animosa-, ¿cuál es ese asunto tan urgente que te trae por aquí? No te habrás metido en problemas, ¿eh?
Quirke negó con un gesto.
– Se trata de una chica… -empezó a decir, y calló.
El juez soltó una carcajada.
– Vaya, vaya -dijo.
Quirke esbozó una sonrisa desdibujada y de nuevo negó con un gesto.
– No, no es eso, nada de eso -volvió a mirar el corazón rojo y palpitante del fuego. Adelante, termina cuanto antes-. Se llamaba Christine Falls -dijo-. Iba a tener un hijo, pero murió. A su cuidado estaba una mujer apellidada Moran. Después de la muerte de Christine Falls, la tal Moran fue asesinada -calló y respiró hondo.
El juez parpadeó rápidamente unas cuantas veces y asintió.
– Moran -dijo-, sí. Algo me suena, algo he leído en el periódico. Pobrecilla -se inclinó y tomó el vaso de Quirke, sin darse cuenta al parecer de que aún le quedaba un dedo por beberse, se puso en pie y se dirigió al aparador.
– Mal -dijo Quirke- redactó un expediente sobre ella, sobre Christine Falls.
El juez no se dio la vuelta.
– ¿Que redactó un expediente? ¿Qué quieres decir?
– Que lo hizo de tal modo que no apareciera mención del hijo que esperaba.
– ¿Estás diciéndome -miró a Quirke por encima del hombro-… estás diciéndome que lo falseó?
Quirke no dijo nada. El juez se quedó donde estaba, con la cabeza vuelta, mirándolo, y de pronto abrió la boca y emitió un sonido que podría estar a mitad de camino entre un gemido con el cual negara lo que acababa de oír y un grito con el que expresara su cólera. Rechinó el cristal al resbalar sobre el cristal y se oyó el gorgoteo del whisky que manaba libremente del cuello de la botella. El juez masculló entre dientes, maldiciendo su mano temblorosa.
– Lo lamento -dijo Quirke.
El juez, una vez enderezada la botella, inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante todo un minuto. Se oyó el goteo del whisky derramado que caía al suelo. El anciano se puso lívido.
– ¿Qué es lo que me estás diciendo, Quirke? -preguntó.
– No lo sé -repuso Quirke.
El juez volvió con los dos whiskys bien terciados y tomó asiento.
– ¿Podrían prohibirle el ejercicio de la profesión? -preguntó el juez.
– Dudo mucho que la cosa llegara a tanto. No hay verdadero indicio de mala práctica, al menos que yo sepa.
El juez emitió una especie de risa.
– ¡Mala práctica en Mal! -dijo-. Por Dios que es una broma de pésimo gusto -se paró a meditar con enojo evidente-. De todos modos, ¿qué relación tenía con esa chica? Supongo que era su paciente…
– No estoy seguro de que lo fuera. Él estaba al cuidado de ella, así es como él mismo lo expresó. Había trabajado una temporada en la casa.
– ¿En qué casa?
– Sarah la tomó como criada para que ayudase a Maggie. Luego, parece que la chica se metió en algún lío -miró al juez, que permanecía con los ojos bajos, meneando lentamente la cabeza, el vaso de whisky olvidado en la mano-. Dice que reescribió el expediente para ahorrar a la familia el conocimiento del hijo que esperaba.
– ¿Y a él qué se le ha perdido al ahorrar a nadie ningún sentimiento? -explotó el juez colérico-. Es un médico, tiene un juramento que cumplir, se supone que ha de ser imparcial en todo. Maldito bobo, dichoso irresponsable… De todos modos, ¿de qué murió la chica?
– De hemorragia posparto. Se desangró.
Callaron los dos, el juez explorando el rostro de Quirke, tal como, se dijo éste, un acusado ante el tribunal, en los viejos tiempos, podría haber explorado el rostro del juez, ansioso por hallar indulgencia. Se volvió a un lado.
– ¿Murió en casa de Dolly Moran? ¿Es así? -Quirke asintió-. ¿Mal también la conocía a ella?
– A ella le pagaba para que cuidase de la chica.
– Bonitos conocidos los que tiene mi hijo -masculló, apretando los músculos de las mandíbulas-. Obviamente has hablado con él de todo esto, como es natural.
– Apenas dice nada. Ya sabes cómo es Mal.
– Me pregunto si lo sé -hizo una pausa-. ¿No dijo nada del asunto que se trae entre manos con los de Boston?
Quirke negó con un gesto.
– ¿Qué asunto es ése?
– Ah, tiene en marcha una obra de beneficencia allá en Boston, con Costigan y los Caballeros de St. Patrick, ya sabes, parece que ayudan a las familias católicas. Tu suegro, Josh Crawford, es quien la financia.
– Pues no, Mal no me dijo nada de eso.
El juez se bebió el whisky que le quedaba de un solo trago.
– A ver, dame el vaso. Creo que nos vendrá bien otro vasito para poner las ideas en claro -desde el aparador le dijo-: ¿Sarah sabe algo de todo esto?
– Lo dudo -dijo Quirke. Volvió a pensar en Sarah, el domingo por la mañana a la orilla del canal, mirando los cisnes sin verlos, cuando le pidió que hablase con su marido, del cual dijo que era un hombre bueno. ¿Cómo iba él a saber si Sarah lo sabía o no lo sabía?-. Si yo estoy al corriente es porque di con él cuando estaba redactando ese expediente.
Se puso en pie. De pronto le abrumó el calor excesivo de la estancia, el humo acre de la chimenea, el olor a whisky que el juez había derramado, y la sensación abrasadora que tenía en la superficie de la lengua, debida al alcohol. El juez se volvió hacia él como si estuviera sorprendido, con los dos vasos sujetos contra el pecho.
– Tengo que irme -dijo Quirke sucintamente-. He de ver a una persona.
Era mentira. El anciano pareció contrariado, pero no protestó.
– ¿No quieres…? -alargó hacia Quirke su vaso, pero éste negó con un gesto, de modo que el anciano se dio la vuelta y dejó ambos vasos en el aparador-. ¿Estás seguro de que has cenado? No sé por qué, pero tengo la impresión de que no te cuidas como debieras.
– Ya tomaré algo en la ciudad.
– Flint te puede preparar una tortilla en un momento… -asintió como si se arrepintiera-. No, ya sé que no es la más tentadora de las ofertas posibles, eso seguro -ya en la puerta se le ocurrió algo y se detuvo-. ¿Quién mató a la tal Moran? ¿Se sabe algo?
– Alguien entró por la fuerza en la casa.
– ¿Ladrones?
Quirke se encogió de hombros.
– Tú la conocías -dijo. Observó el rostro del anciano-. Me refiero a Dolly Moran. Trabajó para la yaya y para ti, y después para Mal y para Sarah, cuidando a Phoebe. Por eso supo Mal adonde acudir en busca de ayuda en el caso de Christine Falls.
El juez miraba a un lado, con el ceño fruncido y gesto pensativo. Cerró entonces los ojos y emitió un grito como el de antes, aunque más cargado de pena.
– ¿Dolly… Dolores? -dijo, y pareció a punto de perder pie, de modo que Quirke extendió la mano para afianzarlo-. Dios misericordioso… ¿Era Dolores? No lo había relacionado. Oh, no. Oh, Dios, no. Pobre Dolores.
– Lo lamento -volvió a decir Quirke. Parecía haber estado diciendo lo mismo desde el momento en que llegó. Salió al vestíbulo, el juez tras él como si estuviera aturdido, con los brazos rígidos a uno y otro costado. Por un instante, Quirke reparó en el parecido que tenía con Mal-. Era muy leal, Dolly era muy leal -dijo Quirke-. Todos los secretos que tuviera los ha guardado hasta el fin. Mal debería estarle agradecido.
El anciano no parecía haberle escuchado.
– ¿Quién se ocupa del caso? -preguntó.
– Un tipo llamado Hackett. Detective inspector Hackett.
El juez asintió.
– Lo conozco. Es de fiar. Si algo te preocupa, puedo hablar con él, o encargarme de que alguien corra una voz.
– Yo no estoy preocupado -dijo Quirke-. No por mí, vaya.
Habían llegado a la puerta de la calle. De pronto a Quirke se le ocurrió que estaba sintiendo con especial potencia una especie de complacencia avergonzada. Recordó una ocasión en la que Mal y él aún eran dos chiquillos, y el juez lo citó en su despacho y le hizo permanecer de pie ante el escritorio mientras lo interrogaba a propósito de alguna fechoría de poca monta, una ventana rota de una pedrada, o unas colillas de cigarrillos escondidas en una lata de cacao en el armario de la ropa de cama. ¿Quién había lanzado la piedra con un tirachinas?, le preguntó el juez; ¿quién se había fumado los cigarrillos? Al principio, Quirke insistió en que no sabía nada; al final, al ver con toda claridad cuánta autoridad había invertido el juez en el interrogatorio, reconoció que Mal era el culpable, cosa que muy probablemente, se dijo, el juez sabía ya. La sensación que tenía en esos momentos era similar a la de entonces, sólo que era mucho más intensa, una mezcla hirviente de culpa y de contento, a la cual se sumaba la desafiante certeza de tener razón. En aquella ocasión el juez le dio las gracias solemnemente y le dijo que había hecho lo que había que hacer, aunque Quirke detectó en sus ojos una mirada evasiva, de… ¿de qué? ¿De decepción, de desagrado, de desprecio?
– El asunto del expediente -dijo Quirke- y todo eso… Yo soy el único que está al corriente. No he dicho nada a Hackett ni a nadie.
El juez de nuevo meneaba la cabeza.
– Malachy Griffin -murmuró-, eres un imbécil de tomo y lomo -con pesadez, puso la mano sobre el hombro de Quirke-. Entiendo tu interés por lo de la chica, esa tal… Falls, naturalmente-dijo-. Estabas pensando en Delia, la misma forma de acabar.
Quirke negó con un gesto.
– Estaba pensando en Mal -dijo-. Estaba pensando en todos nosotros, en la familia.
El juez pareció escucharle sólo a medias. Aún tenía la mano posada en el hombro de Quirke.
– Me alegro de que me lo hayas dicho -dijo-. Has hecho bien -Eres un buen chico-. ¿Crees que debería hablar con él?
– ¿Con Mal? -Quirke negó con un gesto-. No, es mejor dejarlo como está, o a mí así me lo parece.
El juez lo estaba mirando.
– ¿Y tú? -dijo-. ¿Tú lo vas a dejar como está?
Quirke no supo nunca qué pudo haber contestado, ya que en ese instante la señorita Flint se adelantó con su rechinar de suelas de goma, impasible la expresión, trayendo el sombrero y la gabardina de Quirke. ¿Cuánto tiempo, se preguntó éste, había estado allí de pie, a la escucha?
Lo que de veras quería Andy era un coche. No un coche cualquiera, de los que terminaban de montar los lunes lluviosos en Detroit los negros resacosos de alcohol barato. No. Él había puesto todo su afán en un Porsche. Sabía exactamente qué modelo quería, un Spyder 550 cupé. Había visto uno cerca del parque, adonde lo había arrastrado Claire con la niña un día a dar un paseo. A decir verdad, antes de verlo lo oyó, un rugido grave y sordo que durante un momento espeluznante convirtió el parque en la sabana, y los robles en palmeras. Se dio la vuelta con todo el instinto erizado, y allí estaba la bestia, palpitante frente a un semáforo rojo, en el cruce de Beacon Hill y Charles Street. Era pequeño para armar semejante ruido, de un escarlata caramelo, con unos neumáticos de casi medio metro de ancho, y tan bajo de perfil, tan pegado al suelo, que era digno de preguntarse cómo podía una persona de tamaño normal sentarse al volante. Llevaba la capota abierta; más adelante, pensando en su tranquilidad de espíritu, se dijo que ojalá la hubiera llevado cerrada. Conducía un tipo normal y corriente de Boston, dándoselas de ser, eso sí, uno de esos ingleses de anuncio de revista, con el pelo peinado con gomina y bastante amariconado, con una chaqueta azul, cruzada, con dos hileras de botones dorados y un pañuelo de color dorado, suelto, por dentro del cuello de la camisa blanca de sport. Lo malo fue que la chica que iba a su lado era para caerse de espaldas. Tenía una especie de perfil aindiado, de pómulos altos y una nariz que bajaba en línea recta desde la frente. Pero no tenía ni un pelo de india, era puritita clase alta bostoniana, con la piel de color miel, y los ojos grandes, azules, separados, una boca roja y cruel del mismo tono que la pintura del coche y una abundante melena rubia, que se apartaba hacia un lado, desde la frente, con un brazo esbelto y pálido, gesto con el cual dejó ver a Andy un solo instante la delicada sombra azulada de su axila depilada. Ella notó la avidez con que él la miraba y le dedicó una mirada divertida, burlona, distante, que vino a decirle: Eh, guaperas, tú hazte con una educación universitaria, un papaíto rico de verdad y unos ingresos de unos doscientos mil al año, además de un coche como éste, y ¿quién sabe? A lo mejor, una chica como yo se deja que la invites a un Manhattan una de estas noches en el Ritz-Carlton.
Ese sábado había ido a Cambridge, a un sitio de compraventa de vehículos usados, en donde tenían un Porsche en oferta. No era un Spyder, sino un 365. Tenía muy buena pinta, abrillantado como un escarabajo negro y reluciente, aparcado en medio de una flotilla de armatostes con mucho cromado postizo, de lo mejorcito de Estados Unidos, pero le bastó pasar dos minutos con la cabeza dentro del capó para saber que no valía nada, que alguien le había arrancado el corazón a acelerón limpio, y que probablemente había sufrido un accidente de cierta consideración. Por otra parte, ¿a quién pensaba que estaba engañando? No tenía pasta para comprárselo, no la tendría ni aunque se lo ofrecieran por la décima parte del precio que marcaba. El viaje hasta la otra orilla del río le había costado dos trayectos en autobús, más otros dos de vuelta, y se encontraba en casa y sin ningunas ganas de recibir visitas.
Cuando dobló por Fulton Street, con los pies doloridos y un cabreo de cuidado, vio un Olds aparcado en el bordillo, ante la casa. No era un Porsche, pero era grande y era nuevo y era brillante, y nunca lo había visto con anterioridad. Lo estaba estudiando con ojos de experto cuando Claire apareció por el lateral de la casa con un cura pelirrojo que llevaba el sombrero en la mano. Andy no supo por qué se había fijado antes que nada en el sombrero, pero fue, de todo el cura, lo que menos gracia le hizo: era un sombrero hongo, negro, normal y corriente, pero algo había en su manera de llevarlo, sujetándolo por la copa, igual que un obispo o un cardenal que llevara uno de esos tiestos de cuatro esquinas que gastaban al decir misa, no acertó a acordarse del nombre, aunque tenía un nombre de pistola, italiano tal vez, aunque tampoco recordó el nombre de la pistola, todo lo cual le sirvió sólo para sentirse más irritado aún. A Andy no le caían bien los curas. Sus padres habían sido católicos, más o menos; por Pascua, su madre se abstenía de darle a la ginebra de día y lo llevaba junto con los demás chiquillos, en autobús, hasta Baltimore, a oír misa mayor en la catedral de Santa María la Reina. Había aborrecido aquellas excursiones, el aburrimiento en el Greyhound, los bocadillos de mortadela que eran cuanto iban a comer hasta regresar a casa por la noche, y el gentío sobre todo de irlandeses de chichinabo, gordinflones que apestaban a panceta y a col, además de los tíos medio locos que cantaban a voz en cuello y gemían ante el altar, con aquellos extraños ropajes que parecían hechos de metal, de algo de plata, o de oro tal vez, con letras de color púrpura y cruces y cayados de pastor recamados a la espalda y en el pecho, y tal hedor a santurronería que a uno le daban ganas de vomitar y de murmurar a la vez que se hacían las preces en latín, de las cuales no entendían ni papa. No, Andy Stafford no tenía ningún aprecio por los curas.
Éste resultó llamarse Harkins, y era irlandés por los cuatro costados, hasta las raíces de su grasiento pelo rojizo. A Andy le estrechó la mano a la vez que lo miraba de reojo, todo sonrisillas y dientes manchados, aunque tenía unos ojos pequeños y verdosos, tirando a amarillos, aguzados como los de un gato.
– Encantado de conocerte, Andy -dijo-. Claire me estaba hablando de ti -¿así que ella le estaba hablando de él? Vaya, vaya. Andy trató de mirarla a los ojos, pero ella no le quitaba el ojo de encima al irlandés-. Pasaba por aquí -siguió diciendo Harkins-, y me pareció buena idea haceros una visita.
– Claro -dijo Andy. Si la visita había sido tan casual, ¿cómo era que Claire se había puesto su mejor vestido verde, además de haberse acicalado?
– La niña va a recibir una bendición especial del Santo Padre -dijo Claire con evidente alborozo. Aún le costaba trabajo mirarle a él a los ojos. ¿Con qué le había estado calentando la cabeza el capellán?
– Así que piensa llevársela a Italia, no me diga más -dijo Andy a Harkins, el cual se echó a reír con un brillo intenso en sus ojos verdes.
– Más bien será cosa de que Mahoma venga a la montaña -dijo-, aunque no estoy muy seguro de que al arzobispo le hiciera gracia la comparación. Su Eminencia dispensará la bendición en el nombre del Papa -Andy a punto estaba de decir algo, pero el cura se volvió hacia Claire y lo dejó con un palmo de narices, dándole a entender que ésa era su intención-. Es mejor que no pierda el tiempo -dijo-, pues aún me quedan algunas visitas por hacer.
– Gracias por venir, padre -dijo Claire.
Harkins se dirigió al coche, abrió la puerta y arrojó el sombrero al asiento del copiloto antes de sentarse al volante.
– Dios los bendiga -dijo, y a Andy-: ¡Siga con las buenas obras! -a saber qué quiso decir con eso. Cerró de un portazo y arrancó el motor. Sólo tenía seis cilindros, como detectó Andy con satisfacción.
Al alejarse el automóvil del bordillo -quemando aceite, a juzgar por el humo del tubo de escape-, Harkins alzó una mano del volante e hizo un veloz gesto con los dedos, como si dibujara algo en el aire: ¿había sido eso una bendición? El arzobispo tendría que hacerlo algo mejor.
Andy se volvió a Claire.
– ¿Qué quería?
Ella aún estaba despidiéndose, ondeando la mano. Se estremeció, pues hacía un día nublado, frío.
– La verdad es que no lo sé -respondió-. Supongo que sor Stephanus le habrá pedido que venga a visitarnos.
– No se fía de nosotros, ¿eh?
Ella reparó en lo que él estaba diciendo -¡la verdad era que estaba celoso de todo y de todos!-, y suspiró y lo miró.
– Andy, que es un cura. Sólo ha venido a hacernos una visita.
– Bueno, pues esperemos que no le dé por venir a visitarnos muy a menudo. No me gusta que los curas pululen por la casa. Mi madre siempre decía que traían mala suerte.
No eran pocas las cosas que Claire podría decir de la madre de Andy, con sólo atreverse.
Dieron la vuelta por el lateral y subieron la escalera de madera. Claire le dijo que la señora Bennett había salido.
– Llamó por ver si necesitaba alguna cosa de la tienda -sonrió por encima del hombro con cara de tomarle el pelo-. Estoy segura de que contaba con verte a ti, claro.
Él no dijo nada. Había estado pendiente de Cora Bennett. No era una belleza, con la cara huesuda y la boca malhumorada, pero tenía un tipo atractivo por debajo del delantal que nunca parecía quitarse, y una mirada hambrienta. Él había dejado caer algunas insinuaciones para hacerse una idea de cuál era el paradero del señor Bennett, pero no obtuvo respuesta. Seguramente la había abandonado; de haber estado muerto era muy probable que ella lo hubiese dicho, pues a las viudas solía agradarles mostrar un gran cariño, o un cariño bien visible, por sus difuntos esposos, según había comprobado Andy, al menos hasta que no apareciera alguien con pinta de ser serio candidato a ocupar el lugar del venerado.
Ya en la casa entró en la cocina, deseoso de saber qué había para la jala. Claire le dijo que aún no lo había pensado, que la visita del padre Harkins no le había dejado tiempo para nada. Además, pensó, ojalá dijera él «la comida», que es lo que dice cualquiera a mediodía, y no «la jala», que sonaba a clase baja.
– Querrás decir que suena irlandés -dijo él por encima del hombro, abriendo la puerta de un armario y cerrándola con fuerza.
– No, no es eso lo que he querido decir, y lo sabes de sobra -Claire se había criado en un pueblo al sur de Boston, con verjas de madera y casas pintadas de blanco, con una iglesia también blanca, con su torre sobresaliendo entre las copas de los arces, todo lo cual parecía otorgarle el derecho, pensaba ella, a darse aires de Nueva Inglaterra, aunque él sabía muy bien cuál era su procedencia: una familia de granjeros oriundos de Alemania, dedicados a la cría de ganado porcino, que habían perdido sus escasas tierras cuando vinieron tiempos difíciles y tuvieron que irse al norte del estado, a probar suerte con una tienda de comestibles que también fue un fracaso. En la cocina, ella pasó por detrás de él y le obligó a darse la vuelta y a mirarla a la cara; lo tomó por las muñecas y le obligó a rodearla por la cintura, y entonces le plantó los puños en el pecho y le sonrió-. Sabes que no es eso lo que he querido decir, Andy Stafford -volvió a decir con dulzura, y lo besó suavemente en los labios, un beso de pajarillo.
– Bueno -dijo él, adoptando su acento sureño y arrastrado-, aquí parece que no hay nada de comer, así que voy a tener que comerte a ti enterita.
Se inclinaba a besarla cuando miró por encima de su hombro y vio el capazo sobre la mesa, en el cuarto de estar, y vio que la manta se movía.
– Mierda -dijo, y la apartó de su lado para plantarse en tres zancadas ante la mesa, donde violentamente tomó el capazo por las asas y se encaminó al cuarto de la niña.
– ¡Que está dormida! -gritó Claire-. Cui…
Él ya se había marchado. Cuando volvió, apuntó a Claire sacudiendo el dedo índice.
– Ya te lo he dicho, nena -dijo con aplomo-. La chiquilla tiene su cuarto, y ahí es donde se queda cuando está dormida. ¿Entendido?
Ella vio que estaba realmente molesto: le temblaba la boca por la comisura y tenía la mirada ensombrecida. Aún estaba colérico por la visita del padre Harkins. ¿Era de veras posible que tuviera celos de un cura?
– Como tú digas, cariño -dijo ella, espaciando las palabras y con mucha calma-. Como quieras, no se me olvidará.
Él fue al arcón congelador y sacó una cerveza. Ella no era capaz de saber qué le amedrentaba más, si sus ataques de rabia o el modo en que terminaban repentinamente, como si no hubiera pasado nada. Abrió la tapa, echó la cabeza para atrás y dio una serie de tragos largos, la nuez de Adán subiendo y bajando con un ritmo que a ella le hizo pensar, y se sonrojó por dentro, en las ocasiones en que estaba en la cama con él.
– Ese tipo -dijo-, el cura… ¿Dijo si esa… como se llame habló ya con el viejo Crawford? -ella permaneció inexpresiva; él meneó la botella con impaciencia-. Esa sor… Ya sabes quién te digo, ¿no?
– ¿Sor Stephanus?
– Eso es. Dijo que hablaría con Crawford sobre un nuevo empleo para mí.
El bebé trataba de hacer alguna exploración con chillidos cortos, un ruido que a Claire le parecía semejante al que haría un ciego al palpar algo resplandeciente con las yemas de los dedos. Andy pareció no oírla.
– Me había parecido -dijo ella con cautela- que no estabas interesado en otro empleo…
– Ya, pero me gustaría saber qué puede ofrecerme.
Claire siguió donde estaba, aunque la mitad de ella escuchaba con angustia a la niña, que parecía haber cambiado de opinión y haber vuelto a adormilarse; la otra mitad consideraba la posibilidad de que Andy dejase los camiones. Serían entonces una pareja corriente -normal fue de hecho la primera palabra que le vino a la cabeza-, pero ése sería el fin de las noches felices que pasaban juntas las dos, a solas, ella con la pequeña Christine.
Sarah detestaba el olor de los hospitales, que le traía a la memoria un intenso recuerdo de una operación de amígdalas que se le practicó cuando era niña. Era un olor que percibía incluso en la ropa de Mal, una mezcla de éter y desinfectante y lo que ella creía que sin duda eran vendas, un olor que no desaparecía por más que llevase al tinte la ropa de su marido. Nunca se había quejado, no había llegado a comentarlo siquiera -no sería de recibo que la mujer de un médico reconociera que le desagradaba el olor característico de la medicina-, aunque él tenía que haberla visto en una o dos ocasiones arrugando la nariz, ya que de un tiempo a esta parte desaparecía en la primera planta para cambiarse de ropa en cuanto llegaba a casa del trabajo. Pobre Mal, empeñado en cuidar de todos, en velar por todos, sin que nadie le diera las gracias. No obstante, el lado del armario que a él correspondía para ella apestaba a ese instante de su niñez, un instante de terror, de dolor, a merced del bisturí del médico.
Cuando llegó a la recepción del Hospital de la Sagrada Familia con los guantes en la mano, el olor le dio de lleno, y le pareció tan fuerte que por un momento dio en pensar que iba a tener que darse la vuelta y salir a la calle. Se armó de valor y caminó hasta el mostrador, hasta la temible señora -¿cómo se le podía ocurrir a nadie llevar unas gafas de montura rosa palo, traslúcidas?-, a la que preguntó si el doctor Quirke podía recibirla.
– El señor Quirke, ¿verdad? -le espetó la mujer con pinta de dragón. Sarah sabía perfectamente que había que preguntar por el señor; le estaba bien empleado por dar por supuesto, con evidente condescendencia, que no la entendería si no preguntase por el doctor. Nunca llegaría a aprenderse las reglas, jamás.
Se sentó en uno de los duros bancos corridos, junto a la pared, y esperó. Quirke le había dicho a la mujer dragón que le dijera que subiría enseguida. Contempló la habitual procesión de tullidos y lisiados, de lesionados en accidentes, de niños vendados, de ancianos con cara de pasmo, de futuras madres que a duras penas avanzaban siguiendo la estela de sus barrigas enormes, víctimas ya de los abusos del nonato. Se preguntó cómo era capaz Mal de hacer frente a esas mujeres día a día, año tras año. Al menos, los clientes de Quirke estaban oportunamente muertos. Se reconvino: sus pensamientos eran todos de una desolación sin paliativos últimamente.
Quirke apareció con una bata verde sin abotonar. Pidió disculpas por el retraso; tenía a uno de sus ayudantes de baja, su departamento era el caos. Ella dijo que no tenía importancia, que podría volver en cualquier otro momento, si bien se preguntó en secreto cómo era concebible que hubiera ninguna urgencia en su trabajo: los muertos a buen seguro habían de seguir estando bien muertos, ¿no? No, él estaba diciendo que no, que se quedara, que no valía la pena hacer el trayecto en balde. Lo vio preguntarse por qué habría ido a verle. Quirke siempre había sido muy calculador.
Tomaron asiento ante una mesa forrada de plástico, junto a una ventana polvorienta, en la cantina del hospital. En el extremo donde se servían las consumiciones había un mostrador con varios contenedores de té y con vitrinas en las que había sándwiches triangulares con las puntas reviradas, y paquetes de galletas en miniatura, y lo que se llamaba, ella pensó que con descarnada precisión, bollos de piedra. Cuando Quirke fue a buscar una taza de té para cada uno, ella se preguntó sin proponérselo por qué eran los hospitales sitios tan desastrados, sórdidos, tan uniformemente deprimentes. La ventana, junto a la mesa en la que estaba sentada, daba a una edificación de ladrillos del color de la sangre reseca, en cuyo tejado plano, aparentemente hecho de asfalto, asomaba en una esquina una chimenea torcida, con caperuza, de la cual se derramaba el humo hacia un lado, aplastado por el recio viento de octubre. Sin que fuera su deseo, especuló sobre aquellas sustancias que en un hospital pudieran precisar de una quema que produjera un humo tan denso y tan negro. Volvió Quirke trayendo en cada mano una taza de té azucarado, con leche, que ella supo que no iba a ser capaz de tomarse. Volvió a notar que la invadía una sensación de flojera cada vez más familiar, una sensación de ligereza, como si flotase y se saliera, librándose de sí misma. ¿A esa sensación se referían en los libros antiguos cuando hablaban de los vapores? Se preguntó si debería preocuparse por su salud. ¿Y no sería la muerte, se dijo, una solución a muchísimas cosas? Sin embargo, no dio en imaginar que realmente pudiera desasirse con tanta facilidad, escapar tan pronto.
– Bien -dijo Quirke-, supongo que se trata de
Mal.
Ella le miró inquisitivamente. ¿Cuánto sabía él? Quiso preguntárselo, quiso con toda el alma preguntárselo, pero no fue capaz de pronunciar una a una las palabras. ¿Y si supiera más que ella? ¿Y si estuviera al tanto de cosas más terribles de las que habían llegado a su conocimiento? Trató de concentrarse, de sujetar y poner en orden sus pensamientos aventados. ¿Qué le había preguntado? Sí, en efecto; se trataba de Mal, ésa era la razón de su visita. Decidió no hacer caso.
– Phoebe -dijo- se quiere casar con ese joven -tocó el asa de la taza con las yemas de los dedos; le pareció levemente pringosa-. Es imposible, por supuesto.
Quirke frunció el ceño, y ella vio que reacomodaba sus pensamientos, sus estrategias: así pues, Phoebe, no Mal.
– ¿Imposible?
Ella asintió.
– Y no hará falta que te diga que es imposible hablar con ella.
– Dile que adelante, dile que lo haga -dijo él-. Dile que estás a favor. Casi con toda seguridad que eso bastará para disuadirla.
Ella pensó que lo mejor era hacer caso omiso también de eso.
– ¿Tú estarías dispuesto a hablar con ella?
Se recostó en la silla y alzó la cabeza para mirarla despacio por el lateral de la nariz aplastada, asintiendo de manera imperceptible, con cara de pocos amigos.
– Ya entiendo -dijo-. Pretendes convencerme de que convenza a Phoebe de que deje a su inoportuno novio.
– Es que es muy joven todavía, Quirke.
– También lo éramos nosotros.
– Tiene toda la vida por delante.
– También la teníamos nosotros.
– Sí -dijo ella, y se adelantó de golpe-, ¡y mira qué errores hemos cometido! -la ferocidad del tono desapareció tan rápido como había surgido-. Además, no saldría bien. Ya se asegurarían ellos de eso.
Quirke enarcó una ceja.
– ¿Ellos? ¿Te refieres a Mal? ¿De veras querría él hacer trizas la felicidad de su hija?
Ella meneó la cabeza antes de que él terminase de hablar, con los ojos bajos.
– No lo entiendes, Quirke. Hay todo un mundo. Ni tú ni nadie puede ganar si todo un mundo está en su contra. Eso lo sé mejor que nadie.
Quirke miró por la ventana. Las nubes del color de la tinta aguada rodaban por el horizonte. Llovería. Calló un momento, estudiándola con los ojos entornados. Ella apartó la mirada.
– Sarah, ¿qué es lo que sucede? -dijo.
– ¿Cómo? -ella trató de mostrarse desenvuelta, ofendida incluso-. ¿Qué quieres decir?
Él no estuvo dispuesto a dejarla salirse por la tangente. Le pareció que era la presa acosada por un único, implacable, inmenso sabueso.
– Algo ha sucedido -dijo-. ¿Es que Mal y tú…?
– No quiero hablar de Mal -dijo ella tan deprisa que podría no haber sido una frase, sino una sola palabra. Extendió la mano sobre la mesa, junto a los guantes, y los miró-. Además, está mi padre -dijo. Aguardó. Seguía mirándose las manos con el ceño fruncido, como si de pronto le fascinaran-. Ha amenazado con desheredarla.
A Quirke le entraron ganas de reír. El testamento del viejo Crawford, nada menos. ¿Qué estaría por suceder? Tuvo entonces una súbita y clarísima visión, inquietante, de un Wilkins con su habitual cara de caballo, esperándole en el laboratorio; Sinclair habría sufrido uno de sus estratégicos brotes de gripe, y se estremeció al entrever de ese modo el mundo de los muertos, su propio mundo.
– ¿Qué pasa con el juez? -dijo-. ¿Por qué no le pides a él que hable con Phoebe, o con Mal, o tal vez también con tu padre? A buen seguro que sabrá cómo meterlos a todos en cintura, cómo resolver la situación -ella lo miró compasivamente-. Tiene que haber una solución -dijo él-, de un modo u otro. Te lo volveré a decir: dile que se case si quiere, aprémiala a que se case. Me juego cualquier cosa a que entonces mandará a Bertie Wooster a donde pican las gallinas.
Sarah no sonreía.
– No quiero que Phoebe se ate en un matrimonio a tan temprana edad -dijo.
Él rió con incredulidad.
– ¿A tan temprana edad? No me vengas con ésas. Pensé que el problema estaba en que Carrington es protestante.
Ella volvía a negar con la cabeza, sin levantar de la mesa la mirada.
– Todo está cambiando -dijo-. En el futuro será distinto.
– Desde luego. De aquí a que pasen cien años, la vida será muy bella.
Ella meneó la cabeza con terquedad.
– Será distinto en el futuro -dijo de nuevo-. Las chicas de la generación de Phoebe tendrán una oportunidad de huir, de ser ellas mismas, de -rió avergonzada por lo que estaba a punto de decir-… ¡de vivir su vida! -alzó los ojos para mirarlo y encogió sólo un hombro, avergonzada-. Ojalá hablaras con ella, Quirke.
Él se adelantó sobre la mesa con tal brusquedad que los guantes parecieron encogerse y alejarse de él, aferrándose el uno al otro. Qué vivos parecían, pensó Sarah, para ser un par de guantes negros, de piel. Como si una tercera persona, por lo demás invisible, estuviera sentada a la mesa y se frotara las manos con gesto nervioso.
– Escucha -le dijo él con impaciencia-. No tengo tiempo que perder con ese hijo de papá en el que Phoebe ha puesto su afecto. Si está resuelta a casarse con él, que tenga mucha suerte -ella quiso protestar, pero él levantó una mano para hacerla callar-. De todos modos, si vas a pedirme que hable con ella y que lo haga por ti, no por Mal, ni por tu padre, ni por nadie, sino sólo por ti, en ese caso lo haré.
En el silencio que siguió oyeron el repicar de las primeras gotas de lluvia contra el cristal de la ventana. Ella suspiró, se puso en pie y recogió los guantes, suprimiendo a ese invisible y angustiado ser que compartía sus preocupaciones.
– Bueno -dijo como si hablara sólo para sí-, yo lo he intentado -sonrió-. Gracias por el té -las dos tazas seguían intactas, una finísima capa de espuma sucia flotaba sobre la superficie temblorosa del líquido gris-. He de irme.
– Pídemelo -dijo Quirke.
No se había puesto en pie. Estaba sentado de lado, preparado para levantarse, tenso, una mano sobre el respaldo de la silla y la otra sobre la superficie pegajosa de la mesa. ¿Cómo podía ser tan cruel, jugando siempre así con ella?
– Sabes que no puedo -dijo ella.
– ¿Por qué no?
Ella soltó una risa exasperada.
– Porque entonces estaría en deuda contigo.
– No.
– ¡Sí! -dijo ella con la misma vehemencia que él-. Hazlo, Quirke. Hazlo por Phoebe, por su felicidad.
– No -volvió a decir él como si tal cosa-. Si acaso, lo haré por ti.
Era sábado, mediada la tarde, y Quirke se preguntaba si no le convendría encontrar otra taberna en la que sentarse a beber. Un vendaval propio de octubre se había desatado por las calles, de modo que se refugió en McGonagle con los cuellos subidos y el periódico bajo el brazo. El local estaba casi desierto, aunque tan pronto se acomodó apareció Davy en la barra para pasarle un vaso de whisky que no le vio servir.
– Cortesía del caballero del traje azul -dijo, señalando con el pulgar hacia su espalda, hacia el otro extremo de la barra, arrugando la nariz con gesto de escepticismo. Quirke estiró el cuello para mirar hacia la puerta, y allí lo vio, encaramado sobre un solo muslo en un taburete: gastaba traje de un azul metálico, reluciente, gafas de concha, el cabello peinado hacia atrás, dejando a la vista una frente abultada. Levantó su vaso mirando a Quirke a modo de saludo sin palabras y sonrió con los dientes inferiores al descubierto. Le resultó vagamente familiar, aunque ¿de dónde? Quirke contrajo el cuello y se sentó con las manos sobre las rodillas, contemplando el whisky como si esperase que de súbito se formase una capa de espuma y que se desbordase entre remolinos de humo maloliente.
Al cabo de un momento, el del traje azul se le había acercado.
– Señor Quirke -dijo, tendiéndole la mano-, soy Costigan -Quirke estrechó de mala gana la mano que le tendía, una mano cuadrada, de dedos cortos, ligeramente humedecida-. Nos conocimos en casa de los Griffin, el día de la fiesta en honor del juez. ¿Recuerda el día en que se anunció el honor que le había otorgado el Papa? -señaló el asiento libre al lado de Quirke-. ¿Le molesta si…?
En cierto modo había sido una coincidencia: Quirke había estado pensando en Sarah, en su rostro como el de Ofelia, flotando en el agua, pálido y sin embargo insistente en medio de las páginas del periódico y la consabida retahila de presuntas noticias desagradables: que si los yanquis habían hecho pruebas con una bomba más potente y mejor, que si los rojos hacían ruido de sables herrumbrosos… Aún estaba preguntándose por qué habría ido ella realmente a verle al hospital y qué era lo que en verdad quería de él. Daba la impresión de que todo el mundo le pedía siempre alguna cosa, y que eran siempre aquellas cosas que no estaba en su mano dar a nadie. Él no era el hombre por el cual lo habían tomado ni Sarah, ni Phoebe, ni siquiera la pobre Dolly Moran. No estaba en su mano ayudarlas.
A menudo recordaba la primera autopsia que practicó sin supervisión de nadie. Trabajaba en aquellos tiempos con Thorndyke, el anatomopatólogo estatal, que ya estaba bastante gagá por entonces, y aquel día llamaron a Quirke sin darle tiempo apenas de reaccionar, para ocupar el puesto del anciano. El cadáver era el de un anticuado caballero de gran tamaño y sienes plateadas, que había muerto cuando el coche en el que viajaba como pasajero patinó en el hielo y se precipitó a la cuneta. Tras un día de excursión, su hija lo llevaba de regreso a la residencia de ancianos en la que vivía; también ella era una mujer de edad avanzada, y había conducido por lo visto con cautela, sabedora de que había helado, si bien perdió el control del vehículo cuando comenzó a deslizarse sin sobresaltos sobre el hielo. Ella había salido ilesa del accidente, el coche apenas tenía daños, pero el anciano había fallecido en el acto, como dirían los periódicos -¿y quién es capaz de precisar, se preguntaba Quirke a menudo, cuánto dura ese instante para el que muere en su transcurso?-, debido a un ataque cardiaco, tal como pudo dictaminar Quirke con bastante rapidez. Cuando el ayudante de la sala de disección comenzó a desnudar el cadáver con la destreza de costumbre, sin miramientos, del bolsillo del chaleco resbaló un viejo y hermoso reloj de leontina, un Elgin, con cifras romanas y manecilla adicional sobre una esfera adornada con incrustaciones. Se había parado a las cinco y veintitrés exactamente, el momento, Quirke estaba convencido, en que también se paró el corazón del anciano, como si el corazón y el reloj hubieran renunciado a su espíritu juntos, al unísono. Igual le había ocurrido a él, creía, cuando murió Delia: un instrumento que llevaba en el pecho, el instrumento que le había mantenido en marcha, sincronizado con el resto del mundo, se detuvo de pronto y nunca más volvió a funcionar.
– Bonito día fue aquél -estaba diciendo Costigan-. Todos nos alegramos tanto por el juez… Nos alegramos y nos enorgullecimos, claro está. Un título nobiliario otorgado por el Papa, nada menos. Es un honor que muy pocas veces se concede. Yo también soy caballero… -se señaló un alfiler que llevaba prendido en la solapa, en forma de cayado de oro entrelazado en una P de oro también-. Aunque de una orden más humilde, claro está -hizo una pausa-. ¿Nunca ha pensado usted en ser uno de nosotros, señor Quirke? Me refiero a los Caballeros de St. Patrick. Estoy seguro de que ya se lo habrán propuesto. Malachy Griffin es uno de nosotros.
Quirke no dijo nada. Se encontraba fascinado, hipnotizado casi, por la mirada firme, omnívora, que le dedicaba Costigan con sus ojos ampliados, suspensos como dos seres del fondo del mar tras las lentes de pecera de sus gafas.
– Son gente maravillosa los Griffin -siguió diciendo Costigan, haciendo caso omiso del silencio de Quirke, de su mirada de resistencia-. Claro es que usted ha sido de la familia debido a su matrimonio, ¿no es cierto?
Aguardó.
– Mi esposa era la hermana de Sarah… y de la señora Griffin.
Costigan asintió, asumiendo entonces una expresión de solemnidad untuosa.
– Y falleció -dijo-. De sobreparto, ¿no es cierto? Qué triste debe de ser una cosa así. Tuvo que ser muy duro para usted.
Quirke volvió a vacilar. Esos ojos submarinos parecían seguir uno a uno todos sus pensamientos.
– Fue hace ya mucho tiempo -dijo en tono neutro.
Costigan asintió de nuevo.
– Con todo y con eso, una pérdida muy dura -dijo-. Supongo que la única manera de sobrellevar un golpe tan terrible tiene que ser olvidarlo por todos los medios, quitárselo de la cabeza al precio que sea. No es nada fácil, desde luego que no. Una mujer aún joven, un hijo muerto. Pero la vida sigue, ¿verdad que ha de seguir, señor Quirke? -se tenía la sensación de que algo oscuro y de gran tamaño se agitase sin hacer ruido entre ambos, en el reducido espacio que ocupaban. Costigan señaló el vaso de whisky-. No ha tocado usted su vaso -se miró otro alfiler de solapa en el que se proclamaba Pionero de la Asociación por la Abstinencia Total-. Yo soy estrictamente abstemio.
Quirke se recostó en el banco en que estaba sentado. Davy, el camarero, secaba un vaso en la barra, procurando pegar la oreja.
– ¿Qué es exactamente lo que pretende decirme, señor…? -dijo Quirke-. ¿Cómo dijo que se llamaba?
Costigan no hizo caso de la segunda pregunta, sonriendo con tolerancia, como si hubiera sido una añagaza infantil.
– Le estoy diciendo, señor Quirke -dijo con blandura-, que algunas cosas es mejor olvidarlas del todo, dejarlas como están.
Quirke notó que se le acaloraba la frente. Dobló el periódico, se lo introdujo bajo el brazo y se levantó. Costigan lo miró con aparente interés e incluso como si le hiciera gracia.
– Gracias por la copa -dijo Quirke. El whisky seguía intacto en el vaso. Costigan asintió de nuevo, esta vez vigorosamente, como si se hubiera dicho algo que requiriese de su aquiescencia. Siguió sentado. Quirke, de pie a su lado, tuvo la extraña sensación de que era él quien se hallaba en un plano inferior.
– Buena suerte, señor Quirke -dijo Costigan con una sonrisa-. Seguro que volveremos a vernos.
En Grafton Street soplaba el viento racheado con más fuerza que nunca, y los viandantes que iban de compras, aprovechando el sábado por la tarde, empezaban a apresurarse para volver a casa con la cabeza gacha. Quirke tuvo conciencia de que el corazón le latía más deprisa, y notó en el pecho una sensación espesa, acalorada, que no era miedo exactamente, aunque sí una alarma incipiente, como si la isleta vacía y lisa en la que había estado felizmente plantado acabara de sufrir un zarandeo preliminar, y a punto estuviera de revelar que no era tierra firme, sino el dorso jorobado de una ballena.
Andy Stafford sabía que no era ni de lejos el más listo de la clase. Tampoco es que fuera el más bobo de todos, pero no era ni mucho menos un genio. Saberlo no le quitaba el sueño. De hecho, consideraba que era un tipo bastante equilibrado. Había conocido a más de uno que era todo músculo, y a uno o dos que eran todo cerebro, y tanto los unos como los otros eran un desastre. Él estaba entre un extremo y el otro, como el chiquillo que se sienta a horcajadas en mitad del columpio, pasándoselo bomba sin tener que hacer todo el esfuerzo de balancearse. Por eso no era capaz de entender cómo no se le había pasado por la cabeza, antes de mostrarse de acuerdo con Claire en adoptar a la niña, cuáles iban a ser las consecuencias que ello tendría para su propia reputación. Fue en Foley, una noche, cuando oyó por vez primera, a sus espaldas, esa risotada tan particular que iba a terminar por oír a menudo, demasiado a menudo.
' Había llegado tras una noche entera y casi todo un día al volante del camión, y se había parado a tomar una cerveza antes de ir a casa, a la casa que de un tiempo a esta parte olía sobre todo a mil y una cosas de bebé. Foley estaba de bote en bote, ruidosísimo, como todos los viernes por la noche. De camino a la barra pasó por delante de una mesa donde estaban sentados cinco o seis tipos, camioneros como él, a la mayoría de los cuales conocía más o menos de vista. Uno de ellos, un tiarrón musculoso, con unas patillas como dos chuletas de cordero, que atendía por el nombre de M'Coy cuando no lo llamaban «Auténtico» -ja, ja, vaya un chiste-, dijo algo cuando él pasaba de largo, y fue en ese momento cuando oyó la risotada. Sonó por lo bajo y le sonó a sucia y le pareció dirigida a él. Le sirvieron la cerveza y se dio la vuelta; se acodó de espaldas a la barra, con el tacón de una bota apoyado en el riel de latón, oteando perezosamente el local, sin mirar a la mesa de M'Coy, aunque tampoco evitándola. Tranqui, se dijo; tú, tranquilo. Por otra parte, no conocía esa risa lo suficiente para tener total certeza de que se estaban riendo de él. Pero era a él a quien sonreía abiertamente M'Coy, y fue también a él a quien llamó:
– Hola, forastero.
– Hola, M'Coy -respondió Andy. No iba a llamarle «Auténtico», le sonaba a estupidez aun siendo un apodo, si bien el propio M'Coy se enorgullecía de él, como si de hecho le convirtiera en alguien muy especial-. ¿Qué tal va?
M'Coy dio una calada al cigarrillo y encajó la panza de bebedor contra la mesa antes de echarse hacia atrás, mirando al techo y lanzando el humo hacia arriba en forma de abanico, como si tuviera ganas de pasar un buen rato.
– Ultimamente no se te ve mucho por aquí, ¿eh? -le dijo-. ¿No será que ya somos poca cosa para ti, ahora que te has ido a vivir a Fulton Street?
Tranqui, volvió a decirse Andy; tú, tranquilo, no pasa nada. Se encogió de hombros.
– Ya sabes cómo son las cosas -dijo.
M'Coy, con una sonrisa aún más amplia, lo miró de hito en hito mientras el resto de los que estaban sentados a la mesa, muy sonrientes, aguardaban lo que pudiera pasar.
– Estaba contándoles a los chicos -dijo M'Coy- que, según tengo entendido, en tu casa nueva habéis presenciado un milagro.
Andy dejó pasar un instante.
– No digas… -dijo, y suavizó el tono de voz.
Para entonces, M'Coy prácticamente se le estaba riendo a la cara.
– ¿No resulta que tu señora ha tenido una criatura sin que nadie se la haya tirado? -dijo-. Para mí que eso es un milagro como la copa de un pino.
Una oleada de risas reprimidas recorrió la mesa. Andy miró al suelo con los labios fruncidos, y echó a caminar con el vaso de cerveza en la mano. Se detuvo ante M'Coy, que llevaba una camisa de leñador, a cuadros, y un peto vaquero. Andy se había quedado helado de una pieza, como si le invadiera un sudor frío, aunque tenía seca la piel. Era una sensación familiar, contenía casi algo de alegría, una especie de feliz temor que no podría haberse explicado.
– Anda con cuidado a ver qué dices, chaval -dijo.
M'Coy adoptó un aire de sorpresa inocente y levantó ambas manos.
– ¿Por qué? -le dijo-. ¿Qué vas a hacerme? ¿Me vas a dar el revolcón que no le sabes dar a tu señora, o qué?
Los otros aún estaban quitándose de en medio a toda prisa cuando Andy, con un veloz giro de muñeca, arrojó la cerveza a la cara de M'Coy y con ese mismo gesto rompió el borde del vaso contra el canto de la mesa, arrimando la corona de cristales puntiagudos al cuello blando del gordo. La quietud se extendió desde la mesa como si formase rápidas ondulaciones. Una mujer rió y alguien la hizo callar bruscamente. Andy tenía en mente una clara imagen, el barman a sus espaldas que echaba mano con cautela de un bate de béisbol, habitualmente encajado sobre dos ganchos para colgar la ropa, detrás de la barra.
– Deja en paz ese vaso -dijo M'Coy dándoselas de duro, aunque en los ojos se le notaba que estaba aterrado. Andy trataba de idear algo estupendo para decírselo por toda respuesta, tal vez algo relativo a que M'Coy no parecía tan «Auténtico» en ese instante, pero desde detrás alguien le lanzó un puñetazo con torpeza, que pasó silbándole en el oído. M'Coy, al verlo momentáneamente distraído, lanzó un alarido de terror y retrocedió para alejarse de las púas de cristal. Derribó la silla y cayó de espaldas al suelo. A pesar del dolor que notaba en la oreja, Andy a punto estuvo de reírse del golpetazo que dio el hombretón con todo el cogote contra los tablones del suelo, a la vez que las suelas de sus botas salían despedidas hacia arriba. Debían de ser tres o cuatro los que estaban a sus espaldas, de modo que trató de volverse en redondo y defenderse con el vaso, pero ya lo tenían sujeto, uno por la cintura, desde atrás, mientras un segundo le echaba ambas manos a la muñeca y se la retorcía como si fuera el cuello de un pollo. Dejó caer el vaso no por el dolor, sino por miedo a rajarse él mismo. M'Coy estaba de nuevo en pie, y avanzaba hacia él con una sonrisa de comemierda embadurnada en toda la cara, el puño izquierdo cerrado y en alto. Andy tuvo una especie de vago interés al preguntarse por qué no se había dado cuenta de que M'Coy era zurdo. Los otros lo tenían bien sujeto por los brazos, de modo que M'Coy pudo apuntar a su antojo y descargarle el primer puñetazo en la boca del estómago.
Volvió en sí en un pasadizo estrecho, de cemento, que olía a cerveza agria y a meadas. Estaba tendido boca arriba, y veía una franja de cielo estrellado, con hilachas de nubes fugitivas. Notó en la boca el sabor a sangre y a vómito. Distintos dolores en otras tantas partes del cuerpo competían por llamar su atención. Había alguien inclinado encima de él, preguntándole si se encontraba bien, lo cual le pareció bastante gracioso en semejantes circunstancias, aunque decidió no arriesgarse a soltar una carcajada. Era el barman, Andy no se acordaba de su nombre; era un tipo decente, padre de familia, que mantenía el bar en orden más que nada. «¿Quieres que te llame un taxi?», le dijo. Andy dijo que no y logró incorporarse hasta quedar sentado. Tras una pausa, y con ayuda del barman, por etapas logró ponerse en pie. Dijo que tenía el camión aparcado allí delante; el barman meneó la cabeza y le dijo que era una locura pensar siquiera en conducir, que podía tener una contusión cerebral, pero él insistió en que estaba bien y en que debía irse a su casa, que su mujer estaría preocupada, y el barman -Pete, se llamaba Pete No Sé Qué, Andy acababa de acordarse- le indicó una puerta de acero al fondo del pasadizo, que daba a un callejón que, por un lateral del bar, salía a la calle, entonces desierta, y al solar del otro lado de la carretera, donde tenía el camión aparcado. El camión le pareció de pronto acusador, como un hermano mayor que lo hubiera estado esperando cuando él llegaba tarde. Le parecía tener el cerebro hinchado una talla mayor que su cráneo, y los músculos del estómago, donde M'Coy le había asestado el primer puñetazo, los tenía tensos sobre sí mismos, como un saco de puños cerrados.
Era medianoche cuando el camión entró en punto muerto por Fulton Street, hasta detenerse con un chirrido ante la casa. El piso de arriba estaba a oscuras, y sólo se adivinaba una tenue línea de luz bajo la persiana en el dormitorio de Cora Bennett. Sospechó que la solitaria Cora dormía con la luz encendida. Bajó de la cabina con el repicar de los dolores por todo el cuerpo, pero sintiendo aún la excitación de la pelea, un cosquilleo como el rescoldo de las ascuas en los nervios. El aire de la noche de otoño estaba frío y sólo llevaba puesto el cortavientos, pero aún no tenía ganas de entrar en la casa. Subió los escalones del porche arrastrando una pierna -le había caído un patadón en el tobillo- y se sentó en el balancín, con cuidado de que no se moviera y no rechinaran las cadenas: no quería que Claire bajara con su camisón y su bata a preocuparse por él, o no al menos de momento. Le dolía la cabeza, le dolía la rodilla izquierda tanto como el tobillo, tenía cortes por un lado de la boca y una muela suelta, pero en el fondo le sorprendía no haber salido peor parado. Había causado daños importantes él mismo, había largado unos cuantos puñetazos bien dados, y a M'Coy le había asestado una patada en los huevos, además de meterle a alguien el pulgar por la nariz y arrancarle la mitad justo antes de que uno de ellos, no sabía cuál, le pillara por detrás y le rompiera en toda la crisma lo que debía de ser una pata de una silla. Recostó la cabeza en el balancín y soltó un largo suspiro, sujetándose el pecho dolorido con ambas manos. Soplaba un viento a rachas, las nubes corrían por el cielo negro y brillante como la pintura, y el castaño, ahí al lado, agitaba las hojas secas como cascabeles. Lucía una luna llena que se asomaba de vez en cuando entre las nubes; parecía la cara rechoncha y sonriente de M'Coy. Un milagro, había dicho éste. Vaya un milagro. Encendió un cigarrillo.
Estaba repasándolo todo mentalmente, o pensando al menos en lo mucho que tenía que pensar, pues sencillamente no se le había ocurrido antes de esa noche que todo el mundo sabía a ciencia cierta que la niña no era suya. ¿Cómo puedes ser tan bobo? Entonces oyó abrirse la puerta del porche detrás de él. No se dio la vuelta, no se movió siquiera; siguió sentado como estaba, contemplando el cielo y las nubes, y durante un instante vio toda la escena como si estuviera fuera de ella, la calle y el viento racheado, la luz de la luna que asomaba y se ocultaba sobre el jardín, el porche en sombras, él en el balancín, dolorido, callado, quieto, y Cora Bennett a sus espaldas, de pie, con un abrigo viejo por encima del camisón, sin decir nada, alargando tan sólo la mano muy despacio para tocarle. Fue como una de esas escenas en una película, en las que todo el público sabe exactamente qué va a suceder, a pesar de lo cual contiene la respiración presa del suspense. No se encogió cuando los dedos encontraron la hinchazón en su cabeza, donde le había alcanzado la pata de la silla. En vez de sentarse a su lado en el balancín, ella se puso delante de él y se arrodilló acercando mucho la cara a la suya. Él notó el olor a sueño en su aliento, y los restos rancios del maquillaje del día. Llevaba el cabello sin recoger, suelto en hebras que colgaban como una cortina rasgada por mil sitios. Arrojó el final del cigarrillo al patio, viendo el arco rojo y espiral que trazaba.
– Estás herido -dijo ella-. Se te nota en el calor de la cara.
Le rozó con la yema de los dedos las magulladuras del mentón y la hinchazón que tenía junto a la boca. Él se lo permitió sin decir nada. Cuando ella se acercó aún más, su rostro, enmarcado por el cabello, quedó en sombras, sin que se perfilase un solo rasgo. Sus labios, frescos y secos, no se parecían en nada a los de Claire. Y cuando le besó no fue con el afán ansioso de Claire: fue como si lo besara en una ceremonia una especie de celebrante, como si algo quedara sellado con el beso.
– Mmm -dijo ella apartándose-, sabes a sangre.
Él le puso las manos sobre los hombros. Se había equivocado: no llevaba un camisón. Estaba desnuda bajo el abrigo.
Era extraño. Cora, calculaba, tendría unos diez años más que él, y en el vientre tenía marcas que a él le llevaron a pensar que alguna vez había tenido un hijo. De ser así, ¿dónde estaba el hijo, y dónde el padre de la criatura? No lo preguntó. La única fotografía que vio, en un vistoso marco de plata, sobre la mesilla, junto a la cama, era la de un perro, le pareció que un yorkshire terrier, con un lazo al cuello, sentado sobre los cuartos traseros y muy sonriente, con la lengua fuera.
– Ése es Rags -dijo ella a la vez que extendía un brazo desnudo para tomar el marco-. Dios, cómo quería yo a ese chucho.
Estaban sentados en su cama, ella apoyada contra el cabezal, desnuda, con una almohada en el regazo, él al pie, apoyado de espaldas contra la pared, en calzoncillos, bebiéndose una cerveza. Las magulladuras del tobillo y la rodilla y de toda la caja torácica iban poniéndosele moradas por momentos; no le resultaba difícil imaginar cómo tendría la cara. La única luz procedía de una lámpara apantallada que lucía en la mesilla; con esa luz, todo lo que había en la habitación parecía pender vencido, como si el dormitorio se marchitase con el calor estancado de un radiador de vapor que zumbase y traquetease bajo la ventana. Él apenas había dicho nada durante la hora que llevaba allí, y si lo dijo fue sólo en un susurro, inquieto al estar al tanto de que su esposa dormía en algún lugar muy cercano, por encima de donde estaba él. Se daba cuenta de que su nerviosismo divertía a Cora Bennett. Lo observaba con una tenue sonrisa de escepticismo, a través del humo de su propio cigarrillo. Tenía los pechos planos por la parte delantera, tan caídos como todo lo demás en el dormitorio; relucían con un color ambarino a la luz de la lámpara. Ella le había apretado la cara palpitante entre sus pechos, y una gota de su sudor se le había introducido a él en la boca, causándole una intensa quemazón en el labio reventado. Nunca había estado con una mujer tan mayor como ella. Había algo excitantemente vergonzoso en ello; había sido como acostarse con la madre de su mejor amigo, en caso de haber tenido él alguna vez un amigo de verdad. Al final, cuando remitió la enfurecida tormenta que habían desencadenado entre los dos, ella lo había acunado estrechándolo contra sí, cuidando de su cuerpo magullado y ardiente, tal como él había visto a veces que hacía Claire con la niña. No recordaba que su propia madre hubiera hecho nunca una cosa así, con tanta ternura.
Sin proponérselo, comenzó a contarle él su plan, su gran plan. Nunca lo había hablado con nadie, ni siquiera con Claire. Sentado con la espalda desnuda contra la pared del dormitorio, con la botella de cerveza entre las rodillas -la cerveza se había quedado tibia, pero él apenas se dio cuenta-, se lo expuso todo con lujo de detalles: le contó cómo iba a hacerse con un automóvil de primera clase, un Cadillac o un Lincoln, para establecer un servicio de limusina. Pediría prestado el dinero al viejo Crawford, al cual le gustaba dárselas de ser otro John D. Rockefeller, siempre dispuesto a echar una mano a los trabajadores. Estaba seguro de poder devolverle el préstamo en el plazo de un año, y haber amasado tal vez ganancias suficientes para empezar a pensar en una segunda limusina, en otro chófer. En tan sólo cinco años tendría una flotilla de coches -escribió el rótulo en el aire sobre la palma de la mano extendida: Servicio de limusinas Stafford, un transporte de ensueño- y él estaría sentado al volante de un Spyder 550 de color escarlata, rumbo al oeste. Cora Bennett atendió a todas sus explicaciones con una vaga sonrisa, que en cualquier otra circunstancia a él le hubiera hecho enloquecer. Tal vez pensara ella que todo era un simple sueño de camionero, pero había ciertas cosas de las que no sabía nada, cosas que él no le contó, por ejemplo la promesa de la Madre Superiora, que aseguró que hablaría con Josh Crawford para que él pudiera dejar los camiones y tuviera otro empleo mejor pagado. La Madre Superiora habló de un taxi, pero él nunca iba a conducir un taxi cochambroso. Con eso y con todo, tal vez la monja pudiera concertarle una cita con Josh Crawford. Estaba seguro de que así podría convencer al viejo de un modo o de otro para que le adelantase la pasta. Ninguno tenía ni idea, ni sor como-se-llamase, ni Josh Crawford, ninguno, de todo lo que sabía él de aquello que se traían entre manos con los bebés. Se imaginó en la casa de Crawford, en North Scituate, sentado a sus anchas con una taza de magnífico té en un gran salón, con palmeras y una pared acristalada, y Josh Crawford ante él, en su silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas y el rostro ceniciento, las manos temblorosas, mientras Andy le relataba con toda la calma del mundo todo lo que había descubierto sobre el contrabando de bebés, añadiendo con aplomo que un cheque dijéramos que por diez de los grandes le sería de gran ayuda para mantener la boca bien cerrada…
Cora Bennett se había escurrido un poco en la cama, y asomó un pie por debajo de la sábana, que intentó introducir como un gusano dentro de sus calzoncillos. Él se levantó para ponerse la camisa y los pantalones. Estaba sentado al extremo de la cama, calzándose las botas, cuando ella se puso de rodillas, se adelantó y se le abrazó por la espalda, como a Claire le gustaba tanto hacer, de modo que él notó sus pechos desnudos y su vientre oprimidos contra él.
– Se hace tarde -dijo, procurando no parecer irritado, aunque lo estaba. Ella le resopló una carcajada cálida y lenta al oído, al tiempo que con ambas manos le alcanzaba la entrepierna. Tuvo que reconocer que aquella mujer era algo bien diferente. Con esa boca tan fina que tenía sabía hacer cosas muy especiales, cosas que nadie, y mucho menos Claire, le había hecho nunca. Le preguntó cuándo volvería a verle, pero él no dijo nada: sólo se volvió a besarla deprisa antes de ponerse en pie atándose la hebilla del cinturón.
– Pues hasta la vista, vaquero -dijo ella, otra vez con esa sonrisa, arrodillada en la cama, desnuda, a la luz de la lámpara, con los pechos aplanados, los pezones oscuros y brillantes como sus propias magulladuras. Vaquero le acababa de llamar. A él no pareció gustarle. Le sentó como si se estuviera riendo de él.
Salió por la puerta de delante y dio la vuelta por el lateral de la casa -algo se escabulló en las ramas frondosas del castaño- para subir las escaleras de madera y entrar por la puertaventana. Todo estaba en silencio y no había una sola luz encendida, según comprobó con alivio. Se le había metido el cansancio hasta la médula de los huesos, y la rodilla y la boca le dolían un horror. Cojeó hasta el dormitorio sin apenas hacer ruido, aunque Claire naturalmente se despertó. Se incorporó sobre un codo y escrutó las manecillas luminosas del reloj que tenía al lado.
– Es tarde -dijo-, ¿dónde estabas?
– En ninguna parte -respondió, y ella le dijo que tenía rara la voz, y cuando él no contestó ella prendió la lámpara. Cuando le vio el corte en la boca y la hinchazón en el pómulo se levantó de un salto, como si acabara de escaldarse, y se armó el lío de siempre. ¿Qué había pasado? ¿Quién se lo había hecho? ¿Fue en una pelea? Él permanecía inmóvil en medio del cuarto, con los brazos inertes y la mirada clavada en el suelo, a la espera de que ella terminase la retahila. ¿Realmente sentían las mujeres todas esas cosas que decían, se preguntó, o era esa palabrería, los chillidos, el retorcerse las manos, tan sólo una manera de superar los primeros momentos de una crisis, mientras pensaban en lo que era necesario hacer? No tardó en sosegarse. Fue al cuarto de baño y volvió con unas bolas de algodón y un frasco de antiséptico, y agua templada en una palangana esmaltada. Le hizo tomar asiento en el lateral de la cama y comenzó a curarle con el desinfectante, que le escoció. Pensó en Cora Bennett tendida en el piso de abajo, a la luz mortecina y amarillenta de la lámpara que tenía al lado de la cama, con lo que la cólera volvió a encendérsele por dentro. Se sintió debilitado, como si hubiera permitido que le quitase algo, algo de muy dentro de sí, que nadie tendría que haber visto siquiera de lejos. Sin embargo, lo que le enojaba más no era el recuerdo de lo que habían hecho juntos en la cama, ni el modo en que pudiera haberle afectado, sino haberle contado su plan para organizar Limusinas Stafford.
– ¿Qué es lo que ha pasado? -volvió a decir Claire, ya más tranquila por estar ocupada en algo-. Cuéntamelo -le dijo, y casi fue una orden-. Cuéntame el porqué de la pelea.
Estaba de pie delante de él, oprimiendo una bola de algodón húmedo contra su cara. Él percibía el calor de manta que desprendía su cuerpo. Tenía unas manos capaces, fuertes, sorprendentemente fuertes para ser una muchacha tan flaca. Se estaba sometiendo a los cuidados de una madre, comprendió, por segunda vez en una sola noche, aunque esta vez fue muy distinta, sin el menor rastro de la acalorada ternura que le mostró Cora. Claire le puso una mano en la nuca para cerciorarse de que estaba bien sentado, quieto, y le apretó la hinchazón y él se encogió ante el dolor. De pronto se le ocurrió de sopetón que no había sido uno de los compinches de M'Coy el que le asestó el golpe en toda la cabeza con la pata de la silla, sino que había sido el barman, Pete, el cabronazo del barman con su bate de béisbol. Lo recordó en el pasadizo, un irlandés pequeñajo que se las daba de duro, con nariz de boxeador, inclinado encima de él y preguntándole si se encontraba bien. Naturalmente: tenía que haber sido él. Era de cajón que se pusiera de parte de M'Coy y de los demás. Andy cerró los puños sobre las rodillas. Esa traición, sin saber por qué, fue lo que más le encolerizó en esos momentos, más incluso de lo que estuvo cuando rompió el vaso de cerveza y se lo arrimó a M'Coy al cuello. Era capaz de ver a Pete, el pequeño cabronazo, salir de detrás de la barra y adoptar la actitud de un bateador, levantando el bate con ambas manos, a la espera del momento oportuno para darle un buen golpe en toda la cabeza. En fin, ya se llevaría la suya el muy mamón de Pete: cualquier noche, después de la hora de cierre, cuando saliera por esa portezuela de acero que daba al callejón, camino de su casa, de su mujercita irlandesa y sus irlandeses renacuajos, allí estaría Andy, esperándolo, con una buena palanqueta…
Claire se retiró de la frente el algodón y se acercó para mirarle bien la cara.
– ¿Qué ha pasado, Andy? -dijo-. ¿Qué ha sido?
Se puso en pie rápidamente, con una roja llamarada de dolor en las tripas, y la apartó de delante para cojear hasta la ventana.
– ¿Qué ha sido? -repitió con una risotada enfurecida-. ¿Tú me preguntas qué ha sido?. ¡La mitad del maldito Boston riéndose a mis espaldas! ¡Eso es lo que ha sido! ¿Te enteras? Andy Stafford, el pobre gilipollas al que no se le levanta.
A Claire se le escapó un gritito.
– Pero eso… -no supo cómo seguir-. ¿Cómo pueden decir una cosa así?
Él miró el castaño que temblaba al viento, lo miró sin verlo, cegado de ira. Ella lo sabía, él se dio cuenta por su tono de voz; ella sabía lo que se decía por ahí de él, lo había sabido en todo momento, desde el principio supo cómo iba a ser, cómo iban a hablar todos a su espalda, cómo iban a distorsionarlo, cómo se le iban a reír incluso a la cara, y no se lo advirtió. A pesar de toda la cólera que le embargaba, una parte de él seguía estando fría como el hielo, como si se hallase a un lado, calculando, juzgando, pensando qué hacer a continuación. Él siempre había sido así: primero la rabia, luego la sensación de frialdad. Volvió a pensar en Cora Bennett y una nueva ola de cólera y de resentimiento lo envolvió: resentimiento hacia Cora, hacia Claire, hacia la niña, hacia esa casa, hacia el sur de Boston, hacia su trabajo, remontándose por el camino hasta Wilmington y la vida de perros que llevaba con su familia, con su viejo, que era poco más que un pordiosero, y su madre, con un delantal marrón como el de Cora Bennett, pero con un pestazo hediondo a alcohol barato y a cigarrillos mentolados a las nueve de la mañana. Ganas tuvo de atravesar de un puñetazo el cristal de la ventana, y casi llegó a sentir cómo se hacía astillas el cristal, rajándole la carne, abriéndole el brazo hasta el hueso blanco y pelado.
Claire quedó tan callada a su espalda que casi olvidó que seguía allí. Habló entonces con esa voz de niña chica que a él le daba dentera.
– Podríamos probar de nuevo. Podría ir a ver a otro médico y…
– Otro médico te diría lo mismo que te dijo aquél -siguió delante de la ventana. Rió con amargura, una risa seca-. Igual debería colgarme un cartel del cuello: ¡Eh, que no soy yo! ¡Yo no soy el inútil!
La oyó respirar hondo, y se alegró.
– Lo lamento -dijo ella con un hilillo de voz.
– Ya -dijo él-. Yo también lo lamento. Lamento haber dejado que me convencieras para traernos a esa niña. Además, ¿de quién es? De cualquier furcia irlandesa, seguro.
– Andy, no… -se le acercó y se puso detrás de él, y alzó una mano para masajearle la base del cuello, como a veces le dejaba él que hiciera. Esta vez retiró la cabeza con brusquedad y acto seguido lo sintió, pero sólo por el dolor, que le produjo una sensación líquida, como si tuviera el cráneo lleno parcialmente de algo viscoso, aceitoso, que se bamboleaba dentro del recipiente de manera nauseabunda con cada movimiento que hiciera. Pasó un coche por la calle muy despacio, sólo con los faros de cruce. Un Studebaker verde claro, parecía, con el techo blanco. ¿Quién iría conduciendo por esa calle a las cuatro de la madrugada?-. Ven a la cama -le dijo Claire con blandura, la voz empañada por el cansancio, y él se dio la vuelta, de pronto agotado, siguiéndola con mansedumbre. Según se quitaba la camisa se preguntó si notaría ella el olor de Cora Bennett en él, y se dio cuenta de que no le importaba. Le daba exactamente igual.
Quirke no se consideraba un hombre valiente, ni siquiera echado para delante. Lo cierto era que nunca había tenido que poner a prueba su valentía, ni física ni de otra índole, y siempre había dado por hecho que jamás tendría que hacerlo. Guerras, asesinatos, robos con violencia, agresiones con instrumentos contundentes: los periódicos estaban llenos de noticias así, pero parecía que tuvieran lugar en otra parte, en una suerte de mundo paralelo y regido por una especie humana más formidable y más perversa que aquellos con los que se topaba de manera habitual. Ciertamente, las víctimas de ese otro territorio de la lucha y el derramamiento de sangre eran puestas con frecuencia bajo su mirada experta -a menudo tenía la sensación de estar en un hospital de campaña alejado de la línea del frente, un hospital al que nunca llegaban los heridos, al que sólo eran transportados los muertos-, pero no se le había ocurrido que tal vez un día él mismo entrase sobre una camilla con ruedas, ensangrentado, destrozado, en la sala de disección, como la pobre Dolly Moran.
Cuando los dos matones se materializaron tras él en la niebla de la noche otoñal supo al punto que pertenecían a ese otro mundo, a un mundo del cual hasta la fecha sólo había tenido conocimiento por los periódicos. Tenían algo desenvuelto a la vez que implacable; no se detendrían ante nada aquellos dos. Una rabia temprana, un dolor o una falta de afecto muy al principio, los había encallecido y les había provisto de una suerte de indiferencia, casi de tolerancia, y serían capaces de golpear, de desfigurar o de matar incluso sin rencor, cumpliendo la tarea asignada de manera metódica, como quien piensa en otra cosa. Los dos despedían un olorcillo dulzón, pero rancio, que a Quirke le resultó conocido, aunque de momento no supo atribuirlo a nada. Se había parado en la esquina de Fitzwilliam Street a encender un cigarrillo y de pronto los tenía ahí mismo, uno a cada lado, el flaco de la cara colorada a la izquierda, a la derecha el gordo de la cabeza grande. El flaco forzó una especie de sonrisa y se llevó un dedo a la frente a modo de saludo. Tenía un extraordinario parecido con el señor Punch, el títere de cachiporra de las mejillas coloradas, cuya nariz era tan ganchuda que la punta afilada casi le rozaba el labio inferior.
– Buenas, capitán -dijo.
Quirke miró a uno y a otro y sin mediar palabra echó a andar para cruzar la calle. Los dos lo acompañaron, uno a la derecha y otro a la izquierda, manteniéndose al paso sin ningún esfuerzo, ni siquiera el gordo, cuya cabeza ovalada era de un tamaño prodigioso, y en ella se albergaban dos ojillos como dos cuentas de azabache. El pelo astroso le colgaba alrededor de la cara como una fregona desmochada. Era Judy, títere inseparable del señor Punch. Quirke se dijo que no debía apretar el paso, que debía caminar con normalidad, pero ¿qué era un paso normal?
– Te conocemos -dijo el de la cara colorada como quien traba conversación.
Su amigo, el gordo, asintió.
– Así es, te conocemos.
Al ganar la esquina de Mount Street, Quirke se detuvo. Pasaban por allí los funcionarios que salían de sus trabajos, con los hombros encogidos para resguardarse de la bruma: Testigos, pensó Quirke, transeúntes inocentes. Pero Punch y Judy parecían no haber reparado en su presencia.
– Vamos a ver -dijo Quirke-. ¿Qué desean? No llevo dinero encima.
Esto pareció hacerle mucha gracia al señor Punch. Adelantó la cabeza para mirar más allá de Quirke, al gordinflón Judy.
– Éste se piensa que vamos de méndigos -dijo.
El gordinflón Judy se rió y sacudió la cabeza en señal de incredulidad.
A Quirke le pareció necesario mantener un aire tan sólo de irritación, de desconcierto casi exasperado; a fin de cuentas, no era sino un ciudadano más que regresa a su domicilio después del trabajo, y aquella impúdica pareja le impedía disfrutar de los placeres inmaculados de una velada normal. Miró en derredor. El crepúsculo iba mucho más avanzado que un minuto antes, la niebla se había adensado.
– ¿Quiénes son ustedes? -les interpeló. Quiso hacerlo con un punto de indignación, el natural en quien sabe que la razón le asiste, pero terminó por sonar tan sólo malhumorado.
– Somos un aviso -dijo el señor Punch-, eso es lo que somos -y volvió a reír, contento consigo mismo, tan contento como Punch en un teatrillo de guiñol.
Quirke emitió un gruñido de enojo y arrojó el cigarrillo -se le había olvidado, se le había apagado entre los dedos-, y echó a caminar por la acera en dirección a su piso. Fue como aquel momento en McGonagle, al día siguiente de caer en la cuenta de cuál era el verdadero peso de lo que Costigan había ido a decirle: no estaba exactamente atemorizado, tanto más por hallarse en un lugar público y cerca de su casa y su refugio, pero sí tenía la sensación de que algo estaba a punto de moverse de un modo enorme, de dar con él por tierra. Cualquier intento por huir parecía condenado al fracaso, igual que en un sueño, pues por más prisa que se diera, Punch y Judy se mantenían a su altura con suma facilidad.
– Te hemos visto por ahí de paseo -dijo el señor Punch-. Y eso no es aconsejable con este tiempo que hace.
– Podrías pillarte un catarro -dijo el gordo.
Punch asintió. La nariz ganchuda hizo un movimiento de sube y baja como el de una guadaña.
– Podrías morirte de un repente -dijo. Miró más allá de Quirke, a su compañero-. ¿Sí o no?
– Tienes toda la razón -dijo el gordinflón Judy-. Podrías morirte de un repente, seguro.
Llegaron a la casa y Quirke se detuvo. Le costó cierto esfuerzo no subir los escalones a la carrera.
– ¿Ésta es tu covacha? -le preguntó el señor Punch-. No está mal.
Quirke se preguntó si aquellos dos tenían intención de entrar con él, de subir las escaleras, de entrar a la fuerza en su piso y… ¿y qué? A esas alturas tenía miedo de verdad, aunque su miedo era una especie de letargo que le desbarataba todo pensamiento. ¿Qué debía hacer? ¿Darse la vuelta y echar a correr, entrar en el portal y decir a gritos al señor Poole que llamase a la policía? En ese instante, los dos se distanciaron por fin de él. Dieron un paso atrás y el señor Punch, con la cara colorada, volvió a hacer el mismo saludo de antes, llevándose un dedo a la frente.
– Adiós muy buenas, capitán -le dijo-. Ya nos veremos.
Y de pronto desaparecieron engullidos por la niebla y la penumbra, dejando detrás tan sólo un tenue residuo de su olor, que Quirke por fin identificó. Era el olor rancio, apenas perceptible, especiado y dulce, de la sangre reseca.
Despertó sobresaltado con el timbre de la puerta. Se había adormilado en un sillón junto a la estufa de gas. Había soñado que alguien o algo le perseguía por una versión de la ciudad que nunca había visto antes, por avenidas anchas y llenas de peatones y coches, por soportales de piedra, por jardines que iluminaba el sol, con estanques de peces y setos ornamentales recortados con formas de capricho. No veía a sus perseguidores, pero sabía que los conocía, y sabía que eran implacables, y que no se detendrían hasta haberle echado el guante. Cuando despertó, estaba derrengado en el sillón, con la cabeza ladeada y la boca abierta. Se había quitado allí mismo los zapatos y los calcetines. La lluvia repicaba a ráfagas en la ventana. Entornó los ojos para mirar el reloj y vio con sorpresa que aún no era medianoche. Volvió a sonar el timbre, dos timbrazos sostenidos, enojados. No sólo oía el timbre, sino también la chicharra eléctrica de la lengüeta que vibraba contra la campana de metal. ¿Por qué los soportales? ¿Por qué los setos recortados? Abriendo más los ojos y parpadeando, se levantó y fue a la ventana para subir la hoja y asomarse a la noche tempestuosa. Se había disipado la niebla, todo era viento y lluvia. Abajo, Phoebe estaba en medio de la calle abrazándose por los hombros. Iba sin abrigo.
– ¡Ábreme! -le gritó-. ¡Que me estoy calando!
Tomó una llave de un cuenco que había en la repisa de la chimenea y se la lanzó. Cayó dando vueltas en la oscuridad, entre destellos, y tintineó al caer en la calle como si fuera una moneda. Ella tuvo que localizarla y agacharse para recuperarla. Cerró la ventana y fue a la puerta del piso, en cuyo umbral la esperó, pues no deseaba bajar y arriesgarse a un encuentro con el insomne señor Poole. El cuello de la camisa se le había empapado cuando se asomó por la ventana, tenía húmedos incluso los hombros, lo cual le produjo un placentero frescor. También tenía fríos los pies descalzos. Oyó que se abría el portal y al momento le llegó un tenue soplo de noche por la caja de la escalera, que le dio de lleno en la cara. Siempre le habían afectado los movimientos imperceptibles del aire, las corrientes y las brisas, el remejerse del viento en las copas de los árboles. Comprendió que aún seguía a medias en un sueño. Oyó brevemente voces abajo -el señor Poole había abordado a Phoebe-, y luego sus pisadas desiguales al subir. Bajó al rellano para recibirla. La vio ascender hacia él, una cabeza de Medusa con el cabello mojado, unos hombros desnudos, relucientes; iba descalza, como él, con un zapato colgando en cada mano, sujetos por una cinta negra en cada uno de los índices, con el bolso bajo el brazo. Llevaba un vestido de satén azul medianoche. Estaba completamente empapada.
– Dios santo -dijo Quirke.
Había estado en una fiesta. Había llegado hasta allí en taxi. Creía haberse olvidado el abrigo.
– Lo cierto -dijo, modelando los labios con dificultad en torno a las palabras- es que estoy un poco achispada.
La llevó al sofá, el satén de su vestido susurraba más por estar tan mojado, y la hizo sentarse. Ella miró en derredor con una sonrisa inane.
– Dios santo, Phoebe -volvió a decir, preguntándose cómo iba a librarse de ella y, sobre todo, cuándo.
Fue al cuarto de baño y volvió con una toalla que dejó sobre su regazo. Ella miraba con ojos desencajados.
– ¡Lo veo todo doble! -dijo encantada y con orgullo.
– Anda, sécate el pelo -dijo-. Estás echando a perder el sofá.
Ella le respondió con la cabeza envuelta en la toalla.
– Si lo mojo es porque me has tenido mucho rato esperando ahí abajo. Además, me bajé del taxi en Lower Mount Street por error.
Él entró en el dormitorio en busca de algo que ella pudiera ponerse. Cuando volvió al cuarto de estar, ella había dejado caer la toalla al suelo y miraba con el ceño fruncido, parpadeando, más gorgona que nunca, con el pelo alborotado.
– ¿Quién era el hombre de abajo?
– Sería el señor Poole.
– Llevaba pajarita.
– Siempre lleva pajarita.
– Me preguntó si sabía adonde iba. Le dije que eres mi tío. Yo diría que no se lo creyó -se sorbió la nariz-. Vaya, se me cae el moquillo -dijo, y se secó la nariz con el dorso de la mano. Luego le pidió algo de beber.
Él fue a la cocina, llenó la cafetera y la puso sobre el hornillo de gas. Preparó una bandeja con una taza, azúcar, la jarrita de leche.
– ¿Y dónde era la fiesta? -le gritó.
La respuesta le llegó en sordina.
– Eso no es asunto tuyo.
Fue a mirar por la rendija de la puerta de la cocina al cuarto de estar, pero se retiró al verla de pie, en ropa interior, con los brazos alzados, quitándose el vestido azul por la cabeza. Tenía el vientre levemente ancho de las chicas Crawford, de su madre y su tía, y las mismas piernas largas y torneadas. El café regurgitaba en la cafetera, pero aún esperó unos momentos antes de llevárselo, dándole tiempo a que se cambiase.
Entró con la bandeja en el cuarto de estar. Phoebe, con el jersey y los pantalones desmesurados, de payaso, que le había prestado, estaba jugando con el maniquí de madera.
– Déjalo en paz -le dijo cortantemente. Ella apartó las manos del muñeco pero no se dio la vuelta, y permaneció cabizbaja, los brazos inertes, como si ella misma fuera una marioneta con los hilos aflojados-. Ven -añadió con menos saña-, aquí tienes el café -ella se dio la vuelta y él vio los lagrimones de niña que le rodaban por ambas mejillas. Suspiró, dejó la bandeja en el suelo, delante del sofá, y fue a abrazarla con cautela. Ella no ofreció resistencia y se dejó estrechar, apoyando la cara en su hombro a la vez que decía algo-. ¿Qué? -dijo él, esforzándose por reprimir toda aspereza en su voz. ¿Cómo era que las mujeres, todas las mujeres, lloraban tanto?-. No te he oído.
Ella se apartó de él y le habló entre sollozos.
– No me dejan casarme con él. ¡No me dejan casarme con Conor Carrington!
Se alejó de ella para ir a la chimenea y tomar un cigarrillo de la caja antigua, de plata, que descansaba sobre la repisa. Había sido un regalo de boda, de Sarah y de Mal.
– Dicen que no me puedo casar con él… ¡porque es protestante! -exclamó Phoebe-. ¡Dicen que no debo verlo nunca más!
El mechero estaba sin gasolina. Se palpó los bolsillos; había utilizado el último fósforo para encender la estufa. Fue a la mesita de mármol en la que descansaba el Evening Mail del día anterior y arrancó una tira del pie de la primera página, revelando un anuncio de teatro en la página siguiente. Prendió el papel en la llama del gas. Tenía el pulso bastante firme, bastante firme. El cigarrillo le supo a revenido; tenía que acordarse de renovar los de la caja.
– Bueno… -dijo Phoebe a su espalda, consternada, con indignación-. ¿Es que no piensas decir nada?
Punch y Judy, decía el anuncio, ¡La nueva comedia de éxito! ¡Últimas tres representaciones! Ay, señor Punch. ¿Se puede saber qué has hecho?
– Dime qué quieres que te diga -dijo.
– Podrías fingir que te asombra.
Ella había dejado de llorar, y se sorbió la nariz con fuerza. No es que esperase gran cosa de él, ni que le sirviera de apoyo, pero había supuesto que al menos le mostraría su simpatía. Lo estudió con una mirada de indignación. El parecía incluso más distante que de costumbre, más alejado de todo cuanto le rodeaba. Había vivido en ese piso desde que ella alcanzaba a recordar -cuando era una niña que su madre llevaba de visita, una carabina, lo sospechaba ya entonces-, pero no parecía encontrarse en su casa más a sus anchas que entonces. Caminando descalzo, con sus hombros gigantescos y sus pies pequeños, con la ancha espalda, tenía toda la pinta de un animal salvaje, un oso tal vez, o un gorila rubio de belleza imposible, capturado mucho tiempo atrás, pero sin entender aún que estaba enjaulado.
Fue a su lado y se colocó también de espaldas a la chimenea, acodándose en la alta repisa, contra la cual estaba él apoyado. Ya no estaba embriagada -en realidad tampoco lo estaba cuando llegó, pero quiso que él lo creyera-, sólo soñolienta, y triste. Estudió la fotografía enmarcada que descansaba en la repisa.
– Tía Delia era bellísima -dijo-. ¿Tú estabas cuando…? -Quirke negó con un gesto. No la miró. Tenía un perfil, pensó ella, como el de un emperador en una moneda antigua-. Cuéntame -le apremió con dulzura.
– Tuvimos una pelea -dijo él como si tal cosa, con un punto de impaciencia-. Salí y me emborraché. Luego llegué al hospital, la tomé de la mano y ella estaba muerta. Ella estaba muerta y yo aún estaba borracho.
Ella volvió a estudiar las fotografías, todas ellas con marcos de plata, de los caros. Tocó la de los cuatro con ropa de jugar al tenis, recorriendo sus caras con la yema del dedo: su padre, Sarah, Quirke y la pobre Delia, todos ellos jóvenes, sonrientes, con aire de intrépidos.
– La verdad es que se parecían muchísimo -dijo-, ¿verdad? Incluso para ser hermanas. Mamá y tía Delia. Tus dos amores perdidos -a eso él no dijo nada y ella se encogió de hombros, haciendo un gesto con la cabeza. Se acercó a la mesilla y tomó el periódico, que fingió hojear-. Cómo no -dijo-. A ti te tiene que dar igual que no me permitan casarme con él, ¿verdad?
Arrojó el periódico y atravesó el salón hasta el sofá, sentándose y cruzando los brazos con gesto de fastidio o de enojo. Él se le acercó y clavó una rodilla en el suelo para servirle el café.
– Cuando dije que quería beber me refería a algo de verdad -dijo, y apartó la cara en un gesto de rechazo pueril. Él dejó la cafetera en la bandeja y fue a por otro cigarrillo. Arrancó otra tira del periódico -esta vez, el anuncio del teatro-, agachándose para prenderlo con la llama de la estufa.
– ¿Tú te acuerdas de Christine Falls? -le dijo.
– ¿De quién?
Convirtió la respuesta en una reprimenda. Seguía sin mirarlo.
– Trabajó una temporada para tu madre.
– ¿Te refieres a Chrissie, la criada? ¿La que murió?
– ¿Te acuerdas de ella?
– Sí -se encogió de hombros-. Creo que papá tenía debilidad por ella. Era guapa, aunque llevara la cara lavada. ¿Por qué lo preguntas?
– ¿Tú sabes de qué murió? -ella negó con un gesto-. De embolia pulmonar. ¿Sabes qué es eso?
En su interior, las cosas empezaban a agitarse como el fango en el fondo de un pozo. ¿Quién había enviado a esos dos matones a darle un susto? Somos un aviso, eso es lo que somos.
– ¿Un atasco en los pulmones? -dijo Phoebe. Se le notaba el sueño en la voz-. ¿Tenía tuberculosis?
Subió las piernas al asiento del sofá, se recostó y apoyó la cabeza en un cojín. Suspiró.
– No -dijo Quirke-. Sucede cuando un coágulo de sangre llega al corazón. -Ah.
– El otro día vi un caso realmente notable, fíjate qué cosas. Un vejestorio, llevaba años en cama. Lo rajamos, abrimos la arteria pulmonar y allí estaba, gordo como un dedo tuyo y con sus quince centímetros de longitud, un cordón enorme de sangre coagulada -hizo una pausa, la miró y vio que se había quedado dormida tan sin avisar como sólo pueden hacerlo los jóvenes. Qué frágil y vulnerable parecía, con su jersey viejo y sus pantalones de pana. Tomó una manta que estaba doblada sobre el respaldo del sillón, junto a la chimenea, y se la echó por encima con cuidado. Sin abrir los ojos, ella respiró hondo con un estremecimiento, se frotó debajo de la nariz con un dedo, vigorosamente, y musitó algo antes de acomodarse de nuevo, arrebujándose al calorcillo de la manta.
Quirke volvió a la chimenea y se quedó de espaldas a la repisa para contemplarla de nuevo. Aunque trató de resistirlo, el pensamiento de Christine Falls y de su hija perdida volvieron a penetrar en su ánimo como la hoja de un cuchillo entre una puerta cerrada y el marco de la misma. Christine Falls y Mal, y Costigan, y Punch y Judy…
– Ojo -dijo con voz queda a la muchacha adormecida-, que la pobre Chrissie no murió de eso, ni mucho menos. Nada de embolia pulmonar. Eso es sólo lo que tu padre, que tenía debilidad por ella, anotó en su expediente.
Se acercó a la ventana en la que tenía por costumbre no cerrar jamás las cortinas. Había cesado la lluvia. Cuando acercó la cara al cristal vio una luna veloz y el vientre lívido de las nubes, iluminadas por las luces de la ciudad. Volvió a mirar a Phoebe y fue a abrir el bolso de lentejuelas que había dejado sobre la mesa. Dentro, encontró la agenda de direcciones encuadernada en piel que él le había regalado por su último cumpleaños. Pasó deprisa las páginas. Luego fue al teléfono, tomó el auricular y marcó.
Estaba aún ante la ventana cuando llegó Conor Carrington. Abrió la hoja y también a él le lanzó la llave sin darle tiempo a llamar al timbre, pues pese a estar tres plantas más abajo el señor Poole, al contrario que su esposa, tenía el oído de un murciélago. Phoebe, en el sofá, seguía durmiendo. El había recogido sus cosas, el vestido, la braga, las medias, dejándolas en una silla frente a la estufa, para que se secaran. Tuvo que sacudirla con fuerza por el hombro antes de que se despertase, y cuando abrió los ojos lo miró atónita, aterrada, como si estuviera a punto de saltar y echar a correr.
– No pasa nada -le dijo con brusquedad-. El joven Lochinvar acude en tu rescate.
Recogió sus prendas de la silla mientras ella se enderezaba y se quedaba sentada un momento con la cabeza caída entre los hombros, antes de ponerse temblorosamente en pie. Se lamió los labios, que tenía resecos por el sueño, tomó el bulto de ropa en los brazos y dejó que él la condujera hacia el dormitorio.
Conor Carrington, notó Quirke, era el tipo de persona que siempre entra de costado por una puerta, más deslizándose que dando un paso. Era alto y sinuoso, y tenía la cara alargada y pálida, y las manos esbeltas y flexibles, blancas, de la heroína tísica de alguna de las novelas románticas más lacrimógenas de la era victoriana. O al menos así lo vio Quirke con su cínica mirada. En realidad, Quirke tuvo que reconocerlo, Carrington era un joven apuesto, aunque tirando a enteco. Por su parte, Carrington obviamente no vio a Quirke con buenos ojos, aunque también, Quirke se dio cuenta, sentía cierto nerviosismo ante él. Llevaba un abrigo tres cuartos, de tweed, sobre un traje oscuro de mil rayas que habría sido digno del hombre que ahora, al parecer, muy probablemente no iba a ser su suegro, y un sombrero elegante, que sujetaba por el ala curva con los dedos de ambas manos. Tenía todo el aire, se dijo Quirke, del hombre que aparece a regañadientes en el velatorio de alguien a quien apenas llegó a conocer. Devolvió la llave del portal a Quirke, quien también recogió su sombrero no sin percibir el titubeo con el que el joven se lo entregaba, como si temiese que no fuera a devolvérselo.
Al entrar en el cuarto de estar, de sesgo otra vez, Carrington miró en derredor con ojos inquisitivos.
– Estará lista en un momento -dijo Quirke.
Carrington asintió frunciendo unos labios inesperadamente gruesos y sonrosados. Un chico criado como un animal doméstico, de interior.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– Estuvo en una fiesta, aunque no contigo, evidentemente. Tendrías que estar más atento con ella -Quirke señaló la bandeja en el suelo-. ¿Un café? ¿No? Mejor así. Se habrá enfriado. ¿Un cigarro? -el joven volvió a negar con un gesto-. Nada de vicios, ¿eh, señor Carrington? ¿O puedo llamarte Conor? Tú puedes llamarme señor Quirke.
Carrington no se quiso quitar el abrigo.
– ¿Por qué ha venido aquí? -dijo con fastidio-. Tendría que haberme llamado por teléfono. Me he pasado toda la noche esperándola.
Quirke se volvió para ocultar el gesto de desagrado. ¿A qué hora tendría el hombre la costumbre de acostarse?
– Me ha dicho que no le dan permiso para casarse contigo -Carrington lo miró fijamente. Parecían ser casi de la misma estatura, uno ancho de hombros y el otro delgado, pero sólo, pensó Quirke con satisfacción, porque él estaba descalzo-. No les cae bien tu gente, mucho me temo -añadió.
A Carrington le asomó a la frente un rebrillo rosáceo.
– ¿Mi gente? -dijo, y carraspeó con delicadeza.
Quirke se encogió de hombros; no vio que fuera beneficioso seguir por esa línea.
– ¿Tú has planteado esa posibilidad?
Carrington tuvo que toser de nuevo, muy quedo, tapándose la boca con el puño.
– No creo que debamos mantener esta conversación, señor Quirke -dijo.
– Seguramente tienes razón-dijo Quirke, y se encogió de hombros.
Volvió Phoebe del dormitorio. Nada más verla, Conor Carrington enarcó las cejas primero y frunció el ceño después. Aún tenía el cabello revuelto por la lluvia y la toalla, y la falda del vestido se le pegaba, húmeda, a las piernas. En una mano llevaba las medias, que estaban aún agrisadas, por la mojadura, en la puntera y el talón, y en la otra llevaba sus zapatos de tacón alto, con el talón abierto. Llevaba doblados del brazo los pantalones de pana de Quirke.
– ¿Tú qué estás haciendo aquí? -dijo.
Carrington le devolvió una mirada torva.
– El señor Quirke me llamó por teléfono -dijo. Le salió demasiado romo, ineficaz. Bajó la voz a un tono más ronco-. Vamos, te llevo a casa.
– ¿En serio? ¿Ahora?
– Por favor, Phoebe -le dijo en un murmullo brusco y recriminatorio.
Quirke se había colocado de nuevo junto a la chimenea, y los miraba por riguroso turno, como un espectador de un partido de tenis.
– Yo que tú, chavalote, la dejaría en un taxi -le dijo-. Chez Griffin no les iba a sentar nada bien que aparcaras el descapotable a las tres de la madrugada con la formidable Honoria Glossop hecha un adefesio y cantando como una borracha a tu lado.
Phoebe le lanzó una rápida, taimada mirada de complicidad.
– Venga, Phoebe -le dijo Carrington con voz de nuevo aguda, un tanto desesperada-. Ponte los zapatos, que nos vamos.
Pero Phoebe ya se estaba calzando, sobre un solo pie, inestable, como una cigüeña, con la otra pierna cruzada y apoyada en la rodilla, haciendo visajes de incomodidad y de irritación a la vez que introducía el pie en el cuero mojado y resistente. Carrington se quitó el abrigo y se lo echó sobre los hombros. Quirke, a su pesar, se sintió conmovido por la ternura y la solicitud del gesto. ¿De dónde era Carrington? ¿De Kildare? ¿De Meath? Tierras fértiles las de aquellos parajes, herencias abundantes. Probablemente, cuando hubiera jugado a ser abogado durante cuarenta años, volvería feliz de la vida a cuidar de sus hectáreas ancestrales. Cierto, ahora aún era joven, pero eso tenía remedio con el tiempo. Quirke reparó en que Phoebe podría tomar elecciones mucho peores.
– Conor -dijo. La pareja lo miró al tiempo, dos caras jóvenes, expectantes. Quirke alzó el dedo a modo de admonición-. Deberías presentar batalla -le dijo.
Quirke había concertado un encuentro con Barney Boyle en el puente de Baggot Street. Echaron a andar los dos por el camino de sirga, por donde Quirke estuvo paseando con Sarah aquel domingo desde el que parecía haber pasado una eternidad. Era de mañana, y un sol insípido se empeñaba en perforar la neblina de noviembre poniéndole un poco de brillo. Reinaba un silencio espectral, como si los dos estuvieran solos en toda la ciudad. Barney llevaba un abrigo negro que le caía casi hasta los tobillos; sin cinturón ni botones, se le enredaba en las piernas cortas y gruesas cual si fuera un recio capote al caminar con paso inseguro. A plena luz del día, tenía un aire aturdido y algo tímido. Dijo que había pasado mucho tiempo desde la última vez que vio el mundo a la luz de la mañana, y que en ese intervalo no parecía haberse producido ninguna mejora que le llamase la atención. Tosió con una carraspera ronca.
– Demasiado aire fresco para tus pulmones -dijo Quirke-. Ten, toma un cigarro.
Prendió un fósforo y Barney se inclinó protegiendo la llama con sus manos rechonchas, infantiles, rozando con las yemas de los dedos el dorso de la mano de Quirke, y a éste le sorprendió igual que siempre ese peculiar acto de intimidad, uno de los muy contados que se permitían entre los hombres. Se rumoreaba, recordó, que Barney tenía cierta debilidad por los chicos.
– Hay que joderse -dijo Barney, exhalando una trompeta de humo en la niebla-. Así, mucho mejor.
Barney, el poeta del pueblo, el dramaturgo de la clase obrera, en realidad vivía, a pesar de los rumores sobre sus inclinaciones de sarasa, con su mujer, que desde antaño había sufrido lo indecible. Era una amable acuarelista y en parte era una belleza, con la cual vivía en una casa venerable, de muros blancos, en el frondoso barrio de Donnybrook. Pero seguía teniendo sus contactos en el viejo y desaconsejable mundo del cual era en el fondo producto. Quirke quería información, y Barney se había dedicado, como dijo él mismo, a preguntar aquí y allá.
– Ah, es que todas las fulanas conocían a Dolly Moran -dijo. Quirke asintió. Fulanas eran rameras, supuso, pero ¿cómo? ¿Por ser unas ful? ¿Por no tener nombre reconocible? La jerga de Barney parecía de su propia invención-. A ella iban corriendo cuando tenían un aprieto.
– ¿Qué clase de aprieto?
– Cuando les salía rana el negociete, ya me entiendes.
– ¿Y ella misma lo arreglaba?
– Tengo entendido que se daba mucha maña con la aguja de calcetar. Y, a lo que se ve, lo hacía de gratis. Por la pura gloria.
– Entonces… ¿de qué vivía?
– Estaba bien surtida. Al menos, eso es lo que se dice.
– ¿Y quién la surtía?
– Una o varias partes contratantes desconocidas por demás.
Quirke frunció el ceño escrutando la neblina.
– Mira qué hijoputas -dijo Barney, y se paró. Tres patos remaban entre las juncias, emitiendo cacareos apenas audibles, en apariencia de queja-. Dios, qué mal me caen los putos patos -se le iluminó la cara-. ¿Te he contado alguna vez la de mi padre con los patos?
– Sí, Barney. Me la has contado. Unas cuantas veces.
Barney torció el morro.
– Pues disculpa -se le había terminado el cigarro-. ¿Vamos a por una pinta?
– Barney, no jorobes, que son las once de la mañana…
– ¿Las once? Joder, pues entonces habrá que darse prisa.
Fueron al 47, en Haddington Road. A esa hora eran los únicos clientes. El rancio hedor del tabaco de la noche pasada aún pendía en el aire adormilado. El barman, en mangas de camisa y con tirantes, estaba acodado en la barra, leyendo las páginas de deportes del Independent del día anterior. Barney pidió una negra embotellada y un chupito de malta para acompañarla. El pestazo de la cerveza y el aroma punzante del whisky a Quirke le encogieron la nariz.
– Y los dos matones que me salieron al paso… -dijo-, ¿has sacado algo en claro?
Barney levantó la boca colorada de bebé del borde del vaso y se secó la espuma del labio superior.
– El de la napia parece que sea Terry Tormey, hermano de Ambie Tormey, el que andaba con la banda de los Bestias.
– ¿Ambie? -dijo Quirke como si no entendiera.
– Diminutivo de Ambrose. A mí no me mires.
– ¿Y el otro?
– Se llama Callaghan. ¿Era Callaghan? No: Gallagher. Un poco retrasado, le falta una patata para el kilo. Pero peligroso cuando se anima. Si es el mismo, claro.
Levantó el vaso de whisky con un gesto melindroso, con el meñique extendido, y se lo ventiló de un solo trago, hizo una mueca, enseñó los dientes, dejó el vaso en la barra y miró al barman.
– Arís, mo bhuachalín -dijo. Lento, sin decir ni palabra, el barman vertió otra medida de líquido ambarino en un vasito medidor de peltre que volcó y dejó gotear en el vaso de cristal. Los dos observaron en silencio la ceremonia, y Quirke pagó. Barney indicó al camarero que le dejara la botella en la barra.
– Prefiero -dijo- una frasca delante que una fresca de Levante -y miró a Quirke de reojo, con timidez. Los chistes de Barney a esas alturas eran todos de segunda mano. A Quirke se le ocurrió de repente: Es como Falstaff cuando se pone pesado, lo cual, bien lo sabía, no le convertía a él precisamente en rey. Pidió lo que se conocía como café, agua caliente con una cucharada de jarabe alquitranado de una botella cuadrada: bel ¡el café irlandés! Echó a la mezcla tres cucharadas de azúcar bien colmadas. ¿Qué carajo estoy haciendo aquí?, se preguntó. Barney, como si acabase de leerle el pensamiento, se volvió a él con mirada inquisitiva.
– Qué, Quirke. Aquí parece que pierdes pie, ¿eh? -le dijo con su acento de Donnybrook-. Terry Murphy y el majara de su amigo, vaya chusma. Dolly Moran asesinada sin más. ¿En qué andarás tú metido?
Era otra mañana neblinosa cuando Quirke, con su abrigo negro y el sombrero puesto, salió por la puerta de la casa de Mount Street y se encontró con el detective inspector Hackett, que también llevaba sombrero y su gabardina de policía, matando el rato en la acera, fumando un cigarrillo. Al ver al policía, su cara grande y plana y su sonrisa engañosamente afable, a Quirke le dio un vuelco de culpabilidad el corazón. Pasaron de largo tres monjas jóvenes montadas en bicicletas altas y negras, tres conjuntos de piernas envueltas que pedaleaban con recato al unísono. El aire húmedo de la mañana apestaba a humo y a escape de automóvil. Era invierno, reflexionó Quirke con tristeza, y él iba de camino a su sala de despiece de cadáveres.
– Buenos días, señor Quirke -dijo con ánimo el detective, tirando el resto del cigarrillo y aplastándolo bajo la bota-. Pasaba por aquí y pensé que podríamos encontrarnos con un poco de suerte.;
Quirke bajó las escaleras con paso comedido a la vez que se encasquetaba el sombrero.
– Caramba -dijo-. Son las ocho y media y usted pasaba por aquí. Qué cosas.
La sonrisa de Hackett se distendió en una mueca de pereza.
– Ah, desde luego. Siempre he sido muy madrugador.
Al paso los dos, enfilaron hacia Merrion Square.
– Supongo -dijo Quirke- que era usted de los que, de niños, se despertaban a las cinco para ordeñar a las vacas.
Hackett rió por lo bajo.
– Vaya, ¿cómo lo ha sabido?
Quirke, pensando en alejarse, oteaba disimuladamente la calle en busca de un taxi. Había estado en McGonagle la noche anterior, y no se fiaba de sí mismo, no sabía qué podría dejarse llevar a decir, y más estando Hackett de ánimo más insinuante y amistoso que nunca. Pero no había taxis. En Fitzwilliam Street se encontraron en medio de los funcionarios con bufandas y las solapas subidas que iban camino del trabajo en las dependencias del gobierno. Hackett encendió otro cigarrillo. Tosió, y Quirke cerró los ojos brevemente al oír los grumos de flemas que vibraban en los bronquíolos de su acompañante.
– ¿Alguna novedad en el caso de Dolly Moran? -preguntó Quirke.
Hackett calló durante unos instantes, antes de reírse con un silbido salido del fondo de los pulmones, a la vez que le temblaban los hombros. Las altas fachadas de enfrente, con sus altas ventanas, parecían mirarlo con sorpresa y fría desaprobación.
– Ay, Dios, señor Quirke -dijo como si lo estuviera pasando en grande-, seguro que va usted mucho al cine -se levantó el sombrero y con la base del pulgar se secó la frente, encasquetándose después el sombrero en un ángulo aún más exagerado-. Novedades, bien, veamos… Tenemos un conjunto completo de huellas dactilares, como es natural, y un par de rizos de cabello. Ah, y la colilla de un cigarrillo. De la marca Balkan Sobranie, reconocí la ceniza nada más verla. Y la mano de un mono, un amuleto que tuvo que dejar allí alguien de origen oriental, casi con toda probabilidad un marino procedente de la India -sonrió, mostrando la punta de la lengua entre los dientes-. No, señor Quirke. No tenemos ninguna novedad. A no ser, claro está, que a usted le parezca novedoso que se me hayan dado órdenes de que cancele la investigación -Quirke se quedó mirándolo; él se llevó el dedo a un lado de la nariz sin dejar de sonreír-. Órdenes de arriba -dijo en voz baja.
Ante ellos se encontraba la masa abovedada del edificio del parlamento. A Quirke de pronto le pareció que tenía un aspecto malévolo, agazapado tras las rejas, un inmenso pudin de piedra.
– ¿Qué quiere decir? -dijo, y tragó saliva-. ¿Qué quiere decir… órdenes de arriba?
El detective sólo se encogió de hombros.
– Lo que le digo -se estaba mirando la puntera de las botas-. Se queda usted solo, señor Quirke, en el asunto de la difunta Dolly Moran. Si por un casual fuera a producirse alguna que otra novedad en el caso, como dice usted, tendría que ser otro el que nos la comunicase, mucho me temo.
Llegaron a la esquina de Merrion Street. Desde el otro lado de la calle, el policía que guardaba la entrada al parlamento los miraba con laxa curiosidad. Estaban detenidos en medio de la multitud mañanera, los funcionarios y las mecanógrafas que acudían a sus mesas de trabajo. Era probable que hubiera reconocido a Hackett, pensó Quirke, pues era famoso en la policía.
– Y digo yo, señor Quirke, si no tendrá usted alguna cosa que tal vez desee comentarme -dijo el detective, mirando a un lado con los ojos entornados-. Lo digo porque me parece usted un hombre lastrado por un secreto -cambió de gesto y clavó los ojos en la cara de Quirke-. ¿Me equivoco?
– Ya le he dicho todo lo que sé -dijo Quirke casi malhumorado, y miró a otra parte.
– Y es que esto es lo que hay -siguió diciendo Hackett-. Antes de recibir la orden de cancelar la investigación, y tal vez, por lo que se me alcanza a saber, sea ésta la razón por la que se me ha dado esa orden, descubrí que Dolly Moran había trabajado en tiempos para la familia del juez Griffin en persona. Es algo que usted no me comunicó cuando tuvimos nuestra charla aquel día en el hospital. Estoy seguro de que se le pasó por alto. De todos modos, a lo que iba: resulta que usted por su matrimonio tiene parentesco con esa misma familia, y ahora me pregunta de pronto si hay novedades en la investigación del asesinato de Dolly. No es todo tan elemental, diría yo, ¿verdad, doctor Quirke? -sonrió-. De todos modos, le dejo, que es usted un hombre muy ocupado y seguro que tiene trabajo que hacer -hizo ademán de marcharse, se detuvo, volvió sobre sus pasos-. Por cierto -dijo en tono de conversación entre amigos-, ¿no le comentó nada Dolly Moran sobre la Lavandería de la Misericordia? -Quirke negó con un gesto-. Está en Inchicore. Allí toman a muchachas que se han metido en un aprieto y les dan trabajo hasta que… ¿cómo se dice? Ah, sí: hasta que han expiado su pecado. Se comentó que Dolly tenía relación con ese lugar. Cambié impresiones con la monja que manda en la lavandería, pero me juró que nunca había oído hablar de nadie que atendiera por ese nombre. Vergüenza me da reconocer que a punto estuve de no creer a tan santa mujer.
Quirke carraspeó.
– No -dijo-. Dolly no me dijo nada de ninguna lavandería. Lo cierto es que dijo muy poca cosa. Yo creo que no se fiaba de mí.
Hackett, la cabeza ladeada, lo estudiaba con la atenta y sin embargo distante atención de un retratista que mide a quien posa para él.
– Se le daba muy bien eso de guardar secretos -dijo, y suspiró-. Ah, que Dios la haya acogido en su seno. Descanse en paz la pobre Dolly.
Hizo un gesto de asentimiento, se dio la vuelta y echó a caminar hacia el lugar del que habían venido. Quirke lo vio marchar. Sí, pobre Dolly. Una racha de viento cruzó los faldones de la gabardina del detective, que se alborotaron como si fuesen velas sin afianzar. Por un instante fue como si el hombre hubiera desaparecido dentro de la gabardina, como si hubiera desaparecido del todo.
– … lo lamento, señor Quirke -dijo la monja-, pero no puedo ayudarle -parecía intranquila, con una mirada inquieta, y no dejaba de pasar las cuentas de un rosario invisible, con gran agitación, entre los dedos, que tenía huesudos, alargados, como dos ramas pálidas. A él le había sorprendido ver que a pesar de la toca era, o había sido, una mujer hermosa. Era alta, angulosa, y el hábito negro, que le llegaba al suelo cayendo desde la cintura en pliegues ondulados, como las estrías de una columna clásica, le daba un aspecto estatuario. Tenía los ojos azules, y tan claros que daban la impresión de que si uno escrutaba a fondo podría ver todo el interior, la blanca cámara de su cerebro. Se llamaba sor Dominic; se preguntó cuál sería su verdadero nombre, no el escogido al profesar los votos, sino el que recibió en su día-. ¿Me dice usted que la muchacha, esa muchacha, ha muerto?
– Sí. En el parto.
– Qué tristeza -apretó los labios hasta expulsar de ellos toda la sangre-. ¿Y qué fue de su hijo?
– No lo sé. Y ésa es una de las cosas que me gustaría averiguar.
Estaban de pie en la gélida quietud del vestíbulo, con el suelo ajedrezado. Desde el interior del edificio le llegaba, aunque no alcanzara a oírlo con nitidez, el rumor de alguna máquina que funcionaba a mano y la voz carrasposa de las mujeres en el trabajo. Pendía hasta allí un olor húmedo de tejidos pesados, de lana, algodón, lino.
– Y Dolores Moran -dijo-, Dolly Moran, ¿dice usted que nunca estuvo aquí?
La monja bajó los ojos y meneó la cabeza.
– Lo lamento -volvió a decir, poco más que un susurro.
Una mujer de corta estatura y cintura gruesa, con una cabellera pelirroja, intensa, sin forma, apareció por el pasillo empujando un cesto enorme de mimbre con ruedas. El cesto debía de estar lleno de prendas recién lavadas, pues Quirke la vio invertir todas sus energías en propulsarlo, apoyándose con todo su peso en ambos brazos, extendidos ante sí, la cabeza gacha y los nudillos blancos sobre las desgastadas asas de madera. Llevaba un vestido gris, holgado, y unas medias grises que le formaban pliegues de acordeón en los tobillos, gruesos y enrojecidos; llevaba unas botas claveteadas que parecían de hombre, sin cordones, varias tallas más grandes de lo que habría necesitado. Al no ver a Quirke ni a la monja, avanzaba a todo trapo, las ruedas del cesto chirriando en una queja reiterada, circular, y ambos tuvieron que dar un paso atrás y pegarse a la pared para dejarle el paso libre.
– ¡Maisie! -dijo sor Dominic con brusquedad-. Por Dios, ¡a ver si miras por dónde vas!
Maisie se detuvo y se enderezó, mirándolos sin entender nada. Pareció por un instante que estuviera a punto de echarse a reír. Tenía la cara ancha, pecosa, sin rasgos definidos; tenía sendas fosas nasales, pero no una nariz que las alojara, y una boca pequeña, que daba la impresión de que se le hubiera vuelto del revés.
– Disculpe, hermana -dijo, pero se le notaba que no lo sentía. Miró a Quirke con visible interés, escrutando su traje de espiguilla, su abrigo negro y caro, el sombrero de fieltro flexible que tenía en las manos. Le temblaba un párpado. ¿Un tic nervioso?, se preguntó Quirke, ¿o realmente le había guiñado un ojo?
– Adelante -dijo sor Dominic, no sin ablandar un tanto el tono. Sor Dominic, se dijo Quirke, no parecía del todo adecuada al trabajo que allí se hacía, fuera cual fuese exactamente ese trabajo.
– Ahora mismito, hermana -respondió Maisie, que lanzó a Quirke otra mirada humorística con sus ojos grandes y se apoyó de nuevo en el cesto para seguir desplazándolo.
Sor Dominic, cada vez más ansiosa por librarse de él, avanzaba pegada a la pared camino del vestíbulo, iluminado a través de las vidrieras, por el cual había llegado. Siguiéndola, Quirke daba vueltas lentamente, entre los dedos, al ala de su sombrero, tal como ella pasaba el rosario invisible entre los suyos. A pesar de la negativa de la monja, estaba convencido de que Christine Falls había estado allí al menos un tiempo, antes de que Dolly Moran la recogiera en su domicilio de Stoney Batter. Se imaginó a la muchacha avanzar con paso cansino por esos pasillos, con un vestido de un gris ratonil, como el de Maisie, su pelo rubio teñido volviendo poco a poco al castaño anodino, los nudillos rojos y despellejados, y la niña moviéndose ya inquieta en su vientre. ¿Cómo podía Mal haberla condenado a un sitio así?
– Como le estaba diciendo-decía sor Dominic-, aquí nunca hemos tenido a una Christine Falls. Me acordaría de ella. Me acuerdo de todas nuestras chicas.
– ¿Qué habría sido de su hijo, en caso de que hubiera estado aquí?
La monja mantenía la vista fija más o menos en torno a las rodillas de Quirke. Seguía avanzando casi de costado hacia la salida; él se vio obligado a seguir tras su estela.
– Nunca habría estado aquí.
– ¿Cómo?
– Esto es una lavandería, señor Quirke, no un hospital.
Encorajinada, se permitió mirarle a la cara con gesto desafiante antes de bajar los ojos.
– En tal caso, ¿dónde habría nacido?
– Le aseguro que no lo sé. Las chicas que vienen aquí… ya han… ya han dado a luz.
– ¿Y qué se hace con los bebés que dejan atrás cuando entran aquí?
– Ingresan en un hospicio, como es natural. Y otras veces… -calló. Habían llegado a la puerta acristalada del vestíbulo, y con un suspiro de alivio que no disimuló la abrió empujándola y se hizo a un lado para franquearle el paso. Él se detuvo en el umbral, mirándola. Mirándola a los ojos con insistencia intentó que ella cediera, que le diera algo, por poca cosa que fuera, pero no lo logró-. Estas chicas, señor Quirke -dijo con frialdad-, se hallan en un aprieto y no tienen a nadie que las ayude. A menudo sus familias las rechazan. Entonces nos las envían a nosotras.
– Sí -dijo él-, y estoy seguro de que son ustedes un gran consuelo para esas chicas.
Los iris de un azur transparente parecieron tornarse blancos por un instante, como si brevemente se hubiera formado un gas tras ellos. ¿Era la ira lo que en ellos destellaba? Los paneles de cristal vidriado de la puerta, a su espalda, parecían un cielo de brillantes chafarrinones en plena tormenta. Se sobresaltó y se sintió no poco compungido al imaginársela desnuda, una figura blanca, apasionada, expuesta, pintada por El Greco.
– Hacemos todo lo que podemos -dijo- en estas circunstancias. Es todo lo que podemos hacer.
– Sí, hermana -dijo con una voz forzada, contrita, avergonzado al percibir que la imagen conjurada de su desnudez aún estaba patente, negándose a borrarse-. Lo comprendo.
Al salir, dobló y bajó por la cuesta en dirección al río. El cielo estaba ocupado por el peso de una nube inconsútil, de color masilla, que parecía poco más alta que los tejados de las casas a uno y otro lado. Remolinos de copos de nieve gruesos, húmedos, volaban a merced del viento. Se subió el cuello del abrigo y se encasquetó más el sombrero. ¿Por qué insistía de ese modo?, se preguntó. ¿Qué significaban para él Christine Falls, o el bastardo de Christine Falls, o Dolly Moran, que había sido asesinada? Asimismo, ¿qué representaba Mal para él? Sin embargo, era muy consciente de que no podía apartarlo todo de su ánimo, olvidarse de ese asunto siniestro y enmarañado. Tenía una especie de deber que cumplir, había contraído una especie de deuda. Con quién, de eso ya no estaba seguro.
La famosa Galería de Cristal de Moss Manor era capaz de albergar a trescientas personas sin que pareciera que se había llenado en demasía. El millonario irlandés que ordenó la construcción de la mansión, en la década de 1860, había entregado a su arquitecto una fotografía del Crystal Palace londinense arrancada de una revista ilustrada, y le indicó que lo copiase. El resultado fue una construcción inmensa y desgarbada, de hierro y cristal, que recordaba el ojo de un insecto gigantesco, adherido al flanco sudeste de la casa, desde donde miraba enfurecido la bahía de Massachusetts en dirección a Provincetown. En el interior, la desmesurada sala estaba caldeada gracias a una red tramada de tuberías subterráneas, y las palmeras crecían en una gran profusión, así como eran docenas las especies de orquídeas e infinidad las enredaderas verde oscuro, sin nombre conocido, que habían sido modeladas en forma de esbeltos troncos de árboles, que ascendían a su vez rectos y vertiginosos para abrirse en brotes de fronda metálica, bajo la resplandeciente cúpula de cristal, a casi treinta metros del suelo. Ese día se habían dispuesto largas mesas sobre caballetes bajo las palmeras, y en todas ellas se amontonaban las fuentes de alimentos festivos, pavo en tajadas, jamón asado, ganso, y cuencos de plata repletos de ensalada de patata, gruesos pedazos de tarta de fruta, relucientes púdines de ciruela en forma de bomba de anarquista. Las poncheras, llenas de ponche de fruta, jalonaban a intervalos precisos la longitud de las mesas, y había hileras de cervezas embotelladas para los hombres. En un escenario, a uno de los lados, una banda de músicos con esmoquin blanco desgranaba a todo volumen lentas melodías, y algunas parejas bailaban comedidamente entre las mesas. Entre las hojas de las palmeras se habían insertado de un modo incongruente brotes de acebo de plástico, y los festones de papel crepé de colores pendían de un tronco a otro, de una columna metálica a la siguiente; por encima del escenario, una pancarta de satén blanco servía para desear con grandes letras rojas, mayúsculas, una feliz Navidad a toda la plantilla de Transportes Crawford. Fuera, en la tarde ya oscurecida se adensaba el humo de la escarcha, y los jardines ornamentales quedaban sepultados por la nieve. El océano era una línea de plomo delante de un banco de niebla de color lavanda. De vez en cuando, un cuadrado de nieve, de gran tamaño, se escurría del techo y estallaba en una polvareda tras resbalar formando una cascada en un silencio sobrenatural por la lámina acristalada, hasta desaparecer en la montonera que ya se acumulaba al borde del césped, blanco sobre blanco.
La fiesta apenas había empezado una hora antes y Andy Stafford ya se había bebido demasiadas botellas de cerveza. Claire, para variar, quería estar en una de las mesas de la parte delantera para ver todo lo que pasara, pero él insistió en alejarse todo lo posible de la banda -tipos con la misma pinta que Glenn Miller, y con unos cien años de edad cada uno-, y ahora estaba sentado, solo, mirando con enojo a su esposa, que bailaba con el hijoputa de Joe Lanigan. El bebé estaba en el capazo, a sus pies, aunque no alcanzaba él a entender cómo era capaz de dormir con todo aquel ruido. Claire había dicho que con el tiempo se acostumbraría a la niña, pero habían pasado los meses y él seguía teniendo la sensación de que su vida había sido invadida. Como cuando era un niño y su primo Billy se fue a vivir con ellos después de que su viejo se volara la tapa de los sesos con una escopeta de caza. La niña siempre estaba ahí, tal como estuvo ahí su primo Billy, con sus manazas de chico de granja, sus pestañas de color paja, mirando y escuchando y respirándolo todo.
Joe era camionero, como Andy. Era un irlandés alto, pecoso, con la cabeza cuadrada y los brazos largos como los de un simio. Bailaba como un pazguato, subiendo mucho las rodillas y lanzándose de lado hacia abajo, tanto que su puño, con la mano de Claire doblada dentro, por poco golpeaba contra el suelo. Andy los miraba con fastidio. Claire charlaba sin cesar -¿de qué?- y sonreía como cuando estaba excitada, enseñando las encías de los dientes superiores. Terminó la canción con un trompetazo seco y Lanigan dio un paso atrás antes de hacer una exageradísima reverencia ante Claire, que se oprimió las manos entrelazadas contra el pecho y ladeó la cabeza al tiempo que batía varias veces las pestañas como si fuera una heroína del cine mudo, y ella y Lanigan se rieron al mismo tiempo. Lanigan volvió a su mesa, donde le esperaba un compinche cuyo nombre Andy no recordaba, un tipo bajo y grueso, con el pelo pegado hacia atrás, que parecía igualito que Lou Costello y estaba sentado con dos chicas con pinta de ser camareras en una pizzería. Cuando Lanigan se sentó miró por encima del hombro a Claire, la cual volvía entre las mesas hacia Andy, sonriendo para sí, y dijo algo, y el gordo y las dos tías que estaban con él rieron, y el gordo lanzó una mirada a Andy, que a éste le pareció teñida de compasión.
– ¡Ay, estoy mareada! -dijo Claire al llegar a la mesa.
Se sentó frente a él e introdujo las rodillas bajo la mesa, y se llevó una mano al cabello, como si todavía fuera una estrella del cine. A él no le pareció que estuviera realmente mareada. En la blusa se le notaban dos manchas de humedad bajo los brazos. Se puso en pie, dijo que iba a por otra cerveza y ella le preguntó con su dulce hilillo de voz si no le parecía que tal vez debería aflojar un poco y, aunque logró esbozar una sonrisa al decirlo, él la miró con cara de pocos amigos. Ella dijo entonces que ya que estaba de pie podría traerle un vaso de ponche. Mientras él se alejaba, ella se inclinó sobre la mesa con ansiedad y miró el capazo con otra de sus sonrisas de chiflada.
Sabía que no debía hacerlo, pero en cuanto tuvo las bebidas en ambas manos hizo un desvío para pasar junto a la mesa de Lanigan. Se detuvo a saludar. Lanigan, que estaba de espaldas a él, dio evidentes muestras de estar sorprendido, y volvió su cabeza grande y cuadrada a la vez que miraba hacia arriba. Le preguntó qué tal estaba y lo llamó amigo. Andy le dijo que estaba bien; quería mostrarse amistoso, sin hacer demasiado hincapié en nada. Los otros, las dos mujeres y el gordo -Cuddy, así se llamaba el muy asqueroso, de pronto se había acordado-, lo miraban desde el otro lado de la mesa. Parecían procurar por todos los medios no sonreír demasiado. A Cuddy le temblaba la boquita mujeril en una de las comisuras.
– Eh, Cuddy -dijo Andy, todavía en tono ligero, todavía con calma-. ¿Has visto algo divertido? -el gordo enarcó las cejas, que tenía gruesas, negras, y parecía que las llevase pintadas-. Eh, te estoy preguntando que si has visto algo -repitió Andy a la vez que endurecía la voz- que te haga gracia.
Cuddy, tan al borde de la carcajada que no podía arriesgarse a contestar, miró a Lanigan, que fue quien contestó por él.
– Eh, eh -dijo, riéndose como si tal cosa-. Tómatelo con calma, Stafford. ¿Dónde te has dejado el espíritu navideño?
Una de las mujeres soltó una risita y se inclinó hacia la otra, hasta que se tocaron los hombros. La que se había reído era grandullona, ordinaria; tenía los dientes grandes y manchados de carmín. La otra era delgada, con pinta de ser hispana. Enseñaba un escote amplio y huesudo, de piel de pollo asado, en la uve que formaba su blusa.
– Sólo te estoy haciendo una pregunta -dijo Andy sin hacer caso de las mujeres, como si no estuvieran allí-. ¿Alguno de los dos habéis visto algo que os haga gracia?
En las mesas cercanas, algunos se habían vuelto y lo miraban sin perder ripio, creyendo que iba a contar un chiste. Oyó que alguien decía: Eh, mira, tú: si es Audie Murphy. Otro soltó una carcajada a duras penas contenida.
– Escucha, Stafford -dijo Lanigan como si empezara a ponerse nervioso-. No queremos complicaciones, y menos aquí, y menos hoy, ¿entendido?
Entonces, ¿dónde y cuándo?, estuvo Andy a punto de preguntar, pero notó que alguien le tocaba en el brazo y se volvió rápidamente, a la defensiva. Claire estaba a su lado y le sonreía. Con su voz aguda de muñeca le dijo:
– Ese ponche se va a quedar caliente antes de que lo pruebe.
No supo qué hacer. Los que estaban sentados a tres mesas de distancia lo miraban con atención. Se vio tal como ellos lo estaban viendo, la camisa blanca, los vaqueros, las botas camperas, con un vaso de líquido rosa en una mano y un nervio saltón en la mejilla. Lanigan se había vuelto de lado en la silla y miraba a Claire, indicándole en silencio que se llevara cuanto antes a su hombrecito y que no permitiera que se metiese en ningún lío.
– Vamos, cariño -murmuró-. Vámonos.
Cuando de nuevo estuvieron en su mesa, a Andy empezó a movérsele la rodilla izquierda de arriba abajo, muy deprisa, con lo cual la mesa vibraba. Claire actuaba como si no hubiera ocurrido nada. Seguía sentada con el mentón apoyado en un dedo doblado, contemplando a las parejas que bailaban, tarareando, meciendo los hombros al compás de la canción. Él imaginó que le arrebataba el vaso de ponche, que lo rompía contra el canto de la mesa y que le encajaba el borde dentado en el cuello, suave, blanco, indefenso. Lo había hecho una vez, hacía mucho tiempo, cuando le rajó la cara a la reina del baile en el instituto, la que se había reído de él cuando él le pidió un baile, otra de las razones por las cuales nunca volvería a Wilmington.
Josh Crawford estaba ese día de un humor casi alborozado, libre de toda preocupación. Le gustaba saborear los frutos de sus éxitos, y la visión de todo el personal de la empresa pasándolo bien en medio del verdor de su invernadero acristalado se le hacía sumamente grata, y más teniendo en cuenta que de un tiempo a esta parte había tenido que paladear muchas amarguras. Era sabedor de que pocas ocasiones como aquélla le quedaban por vivir; para él, incluso podría ser la última. Le faltaba el aire día a día; lo inspiraba con una punzada de pánico que le acometía despacio, como si lentamente se estuviera hundiendo en el agua y sólo tuviera una pajilla por la cual respirar, una pajilla cada vez más fina, como uno de esos tubos de cristal que recordaba de sus tiempos mozos, del colegio, por más que al colegio hubiera ido pocos días. ¿Cómo se llamaban aquellos tubos? De un modo extraño le resultaba cómico el proceso acelerado de su propia disolución. Tenía los pulmones tan congestionados que se hinchaba por momentos y se ponía azul, como si fuera una especie de rana de Sudamérica. La piel de las piernas y los pies la sentía tan tensa y transparente como un profiláctico; con la enfermera que le cortaba las uñas hacía chistes, diciéndole que tuviera cuidado de no clavarle las tijeras, no se fuese a desinflar y terminaran los dos hechos un desastre. ¿Quién iba a suponer que la traición del tiempo iba a resultarle, al final, tan graciosa?
Golpeó con los nudillos en el brazo de la silla de ruedas para que la enfermera dejara de empujar y le atendiera. Cuando ella se inclinó por detrás y arrimó la cara a la suya, él captó su olor placentero, almidonado; supuso que en parte debía de ser un olor que le recordaba a su madre, muerta tiempo atrás y tiempo atrás olvidada. Buena parte de su preocupación oscilaba ahora hacia el pasado, ya que era muy poco el futuro que le quedaba por delante.
– ¿Cómo se llaman esas cosas que usan los farmacéuticos -le dijo con ronquera-, esos tubitos de cristal encima de los cuales se pone un dedo para evitar que se derrame el líquido que contienen? ¿Cómo se llaman?
Ella le dedicó la media sonrisa teñida de escepticismo, de soslayo, que le dedicaba siempre que tenía la impresión de que estaba tomándole el pelo.
– ¿Tubos? -dijo ella.
– Sí, tubos de cristal -se le agotaba la paciencia, golpeó de nuevo el brazo de la silla-. Usted es enfermera, maldita sea. Se supone que tiene que saber esas cosas.
– Bueno, pues no lo sé.
Se irguió y desapareció tras él al tiempo que volvía a empujar la silla de ruedas. Él nunca podía seguir enfadado con ella demasiado rato. Le gustaban las personas que le plantaban cara, aunque con ella, creía, no era tanto un caso de valentía como de estupidez: no parecía darse cuenta de lo peligroso que era él, de lo vengativo que podía llegar a ser. O tal vez sí se daba cuenta y le daba igual. Si nadie es un héroe para su ayuda de cámara, quizás nadie pueda ser un monstruo para su enfermera. En su primer día de trabajo en la casa él le ofreció cien dólares a cambio de que le mostrase los pechos. ¡Cincuenta pavos por cada teta! Ella lo miró fríamente y se rió; picado, inesperadamente frustrado, él trató de salir del paso farfullando cualquier cosa, diciéndole que era algo que siempre pedía a las mujeres a las que contrataba, a modo de prueba, y que con su negativa había salvado honrosamente. Ésa fue la primera vez que él vio la tenue sonrisa de burla y superioridad que ella esbozaba. «¿Y quién dice que me he negado?», le contestó. «Podría haberle mostrado los pechos a cambio de nada, con tal que usted me lo pidiera educadamente.» Pero nunca volvió a pedírselo, ni educadamente ni de otro modo, y ella no reiteró su oferta.
Las parejas que pululaban a la orilla de la pista de baile ya lo habían visto, con lo que habían dejado de bailar y permanecían en pie viéndolo avanzar, de dos en dos, torpones, como los niños, pensó él con desprecio, con sus chillones atuendos de fiesta. Al contrario que la enfermera, todos estaban al corriente de su reputación, sabían de qué era capaz, sabían cómo reaccionaba cuando se le provocaba. Una de las mujeres inició unos tímidos aplausos que secundó primero su pareja y luego el resto de los bailarines detenidos; al cabo de pocos momentos toda la gran sala de cristal era un estrépito de aplausos. Era un sonido que él detestaba de manera especial. Le hacía pensar en los pingüinos, ¿o eran las focas? Alzó una mano para hacer un gesto fláccido, pontificio, asintiendo a un lado y a otro a modo de reconocimiento, deseoso de que terminase cuanto antes ese ruido espantoso, al cual se habían sumado entonces los músicos de la banda, poniéndose en pie y lanzando con sus instrumentos una andanada de pedorretas y silbidos en la que reconoció una parodia de la melodía de Salutación al jefe. A la larga, cuando el último aspirante a congraciarse con él dejó en paz las manos, y los músicos volvieron a sentarse, hizo un intento por dirigirse a la concurrencia, por desearles felicidad, pero le falló la voz y comenzó a toser y enseguida estuvo doblado sobre sí mismo, a punto de caerse de bruces de la silla, jadeando, estremeciéndose, moqueando y babeando sobre la manta que le cubría las rodillas, al tiempo que la enfermera se peleaba con la válvula de la bombona de oxígeno que alojaba bajo la silla, entre las ruedas, y sólo entonces notó que una mano se había posado sobre su hombro y que una voz le decía:
– ¿Me llamabas, querido?
Rose Crawford era una mujer hermosa, y además lo sabía. Era alta y esbelta, de hombros estrechos y cintura estrecha, y caminaba con paso de pantera al acecho. Tenía los ojos grandes, negros y lustrosos, y los pómulos altos -se rumoreaba que corría por sus venas sangre india-; miraba el mundo en general con desdén, cuando no con un punto de sorna guasona que nunca se tomaba la molestia de disimular. A Josh Crawford le gustaba hacer alarde de que era su posesión más preciada; bromeaba diciendo que la había cambiado por un Rembrandt, aunque más de uno pensaba que tal vez no fuera del todo una broma. Había hecho acto de presencia en su vida como si cayera del cielo, con un anillo en el anular que llevaba engastado un diamante seguramente del tamaño, dijo alguno, de la próstata de Josh. Hubo con anterioridad otra señora Crawford -hubo dos en realidad, la primera de las cuales había fallecido-, que fue empaquetada como si tal cosa en un asilo, y ahora ya nadie recordaba con claridad qué aspecto tenía, pues su recuerdo quedó por completo eclipsado por Rose, mucho más vistosa en sus lujos. Parecía cosa de un cuento de hadas, o tal vez de esas historias de la Biblia, la unión de esa mujer dura, pero hermosa, y del viejo perverso. Cualquiera que viese a Josh Crawford mirar a su esposa, muchísimo más joven que él, por un momento se reconciliaba con el hecho de no ser tan rico como él ni tan hermoso como ella.
Rose bruscamente arrebató la mascarilla de plástico de manos de la enfermera y la oprimió sobre la nariz y la boca de Josh. El siseo del oxígeno en el tubo de goma siempre le hacía pensar en las serpientes; con quebradizo afecto a menudo llamaba a Josh su vieja cobra. En esos momentos, encorvado e inmenso en la silla de ruedas, alicaído, jadeando en la mascarilla, más parecía un alce herido. Los bailarines que vieron interrumpido el festejo se habían quedado boquiabiertos mirándolo con ansiedad e interés, según se debatía por respirar. A fin de cuentas el viejo era su futuro asegurado, aun cuando tampoco es que tuviera tintes muy halagüeños. Bastó una mirada de sus ojos negros como la tinta para que todos se dieran la vuelta deprisa y corriendo.
Josh se arrancó la mascarilla de la cara.
– ¡Sácame de aquí! -gruñó entrecortadamente. Estaba furioso al haberse dejado ver así en presencia de sus empleados. La enfermera hizo ademán de empuñar las asas de la silla, pero él se volvió y agitó un puño ante ella-. ¡Tú no!
Le asomaba un blanco espumarajo en los labios. Rose dedicó su sonrisa más suave y risueña a la enfermera y dio la vuelta a la silla para emprender el camino a los arcos por los que se entraba en la mansión propiamente dicha. Josh rascaba con las uñas los reposabrazos de cuero de la silla, murmurando para sí alguna palabra que sonaba a pitpit. Pájaros, se dijo Rose. ¿Por qué hablaba ahora de pájaros? De las hidrópicas cavernas de su pecho emanó un trueno profundo y retumbante en el que ella supo reconocer una carcajada. Cuando habló de nuevo ella tuvo que inclinarse y arrimar la cara a la suya, como había hecho la enfermera antes.
– ¡Nada de pájaros! -graznó. Había oído lo que ella estaba pensando, como hacía tantas veces. A ella le impresionaba y le alarmaba a partes iguales esa extraordinaria destreza telepática que tenía-. Una pipeta -dijo-. Así se llama, eso es lo que usan los farmacéuticos.
– Lo que tú digas, cielo -respondió ella con un suspiro-. Lo que tú digas.
Cuando Claire logró llevar a Andy a la pista de baile, él no quiso bailar. No pudo bailar, de lo borracho que estaba. La sala daba vueltas a su alrededor. Dondequiera que mirase se encontraba con caras brillantes y coloradas de tanto reír. Claire, preocupada por lo que pudiera hacer -la expresión de sus ojos entrecerrados empezaba a darle miedo-, se lo llevó de la mano a su mesa, asegurándose de seguir sonriendo, de modo que nadie llegara a detectar lo que en realidad sentía. La pequeña Christine se había despertado, y la mujer de la mesa de al lado la tenía sobre las rodillas y le decía algo. La niña iba vestida con un faldón de cristianar que una monja jovencita de St. Mary le había hecho expresamente; le empezaba a quedar pequeño, aunque como era tan largo aún pendía, pensaba Claire, como la cola de una estrella. La tomó en brazos, su pequeña estrella fugaz, y se sentó con la cría sobre las rodillas, dando las gracias a la mujer por habérsela cuidado, y entonces se sintió mal, pues adivinó por la mirada que intercambió con su pareja, sonriente, pero triste, que tampoco ellos tenían hijos, y ella sabía muy bien qué se sentía. Hizo como que no se daba cuenta de que Andy estaba de pie a su lado, respirando sonoramente, meciéndose un poco y mirando con ojos enojados, estaba segura, a la niña, como hacía siempre que bebía demasiado. Agarró una botella de cerveza por el cuello, echó la cabeza atrás y se vertió el contenido en el gaznate; por la pinta que tenía al tragar, Claire no pensó esta vez en estar en la cama con él, sino que pensó en un mulo que su padre tenía en la granja, y que levantaba la cabeza de ese modo cuando relinchaba porque se sentía solo o porque estaba enamorado, según le dijo su hermano Matty con una mueca lasciva, Matty, que años después iba a morir en un accidente de helicóptero en Corea. Pobre Andy, pensó, tan solo también, porque nadie lo había querido hasta que ella apareció en su vida, a lo cual, aun en contra de su voluntad, no pudo abstenerse de añadir demasiado tarde.
Alguien a quien Andy conocía, uno de los camioneros con los que trabajaba, había prometido llevarlos de vuelta a la ciudad. Fueron en su busca, Claire avanzando deprisa con la niña en brazos y Andy a regañadientes tras ella, mohíno, embriagado, eructando y murmurando para sí, con el capazo vacío en una mano. Tuvieron que entrar por las puertas de doble hoja que comunicaban la Galería de Cristal con un vestíbulo de altas paredes de piedra, con una descomunal chimenea y una alfombra de piel de oso al pie, amén de cabezas de animales disecadas y cuadros antiguos y marronáceos en las paredes. En el vestíbulo había mucho ruido, estaba lleno de personas que se ponían los abrigos de invierno y las botas de agua, que se despedían unas de otras y se deseaban unas felices Navidades. Claire, mirando atrás para cerciorarse de que Andy aún la seguía, tropezó con alguien que se había cruzado en su camino y emitió un grito involuntario, temerosa de que la niña pudiera caérsele, cosa que podría haber ocurrido si la otra persona no hubiera extendido una mano con fuerza para ayudarle a conservar el equilibrio. Claire reconoció a la enfermera del señor Crawford. Tenía cara de auténtica irlandesa, ancha y amistosa, con el cabello rojizo, recogido en dos moños que le cubrían las orejas y que llevaba sujetos con horquillas a uno y otro lado de la cofia. Había estado conversando con uno de los jóvenes camioneros, flirteando con él a todas luces, pues se le veían coloradas las mejillas y aún sonreía cuando se volvió e instintivamente alargó la mano por debajo del brazo con el que Claire sostenía a la niña. ¡Disculpe!, dijeron las dos mujeres a la vez, y las dos miraron a la pequeña Christine, que a su vez las miraba con aire desconcertado, inquisitivo, entre los pliegues de la manta de color rosa en que iba envuelta. A punto estaba la enfermera de decir algo más, pero Andy se abrió paso anunciado por el olor a cerveza de su aliento, y el camionero con el que estaba hablando la enfermera se hizo a un lado al ver que Andy venía borracho, por no querer entrometerse, no por nada tenía Andy la fama que tenía, y Claire dio las gracias a la enfermera y se sonrieron una a otra y Claire y Andy siguieron su camino, Andy apretando a Claire por el brazo para obligarla a avanzar más deprisa.
Cuando ya habían pasado, Brenda Ruttledge frunció el ceño unos instantes, y al cabo meneó la cabeza y volvió a buscar al camionero, que había desaparecido entre la multitud.
Claire no se dio cuenta de que se había dormido hasta que la despertó el llanto que llegaba de la habitación de la niña. Había soñado que seguía en la fiesta, y el sueño había sido tan real que le pareció que realmente estaba allí y no aquí, en casa, en su cama, a la titilante luz de la nieve, sin que nada perturbase el silencio desmesurado que llegaba desde las calles nevadas en derredor, nada salvo el conocido llanto de la niña, entrecortado por la tos, que le aceleró el corazón tal como sabía que sólo podría suceder si ella fuese la madre natural. ¡Natural! ¿Habría algo más natural que el amor que ella prodigaba a su pequeña Christine? Extendió la mano y palpó tan sólo el espacio cálido, aunque ya se enfriaba, donde debiera haber estado Andy. Debía de haber oído a la niña antes que ella y se había levantado a ver qué le pasaba. Oyó su voz hablar con la niña, chistarle. Debió de dormirse otro minuto. Cuando despertó de nuevo fue el silencio lo que la sobresaltó, un silencio en el que había algo extraño. No se puso en pie de un brinco a pesar de saber que debía hacerlo. Siguió inmóvil, plenamente alerta, con todos los sentidos en vilo. Después pensó que tuvo que haberse dado cuenta, que tuvo que saber sin saberlo que ésos iban a ser los últimos y contados instantes de inocencia y de paz que iba a disfrutar sobre la tierra.
No fue consciente de que había echado a correr, de que la llevaban sus piernas, de que sus pies golpeaban el suelo; sólo creyó moverse sin esfuerzo y sin estorbo -como el viento, ésas fueron las palabras que le vinieron a la cabeza- al atravesar el dormitorio, el pasillo, y entrar por la puerta abierta del cuarto de la niña, en la cual se detuvo. No había luz en la habitación, a pesar de lo cual vio la escena como si estuviera iluminada, como uno de los platos que a veces veía en las revistas de las estrellas de cine, bañada por una luz cruda, irreal. Andy estaba de pie junto a la cuna, inmóvil, los hombros caídos, las rodillas dobladas, los ojos cerrados y las cejas enarcadas, como si, pensó, estuviera esperando a que le llegara un estornudo. Lo que tenía en las manos podría haber sido una sábana hecha una bola, aunque ella supo que no lo era. Permanecieron así un tiempo de duración imposible de calcular, ella en el umbral, él junto a la cuna, y sólo entonces, al oírla, o tal vez al percibir su presencia, abrió los ojos y pestañeó dos o tres veces, como una persona hipnotizada al salir del trance. Lanzó hacia ella una mirada de culpa, furtiva, enojada, pensando, ella lo vio, algo que decir en ese instante.
Todo estaba extrañamente en calma. Ella caminó hasta donde estaba él y él le entregó el bulto que tenía en las manos, lo apretó en sus brazos casi como si fuese un obsequio que le hacía, un ramo de flores por ejemplo, que se hubiera cansado de sostener mientras la esperaba. La niña tenía puesto el pijama, un peso cálido e inerte en sus brazos. Claire le acunó la cabeza en la palma de la mano, notando la textura familiar de la piel como un parche de terciopelo suelto sobre el cráneo.
– Ay, Andy -dijo, como si fuera él, y no ella, quien sostenía a la niña en brazos-. ¿Qué has hecho?
Un accidente, dijo él que había sido. Un accidente. Lo repetía una y otra vez, podría ser algo que hubiera decidido aprender a decir de corrido. Estaban ya en su dormitorio, y ella sentada en la cama, derecha, con la espalda muy recta, con el bebé inmóvil sobre las rodillas. Andy caminaba de un lado a otro delante de ella, pasándose la mano repetidamente por el pelo, desde la frente hasta la nuca. Vestía vaqueros y camiseta -cuando llegaron a la casa comenzó a desvestirse y, demasiado borracho para terminar, se tumbó en la cama tal cual estaba- y unos calcetines blancos, hasta el tobillo. Ella notaba el olor a cerveza rancia en su aliento. Pero parecía jovencísimo con aquella camiseta y los calcetines cortos. Dejó de mirarlo. Deseó, de una manera fatigada, melancólica, no tener que volver a mirarlo nunca más. La niña no tenía los párpados cerrados del todo, se dio cuenta, y algo rebrillaba entre ellos. Muerta. Se dijo la palabra por dentro, como si fuera una palabra en una lengua extranjera.
– Estaba llorando -dijo Andy-. Estaba llorando y le di un meneo -lo decía en voz baja, apremiante, no a ella, ni tampoco para sí: era como un actor desesperado en su intento por memorizar las palabras que en cuestión de segundos, cuando subiera el telón, iba a tener que pronunciar con tal fuerza, con tal sinceridad, que toda la sala quedara convencida-. Fue un accidente. Un terrible accidente.
Ella notó que se impacientaba.
– Llama a St. Mary -le dijo.
Él se detuvo y la miró. -¿Qué?
Estaba de pronto cansada, cansadísima.
– A sor Stephanus -dijo de nuevo con lentitud, con toda claridad, como si le hablase a un niño. Tal vez, pensó, de ahora en adelante no podré hablar de otro modo, ni con él ni con nadie-. A St. Mary. Llámala.
Él entornó los ojos con suspicacia, como si recelase de algún truco.
– ¿Y qué le digo?
Ella se encogió de hombros, y, con ese movimiento, el brazo sin vida de la pequeña Christine rodó a un lado, la manecita gordezuela con la palma vuelta hacia arriba, como si también ella estuviera a punto de hacer una pregunta, de pedir consejo, de suplicar ayuda.
– Dile eso mismo -dijo Claire con un tono de repentino, áspero sarcasmo-, dile que ha sido un accidente.
Algo se le rompió en ese momento por dentro, lo sintió como si se le tronzara un hueso, y se echó a llorar.
Él la dejó donde estaba, sentada al borde de la cama con el camisón de algodón y el bebé sin vida sobre las rodillas, las lágrimas rodándole por la cara. Algo vio en ella que le dio miedo. Parecía una figura de piedra que un piel roja o un chino pudieran adorar. Se echó un abrigo sobre los hombros y bajó a todo correr las escaleras de fuera. Las ringleras de nieve helada en los peldaños le resultaron duras como el cristal bajo los pies descalzos. La tormenta había cesado, el cielo estaba alto y despejado, tachonado de estrellas relucientes. Cora Bennett estaba despierta -¿dormía alguna vez?- y le dejó entrar por la puerta de atrás. El teléfono, dijo él sin darle tiempo a decir nada, necesitaba usar el teléfono. Ella pensaba que venía por otra cosa, pero cuando le vio la cara y le oyó hablar se limitó a asentir y a indicarle la sala de delante, donde estaba el teléfono. Él vaciló unos instantes. Ella llevaba un camisón, nada más. Vio que se le ponía carne de gallina en los antebrazos.
– ¿Qué ha pasado? -dijo.
Él dijo que había sido un accidente y ella asintió. ¿Cómo era posible, pensó, que las mujeres nunca parecieran sorprenderse cuando se torcían las cosas? Entonces vio algo en sus ojos, una luz, un destello de ansia, y se dio cuenta de que había pensado que era Claire quien había sufrido el accidente.
Tuvo que mirar el número del hospicio en el listín. Había docenas de iglesias, conventos, colegios llamados St. Mary. El teléfono era de los antiguos, un huso con un disco y un micrófono; el receptor colgaba de un gancho al lado. Volvió a titubear. Era noche cerrada: ¿habría alguien despierto que contestara a su llamada? Y, aun cuando hubiera alguien, ¿qué posibilidades tenía de que le pasara con la dichosa Madre Superiora? Comenzó a marcar, se detuvo, se quedó con el dedo índice metido en el agujero, sintiendo con vaga satisfacción lo tenso que se hallaba el disco, lo apretado que estaba contra el lateral de su uña. Cora se acercó en silencio a su lado. Nunca se había dado cuenta de que era mucho más alta que él. Tampoco le había importado nunca que las mujeres fueran más altas que él, incluso le gustaba, a decir verdad. Le preguntó a quién llamaba, pero no respondió. El abrigo se le había resbalado de un hombro. Ella se lo volvió a colocar con ternura en su sitio. Le rozó el cuello con los dedos. Él cerró los ojos. No recordaba haber tomado a la niña de la cuna. Había estado llorando, no se callaba. No la había zarandeado con fuerza, lo sabía muy bien, pero ¿con cuánta fuerza la zarandeó? Tenía que pasarle algo, algo malo tenía que tener, alguna debilidad en la cabeza, habría salido a relucir tarde o temprano. Había sido un accidente. No era culpa suya. Dejó el receptor en el gancho y se volvió a Cora sin decir palabra, cabizbajo. Ella lo tomó entre sus brazos, estrechándolo, oprimiéndole la cara contra su pecho frío.
Con posterioridad, Quirke trató de recomponerlo todo mentalmente, como si fuese un rompecabezas. Nunca lo llegaría a tener completo. Los trozos que recordaba con más claridad eran los menos significativos, como el olor de los laureles empapados tras la balaustrada de la plaza, el reflejo picado por la lluvia de una farola en un charco, el tacto frío y grasiento de los peldaños bajo sus dedos, con los que a tientas, a la desesperada, trataba de agarrarse. Todo lo impregnaba, sin embargo, una profunda sensación de vergüenza; ésa debía de ser la razón por la que no pidió ayuda a voces. Vergüenza y cierta incredulidad. Esa clase de cosas no pasaban, aunque ésta sí había pasado: la prueba estaba en sus heridas. Había pensado, cuando llegó al pie de los peldaños, en la oscuridad húmeda y reluciente, que iba a morir. Destelló ante sus ojos una imagen, su céreo cadáver tendido sobre la mesa de disección, bajo una luz inmisericorde, y vio a Sinclair, su ayudante, encima de él con su delantal verde, flexionando las manos enguantadas como un virtuoso que a punto estuviera de sentarse al piano. Le llegó el dolor volando de todas partes, un dolor cortante, negro, anguloso, y pensó en otra imagen, los grajos a la caída de la noche revoloteando por encima de los árboles desnudos, recortados en el cielo invernal. O no, no del todo: eso fue lo que pensó después, cuando trataba de colocar en su sitio los trozos sueltos que conservaba acerca de lo ocurrido. En el momento no fue consciente en modo alguno de que su cerebro funcionase, salvo en la actividad de registrar las cosas más triviales, las hojas de laurel, el reflejo de la farola, los peldaños enfangados.
Había parecido en un principio un ejemplo absurdo de cómo se repiten los acontecimientos, y en la confusión de los primeros momentos pensó que alguien le estaba gastando una broma. Apenas quedaban unos minutos de luz crepuscular cuando caminaba hacia su casa atravesando la plaza. Hubo por la tarde una copa navideña en el hospital, asunto más bien tedioso y cansino, que presidió Malachy con intranquila bonhomía, y aunque Quirke no tomó más que un par de copas de vino, o alguna más, notó que veía las cosas desdibujadas y que le pesaban las extremidades. Soplaba un viento descorazonado y llovía con desgana; el humo ascendía de las chimeneas en tal o cual dirección, recortándose en el cielo sobre la plaza. Igual que habían hecho la vez anterior, y exactamente en el mismo lugar, los dos aparecieron sigilosos como las sombras surgidas de la penumbra, y con toda facilidad se pusieron a su paso, uno a cada lado. No se protegían la cabeza con nada. Llevaban unos impermeables baratos, de plástico, transparentes. El más flaco, Punch en persona, le dedicó una sonrisa reprobatoria y pesarosa.
– Felicitaciones de temporada, capitán -dijo-. Ya veo que otra vez anda usted en plena oscuridad, y además con lo húmeda que está la noche, ¿eh? ¿No le avisamos que no le convenía?
– Pues sí, sí que le avisamos -concordó Judy, el gordinflón, asintiendo vigorosamente con la cabeza grande y ovalada, sobre la cual centelleaba una rociada de gotas de lluvia.
Habían comenzado a restarle espacio por ambos lados, pegándose hombro con hombro, encajonándolo entre los dos. Eran más bajos que él, y seguramente no eran tan fuertes, aunque así aprisionado se sintió desvalido, como un niño grande, blando, desamparado. El señor Punch empezó a hacer un ruidito molesto.
– Es usted un hombre muy curioso, ¿lo sabía? -dijo-. Un verdadero metomentodo.
A Quirke le pareció imperativo no decir ni palabra, pues sólo con decir algo les concedería una ventaja, no sabía cómo, pero estaba seguro de que era así. Llegaron a la esquina de la plaza. Pasaron algunos coches, los neumáticos sobre el asfalto mojado emitían un siseo como el de la grasa al freírse. Uno bajó la velocidad para doblar, el indicador naranja intermitente. ¿Y si llamara al conductor, agitara los brazos o echara a correr incluso, para subir de un salto al estribo y ponerse a salvo? No hizo nada y el coche siguió su camino, dejando a su paso una estela de humo gris.
Los tres cruzaron la calle hasta la otra esquina. Quirke tenía una sensación de inadecuación casi cómica. Pensó en la pinta que debía de tener el trío, los dos encorvados con sus impermeables de plástico, del color del humo, y él mucho más alto, con su anticuada trinchera de tweed y su sombrero negro. Aquellos dos con aspecto de estudiantes, los que pasaban en ese momento por la otra acera, ¿llegarían a darse cuenta, se acordarían, serían capaces de describir la escena al juez de instrucción, con sus propias palabras, antes de que pasara mucho tiempo y siempre y cuando alguien se lo pidiese? A pesar del frío de la última hora del día, Quirke notaba el sudor en el nacimiento del cabello, bajo la badana del sombrero. Tenía miedo, aunque fuera con distanciamiento, como si su miedo hubiera conjurado a otra versión de sí mismo para que habitara el miedo, y él, el original, tuviera que acudir en ayuda de ese otro yo, temeroso, y estar preocupado por él, tal como estaría, imaginó, por un gemelo, o por un hijo ya adulto. Como una locura se le ocurrió el pensamiento de que ya podría estar muerto, de que podía haber muerto de miedo allí en la esquina, y de que ese corpachón que seguía adelante a trancas y barrancas, entre sus dos captores, era sólo el residuo mecánico del yo que se había salido de él y observaba el triste final de su vida con compasión y con vergüenza. La muerte era la provincia de su profesión, si bien ¿qué sabía él de la muerte en realidad? En fin. En ese momento le pareció que estaba a puntó de recibir una enseñanza de primera mano sobre ese lúgubre saber.
No había luz al pie de las escaleras, olía a hierbas de ciudad y a manipostería húmeda. Quirke tuvo conciencia de una ventana de sótano protegida con barrotes y, a sus espaldas, una puerta estrecha que tuvo la certeza de que nadie había abierto en muchos años. Vivió un momento casi de paz, allí espatarrado con las piernas torcidas bajo su propio cuerpo, mirando los barrotes, cada uno de ellos embadurnado con un manchurrón de luz idéntica, líquida, al pie, producido por la farola más cercana, y por encima de ellos el cielo ensuciado, iluminado con tenuidad, con la luz radiante y enfermiza de la ciudad. La lluvia fresca y fina le picaba en la cara. Vistos desde ese ángulo, sus agresores parecían casi cómicos al bajar las escaleras tras él, dos figuras en escorzo, precipitadas, a empellones, las rodillas y los codos como si fueran pistones y el plástico de sus impermeables crujiendo sin cesar. Comenzaron a darle puntapiés sin mediar palabra, concentrados, estorbados por la estrechez del espacio en el que se había alojado su cuerpo tras la caída. Se volvió de un lado y de otro como mejor pudo, empeñado en proteger los órganos vitales, el hígado, los ríñones, los genitales instintivamente contraídos, a sabiendas del aspecto que presentarían cuando Sinclair lo rajase. La pareja lo trabajaba con la destreza que genera la experiencia, el flaco en un despliegue de agilidad de bailarín, mientras el gordo se ocupaba del trabajo más pesado. Notó sin embargo cierta contención en sus esfuerzos; restringían los puntapiés a las piernas y a la parte superior del torso, evitando la cabeza cuando podrían haberla alcanzado, y se le ocurrió que seguramente habían recibido la orden de que no muriese. Aceptó esta intuición con una indiferencia que casi fue decepción. El dolor era lo que importaba en esos instantes, más incluso, le pareció, que la propia supervivencia; el dolor y el modo de soportarlo, el cómo -la palabra le vino a las mientes-, el cómo encajarlo. Al fin, su conciencia halló la solución en vez de él, y se dejó vencer. Al perder el conocimiento le pareció ver un rostro, un rostro redondo y rocoso como la luna invisible, que flotaba sobre la balaustrada y lo observaba con desapasionamiento, un rostro que reconoció, pero que no supo identificar. ¿De quién era? Le molestó no saberlo.
Aún estaba allí ese rostro cuando recobró el conocimiento por vez primera. La oscuridad era distinta, más suave, más difusa, y no llovía. De hecho, todo era diferente. No entendió dónde se encontraba. Era Mal el que se inclinaba sobre él, con el ceño fruncido, vivamente atento. ¿Y cómo había sabido Mal dónde encontrarlo? Algo parecía sujetarlo por una mano, pero cuando volvió la cabeza para ver qué era brotó una náusea en su interior y cerró con prisa los ojos. Al abrirlos, tan sólo un momento después, Mal ya no estaba, la oscuridad había vuelto a cambiar, ya no era de hecho oscuridad, era una grisura brumosa con algo que palpitaba despacio, enorme, en el centro: era él, él era lo que palpitaba, roído por un dolor romo, vasto, difícil de creer. Esta vez con cautela volvió los ojos al costado y vio que era Phoebe quien lo sujetaba de una mano, y por un instante, en su estado semiconsciente, drogado, de ensoñación, creyó que era Delia, su difunta esposa. ¿Estaba sentada a su lado, en los peldaños del sótano? Algo como la niebla espesa se interponía entre ambos, o bien un banco de nubes, pero tan sólido que la mano de él, en la de ella, descansaba sobre esa esponja mullida. Durante un instante de vértigo temió estar a punto de echarse a llorar. No era niebla, sino una sábana blanca con una manta debajo.
Dormir, tenía que dormir.
Cuando volvió a despertar era de día y Mal estaba de nuevo allí, y Sarah estaba sentada junto a la cama, donde estuvo sentada Phoebe; tras ella había otras personas que se movían, hablaban y alguien que rió. Había formas de papel de colores colgadas del techo.
– Quirke -dijo Sarah-. Has vuelto -sonrió. Pareció costarle un esfuerzo, como si también ella fuese presa del dolor.
Mal, de pie, respiró hondo por la nariz. -Estás en el Mater -le dijo. Quirke cambió de postura y la rodilla izquierda le produjo un zumbido como si tuviera una colmena dentro.
– ¿Es grave? -preguntó, extrañándose de que la voz le funcionase.
Mal se encogió de hombros. -Sobrevivirás.
– Me refiero a la pierna -dijo Quirke-. La rodilla.
– No demasiado. Te han puesto un clavo. -¿Quién ha sido? Mal apartó la vista hacia un lado. -La guardia no está al corriente -murmuró-. Dan por supuesto que fue un intento de robo.
Las doloridas costillas de Quirke no le permitieron reír.
– El clavo, Mal -dijo-. ¿Quién me ha puesto el clavo?
– Ah -Mal pareció avergonzarse-. Billy Clinch. -¿Billy el carnicero?
La expresión cohibida se enfrió en su rostro. -Estaba de vacaciones. Esquiando. Lo hemos hecho volver ex profeso. -Gracias.
Se aproximó a la cama una enfermera grandullona y pelirroja.
– Mire usted -dijo a Quirke con un marcado acento… ¿de Cork? ¿O era de Kerry?-. Ya creíamos que no se iba usted a despertar jamás.
Le tomó el pulso y se marchó, dejándolos a los tres sin saber qué hacer, aún más de lo que ya estaban antes. Mal apretó los labios y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta, que llevaba abotonada, con los pulgares por fuera. Se dispuso a estudiarse las punteras de los zapatos. No había mirado a Sarah ni una vez, ni ella a él. Mal llevaba un traje azul claro y una corbata amarilla, de lazo. Qué incongruente en él, pensó Quirke, esas prendas tan alegres y festivas.
– Vendrás a quedarte con nosotros, naturalmente, cuando te den el alta, ¿verdad? -dijo Sarah.
Pero los dos sabían que no lo dijo en serio.
El juez lo visitó a la tarde del día siguiente. Para entonces, lo habían trasladado de la sala de urgencias a una habitación individual. La enfermera pelirroja hizo pasar al anciano, impresionada y excitada por la visita de una persona tan ilustre. Se hizo cargo de su abrigo y le ofreció un té que él declinó, y dijo que los dejaba en paz a los dos, aunque añadió, dirigiéndose al juez, que si él, refiriéndose a Quirke, se pusiera molesto del modo que fuera, su señoría sólo tenía que llamarla y ella estaría presente en un abrir y cerrar de ojos.
– Gracias, enfermera -dijo el juez con una sonrisa arrugadísima, ella los miró como si resplandeciera y se marchó. El anciano observó a Quirke y enarcó una ceja-. Vaya -dijo-. Así están las cosas. Va a ser verdad eso que se dice, y es que un médico no puede permitirse el estar enfermo -tomó asiento en una silla junto a la cama. Tras él, una alta ventana daba a la confusión de tejados y de chimeneas humeantes, a un cielo que llenaban los despojos voladores de las nubes preñadas de nieve-. Dios misericordioso, Quirke -le dijo-. ¿Se puede saber qué es lo que te ha pasado de verdad?
Quirke, apoyado en varios almohadones, hizo una atribulada mueca de disculpa.
– Me caí por unas escaleras -dijo.
Bajo la ropa de cama, el perfil de su pierna izquierda, enyesada, era del tamaño de un leño.
– Pues tenían que ser bien empinadas las condenadas escaleras -dijo el juez. En la ventana, por detrás de su hombro, una bandada de pájaros pequeños apareció sin ton ni son tras los tejados y revoloteó por el cielo andrajoso, para caer de uno en uno o por parejas en los mismos puntos desde los que habían alzado el vuelo-. ¿Te encuentras bien? -el anciano cambió de postura con evidente incomodidad, frotándose las manos cuadradas, llenas de manchas hepáticas-. Quiero decir, ¿necesitas alguna cosa?
Quirke dijo que no, y añadió que le agradecía al juez la visita. Encima de la nariz, entre los ojos, volvía a tener la trémula sensación de oquedad, como de llanto incipiente, efecto, supuso, de un trauma aplazado, pendiente de resolución: a fin de cuentas, su cuerpo aún tenía que hallarse agitado, esforzándose por todos los medios para recuperar la normalidad, ¿y por qué no iba a tener ganas de llorar?
– Han venido Mal y Sarah -dijo-. Y Phoebe también, pero cuando aún estaba comatoso.
El juez asintió.
– Phoebe es una buena chica -dijo con un leve deje de insistencia, como si pretendiera descartar de antemano toda objeción. Se modelaba las manos una contra la otra, en un movimiento como si se las lavase-. Se marcha a Estados Unidos, ¿te lo ha dicho?
Quirke notó que se quedaba sin aliento, una especie de elevación en la región cardiaca. No dijo nada, y el juez siguió hablando.
– Sí, se marcha a Boston, a casa de su abuelo Crawford -miraba a todas partes menos a Quirke-. Unas vacaciones, nada más. Una temporadita de descanso, como dicen allá.
Rebuscó en los bolsillos de la chaqueta hasta encontrar la pipa y la petaca de tabaco, con las cuales se afanó, introduciendo las hebras oscuras, húmedas, en la cazoleta, empujándolas con la descolorida yema del pulgar. Quirke lo miraba desde la cama. La luz de la tarde se desvanecía a gran velocidad en la habitación. El anciano prendió un fósforo y lo aplicó a la pipa. El humo y unas chispas salieron volando.
– Así que el novio -dijo Quirke- ha dado su orden de despedida, ¿no?
El juez buscaba un cenicero en el cual depositar el fósforo apagado. Quirke no hizo el menor gesto de ayudarle, y permaneció mirándolo sin pestañear.
– Estos matrimonios mixtos -dijo el juez, procurando dar la impresión de que la cosa no iba con él- nunca salen bien -se adelantó y dejó el fósforo con todo cuidado en la esquina del armario de madera que había junto a la cama-. Además, tiene… ¿Cuántos años tiene?
– Veinte, cumplirá veinte el año que viene.
Por fin lo miró el juez; el resplandor de la ventana daba a sus ojos desvaídos una mayor palidez.
– A una edad tan tierna -dijo-, una vida se echa fácilmente a perder.
Sin levantar la cabeza de los almohadones, Quirke extendió la mano y a tientas intentó abrir el cajón, pero al final el juez tuvo que ayudarle, y encontró su tabaco, le dio un cigarrillo y le prendió un fósforo. Quirke tocó el timbre para llamar a la enfermera, a la que indicó que trajera un cenicero. Ella contestó que no debería fumar, pero él hizo caso omiso, con lo que ella se volvió al juez, miró al cielo y le preguntó si no le parecía que Quirke era un espanto de convaleciente, pero salió al pasillo y al cabo de un momento volvió con un platillo de aluminio, diciendo que tendrían que apañarse con eso, porque era todo lo que había podido encontrar. Cuando se fue, ambos fumaron en silencio unos instantes. La pipa del anciano había dado mal olor al aire de la habitación, y a Quirke el cigarro le supo a cartón quemado. Moría la luz del día en los rincones en sombra de la habitación, pero ninguno de los dos hizo ademán de encender la lámpara que había junto a la cama.
– Dime una cosa -dijo Quirke-. ¿Qué es eso de los Caballeros de St. Patrick, ese asunto en el que está envuelto Mal? -el juez frunció el ceño con desconcierto, pero Quirke se percató de que era fingido-. Eso que tienen montado en Estados Unidos, con las familias católicas y los fondos que aporta Josh Crawford.
El anciano sacó del bolsillo un atacador, y empleó la herramienta plana para comprimir el tabaco en la cazoleta, succionando al mismo tiempo por la boquilla y exhalando agitadas nubes de humo azul.
– Malachy -dijo al fin, recalcando lo que iba a decir- es un hombre bueno -miró a Quirke directamente a los ojos-. Eso lo sabes, ¿lo sabes, Quirke?
Quirke se limitó a devolverle la mirada. Volvió a recordar que Sarah había dicho lo mismo: es un hombre bueno.
– Murió una joven, Garret -dijo al fin-. Otra mujer fue asesinada.
El juez asintió.
– ¿Estás insinuando -preguntó como si no tuviera más que un remoto interés por saber cuál podría ser la respuesta- que Mal estaba involucrado en todo eso?
– Lo estaba… Lo está, mejor dicho. Ya te lo dije. Él dispuso que Christine Falls…
El anciano alzó una mano con fatiga.
– Sí, sí, sé muy bien lo que me dijiste -en la penumbra, con la ventana a la espalda, su rostro era una máscara sin rasgos precisos. Quirke veía la brasa encendida en la cazoleta de la pipa, la veía enrojecer y apagarse, enrojecer y apagarse, como si poseyera un latido propio-. Es mi hijo, Quirke. Si tiene algo que decirme, él me lo dirá a su debido tiempo.
Quirke alargó la mano cautelosamente y apagó el cigarrillo en el plato de aluminio, sobre el armario, dejando que de la colilla emanara su última y amarga humareda. La nicotina había hecho reacción con los analgésicos que le estuvieran administrando, y tenía las terminaciones nerviosas en ascuas.
– Cuando yo era pequeño -siguió diciendo el anciano-, iba a la escuela con las botas atadas y colgadas al cuello, para ahorrar la suela y que no se desgastara el cuero. Te lo digo en serio. Hoy se ríen de estas cosas, dicen que los de mi generación somos unos exagerados, pero te aseguro que no es ninguna exageración. Las botas atadas y colgadas al cuello, una patata asada y una botella de leche tapada con un poco de papel: ésa era la ración que teníamos para pasar el día. Josh Crawford y yo, dos chavales del mismo pueblo. La mitad del tiempo no teníamos ni culeras en los pantalones.
– Y ahora mírate -dijo Quirke-. Eres juez del Supremo y él es un millonario de Boston.
– Nosotros tuvimos suerte. La gente habla de los buenos y viejos tiempos, pero era muy poca cosa lo que era de veras bueno en aquel entonces, ésa es la triste verdad -hizo una pausa. La habitación estaba casi del todo sumida en la oscuridad, las luces de la ciudad iban encendiéndose y parpadeando a lo lejos, por la ventana-. Todos tenemos el deber de lograr que el mundo sea un sitio mejor, Quirke.
– ¿Y los que son como Josh Crawford van a construir un mundo mejor?
El juez rió por lo bajo.
– Si te paras a pensar con qué material tiene que trabajar Dios -dijo-, a veces hay que tenerle lástima. A veces -volvió a callar, como si pretendiera probar lo que iba a decir antes de decirlo-. Tú no eres muy creyente, Quirke, ¿verdad? Eres consciente de que para mí es un gran disgusto que abandonaras la Iglesia.
El efecto del cigarrillo se le había pasado, y Quirke se dejaba hundir paulatinamente en la fatiga y el embotamiento.
– Que yo sepa -dijo con un hilillo de voz-, nunca pertenecí a la Iglesia.
– Te equivocas en eso. Y volverás, tarde o temprano volverás, eso no lo dudes nunca. El Señor ha dejado Su sello en todas las almas -rió, una risa mezclada con una tos-, incluso en un alma tan negra como la tuya.
– Yo he rajado un montón de cadáveres -dijo Quirke-, y nunca he encontrado, en uno solo, el sitio en el que podría estar el alma.
Consciente de haber sido repudiado, el juez guardó silencio con mal humor. A Quirke no le importó. Quería quedarse solo, quería dormir. El dolor era una pirámide, pesado y apagado en la base, sumamente agudo en la cúspide, que se encontraba en la rótula que tenía hecha añicos. El juez volcó la cazoleta de la pipa en el platillo. Meneaba la cabeza.
– Tú y Mal… -dijo-. Yo pensé que ibais a ser como hermanos.
Quirke tuvo la sensación de que iba a la deriva hacia su propio yo, un yo que se había tornado cavernoso, oscuro.
– Mal siempre estuvo celoso -murmuró-. Yo también. Yo quería a Sarah y me quedé con Delia.
– Sí, y siempre lo has lamentado, eso lo sé bien -el juez se puso en pie y alargó la mano por encima de la cabeza de Quirke para tocar el timbre y llamar a la enfermera. Aguardó a oscuras, mirando lo poco que podía vislumbrar de Quirke, el bulto descomunal y envuelto en blanco, tendido como un cadáver en la cama estrecha-. Comprendo, Quirke -dijo-, que tu vida no ha sido como tú esperabas que fuera, ni como tendría que haber sido, si realmente hubiera justicia. Cometiste demasiados errores. A todos nos pasa. Pero ten cuidado con Mal. No te pases con él -se acercó más al bulto en posición supina, pero Quirke, lo vio entonces, se había dormido.
Para Quirke, el año terminó y comenzó uno nuevo en una borrosa sucesión de días, cada uno de los cuales a duras penas era distinguible de los anteriores. La adusta habitación del hospital le recordaba el interior de un cráneo, con un techo alto del color del hueso y una ventana al lado, que miraba como un ojo sin párpado al paisaje invernal de la ciudad. En una de sus visitas, Phoebe le llevó un árbol de Navidad en miniatura, de plástico, con adornos de plástico también. Désvalidamente festivo, quedó un tanto inclinado en el hondo antepecho de la ventana, volviéndose cada vez más incongruente a medida que aquella primera semana, en apariencia inacabable, se arrastraba con paso cansino hacia el Año Nuevo. Barney Boyle fue a visitarlo, furtivo y un tanto sudoroso -«Joder, Quirke, no sabes cuánto detesto los hospitales»-, llevándole dos petacas de whisky y una brazada de libros. Cuando le preguntó qué le había pasado, Quirke le dijo lo que a todos los demás, que se había caído por las escaleras de un sótano en Mount Street. Barney no le creyó, pero tampoco hizo mención del hermano de Ambie Tormey ni de Gallagher, que realmente nunca estuvo en sus cabales. Barney sabía de sobra en qué momento debía ocuparse de sus propios asuntos.
En Nochevieja, el personal celebró una fiesta en algún lugar, en las regiones más altas del edificio. Cuando vino con sus pildoras para dormir, la enfermera de noche estaba más que medianamente achispada. Escuchó las campanas de la ciudad repicar a medianoche como locas para señalar el comienzo del año nuevo, y se recostó contra las almohadas procurando no regodearse sintiendo lástima de sí mismo. Billy Clinch, igual que un terrier pequeño, de pelo hirsuto, color arena, había ido a decirle no sin cierta fruición, Quirke se dio perfecta cuenta, que nunca volvería a tener la pierna del todo en condiciones -«¡La rótula estaba hecha papilla, hombre!»-, y que lo más probable era que le quedase una cojera de por vida. Se tomó la noticia con calma, e incluso con cierta indiferencia. Mentalmente repasó una y mil veces aquellos minutos -sólo podían haber sido minutos, lo sabía- en que estuvo tendido en la losa húmeda, al pie de las escaleras del sótano. Había algo en lo ocurrido allí, había tal vez una lección, y no precisamente la que el señor Punch y Judy, el gordinflón, habían querido enseñarle, cuya naturaleza más o menos alcanzaba a entender, aunque le resultaba al mismo tiempo más profunda y mucho más corriente. Mientras se lo trajinaban a puntapiés, con las punteras romas, los dos habían actuado, o al menos ahora se lo parecía, como un par de jornaleros corrientes, dos carboneros por ejemplo, o dos matarifes que manipularan una res difícil de mover, vengativos y resentidos en el tajo, jadeantes, despotricando, deseosos de terminar cuanto antes la faena. Había creído que iba a morir; le sorprendió lo poco que llegó a temer esa perspectiva. Todo había sido chapucero, mezquino, ordinario, y de esa misma forma, ahora lo comprendía, había de llegar la hora en que sobreviniera su verdadera muerte. En la sala de disección los cadáveres por lo general le parecían los restos de víctimas llevadas al sacrificio, exhaustos e inertes tras la terrible y sangrienta ceremonia en la que sus almas los habían abandonado. Nunca más volvería a ver un cadáver a esa luz tan escabrosa. De súbito, la muerte había perdido todo su encanto aterrador y había pasado a ser un fragmento más del anodino quehacer de la vida, por más que fuera el último.
Y día tras día sus pensamientos amortiguados por los fármacos giraban en torno a una sola cuestión: quién había puesto a aquellos dos tras su pista. Con terquedad se formulaba esa pregunta, aunque sabía que lo hacía sólo para no tener que responderla. Era imposible, se dijo muchas veces, que Mal hubiera podido hacer una cosa así -¡imagínate, se decía, Mal en el umbral oscuro de una casa de Stoney Batter, pasándoles las instrucciones precisas al señor Punch y al gordinflón de su compinche!-, si bien la panorámica que se abría más allá de esa imposibilidad resultaba todavía más turbia. Cuando concitaba en la memoria la imagen del rostro que le había parecido ver aleteando y refocilándose aquella noche, encima de las escaleras del sótano, contemplando la paliza que le propinaban aquellos dos, sus rasgos faciales comenzaban a desplazarse, a ordenarse de otro modo -¿o era acaso él quien los desplazaba y los reordenaba?-, hasta que dejaba de ser el semblante alargado de Mal, parecido a cualquier cosa menos a la luna, y se tornaba un rostro más cuadrado, cortado a tajos. Costigan. Sí. Pero… ¿y los demás, tenebrosos y sin rostro, apiñados a su espalda uno tras otro? ¿Quiénes eran?
Phoebe le hizo una visita el día de Año Nuevo. Soplaba un viento racheado que azotaba la ventana a golpes de aguanieve como escupitajos sucesivos, y el humo de las chimeneas de la ciudad tan pronto aparecía se dispersaba. Phoebe llevaba una boina negra muy ladeada y un abrigo negro con cuello de piel. Parecía más delgada que la última vez en que estuvo suficientemente despejado para mirarla, y estaba pálida; el frío le había dejado un reborde rosa e irritado en las aletas de la nariz. Se le notaban otros cambios menos fáciles de identificar. En su presencia creyó notar un aire vigilante, una contención intencionada, de los que antes nunca había hecho gala. Supuso que esa nueva dureza que se detectaba en ella, si es que era eso -le miró los nudillos de las manos, el brillo blanquecino en los puntos en que los huesecillos comprimían la carne-, debía de ser resultado de la pérdida de Conor Carrington, de toda la violencia y toda la ira reprimidas que le había producido esa pérdida, contra la cual se había aprestado como se afila un cuchillo contra una piedra. Pero pensó entonces que no, que no era esa pérdida lo que la había amargado, sino el hecho de que se lo hubieran arrebatado. Alguien le había ganado por la mano, había sido mejor que ella, y eso era lo que la enfurecía. Descubrió que su presencia, con su abrigo de mujer adulta y su boina ladeada con ironía, al estilo parisino, le resultaba tenuemente molesta, inquietante. La chica que fue era de pronto mujer.
No quería hablar del viaje a Estados Unidos, le dijo. Cuando Quirke lo sacó a relucir ella torció el gesto y se encogió de hombros con leve, lánguida impaciencia.
– Lo que quieren es librarse de mí -dijo-. Quieren descansar de mi mirada acusadora, que los sigue a todas partes. O eso es lo que imaginan. La verdad es que a mí todo eso ya me da del todo igual.
– ¿Todo el qué? -le preguntó.
Volvió a encogerse de hombros, y con mal humor manifiesto miró el árbol de Navidad en el alféizar de la ventana, y de pronto lo miró a los ojos, con frialdad, con una malicia meditada, y le dijo:
– ¿Por qué no te vienes conmigo?
Él había reparado en que la rodilla destrozada, dentro de la escayola, parecía haber asumido la tarea de avisarle en los momentos de sorpresa o de alarma, momentos que en medio de la bruma de los narcóticos en la que aún flotaba no era capaz de registrar por sí solo con fuerza suficiente, ni menos aún de manera instantánea, de modo que la articulación sujeta con clavos en medio de la pierna debía someterlos a su atención por medio de una punzada, una especie de pellizco, como el que podría darle un tío carnal bienhumorado y un tanto sádico, con ganas de juguetear, pero dejándole un cardenal. Phoebe interpretó la repentina bocanada de aire con que contuvo el dolor cual si fuera una risa despectiva, y, humillada, se dio la vuelta para mirar por la ventana. Abrió el cierre de su bolsito negro -él pensó: Todas las mujeres tienen la misma pinta cuando miran el interior de sus bolsos- y extrajo una delgada pitillera y un encendedor a juego. Vaya, por fin tenía permiso para fumar a su antojo. Él no hizo ningún comentario. Ella abrió la pitillera pinzándola entre el pulgar y el corazón, y se la tendió abierta sobre la palma de la mano. Los cigarrillos, gruesos y aplanados, estaban dispuestos en fila de a dos, como tubos ovalados de un órgano.
– «Nube de Paso» -dijo él, tomando uno-. Dios mío, cuánta sofisticación.
Le dio fuego. Cuando se incorporó apoyándose en los almohadones para acercarse a ella, le llegó de debajo de la sábana levantada una vaharada de su nuevo olor, olor de hospital, cálido, penetrante, un efluvio a carne.
– Ahora no necesitamos más que una copita -dijo Phoebe con alegría quebradiza-. Un par de gin-tonics serían lo suyo -hizo girar el cigarrillo entre los dedos con despreocupación de inexperta.
– ¿Qué tal va todo en casa? -preguntó él.
– ¿En casa? ¿El qué? -nada más decirlo volvió a ser en el acto y por un instante una chica, irritable y desafiante. Luego suspiró, se llevó la yema del meñique a los dientes, se mordisqueó la uña-. Un espanto -dijo de soslayo-. Apenas hablan el uno con el otro.
– ¿Y eso? ¿Por qué?
Se sacó el dedo de la boca y dio, enojada, una larga calada al cigarrillo a la vez que lo miraba fijamente.
– ¿Tú cómo quieres que lo sepa? Se supone que yo no sé nada, no soy más que una niña.
– Y tú… -dijo él-. ¿Tú hablas con ellos? -ella se miró la puntera de los zapatos. Se le formó una marcada arruga entre las cejas-. Es posible que te necesiten, entiéndelo.
Prefirió no hacer caso.
– Yo quiero marcharme -dijo. Alzó los ojos-. No sabes cuántas ganas tengo de marcharme. Ay, Quirke -aceleró sus palabras-, es que es terrible, es terrible, tú no te haces a la idea, los dos están no sé cómo, es como si se odiaran el uno al otro, te lo digo en serio, es como si se odiaran, como si fueran dos desconocidos atrapados en la misma jaula. No lo aguanto más, tengo que largarme como sea.
Calló, y algo oscuro pasó por delante de la ventana, la sombra de un ave o algo así, algo que surcara el cielo. Estaba cabizbaja de nuevo y lo miraba a través de las pestañas, tratando de juzgar, él se dio cuenta, hasta qué punto había dado él crédito a su aflicción, cuánto iba a ayudarla en sus planes para huir. A fin de cuentas era una criatura sencilla.
– ¿Cuándo te marchas a Boston? -le preguntó.
Ella apretó las rodillas y se estremeció como si le molestara la pregunta.
– Ah, aún falta una eternidad. Faltan semanas. Allí hace muy mal tiempo, o algo así. Eso tengo entendido.
– Sí, abundan las tormentas de nieve en esta época del año.
– Caramba -dijo ella-. ¡Tormentas de nieve!
Él cerró los ojos y vio a Delia y a Sarah con botas de nieve, con gorros de piel del estilo de los rusos, caminando hacia él agarradas del brazo en plena helada, con cellisca, a la par que un sol imposible que brillaba en algún rincón del cuadro formaba miles de arcoíris en miniatura alrededor de los tres, las aletas de la nariz rosáceas, traslúcidas, como las tenía Phoebe en ese instante, y el brillo de los dientes perfectos de ambas: Quirke nunca había visto con anterioridad unos dientes tan blancos, tan relucientes; le parecían la promesa misma de todo cuanto pudiera estar esperándole en aquella tierra apacible y pulquérrima que le había sido asignada. Estaban en el parque, Mal también estaba allí. Se oía incluso la miríada de astillas diminutas de hielo que tintineaban unas contra otras al caer. Aquello fue… ¿Fue en 1933? Los malos tiempos empezaban a ser más llevaderos, y las noticias agoreras que llegaban de Europa sólo parecían rumores a los que no era preciso dar credibilidad. Qué inocentes eran entonces los cuatro, qué llenos estaban de entusiasmo, qué rebosantes de confianza en sí mismos, qué impacientes de que llegara el futuro. Abrió los ojos con cansancio: Y aquí está, se dijo, he aquí el futuro que con tanta impaciencia esperábamos. Phoebe, amargada, estaba sentada con las piernas cruzadas, inclinada hacia delante, con una mano bajo el codo y la otra bajo el mentón. La colilla del cigarro se le había manchado de carmín, el humo se le rizaba al ascender pegado a la mejilla. Sopesó la pitillera con la mano.
– Es bonita -dijo Quirke.
– ¿Esto? -ella miró la baratija de plata-. Fue un regalo. De él… -bajó el tono de voz hasta adquirir un cómico tono de gravedad-. De mi amor perdido -esbozó una risa pesarosa y se puso en pie, aplastando el resto del cigarro en el platillo de aluminio que seguía haciendo las veces de cenicero-. Bueno, me voy -dijo.
– ¿Tan pronto?
Ella no le miró. ¿Cuál era el verdadero motivo por el que había acudido a él necesitada de ayuda? Él tenía total certeza de que había ido en busca de algo. Fuera lo que fuese, no estuvo en su mano el dárselo. Quizás ella misma no tuviera nada claro de qué se trataba.
Declinaba la tarde.
– Deberías pensártelo -le dijo-. Deberías pensar en la idea de venir conmigo a Boston.
Así se marchó, dejando una vaga guirnalda de humo en el aire, el pálido y azulado espectro de sí misma.
Solo, contempló los vagos copos de nieve que caían ante la luz de la ventana como si fueran polillas, y que entonces rotaban rápidamente al precipitarse en la oscuridad. Volvió a especular sobre el motivo de su visita, la razón por la cual fue a verlo; no se le iba de la cabeza. Tendría que haberse dado cuenta de que la visita era una pérdida de tiempo, pues ¿qué le había dado él a lo largo de su vida? ¿Qué había dado él a nadie? Cambió de postura con incomodidad, tirando de la pierna enorme como si fuera un niño malhumorado e intratable. Hizo a su pesar, a regañadientes, una especie de recuento, al menos un principio, que le revolvió las tripas. Estaba Barney Boyle, el pobre Barney, quemado por la vida misma y sin embargo bebiendo a pie firme camino de la muerte: ¿qué muestra de simpatía o de comprensión le había dado él alguna vez? El joven Carrington, temeroso del perjuicio que Mal Griffin y su padre, el juez, pudieran causar a su futura carrera: ¿por qué se había reído de él en sus propias narices, por qué trató de dejarlo como un cobarde y un pelele delante de Phoebe? ¿Por qué había ido a ver al juez, por qué sembró sospechas en su ánimo a cuento del hijo que ya le causaba una dolorosa decepción, el hijo que de niño debía acudir con su madre a la cocina mientras Quirke, el cuco, se acomodaba en el despacho del juez, caldeándose las piernas ante la chimenea y chupando caramelos de tofe sacados de la bolsa de papel de estraza que el juez guardaba especialmente para él en uno de los cajones de su escritorio? Y la yaya Griffin: ¿qué respeto le había mostrado nunca a la buena mujer que hubo de inventarse que Malachy, su hijo, tenía una delicada salud, con la esperanza de granjearle de ese modo al menos un poco del cariño del padre, un momento siquiera de plena atención? Eran muchos de repente, eran muchos los que debía afrontar y reconocer; se apiñaban ante sus propios ojos y él trataba de escudarse, pero era en vano. Sarah, con la ternura de cuyo afecto había jugado él sólo por entretenerse; Sarah, con sus mareos y vahídos y su matrimonio sin rastro de amor; Mal, empantanado sabe Dios en qué complicaciones, en qué líos, en qué penas; Dolly Moran, asesinada por haber llevado un diario; Christine Falls y la hija de Christine Falls, perdidas las dos, a punto de caer del todo en el olvido. De todos ellos se había mofado él, a todos los había valorado a la baja, a todos los había ignorado e incluso traicionado. Y estaba también el propio Quirke, ese Quirke que tomaba desalentadora nota de todo ello: el Quirke que se metía de cabeza en McGonagle una tarde a beber su whisky y reír con los recordatorios del Mail. ¿Qué derecho había tenido de reírse, en qué era él mejor, así fuera un ápice, que el vago que leía la información de las carreras mientras se rascaba la entrepierna, o mejor que el poeta borrachín que meditaba y contemplaba sus fracasos en el fondo de un vaso? Era igualito que su pierna, envuelta en la crisálida sólida del yeso como él en su indiferencia, en su egoísmo. Una vez más el rostro de las gafas de montura negra y los dientes sucios se alzó ante sus ojos en la oscuridad de la ventana como una luna maligna, el rostro, comprendió, que estaría siempre a su lado, el rostro de su némesis.
Febrero trajo de la mano una falsa primavera y, libre por fin, Quirke se aventuró a dar los primeros paseos a la orilla del canal, a la pálida y helada luz del sol. El día en que salió del hospital, la enfermera pelirroja cuya cara fue lo primero que vio al despertar brevemente, después de que Billy Clinch hubiese terminado de hacerle el trabajo de reparación en la pierna, y que se llamaba Philomena, le dio de regalo un bastón de madera de endrino que, según le dijo, había pertenecido a su difunto padre -«Era un pedazo de bestia, enorme, igual que usted»-, y con esta recia apoyatura se ayudaba como si remase al avanzar con cautela por el camino de sirga, desde Huband Bridge hasta Baggot Street y vuelta a empezar, sintiéndose avejentado, con los nudillos blancos en la empuñadura del bastón y el labio inferior apretado entre los dientes, gimoteando de dolor como un bebé y jurando y despotricando a cada paso en falso.
El bastón no fue el único obsequio que le hizo Philomena, la de los ojos verdes. La víspera de que le dieran el alta, cuando ella hacía el turno de tarde, había entrado en su habitación, había cerrado la puerta y había calzado una silla bajo el pomo, para darse la vuelta y quitarse el uniforme con un encogimiento de hombros y un meneo, con pasmosa facilidad -se desabotonaba oportunamente por el frente-, revelándole una complicada armadura de ropa interior reforzada con ballenas y costillas, acercándose a la cama con una sonrisa juguetona, huidiza, que prestaba a su sotabarba una arruga sugerente para Quirke, para su imaginación repentinamente inflamada, de otros pliegues insondables. Se rió con una carcajada profunda.
– Dios mío, señor Quirke -le dijo-, es usted un hombre terrible. Mire qué cosas me incita a hacer.
Era una chica grandona, de extremidades fuertes y hombros anchos, pecosos, a pesar de lo cual se encajó sobre su pierna escayolada con ternura e inventiva. Se había dejado puestos el sostén y las medias, y cuando montó a horcajadas sobre él, una Godiva con la melena en llamas, el tenso nailon de las medias le rozó los flancos como si fuera un fino y cálido papel de lija. Cayó en la cuenta del mucho tiempo transcurrido desde la última vez en que tuvo a una mujer en los brazos, y la oyó reír. Ojalá, se dijo, pudiera reír también él, pero algo se lo impedía, no sólo la palpitación dolorida de la rodilla, sino una nueva y misteriosa vía de acceso a la congoja y los presagios.
Al día siguiente la enfermera adoptó sólo por él, y él se dio perfecta cuenta, una cara de tristeza, aunque con un punto de estoicismo, y dijo que ya se imaginaba que la olvidaría en cuanto saliera por las puertas del hospital. Lo acompañó por el pasillo hasta la puerta principal, sujetándole con una mano por el brazo y permitiendo que el pecho le rozara con cariñosa negligencia la manga de la chaqueta. Él le pidió su dirección, cumpliendo con su deber a su manera, pero ella dijo que no tenía sentido, que sólo disponía de una habitación en la residencia de las enfermeras del hospital, que iba a su casa los fines de semana, siendo su casa algo que quedó sin especificar, algo en un lugar lejano, en el sur. Él pensó en otras chicas llegadas del campo, en aquella otra enfermera, Brenda Ruttledge y, contra su voluntad, en Christine Falls, en la pobre y pálida Christine, desvaída ya casi del todo en su memoria, a cada día que pasaba un poco más desdibujada, empezando por lo poco que vio de ella en primer lugar. «De todos modos -añadió Philomena con un suspiro-, allí tengo un novio o algo así -bajó la voz y habló luego en un susurro, con voz ronca-. Aunque ése nunca se lleva lo que se ha llevado usted».
A nadie había dicho la fecha en la que le daban el alta, incapaz de soportar la idea de encontrarse a Sarah esperándole en la puerta, o a Phoebe con sus modales endurecidos, recién estrenados, o, no lo quisiera Dios, al propio Mal, lúgubre en su secreto tormento, que llevaba como un hábito de arpillera, de los que se ponían los penitentes. La ira que no había sentido en todas sus semanas de hospital de pronto había alcanzado su punto de ebullición, sin previo aviso al parecer, y según andaba a trancas y barrancas por el camino de sirga, apoyándose en el bastón de madera de endrino del padre de Philomena, en el sobrecogedor silencio de aquellas tardes soleadas, nada acordes con la estación del año, viendo a los ánades escabullirse entre las juncias, presas de una engañosa fiebre de apareamiento, se afanó en idear toda suerte de estratagemas de venganza. Le sorprendió la violencia misma de sus fantasías. Imaginaba casi con detalle erótico cómo iba a localizar al señor Punch y al gordinflón de Judy, a uno después del otro, para lanzarlos de cabeza por los mismos escalones del sótano de Mount Street por donde lo habían lanzado a él, para triturarlos a puñetazos hasta que se les reventaran las carnes, se les astillaran los huesos, les manara la sangre a borbotones de la boca destrozada, de los tímpanos estallados. Se imaginó arrancándole a Costigan las gafas, arrancándole la insignia de los Pioneros que llevaba en la solapa y clavándosela en los ojos indefensos, primero en uno, luego en el otro, notando cómo se hincaba la fina púa de acero en la gelatina resistente y saboreando los alaridos agónicos de Costigan. Le quedarían todavía otros por tratar a su manera, aquellos cuyas identidades por el momento sólo eran pura conjetura, amontonados detrás de Costigan y Mal y Punch y Judy. Desde luego: también ellos, los Caballeros sin rostro, habrían de ser convocados y traspasados luego por sus propias lanzas. Y es que Quirke ya sabía a esas alturas que todo lo acontecido, todo, desde Christine Falls y Dolly Moran hasta él, era bastante más que un simple asunto entre Mal y su pobre muchacha muerta, y sabía que era una extensa y enmarañada telaraña en la que se había enzarzado sin darse cuenta.
De ese modo, un buen día, no mucho después de salir del hospital, se encontró maniobrando con la pierna, todavía escayolada e incómoda, para salir de un taxi ante las puertas de la Lavandería de la Misericordia. Era un día de un frío viscoso, con un sol que lucía blanquecino tras la neblina matinal. Era sábado, y la fachada de aquel lugar estaba cerrada, en silencio, como una boca apretada. Echó a caminar hacia la entrada con la intención de llamar al timbre y esperar lo que hiciera falta a que alguien contestara, pero enfiló en cambio por el lateral del edificio, sin saber qué era lo que esperaba con suerte encontrar. Lo que halló fue a la joven pelirroja, la de la cabellera sin forma, que en su anterior visita prácticamente se dio de bruces con él cuando cargaba con el cesto de la colada. Estaba junto a un desagüe, vaciando una tina de agua jabonosa. La encontró distinta, aunque de un modo que en principio no supo precisar. Llevaba el mismo vestido sencillo y gris de la vez anterior, y las mismas botas claveteadas, sin cordones. Vio sus tobillos gruesos, la piel tensa e hinchada, brillante, moteada de rombos. No supo acordarse de su nombre. Cuando ella lo vio, dio un paso atrás y lo miró con la cabeza ladeada, sujetando la tina ya vacía con ambas manos, como si fuera una coraza. En medio de su rostro inexpresivo tenía los mismos ojos verdes y diáfanos que Philomena, la enfermera. Al principio no supo qué decir, qué preguntar, y así pasaron un largo instante en silencio, mirándose sin saber cómo reaccionar.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó él por fin.
– Maisie -respondió con rotundidad, como si fuera su respuesta a un desafío. Se le ahondó el fruncimiento del entrecejo con que lo miraba, y sólo al cabo se le despejó-. Me acuerdo de usted -dijo-. Es usted el que vino aquel día -miró el bastón, miró las cicatrices de su rostro-. ¿Qué le ha pasado?
– Nada, una caída sin importancia -dijo.
– Usted vino a hablar con Su Eminencia. Usted preguntó por la Moran.
Quirke sintió un rápido deslizamiento en su interior, como si estuviese a bordo de un barco que se hubiera escorado de repente. La Moran…
– Sí -dijo con cautela-. Dolly Moran, eso es. ¿Tú la conocías?
– ¡Y la muy merluza le dijo a usted que nunca había oído ese nombre! -soltó una breve risotada con la que se le arrugó la naricilla y se le curvó el labio superior-. Ésa sí que es buena. Y resulta que venía cada dos semanas a recoger a los bebés.
Quirke respiró hondo y sacó los cigarrillos. Maisie miró el paquete con avidez.
– Yo quiero uno de ésos -dijo.
Sostenía el cigarrillo con torpeza entre el pulgar y los dos dedos. Se inclinó hacia la llama del encendedor que le ofrecía Quirke.
– Así que la tal Dolly Moran venía por aquí… a recoger a los bebés -dijo con tiento, a modo de pregunta.
El humo de los cigarrillos era de un azul denso en el aire neblinoso.
– Eso es -dijo ella-. Para mandarlos a Estados Unidos -se le ensombreció el semblante-. Al mío sí que no se lo llevan, se lo digo yo.
¡Eso era! Ahí estaba el cambio, en el vientre hinchado.
– ¿Para cuándo es? -le preguntó.
Ella arrugó la nariz y el labio de conejo volvió a curvársele.
– ¿Para cuándo es qué?
– El bebé -dijo-. ¿Cuándo nacerá?
– Ah, ya -se encogió de hombros y miró a un lado-. De aquí a unos meses -luego lo miró de nuevo directamente, con una luz encendida de pronto en sus ojos verdes claros-. ¿Por qué? ¿A usted qué le importa?
Escrutó la longitud del terreno grisáceo más allá de donde ella estaba. ¿Cuánto tiempo sería capaz de retenerla allí antes de que el recelo y el miedo se la llevaran?
– ¿Se llevarían a tu niño? -le dijo, y procuró que la voz le sonara como la voz de los bienhechores que ocasionalmente se personaban en Carricklea, a preguntar por la dieta, y el ejercicio, y por la frecuencia con que los chicos recibían los sacramentos.
Maisie soltó otro resoplido.
– ¡Por nada del mundo!
No había logrado engatusarla, tal como los bienhechores tampoco lo engatusaron a él.
– Dime una cosa -le dijo-. ¿Cómo es que estás aquí?
Ella lo miró con pena.
– Me trajo mi padre.
Lo dijo como si todo el mundo supiera una cosa tan simple.
– ¿Y por qué?
– Porque me quiso quitar de en medio, por qué si no, no fuera yo a contarlo.
– ¿A contar el qué?
Adoptó una mirada huidiza.
– Ah, pues nada.
– ¿Y el padre de la criatura? -ella sacudió vigorosamente la cabeza, y él comprendió que acababa de cometer un error-. Dices que no permitirás que se lleven a la criatura -se apresuró a decir-. Dime, ¿qué piensas hacer?
– Escaparme. Ni más ni menos. Tengo dinero ahorrado.
Volvió a reparar con una punzada de compasión en las botas sin cordones, en las piernas moteadas, en las manos ásperas, encallecidas, con los nudillos despellejados. Trató de imaginársela en fuga, desesperada, pero todo lo que pudo concitar fueron imágenes de mero melodrama Victoriano, una muchacha mal guarecida bajo un chai, con cara de peña inmensa, apretando el paso por un camino cubierto de nieve, con hondas roderas a uno y otro lado, y el preciadísimo bulto apretado contra el pecho, un tordo mirándola caminar posado en una rama. La realidad más bien sería el paquebote y una habitación alquilada en una anónima ciudad de Inglaterra, siempre y cuando llegara lejos, cosa de la que él dudaba mucho. Lo más probable era que ni siquiera rebasara las verjas de aquel lugar.
A punto estaba de decir algo, cuando ella alzó la mano para ordenarle que callase y ladeó la cabeza aguzando el oído. En algún lugar rechinaron las bisagras de una puerta y a continuación se oyó un portazo. Presurosa, con un gesto de experta, cortó en dos el cigarro, dejó caer la brasa y se guardó la otra mitad dentro del vestido, dándose la vuelta para marcharse.
– Aguarda -le dijo él con urgencia-. ¿Qué sucede? ¿Te has asustado?
– También usted estaría asustado -dijo con voz lúgubre- si conociera a todos esos.
– ¿A quiénes? -le apremió-. ¿A quiénes, Mary?
– Me llamo Maisie -sus ojos eran dos astillas de cristal.
Él se llevó la mano a la frente.
– Disculpa, lo siento… Maisie -volvió a escrutar el terreno alargado, a espaldas de la muchacha-. No pasa nada -añadió con un punto de desesperación-. Mira, no hay nadie.
Pero ya era demasiado tarde, ella se había vuelto.
– Siempre hay alguien -dijo con sencillez. La misma puerta distante, invisible, se abrió de nuevo con un crujido. Al oírla, la muchacha se quedó quieta, ligeramente agachada, como si estuviera a punto de tomar la salida en una carrera de velocidad. Él sacó deprisa el paquete de tabaco del bolsillo y se lo tendió. Ella le lanzó una mirada fría, desolada, casi despectiva, y le arrebató los cigarrillos de la mano, guardándoselos en el bolsillo del vestido antes de desaparecer.
Quería ir a las montañas. Todos los días, cuando salía a dar sus paseos, miraba con anhelo hacia las montañas: parecía que se encontrasen nada más pasar el puente de Leeson Street, vestidas de nieve e igual que si flotaran, como las montañas de un sueño. Fue Sarah quien se ofreció a llevarlo en coche, y se presentó en la puerta de su casa una tarde a primera hora, en el Jaguar de Mal, con los asientos tapizados de cuero. Para el olfato de Quirke, el interior del coche resultó idéntico a lo que, estaba seguro, debía de ser el olor de su propietario, un olor penetrante y medicinal. Sarah conducía nerviosa, con intensidad, apretando la espalda contra el asiento y sujetando el volante con los brazos totalmente extendidos, las manos muy juntas sobre el cuadrante superior; en las curvas a la izquierda se desplazaba tanto para compensar la fuerza centrífuga que Quirke notaba la caricia de sus cabellos en la mejilla, como filamentos cargados de electricidad. Iba callada; él la notaba meditabunda, preocupada por algo, y fue consciente de que en su propio interior se desperezaba cierta intranquilidad. Por teléfono le había dicho que deseaba hablar con él. ¿Iba a contarle lo que sabía sobre Mal? A esas alturas Quirke estaba seguro de que ella lo sabía, de que de alguna manera había descubierto a Mal. Tal vez fuese que él se había venido abajo y se lo había confesado todo. Fuera como fuese, Quirke no quería que ella se lo contara, no quería oír todo eso de sus labios, no quería tener que mostrarle su simpatía, no quería tener que tomarla de la mano y mirarla a los ojos y decirle cuánto le importaba, pues todo eso ya era agua pasada, ya no habría más ocasiones para tomarla de la mano, ya no habría más miradas enternecedoras a los ojos, ya no habría más de todo eso, ya no habría más nada. Se encontraba más allá de Sarah, en otro lugar distinto, más oscuro, un lugar que le era propio y privativo, rebasada otra puerta como aquella por la que, en el pasado, ella le había invitado a entrar, en vano, junto a ella.
Fueron por el camino de Enniskerry y Glencree. Los tremedales estaban ocultos bajo la nieve, aunque ya se veían los corderos recién paridos por las laderas, flacos y frágiles, aturdidos vellones en blanco y negro, con los rabos cortos, como los juguetes de cuerda; incluso a través de las ventanas selladas por tiras de caucho les llegaban los balidos quejumbrosos a lo lejos. Las carreteras de montaña estaban limpias de nieve desde poco antes, pero había placas de hielo renegrido, y en una curva pronunciada, antes de enfilar un estrecho puente de piedra, la trasera del coche se desplazó de lado y, patinando con la terquedad de una muía, no se dejó enderezar hasta que se encontraron ya en el puente, cuyo parapeto no dio de lleno contra el guardabarros de la izquierda por lo que a Quirke, que se volvió con brusquedad, le pareció un margen menor de dos dedos. Sarah arrimó el vehículo al arcén, pasando el puente, y se detuvo. Apoyó la frente en el hueco que quedaba entre ambas manos, sobre el volante.
– ¿Le hemos dado? -murmuró.
– No -respondió Quirke-. Se habría tenido que notar.
Ella soltó una risa baja, gimiente.
– Gracias a Dios -dijo-. Su preciosidad de coche…
Apagó el contacto y permanecieron los dos sentados, oyendo cómo se enfriaba el motor con un raro tictac. Poco a poco también el viento se dejó oír, tenue y racheado, silbando en la reja del radiador y tañendo los hilos de alambre de espino herrumbroso que flanqueaban la carretera. Sarah levantó la cabeza del volante y se recostó en el asiento, con los ojos todavía cerrados. Tenía la cara inexpresiva y estaba blanca como el papel, como si toda la sangre se le hubiera escurrido de súbito; no podía ser únicamente efecto del golpe que por muy poco no se dio contra el parapeto del puente. La intranquilidad que sentía Quirke se ahondó. Además, empezó a dolerle la pierna, supuso que por la menor presión del aire, o tal vez porque el frío se empezaba a filtrar ahora que estaba apagada la calefacción, o quizás porque se había visto obligado a tenerla en una posición rígida durante todo el trayecto desde la ciudad. Propuso que salieran a caminar un poco y ella preguntó si sería él capaz, a lo que él respondió con impaciencia que por supuesto, y ya estaba abriendo la puerta y bajando al suelo la pierna entre gruñidos e improperios.
Se encontraban en la linde de una pradera prolongada, en pendiente, en la base de un monte, al pie del cual había una laguna negra cuya superficie era como una lámina inmóvil de esquirlas de acero. Al lado había una loma baja y redondeada, cubierta de nieve, que de algún modo parecía agazaparse y arrimarse a un cielo oscuro, del color de la piedra. Mechones de lana sucia, atrapados en los nudos del alambre de espino, aleteaban aquí y allá, y algunos matorrales de aulaga o brezales esparcidos al azar asomaban escuetos en medio de la nieve. Una senda practicada al sesgo de la pendiente por los cortadores de turba ascendía desde allí, y ése fue el camino que tomaron, Quirke cauteloso con el bastón, pisando con desconfianza el suelo pedregoso y los costillares del hielo, con Sarah a su lado, el brazo firmemente enganchado del suyo. El frío les quemaba las fosas nasales; sentían los labios y los párpados cuartearse como el cristal. A mitad de la senda Sarah dijo que era mejor volver, que debían de estar los dos locos, mira que subir hasta allí, él con la pierna escayolada y ella con unos zapatos ridículos, si bien Quirke tensó la mandíbula y siguió adelante, llevándola de un tirón consigo.
Preguntó por Phoebe.
– Se va a Boston la semana que viene -contestó Sarah-. Ya tiene hecha la reserva. Irá en avión a Nueva York y luego seguirá viaje en tren -lo dijo con una calma voluntariosa, con los ojos clavados en la senda.
– La echarás de menos -dijo él.
– Seguro, muchísimo, claro que sí. Pero sé que le sentará bien. Necesita marcharse. Está furiosa con Conor Carrington. Me da miedo lo que esa muchachita es capaz de hacer. Es decir… -añadió deprisa-, sería capaz de cometer un terrible error. A las chicas les suele pasar, y más si se sienten contrariadas en las cosas del corazón.
– ¿Contrariadas?
– Quirke, ya sabes lo que quiero decir. Sería capaz de arrojarse en brazos del primero que pasara por delante, sería capaz de tirarlo todo por la borda -se hizo el silencio durante unos instantes, a la par que seguían caminando tomados del brazo; ella se sujetaba la muñeca con la otra mano. Llevaba guantes negros, de seda, y unos zapatos finos y elegantes, totalmente incongruentes con lo asilvestrado del paraje-. Ojalá -dijo de pronto, pronunciando deprisa cada sílaba-, ojalá fueras con ella, Quirke -lo miró de reojo y esbozó una mirada tensa antes de apartar los ojos.
Él la miró de perfil.
– ¿A Boston?
Asintió apretando los labios.
– Me gustaría pensar -dijo ella, eligiendo las palabras con esmero- que tiene a alguien que sepa cuidar de ella.
– Estará con su abuelo. No se arrojará a los brazos de ningún jovenzuelo si el viejo Josh anda al acecho para espantarlos.
– Me refiero a alguien en quien yo tenga confianza. No quiero que Phoebe se convierta… no quiero que se convierta en una de ellos.
– ¿De ellos?
– De mi padre y de todo eso, de su mundo -torció el gesto en una sonrisa de amargura-. El clan de los Crawford.
– Pues entonces no permitas que vaya.
Ella apretó con más insistencia su brazo.
– Ya no tengo fuerza para eso. No puedo plantarles cara, Quirke. Son demasiado para mí.
Él asintió.
– ¿Y Mal? -preguntó.
– ¿Mal? -de pronto asomó la frialdad del acero en la voz de Sarah.
– ¿Él quiere que Phoebe viaje a Boston?
– ¿Quién sabe qué es lo que quiere Mal? Ya no hablamos de estas cosas. La verdad es que ya no hablamos de nada.
Él se detuvo, y la obligó a detenerse.
– Sarah, ¿qué es lo que pasa? -inquirió-. Ha pasado algo. Te noto diferente. ¿Es por Mal?
Esta vez, su respuesta fue como la vibración de un alambre tensado.
– ¿Que si es por Mal? ¿El qué?
Siguieron caminando. Quirke notaba el hielo bajo los pies, la traicionera lisura de la superficie. ¿Y si resbalase y cayese allí? No sería capaz de ponerse en pie de nuevo. Sarah tendría que ir a pedir auxilio. Podría morirse. Se paró a pensarlo con ecuanimidad.
Llegaron a lo alto del cerro. Ante ellos se extendía otro valle alargado, el lecho del cual estaba oculto bajo una bruma helada. Miraron largo y tendido la inmensidad grisácea y resplandeciente, como si estuvieran en el corazón mismo de la desolación.
– ¿Irás a Estados Unidos? -preguntó Sarah, pero antes de que él pudiera responder la estremeció un escalofrío, cuyo latigazo él percibió en el brazo del que aún estaba ella sujeta, y amagando un desmayo dejó que todo su peso cargara sobre él, a tal punto que él creyó que la rodilla no iba a soportarlo-. Ay, Dios mío -susurró ella con aflicción, con terror. Tenía los ojos cerrados. Le temblaban los párpados como el aleteo de una polilla.
– Sarah -dijo él-, ¿qué sucede? ¿Te encuentras bien?
Ella inspiró hondo, con la respiración temblorosa.
– Disculpa -dijo-. Creí que… -él se guardó el bastón bajo el codo, para asentarse mejor en el terreno, y sostuvo entre las suyas las manos de ella. Tenía los dedos helados. Quiso sonreír, sacudió la cabeza-. No pasa nada, Quirke. Estoy bien, de veras.
La alejó de la senda, la nieve helada crujiendo como el cristal bajo sus pasos, hasta una roca grande y redondeada que descollaba aislada y cohibida en la falda yerma del cerro. Retiró con el canto de la mano la nieve de la zona superior y la hizo sentarse. Le volvía un poco el color a las mejillas. Volvió a decir que estaba bien, que sólo era un ligero mareo. Rió con fragilidad.
– No es más que uno de mis vahídos, como dice Maggie -un nervio de la mejilla pulsaba de manera visible, dándole un aire de amargura-. Uno de mis vahídos -repitió.
Nervioso, él prendió un cigarrillo. A tanta altitud, el humo le desgarró los pulmones como si le hubiesen arrojado un puñado de hojas cortantes. Un grajo grande y gris, con el pico agudo como un escoplo, se posó en el poste de una valla, cerca de donde estaban, y soltó un graznido de irrisión.
Sarah se miró las manos, que tenía entrelazadas sobre el regazo.
– Quirke -dijo-, hay una cosa que debo decirte. Se trata de Phoebe. No sé cómo decírtelo -presa de la angustia, alzó ambas manos aún entrelazadas y las agitó en un gesto curioso, como un jugador de dados a punto de arrojarlos, pero igual que si supiera que no iba a salir el número deseado-. No es hija mía, Quirke. Tampoco es de Mal -Quirke permanecía tan inmóvil que podría haber estado hecho de la misma materia que la piedra en que ella descansaba. Sarah sacudía la cabeza de un lado a otro, en una suerte de desconcierto producido por la incredulidad-. Es tuya -dijo-. Es hija tuya y de Delia. Tú nunca llegaste a saber que la niña sobrevivió, pero así fue. Delia murió y Phoebe siguió con vida. El juez, Garret, nos llamó por teléfono a Boston aquella misma noche para decirnos que Delia había muerto. Yo no podía creerlo. Quiso saber si Mal y yo estaríamos dispuestos a cuidar de la niña… al menos por un tiempo, hasta que tú te hubieras recuperado del trauma. Iba a viajar una monja desde Dublín. Ella fue la que trajo a Phoebe -suspiró, y miró en derredor como si vagamente quisiera encontrar una vía de escape, un pasadizo, un boquete en la nieve por el cual pudiera colarse-. No debería habérmela quedado -dijo-, pero pensé en su día que sería lo mejor para todos. Tú ya estabas bebiendo entonces más de la cuenta, por Delia, porque las cosas no habían sido como tú esperabas que fuesen. Y entonces ella murió. Y estaba Phoebe. Había que pensar en ella -él se dio la vuelta como una estatua de piedra y avanzó unos pasos por la nieve, cargando el peso en el bastón. Se detuvo y apartó la vista de ella, mirando de nuevo el valle helado allá abajo. El ave que se había posado en el poste agachó la cabeza y flexionó un ala, y esta vez emitió un graznido sordo, entrecortado, que bien podría haber sido un encarecimiento o una deprecación un tanto pesarosa. Sarah volvió a suspirar-. Quería algo tuyo, entiéndelo -dijo, mirando a la enorme espalda encorvada de Quirke-. Algo que fuera tuyo. Es terrible por mi parte, lo sé -rió un instante, como si volviera a estar desconcertada consigo misma, con lo que estaba diciendo-. Todos estos años… -se puso en pie apretando los puños a ambos lados del cuerpo-. Lo siento, Quirke -le dijo en voz más alta, pues le dio la sensación de que nada más levantarse el aire se había tornado tan fino que no transportaba sus palabras, y creyó que él de todos modos se encontraba, en la cima pelada del cerro, más allá de donde alcanzara su voz. No se dio la vuelta. Siguió plantado en medio, con el abrigo negro como ala de cuervo, de espaldas a ella, la cabeza gacha-. Lo siento -volvió a decir, y esta vez fue como si lo dijera sólo para sí.