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Andy Stafford tuvo la impresión de comparecer en un juicio. Se encontraban Claire y él en el despacho de sor Stephanus, sentados uno junto al otro, en dos sillas de respaldo recto, delante de la gran mesa de roble tras la cual estaba sentada sor Stephanus. A su espalda, de pie, se encontraba el cura pelirrojo, el tal Harkins, el que una vez fue a visitarlos para espiarlos a fondo. Otra monja, cuyo nombre Andy no recordaba, que era médico y llevaba un estetoscopio colgado del cuello, permanecía de pie junto a la ventana, contemplando la luminosidad del día, el rostro encendido por la luz que se reflejaba en la nieve. Él había vuelto a explicar qué fue lo que ocurrió, cómo se encontró al bebé en pleno ataque, o algo parecido, y cómo le dio un meneo -por poco dijo «a la pelma de la criaja»- para tratar de lograr que reaccionara, y cómo, en cambio, había muerto en el acto. Estaba borracho, eso ni siquiera intentó negarlo; era probable que eso formara parte del motivo por el cual ocurrió todo, por el cual murió la niña. De modo que sí, lo reconoció, en cierto modo era culpa suya, si es que un accidente se puede achacar a alguien. Aunque estaba sentada, sor Stephanus parecía mucho más alta que cualquiera de los presentes en su despacho. Por fin se movió un poco.
– Debéis intentar los dos por todos los medios, lo mejor que sepáis, olvidar este hecho tan terrible. La pequeña Christine ahora está con Dios. Ésa ha sido Su voluntad.
La otra monja se apartó de la ventana y miró a Claire, que no respondió al gesto. La joven no se había movido, y no había dicho palabra desde que se sentó. Estaba pálida y encorvada, como si tuviera frío; las manos, con las palmas vueltas hacia arriba, las tenía inertes sobre el regazo. Tenía la vista clavada en el suelo, delante del escritorio, y el ceño fruncido en señal de concentración, como si tratara de adivinar, o al menos así parecía, un dibujo en la alfombra.
Sor Stephanus siguió perorando:
– Andy, ahora lo que has de hacer es ayudar a Claire. Los dos habéis sufrido una grave pérdida, pero la suya es más grande. ¿Lo entiendes?
Andy asintió vigorosamente para mostrar su absoluta disposición a cumplir lo que se le pedía, su entrega, su resolución en tratar de deshacer lo hecho.
– Lo entiendo, hermana -dijo-. Sí, lo entiendo, pero… -alzó el mentón de golpe y se pasó un dedo por el interior del cuello de la camisa. Llevaba su chaqueta de sport, de cuadros castaños, con pantalón oscuro, e incluso se había puesto corbata para causar una mejor impresión.
Sor Stephanus lo miraba con los ojos muy abiertos, brillantes, levemente alelados, unos ojos que parecía que estuvieran congelados.
– ¿Y cuál es el pero? -dijo.
Andy respiró hondo y de nuevo levantó el mentón.
– Sólo es que… me estaba preguntando si ha hablado usted con el señor Crawford sobre mi trabajo. Me refiero a un trabajo distinto, algo que me permitiera estar más cerca de casa, pasar más tiempo en casa ahora que…
Sor Stephanus miró por encima del hombro a donde se encontraba el cura. Éste enarcó las cejas, pero no dijo nada. La monja se volvió hacia Andy.
– El señor Crawford está muy enfermo -dijo-. Gravemente enfermo.
– Lo lamento -dijo Andy un poco con demasiada soltura, y se dio cuenta. Vaciló. Estaba preparándose. Ése era el momento-. Tiene que ser muy duro -dijo, arrastrando las vocales, con su acento sureño-, el señor Crawford enfermo y todo esto. Supongo que ustedes, todos los demás -miró a Harkins y de nuevo miró a la monja-, tendrán que arrimar el hombro de lo lindo para que no se note. Tiene gracia, la operación tan grande que han puesto en marcha, a pesar de lo cual nunca sale nada en los periódicos.
Se hizo otro silencio, y el cura tomó la palabra con su muy marcado acento irlandés.
– Hay muchas cosas que nunca llegan a los periódicos, Andy. A veces, ni siquiera se da noticia de algunos accidentes muy graves.
Andy no le hizo caso.
– Lo que pasa, dese cuenta -dijo a la monja-, es que voy a tener que estar muy pendiente de prestar a Claire toda la ayuda que necesita para superar su pérdida. Voy a tener que renunciar a los largos trayectos, a ir a Canadá y a los Lagos. Eso significa una paga extra sin la cual me las tendré que apañar.
La monja otra vez miró de reojo a Harkins, y éste de nuevo se limitó a enarcar las cejas. Se volvió hacia Andy.
– Muy bien, pues -dijo-. Veremos qué se puede hacer con eso.
– Lo crucial, Andy -intervino Harkins-, es que estas cosas no salgan de aquí, que sólo se sepa entre nosotros. Nosotros tenemos nuestra manera de hacer las cosas en St. Mary, y el mundo no lo entendería.
– Claro -dijo Andy, y se permitió esbozar el espectro de una mueca burlona-. Claro, es natural.
Sor Stephanus se puso bruscamente en pie, y la tela negra de su hábito emitió un crujido estrepitoso.
– Muy bien, pues -dijo-. Estaremos en contacto. De todos modos, Andy, quiero que una cosa quede muy clara. El bienestar de Claire es ahora nuestra preocupación primordial. La nuestra y la tuya, cómo no.
– Por supuesto -dijo, esta vez con intencional fluidez, para que se enterasen-. Por supuesto, lo entiendo muy bien -se puso en pie y se volvió hacia Claire-. Vamos, cariño. Es hora de marcharnos.
Ella no reaccionó. Siguió mirando la alfombra. Sor Anselm se acercó desde la ventana y le plantó amablemente una mano en el hombro.
– Claire -le dijo-, ¿te encuentras bien?
Claire pestañeó y, con esfuerzo, alzó la cabeza y miró a la monja, tratando de concentrarse. Despacio, asintió con un gesto.
– Se encuentra bien -le espetó Andy, sin poder evitar un deje amenazador-. Yo cuidaré de ella. ¿Verdad, cariño?
La sujetó por el codo y la obligó a ponerse de pie. Cuando se hubo incorporado pareció por un instante que pudiera caerse, pero él la sostuvo con firmeza, con un brazo alrededor de los hombros, y la guió hacia la puerta. Sor Stephanus salió de detrás del escritorio y los acompañó.
– Esa joven no está nada bien -dijo sor Anselm cuando los tres hubieron salido del despacho.
El padre Harkins la miró con cara de preocupación.
– ¿Usted cree que podría…? -dejó la pregunta en el aire.
– Yo creo -dijo la monja, cargando las tintas con ira- que está muy mal de los nervios. Muy mal, se lo digo yo.
Volvió sor Stephanus al despacho meneando la cabeza.
– Señor, señor -dijo con cansancio-, qué situación… -se volvió hacia el cura-. ¿Y el arzobispo…?
Asintió.
– He hablado con su despacho. Los suyos hablarán con Comisaría. No hace ninguna falta que la policía se involucre.
Sor Anselm emitió un sonido de asco. Sor Stephanus volvió hacia ella la mirada cansina.
– ¿Decía usted, hermana?
Se dio la vuelta y salió renqueando del despacho. Sor Stephanus y el cura se miraron uno al otro y apartaron cada cual la mirada. No dijeron nada más.
Había hielo en los peldaños de la entrada; Andy mantuvo el brazo en torno a los hombros de Claire, no fuera a resbalarse. Desde el accidente de la niña no había sabido qué hacer con su mujer, cómo tratarla, de lo callada y retraída que estaba. Se pasaba el tiempo sentada en la casa como si estuviera medio en trance, o bien miraba en la televisión los programas infantiles, Howdy Doody y Bugs Bunny y el de los dos cuervos que conversaban sin parar. Le ponía del hígado su manera de reír con los dibujos animados, como si estuviera haciendo gárgaras, igualito, suponía, que el modo de reír de aquellos primos alemanes que tenía ella, jarj jarj jarj. De noche, cuando yacía en la cama sin poder dormir, a su lado, él notaba cómo corrían los pensamientos en su interior, cómo les daba vueltas sin parar, repasando una y mil veces la misma cosa, la que fuera, sin poder quitarse de la cabeza el dichoso pensamiento, daba igual. A duras penas contestaba cuando alguien le decía algo; por lo demás, callaba. Una noche él volvió a casa tarde, cansado, tras viajar desde Buffalo, y se encontró la casa a oscuras, sin que se oyera un solo ruido. Buscó por todas partes hasta encontrarla en la habitación de la niña, sentada junto a una ventana, con la manta de la niña apretada entre los brazos. Le gritó no tanto porque estuviera dolido, sino porque de algún modo le había dado un susto allí sentada como un fantasma, con el extraño resplandor azulado que llegaba del jardín que cubría la nieve. Pero incluso al gritarle ella tan sólo volvió la cabeza ligeramente hacia él, frunciendo el ceño, como una persona que acabase de oír a alguien que llamase desde lejos, desde muy lejos.
Lo único de provecho que encontró en todo esto fue Cora. Fue ella quien lo supo tranquilizar la noche misma del accidente, fue ella quien le ayudó a dar una versión creíble de lo sucedido. Ahora, de día, algunas veces subía a sentarse con Claire, y en más de una ocasión llegó él a casa y se la encontró preparándole la cena, mientras Claire, vestida con la bata de andar por casa que no se había cambiado desde que se levantó, con los ojos enrojecidos y un pañuelo apretado contra la boca, yacía boca abajo en la cama, con los pies colgados por el lateral. Algo le pasaba en los pies, cuyo empeine tenía muy blanco, y la planta descolorida y callosa, que a él le provocaba una sensación de náusea. Cora tenía unos pies largos y morenos, estrechos en el talón, anchos y redondeados en el nacimiento de los dedos. Cora no quería de él otra cosa que su cuerpo duro y bronceado. Nunca le había pedido que le dijera que la amaba, nunca se había preocupado por el futuro, ni por lo que sucedería si Claire descubriese lo que había entre ambos. Estar con Cora era como estar con un hombre salvo cuando estaban en la cama, e incluso en la cama tenía el apetito casi brutal de un hombre.
Caminaban por la avenida de entrada al hospicio cuando vieron que llegaba Brenda Ruttledge a la cancela. Vestía un gran abrigo de alpaca y un gorro de lana y botas con el borde forrado de piel. Andy no la recordaba, aunque la vio en aquel momento en que Claire tropezó con ella cuando se marchaban de la fiesta navideña en la casa de Josh Crawford; de hecho, de aquella tarde no recordaba gran cosa. Claire, cómo no, iba demasiado ensimismada para saber si era capaz de reconocer a alguien o no.
Pero Brenda sí los recordaba de la fiesta, la mujer joven y pálida con el bebé y su maridito con cara de bebé, sumamente enrabietado por haber bebido demasiada cerveza. La mujer joven tenía un aspecto terrible. La encontró grisácea y demacrada, como si estuviera traumatizada, o enferma de dolor, de terror, de pena. Brenda los miró pasar de largo, la esposa con sus pasos rígidos, inseguros, el marido guiándola con el brazo en tensión sobre sus hombros.
Brenda había supuesto que la vida en Estados Unidos sería diferente que en su país, que la gente sería más feliz, más echada para delante, más amistosa, pero descubrió que era igual que allá, igual de malhumorada, mezquina y afligida. O quizás sólo Boston fuera así, natural, con tantos irlandeses aún cargados de los recuerdos de la Hambruna y los barcos de la muerte. Pero a ella no le gustaba ninguna de esas cosas; no le gustaba nada estar allí y sentirse sola y tan lejos de casa.
Le abrió la puerta la misma monja joven de los dientes saledizos que se la había abierto la última vez en que estuvo allí, cuando llevó a la niña. Pensó en preguntarle su nombre, pero no supo si tal cosa estaba permitida; de todos modos, el nombre no sería el suyo, sino el de algún santo o santa de los que Brenda jamás hubiera sabido nada. Tenía una cara agradable, pequeña y redonda y alegre; en fin, en un santiamén le quitarían a tortas la alegría en un sitio como ése. Tampoco la monja, como la pareja que vio a la entrada, dio muestras de acordarse de Brenda. Probablemente había abierto la puerta a cientos de personas desde la última vez que ella estuvo allí.
– Me preguntaba si podría ver a sor Stephanus
– dijo.
Temió que la monja fuese a preguntarle qué era lo que deseaba, pero, por el contrario, la invitó a entrar en el vestíbulo y le dijo que iría a ver si estaba la Madre Superiora. Cuando sonreía, le asomaban los dientes y se le formaban dos hoyuelos de bebé en las mejillas gordezuelas. Tardó en volver al vestíbulo lo que a Brenda le pareció una eternidad; a su vuelta le dijo que sor Stephanus no se encontraba en la casa. Brenda supo que le estaba mintiendo. Azorada, rehuyó la mirada nada hostil de la monjita.
– Sólo quería saber… Sólo quería preguntar por una de las niñas -dijo al fin-. Se llama Christine.
La monja no respondió nada. Permaneció con las manos una sobre la otra a la altura de la cintura, sonriendo cortésmente. Brenda supuso que no había sido ella la primera correo -¿sería ésa la palabra que se empleaba?- en volver a St. Mary a interesarse por una de las niñas. Se acordó del sobrecargo con marcado acento cockney, que le advirtió en el barco, en el viaje a Boston, que no se encariñase con la cría. Se limitó a echar un vistazo a sus papeles y a los de la niña, y se retrepó en su asiento, tras la mesa, mirándole el pecho con ojos lascivos, de rata, y diciéndole: «Mire, se lo digo en serio, lo he visto un montón de veces; una chica toma el barco, apenas acaba de terminar los estudios. Para el día en que atracamos en Estados Unidos, está convencida de que la niña es suya». No era que ella sintiera ningún apego, o no exactamente, según pensaba en esos momentos, volviendo sobre sus pasos por la entrada del convento, sino que tan sólo había pensado en la pequeña Christine, y recordó la rara sensación que tuvo en las entrañas al tomarla en brazos por vez primera, aquella tarde, en el muelle de Dun Laoghaire. La pareja que había visto allí, cuando llegaba, ¿dónde habrían dejado a su niña?, se preguntó. Volvió a ver la cara pálida de la mujer, una cara de pasmo, unos ojos apagados, y se estremeció.
Phoebe había pasado durmiendo la mayor parte del vuelo, mientras Quirke, con agria resolución, se había emborrachado a conciencia gracias a las copas de brandy de cortesía que generosamente le sirvió una azafata que lo miraba con ojos retozones. A pesar de las cinco horas que habían ganado al viajar hacia el oeste, era de noche cuando el avión aterrizó, y Quirke estaba resentido por el día entero que parecía haber perdido, como si fuera un día arrancado de su vida, un día echado a perder, que resultaba sin embargo mucho más grave en esos momentos que cualquiera de los otros muchos que hubiera malgastado. Del aeropuerto tomaron un taxi hasta Penn Station, derrumbado cada uno hacia la ventanilla correspondiente, medio de espaldas al otro, abotargados los dos, aunque cada cual a su manera. El tren era nuevo, aerodinámico, veloz, aunque olía de un modo muy similar a los viejos trenes de vapor. En la estación de Boston los fue a recoger el chófer de Josh, un joven moreno, magro, que parecía más bien un muchacho que se hubiera disfrazado de chófer, con un temo gris, atildado, completado con polainas de cuero y una gorra de plato de visera brillante. Olía a brillantina y a tabaco. Cuando Quirke le preguntó cómo se llamaba, dijo que era Andy.
Caía una lluvia helada, y mientras atravesaban en el automóvil la ciudad, Quirke escrutaba la negrura, las calles iluminadas a trechos, en busca de algún recuerdo que no encontró. Habían pasado veinte años, y parecía que fuesen mil, desde la última vez que estuvo allí, con Mal, dos médicos neófitos que fueron a trabajar -más bien a disfrazarse como en una mascarada- de internos durante un año en el Hospital General de Massachusetts, y todo gracias a los hilos que había sabido mover a favor de ambos el viejo amigo del juez, Joshua Crawford, ciudadano de honor de Boston y padre de dos hijas deliciosas y en edad casadera. Sí, más bien había pasado todo un milenio.
– ¿Qué, se te agitan los recuerdos? ¿Algún sentimiento de ternura? -preguntó Phoebe con ironía desde el lado del asiento que ocupaba. Él no había reparado en que ella lo estaba mirando. No dijo nada-. ¿Qué te pasa? -preguntó en un tono distinto. Estaba harta de su mal humor; él se había mostrado taciturno e incluso hosco durante todo el viaje.
Quirke volvió a mirar por la ventanilla los retazos relucientes de la ciudad al pasar de largo.
– ¿Qué quieres decir? -contestó.
– Te noto diferente. Se acabaron los chistes. Se supone que soy yo la que tiene que estar malhumorada. ¿Es por el batacazo que te has llevado, o hay otra cosa?
Él calló unos instantes.
– Ojalá pudiéramos… -dijo al cabo.
– ¿El qué?
– No sé, hablar.
– Ya estamos hablando.
– ¿De veras?
Ella se encogió de hombros, renunciando a insistir. Él notaba los ojos del chófer mirándolos por el retrovisor.
Atravesaron el sur de Boston hasta tomar la autovía. Scituate, la localidad donde tenía Josh Crawford su mansión, se hallaba a treinta kilómetros al sur, por la costa, y al poco de pasar Quincy enfilaron una sucesión de carreteras secundarias, estrechas, en donde se notaba la bruma del mar suspendida bajo los árboles y se veían las ventanas encendidas de algunas casas aisladas, con un brillo amarillo y misterioso en la negrura. En Boston aún vieron algunos bancos de nieve en las aceras, pero allí, a la orilla del mar, los arcenes estaban despejados del todo. Pasaron por delante de una iglesia de color blanco, con una torre rematada por una aguja, que se alzaba sobre una elevación del terreno, espectral y en cierto modo angustiada en su soledad y apagamiento. Nadie decía nada. Quirke, ahora que el resplandor del brandy se le había tornado ardor ceniciento, volvió a tener la sobrecogedora sensación de desapego que tan a menudo sentía últimamente: era como si el automóvil, bamboleándose sin el menor esfuerzo por aquellas curvas, gracias a su mullida suspensión, hubiera dejado atrás la carretera y fuera transportado en volandas por la densa, húmeda oscuridad, rumbo a un lugar secreto en donde los pasajeros fueran succionados de su interior y abducidos en silencio y sin dejar rastro. Se oprimió ambos ojos con el índice y el pulgar. Esa noche no era capaz de pensar con coherencia.
Cuando el coche dobló en la cancela de Moss Manor, una jauría de perros enjaulados comenzó a aullar en algún lugar de la finca. Al acercarse por la avenida de grava vieron que el gran portón de la casa estaba abierto y que alguien esperaba en el umbral a recibirlos. Quirke se preguntó cómo era posible que se supiera en la casa la hora exacta de su llegada. Tal vez hubieran oído el coche, tal vez hubieran visto los faros cuando tomó alguna curva. Andy, el chófer, trazó con el cochazo medio círculo en la grava y se detuvo. La persona que esperaba en el umbral, según comprobó Quirke, era una mujer alta y esbelta, vestida con pantalones y un suéter. Phoebe y él salieron del coche; el chófer abrió la portezuela de Phoebe. En el aire pesado y húmedo de la noche pendía en suspenso un miasma de humo del tubo de escape, y desde lejos llegó el gemido hueco de una sirena para avisar de la niebla. Habían callado los perros.
– Bienvenidos, viajeros -dijo la mujer en voz bien alta, con un tono humorístico, pero seco. Se acercaron y ella tomó a Phoebe por las manos-. Dios mío -dijo con acento sureño, arrastrado, grave-, hay que ver, qué mayor estás, qué guapa. ¿Y no te queda un beso para tu malvada abuela adoptiva?
Phoebe, encantada, le plantó un beso veloz en la mejilla.
– No sé cómo llamarte -dijo entre risas.
– Encanto, tienes que llamarme Rose, naturalmente. Claro que yo tampoco debo llamarte «encanto», ya no eres una niña.
Aplazó adrede el momento de volverse a Quirke, dándole tiempo, supuso éste, de admirar su impecable perfil, las dos crenchas de cabello espeso y castaño claro, la frente alta, sin tacha, la noble línea de la nariz, la boca fruncida por las comisuras en una irónica, perezosa, aristocrática sonrisa. Por fin le tendió con languidez una mano delgada y fría, una mano, reparó Quirke, no tan juvenil en apariencia como el resto de su persona.
– Y usted debe de ser el famoso señor Quirke -dijo, y lo miró de hito en hito-. He oído hablar mucho de usted.
Él dibujó una reverencia ágil, no del todo seria.
– Espero que hayan sido cosas buenas.
Ella esbozó su sonrisa de acero.
– Pues me temo que no -se volvió de nuevo a Phoebe-. Querida, tienes que estar exhausta. ¿Ha sido un viaje muy duro?
– Bueno, he tenido al señor Buen Humor en persona para mantenerme animada -dijo Phoebe con una mueca de cómica repugnancia.
Entraron en el espacioso vestíbulo, de techos altos, y Andy, el chófer, entró tras ellos con el equipaje. Quirke estudió las cabezas de animales que decoraban las paredes, la ancha escalinata de madera de roble, con una balaustrada tallada, las oscuras vigas del techo. El ambiente de la casa resultaba ligeramente chabacano, como si se le huhieran aplicado demasiadas capas de barniz hacía mucho tiempo y aún no estuvieran del todo secas. Veinte años atrás le había impresionado el aire imponente, neogòtico, de Moss Manor; ahora, todo aquel fantasmagórico esplendor tenía a sus ojos cierto aire deslucido, lúgubre… ¿resultado de la pátina del tiempo o de su desencanto en general, que había aminorado de manera patente la antigua grandeza de la mansión? No, eran los años: la casa de Josh Crawford había envejecido a la vez que su dueño.
Apareció una criada de uniforme azul oscuro; tenía un cabello ratonil y unos plañideros ojos de irlandesa.
– Deirdre os acompañará a vuestras habitaciones -dijo Rose Crawford-. Cuando estéis listos, bajad, por favor. Tomaremos una copa antes de la cena -posó con ligereza una mano sobre la manga de Quirke y le habló con lo que a él le pareció una sonrisa de sarcasmo-. Josh está impaciente por verle.
Se acercaron al arranque de la escalinata siguiendo los pasos torpes de la criada; Andy, el chófer, había subido ya con sus bultos.
– ¿Qué tal está el abuelo? -preguntó Phoebe.
Rose le dedicó una sonrisa.
– Ah, pues mucho me temo que se está muriendo, querida.
Las plantas superiores de la casa eran menos agobiantes, menos conscientemente grandiosas que la planta baja. Arriba, se notaba la mano de Rose Crawford en las paredes pintadas de un rosa intenso, en el mobiliario estilo Imperio. Tras depositar a Phoebe en su habitación, la doncella condujo a Quirke a la suya. Reconoció al punto dónde se encontraba, y vaciló en el umbral. «Dios mío», musitó. Sobre una cómoda de madera de castaño taraceada había una fotografía de Delia Crawford, a los diecisiete años, en un marco de plata. Se acordaba de esa fotografía: él le pidió un día que le regalase una copia. Se llevó la mano a la frente y se tocó las cicatrices, una costumbre que había adquirido últimamente. La doncella estudiaba con un punto de alarma sus reacciones de sorpresa y desaliento.
– Disculpe -le dijo-, es que éste era el dormitorio de mi esposa… cuando ella vivía aquí.
La fotografía estaba tomada en algún baile de presentación en sociedad o en una ocasión semejante, y Delia aparecía con una diadema, y el cuello alto de su complicado vestido era visible. Miraba a cámara con una lascivia socarrona, con una ceja perfectamente enarcada. Él conocía bien esa mirada: durante todos aquellos meses de constante borrachera de amor en Boston prendía en él a tal extremo el deseo que terminaba por dolerle la entrepierna, y la lengua le palpitaba en la base. Y cómo se reía de él, cuando se retorcía ante ella presa de esa maravillosa angustia. Los dos creyeron entonces que tenían por delante todo el tiempo del mundo.
Cuando se marchó la criada, cerrando la puerta sin hacer ruido, se sentó con fatiga en la cama, frente a la cómoda, con las manos inertes, colgadas entre las rodillas. En la casa reinaba un completo silencio, si bien en los oídos le zumbaba aún el implacable molinillo de los motores del avión. La mirada sardónica y tolerante de Delia parecía detenerse en él y asimilar su aparición, y con su expresión parecía decirle: Bueno, Quirke, ¿y ahora, qué? Sacó la cartera del bolsillo y extrajo otra fotografía, mucho más pequeña que la de Delia y muy arrugada, desgarrada por uno de los bordes. Era de Phoebe, y estaba tomada cuando también ella tenía diecisiete años. Se adelantó y la encajó en una de las esquinas inferiores del marco de plata; se alejó después, aún sentado, con las manos colgando igual que antes, y contempló largo rato las imágenes de las dos, la madre y su hija.
Cuando bajó se dejó guiar por el sonido de las voces hasta llegar a un salón inmenso, con suelo de madera de roble, que, según recordaba, era la biblioteca de Josh Crawford. Había altas vitrinas con sucesivos anaqueles repletos de volúmenes encuadernados en piel, que nadie había abierto jamás, y en medio una larga mesa de lectura, en leve pendiente por uno y otro lado, y una enorme bola del mundo, antigua, sobre un pie de madera con cuatro soportes. En la chimenea, de la altura de un hombre, ardía un buen fuego sobre una reja elevada de metal negro. Rose Crawford y Phoebe estaban sentadas, juntas, en un sofá tapizado de cuero. Frente a ellas, al otro lado de la chimenea, Josh Crawford se encontraba derrumbado en su silla de ruedas. Llevaba un suntuoso batín de seda con faja carmesí, y unas pantuflas de estilo oriental, con estrellas recamadas en oro; un echarpe de lana azul, de Persia, le envolvía los hombros. Quirke observó el cráneo calvo, picado, en forma de pera invertida, a ambos lados del cual aún le colgaban unas lacias guedejas de un cabello patéticamente teñido de negro juvenil; contempló los párpados caídos, sonrosados, irritados; las manos nudosas, con las venas saltonas, inquietas sobre el regazo, y recordó al hombre vigoroso y pulcro, peligroso, que había conocido dos décadas antes, un bucanero de su tiempo que había avistado una tierra poblada de riqueza en aquella aquietada costa pirata. Comprobó que era cierto lo que había dicho Rose Crawford: su marido estaba muriéndose, y se estaba muriendo a la vista de cualquiera, y deprisa. Sólo sus ojos eran lo que siempre fueron, unos ojos azul tiburón, penetrantes, alegremente malignos. Los alzó y miró a Quirke.
– Vaya -dijo-, si es la falsa moneda…
– Hola, Josh.
Quirke se acercó a la chimenea y Josh reparó en su cojera, y en el trozo de carne amoratada, bajo el ojo izquierdo, donde una de las punteras reforzadas de acero, del señor Punch o del gordinflón de Judy, había dejado su huella.
– ¿Y qué te ha pasado?
– Una caída -dijo Quirke. Empezaba a estar harto de la misma mentira sin sentido.
– No me digas -Josh sonrió con un solo lado de su rostro correoso-. Pues deberías andar con más cuidado.
– Eso me dice todo el mundo.
– ¿Y por qué no te aplicas el cuento, si todo el mundo te lo dice?
A Rose, Quirke se dio perfecta cuenta, le divirtió el pequeño forcejeo entre ambos. Se había cambiado de ropa y llevaba un vestido de seda escarlata que le quedaba como una segunda piel, con unos zapatos también escarlata, a juego, de ocho centímetros de tacón. Expulsó el humo del cigarrillo hacia el techo, alzó el vaso y lo meneó, haciendo que tintineasen los hielos.
– Tómese una copa, señor Quirke -dijo, levantándose del sofá-. ¿Whisky? -miró a Phoebe de reojo-. ¿Y tú, querida? ¿Quieres una tónica con ginebra? Siempre y cuando, claro está -añadió volviéndose a Quirke-, esté permitido.
– ¿Por qué se lo preguntas a él? -dijo Phoebe muy airada, y sacó la punta de la lengua mirando a Quirke. También ella se había cambiado, poniéndose el vestido formal, de satén azul.
– Gracias por haberme alojado en el dormitorio de Delia -dijo Quirke a Rose.
Lo miró desde la mesa en la que estaban las bebidas, con un vaso y una botella en cada mano.
– Ay, vaya… -murmuró vagamente-. ¿Era la suya? -se encogió de hombros para dar una muestra de pesar que resultó patentemente falsa, y luego frunció el ceño-. No queda hielo… -se dirigió a la chimenea y oprimió el botón de un timbre encastrado en la moldura.
– No pasa nada -dijo Quirke-, yo lo tomo seco.
Le pasó el vaso de whisky y se quedó un momento más de lo necesario delante de él, muy pegada.
– Hay que ver, señor Quirke -murmuró de manera que sólo él la oyese-. Cuando me dijeron que era usted un grandullón ya veo que no eran exageraciones -él le devolvió la sonrisa y ella se dio la vuelta con un temblorcillo de ironía en los labios, para dirigirse de nuevo a la mesa de las bebidas y servir una ginebra para Phoebe y otro bourbon para ella. Desde la silla de ruedas, Josh Crawford contemplaba con codicia cada movimiento, sonriendo con fiereza. Llegó la doncella y Rose pidió bruscamente más hielo. Saltaba a la vista que la chica estaba amedrentada ante su señora.
– De veras, Josh -dijo Rose a Crawford cuando se hubo marchado-, hay que ver las perdidas, abandonadas y descarriadas que me obligas a recoger en casa…
Crawford se limitó a reír.
– Son buenas chicas católicas -dijo. Torció el gesto ante algo que le estaba pasando por dentro, y frunció el ceño-. Este dichoso fuego da demasiado calor… Vayamos al invernadero.
Rose tensó los labios, y parecía a punto de protestar, pero al mirar a los ojos a su marido -el mentón malencarado, ceñudo, y los ojos fríos, de pez-, dejó el vaso de bourbon a un lado.
– Lo que tú digas, cariño -dijo con la voz suave, sedosa.
Avanzaron los cuatro por pasillos atestados de muebles caros, feos -sillas de madera de roble, arcones reforzados con cantoneras de latón, toscas mesas que podrían haber llegado en el Mayflower y que, pensó Quirke, seguramente así había sido-. Quirke empujaba la silla de Crawford y las dos mujeres los seguían detrás.
– Bueno, Quirke -dijo Crawford sin volver la cabeza-. Así que has venido a verme morir, ¿no es eso?
– He venido con Phoebe -dijo Quirke.
Crawford asintió.
– Desde luego, naturalmente.
Llegaron a la Galería de Cristal y Rose accionó un interruptor, con lo que sucesivas hileras de luces fluorescentes se encendieron en una serie de tenues ruidos sordos. Quirke miró más allá de los neones, al peso de toda la negrura que se acumulaba sobre la inmensa cúpula de cristal, en esos instantes moteada por gotas de lluvia. Allí dentro el aire era pesado, caluroso, y olía a savia y a mantillo. Le pareció raro no recordar un sitio tan extraordinario, y eso que sin duda tenía que haberlo visto cuando estuvo en la casa con Delia. Alrededor, las hojas bruñidas de las palmeras y los helechos gigantes y las orquídeas que no estaban en flor pendían inmóviles, como otras tantas orejas de gran tamaño y de intrincadas formas, atentas a la llegada de los intrusos. Rose se llevó a Phoebe a un lado y, juntas, se perdieron entre el denso verdor de las plantas. Quirke empujó la silla de ruedas a un claro en donde vio un banco de hierro de forja y se sentó, contento de dar descanso a la rodilla. El metal estaba pegajoso al tacto y casi cálido. Mantener caldeado semejante espacio durante todo un duro invierno, reflexionó con desgana, debía de costar el equivalente a lo que ganaba él en un año.
– Tengo entendido que has estado interfiriendo en nuestra obra -dijo Josh Crawford.
Quirke lo miró de pronto. El viejo contemplaba el lugar, entre las plantas, por el que las dos mujeres habían desaparecido.
– ¿Qué obra es ésa?
Josh Crawford husmeó el aire, emitiendo un ruido que podría haber pasado por una risa.
– ¿Te da miedo la muerte, Quirke? -le preguntó a bocajarro.
Quirke reflexionó un instante.
– No lo sé. Sí, supongo que sí. ¿No es algo a lo que todos tenemos miedo?
– Yo no. Cuanto más cerca la tengo, menos miedo me da -suspiró. Quirke oyó una especie de matraca que resonaba en su pecho-. Lo único bueno que tiene la vejez es que te da la oportunidad de igualar un poco la balanza y cuadrar las cuentas. Entre el bien y el mal, claro -volvió la cabeza y miró a Quirke-. He hecho más de una perrería en mis buenos tiempos, desde luego -una risa, otro estertor-, e incluso he propiciado más de una caída ajena, pero también he hecho mucho bien -hizo una pausa momentánea-. Lo que dicen es muy cierto, Quirke. Éste es el Nuevo Mundo y lo es con todas las consecuencias. Europa está acabada. La guerra, y todo lo que vino después, se encargaron de que así fuera -apuntó al suelo de cemento con la uña amarillenta de un dedo índice largo y nudoso-. Éste es el lugar, Quirke, te lo digo yo. Ésta es la tierra del Señor -asentía y movía la mandíbula como si royera algo suave, algo imposible de tragar-. ¿Te he contado alguna vez la historia de esta mansión? Scituate, el municipio, es el punto al que llegaron los irlandeses empujados por la Hambruna en la década de 1840. Los protestantes angloirlandeses, los propios ingleses, la clase alta bostoniana, todos esos se asentaron en la costa del norte, y allí no había cabida para ningún irlandés de a pie, de modo que los nuestros se vinieron para el sur. A menudo me los imagino, me los represento -se dio unos golpes en la frente con el índice-, en los huesos, asilvestrados, con sus mujeres pelirrojas y flacas como los jamelgos, recorriendo la costa con las carnadas de criajos imposibles de matar. La mayoría, más pobres que las ratas, muertos de hambre allá en casa, muertos de hambre aquí. Ésta era una región muy áspera en aquella época, todo acantilados, roquedos, campos y prados quemados por el salitre. Sí, los estoy viendo subir ayudándose con las uñas y los dientes a las rocas de la orilla, los veo escarbar en las playas y en los bajíos en busca de cangrejos y almejas, temerosos del mar como lo somos casi todos los irlandeses, temerosos de las profundidades. Algunas familias de pescadores, sin embargo, se habían instalado en el Segundo y el Tercer Rompiente -agitó el pulgar por encima del hombro, indicando a su espalda-, gentes llegadas de Connemara, escurridizos como las nutrias, curtidos en el agua de mar, avezados en los canales. Con la marea baja lo vieron en las rocas: el musgo rojo. Lo conocían, lo habían visto allí de donde llegaron, date cuenta. Era Chrondus crispus, y también de otra clase, Gigartina mamillosa. ¿Qué tal andas de latín, Quirke? Musgo de Carragheen. Rojo y oro era en aquellos tiempos. Tiene mil utilizaciones posibles, vale para todo, para hacer desde papilla hasta papel pintado, pasando por tinta de imprenta. Comenzaron a recogerlo en los faluchos, rastrillándolo con la bajamar, poniéndolo a secar en la playa, enviándolo a Boston a carretadas. En el plazo de diez años había por aquí más de uno que se había hecho millonario con el musgo. Millonarios, te lo digo en serio. Uno de ellos fue quien construyó esta casa: William Martin McConnell, también conocido como Billy el Jefazo, oriundo del condado de Mayo. El Jefazo y su musgazo, ¿lo ves? Por eso se llama Moss Manor, la Mansión del Musgo. Llegó entonces el ferrocarril. En 1871 pasaron por aquí los primeros trenes. Se construyeron hoteles por todo el norte de Scituate, bonitas casas para pasar las vacaciones en Egypt Beach, en Cedar Point. Los jefes de bomberos, los capitanes de policía, los irlandeses que se dedicaban al encaje para visillos, los empresarios de Quincy, incluso de Worcester, todos vinieron para acá. El cardenal Curley tuvo una casa en… ya no me acuerdo dónde la tuvo. Vino toda clase de gente, todos a dar cada cual su bocado al campo, a hincar los dientes en la riqueza de esta costa. La riviera irlandesa, la llamaban, y aún lo sigue siendo. Construyeron campos de golf, clubes de campo… ¡la Asociación Deportiva de Hatherly Beach! -rió con carraspera, con flemas atrancadas, la cabeza frágil meneándose en lo alto del tallo delgado que tenía por cuello. Se entusiasmaba sólo de pensar en los irlandeses, pobres como ratas, y en sus pretensiones, en sus triunfos de escándalo. Ése era su sostén, Quirke acababa de comprenderlo; eso era lo que lo mantenía vivo, una papilla fina y amarga hecha a base de recuerdos e imaginaciones, de malicia, de sorna reivindicativa-. A los irlandeses no hay quien les gane, Quirke. Son como las ratas. Nunca estás a más de metro y medio de uno -volvió a toser sonoramente, a golpearse repetidas veces con el puño en el pecho, con fuerza, hasta derrumbarse agotado en la silla-. Te lo he preguntado antes, Quirke -dijo con un ronco susurro-. ¿Por qué has hecho este viaje? Y no me vengas con cuentos, no me digas que lo has hecho por la chica, ¿eh?
Quirke se encogió de hombros y movió la pierna dolorida buscando alivio; empezaba a notar el frío en el hierro del asiento.
– Me escapé -dijo.
– ¿De qué?
– De gente que hace fechorías -Josh sonreía y, sonriendo, alejó la mirada. Quirke lo observaba-. Dime una cosa, Josh: ¿qué es ese asunto tan tuyo en el que he estado interfiriendo?
Crawford levantó la mirada y oteó sin intención las altas láminas de cristal, negras y relucientes, en derredor de ambos. En la vastedad del lugar, con su ambiente artificial, cerrado, podrían haber estado a cien leguas bajo el mar, o a un millón de kilómetros en el espacio exterior.
– ¿Tú sabes a qué me dedico, Quirke? -dijo Crawford-. Tengo una plantación. Unos plantan cereales, otros plantan árboles. Yo, en cambio, planto almas.
Las mujeres se habían detenido ante un tiesto de terracota en donde crecía un rosal sin hojas, de ramas largas y espinosas, finas, que a Phoebe le recordaron las garras afiladas de una de las brujas de los cuentos de hadas.
– Lleva mi nombre -comentó Rose-. ¿A que es una chifladura? Josh le pagó una fortuna a un cultivador de rosales de Inglaterra. Y ahí lo tienes: Rose Crawford. Las flores, cuando brotan, son de un feísimo tono escarlata, y no tienen aroma -sonrió a la muchacha, que trataba de parecer interesada como era su deber-. Veo que no te interesa la horticultura, claro. No tiene importancia. Si quieres que te sea sincera, a mí también me importa un comino, pero tengo que fingir que me apasiona. Es por Josh, claro -tocó con la mano el brazo de Phoebe y volvieron por donde habían ido-. ¿Te quedarás algún tiempo? -preguntó.
Phoebe la miró con sorpresa, con cierto asomo de alarma.
– ¿En Boston? -dijo.
– Sí, quédate con nosotros. Conmigo. Josh cree que deberías quedarte.
– ¿Y qué iba a hacer yo aquí?
– Lo que te apetezca. Ir a la universidad… Podemos encontrarte plaza en Harvard, o en Boston College. O no hacer nada, si prefieres. Ver cosas. Vivir. Eso lo sabes hacer, ¿no?
Lo cierto es que sospechaba que ésa era una de las cosas, por no decir la principal, que la chica aún no había aprendido a hacer. Tras la fina capa de colorete y el carmín con que se daba aires de mundana, Rose había visto que no pasaba de ser una dulce niñita todavía inexperta, insegura, con ganas de acumular experiencia, pero sin saber si estaba o no preparada, y preocupada por la aterradora forma que la experiencia pudiese adquirir. Eran muchísimas las cosas que Rose podría enseñarle. Le agradaba la idea de tener una protegida.
Agachándose para pasar por debajo de una planta tropical, trepadora, cuyos zarcillos velludos le recordaron a Phoebe las patas de una araña gigantesca, de nuevo tuvieron a la vista a Quirke y a Josh Crawford.
– Míralos -dijo Rose con voz queda, deteniéndose-. Están hablando de ti.
– ¿De mí? ¿Cómo lo sabes?
– Yo lo sé todo -tocó de nuevo a la chica en el brazo-. ¿Pensarás despacio lo que te he dicho, la idea de que te quedes?
Phoebe asintió, sonriendo con los labios comprimidos y los ojos relucientes. Se sentía mareada, excitada. Era la misma sensación que tenía en el columpio del jardín cuando era niña. Le encantaba que su padre la empujase alto, más alto, hasta que ya parecía que iba a dar la vuelta completa. Había un instante, en el punto más elevado del arco, en el que todo se detenía en seco y el mundo, vertiginoso, quedaba en suspenso sobre un inmenso vacío de aire y de luz y de un silencio embriagador. Así era en ese instante, sólo que se prolongaba como si no fuese a terminar nunca. Sabía que no debería haberle dicho sí cuando Rose le ofreció la ginebra -aunque sólo eran las diez de la noche, para ella era en realidad de madrugada-, pero le daba igual. Estuvo inmóvil, encaramada en lo alto del columpio, como una niña buena, y de pronto una mano le dio un empujón por la base de la espalda, hasta llegar a donde estaba, mucho más alto que nunca.
Siguieron caminando hasta donde estaban sentados los hombres. Quirke tenía la cara hinchada por efecto de la fatiga del viaje y de la bebida, y el bulto de carne inerte, bajo el ojo izquierdo, estaba de un color blanquecino, sin vida. Josh Crawford miró a Phoebe y le dedicó una ancha sonrisa.
– Ahí la tienes -dijo-, ¡mi nieta preferida!
– No es un gran piropo -dijo Phoebe también sonriente-, teniendo en cuenta que soy la única nieta que tienes.
Él la tomó por las muñecas y la atrajo hacia sí.
– Hay que ver -dijo-, ya estás hecha toda una mujer.
Quirke los miró a los dos, maravillándose con amargura de la rapidez con que había perdonado Phoebe a su abuelo por haberse puesto de parte de todos los demás, en contra de su determinación de casarse con Conor Carrington.
Rose, por su parte, miraba a Quirke, registrando el demacrado, ojeroso resentimiento de su cara.
– Me pregunto adónde irán, señor Quirke, los años que van pasando, ¿eh? -le dijo a la ligera.
Apareció Brenda Ruttledge, con uniforme de enfermera y una cofia atildada, con un frasco de pildoras y un vaso de agua en una bandeja de plata. Al ver a Quirke titubeó y se le aflojó la boca un instante. También él se sintió levemente aturdido de verla allí; había olvidado del todo que estaba en Moss Manor.
– Hora de la pastilla, señor Crawford -dijo con una voz que le costó un esfuerzo evidente mantener nivelada.
Quirke forzó una sonrisa de fatiga.
– Hola, Brenda -le dijo.
Ella ni quiso ni habría podido mirarle a los ojos.
– Señor Quirke… -se limitó a decir. Sonrió mirando de reojo a Phoebe y se saludaron con un gesto, aunque nadie se tomó la molestia de hacer las presentaciones.
Rose lanzó una mirada cortante de la enfermera a Quirke y vuelta a empezar. También Josh Crawford captó el escalofrío del reconocimiento que traspasó a uno y a otro, y sonrió dejando al descubierto los dientes por un lado.
– Así que se conocen, ¿eh? -dijo.
Quirke ni siquiera lo miró.
– Éramos colegas en Dublín -señaló.
Se hizo un breve silencio a la par que el eco de esa palabra, colegas, reverberaba de manera incongruente. Crawford tomó el vaso de agua y Brenda sacudió el frasco hasta que tres grandes pildoras cayeron sobre la palma de su mano. Se las introdujo en la boca y bebió haciendo una mueca de desagrado.
Rose unió ambas manos sin hacer ruido.
– Bueno -dijo con amabilidad, pero con contundencia-. Phoebe, señor Quirke, ¿pasamos a cenar…?
Más tarde, Quirke no pudo conciliar el sueño. Durante la cena, en el comedor iluminado fúnebremente por las velas, la conversación fue escasa. Se sirvieron resplandecientes chuletas de ternera, patatas asadas en madera de nogal, col picada y zanahorias al vapor, todo ello al parecer envuelto por una pegajosa cobertura idéntica al ubicuo barniz que proliferaba por toda la mansión. Más de una vez sintió Quirke que se le iba la cabeza hacia un lugar mal iluminado, donde resonaban voces indescifrables, que no estaba allí ni en otra parte. Había trastabillado por las escaleras, al subir, y Phoebe tuvo que sujetarle con una mano por el brazo, a la vez que se reía de él y decía que empezaba a notársele que le hacía falta un sueñecito reparador. Permaneció un buen rato tendido en la cama, en su dormitorio, el dormitorio de Delia, sin desvestirse -aún no había abierto la maleta-, y aun cuando volvió la fotografía de Delia hacia la pared notaba su presencia inquietante. O no, no es que notase exactamente su presencia, sino más bien un recuerdo de ella, un recuerdo rancio por el resentimiento y la ira antigua. Fue la noche de la fiesta de despedida que Josh Crawford celebró en su honor y en el de Mal, veinte años antes. Delia se lo había llevado en un aparte, con un dedo sobre sus labios traviesos y sonrientes, y al cabo lo llevó allí arriba y se tumbó con él, en esa misma cama, sin quitarse el vestido de fiesta. Al principio no le permitió hacerle el amor, no le dejó hacer nada, apartaba en todo momento sus manos inoportunas y codiciosas. Aún oía su risa queda, burlona, provocadora, y su voz áspera en el oído, llamándole su búfalo grandullón. Ya estaba él a punto de tirar la toalla, sin embargo, cuando ella se despojó del vestido con una facilidad ensayada, el reconocimiento de la cual más adelante traspasaría su conciencia reacia como la hoja de un cuchillo puesta a calentar, y se recostó sonriendo y abrió los brazos y lo acogió tan adentro de sí que él supo que nunca terminaría de hallar del todo la manera de salir.
Se levantó de la cama y tuvo que permanecer unos instantes con los ojos cerrados, esperando a que se le pasara el mareo. Había bebido demasiado whisky y después demasiado vino en la cena, y había fumado demasiados cigarrillos, y tenía el interior de la boca como si se lo forrase un tegumento, como una telaraña vaporosa, de carne cálida, erosionada, abrasada. Se puso la chaqueta, salió de la habitación y atravesó la casa en silencio. Tenía la sensación de que también otros estaban despiertos: le parecía percibir su presencia en derredor, en el aire desolado y carente de entusiasmo que le rodeaba. Con cautela, descendió por la ancha escalinata de roble, con el bastón bajo el brazo, sujetándose con ambas manos la pierna inmovilizada, vendada aún, y meciéndola con torpeza para dar un paso tras otro. No sabía adonde se dirigía. El ambiente era de vigilia, e incluso hostil, como si el propio lugar, y no sólo sus habitantes, fuera consciente de su presencia, estuviera pendiente de él y de algún modo estuviera resentido. Las puertas, a medida que las fue abriendo, hacían ruido con el resbalón para manifestar su rechazo, su hastío, y al salir se cerraban con un suspiro, contentas de verse por fin libres de él.
Creyó dirigirse hacia la Galería de Cristal en busca de la vida callada de las plantas, con la esperanza de que la compañía, al menos durante un rato, de seres vivos, pero incapaces de percibir nada, pudiera sosegar su ánimo y devolverle a la cama, para conciliar por fin el sueño, pero por más que lo intentó no la pudo localizar. Se encontró en cambio en un espacio casi tan anchuroso, en el que se albergaba una piscina alargada, de no mucha profundidad. Las luces se encontraban alojadas en nichos salientes al borde mismo de la piscina, cuya superficie en todo momento cambiante proyectaba móviles reflejos en las paredes de mármol, en un techo que era una cúpula segmentada de yeso pálido, modelada como si fuese la techumbre de la tienda, en el desierto, de un jefe beduino. También allí el aire artificialmente caldeado resultaba algodonoso, empalagoso, y cuando Quirke se acercó hasta el borde de la piscina notó que el sudor se le acumulaba entre los omóplatos, en los párpados, en el labio superior. Oyó en lontananza los bocinazos de las sirenas para la niebla; le parecieron los desamparados, desesperanzados gritos de animales grandes, heridos, que clamasen de dolor en alta mar.
Contuvo la respiración sin darse cuenta. Había un cuerpo en el agua.
Era una mujer, con un traje de baño negro y un gorro de caucho. Flotaba boca arriba con los ojos cerrados, las rodillas ligeramente flexionadas, los brazos extendidos. El borde del gorro, prieto sobre el cráneo, desdibujaba sus rasgos, y al principio no la reconoció. Pensó en largarse sin hacer ruido -el corazón aún le latía desbocado por el sobresalto que se llevó al verla de repente-, pero en ese instante ella se volvió y comenzó a nadar despacio a braza, hacia el extremo en el que se encontraba él de pie. Al verlo allí, apoyado en el bastón, retrocedió desordenadamente, con un pataleo y un manoteo de rana, revolviendo el agua de la piscina. Salió entonces a la superficie con el mentón levantado y una sonrisa de arrepentimiento. Era Brenda Ruttledge.
– Dios del cielo -dijo, sujetándose a las asas de la escalerilla metálica y saliendo del agua con un brinco de atleta-, me has dado un susto de muerte.
– Tú también me has asustado -dijo-. Creí que eras un cadáver.
– Vaya -repuso ella, riendo-, supongo que precisamente tú tendrías que conocer bien la diferencia entre un vivo y un muerto.
Cuando dejó atrás la escalera se encontraron los dos cara a cara y en una proximidad mucho mayor de lo que cualquiera de los dos suponía. Él percibió la gelidez acuosa que emanaba de su carne e incluso el calor de la sangre que había detrás. Alrededor, las luces acuáticas rebotaban y se bamboleaban reflejadas en los muros. Se quitó el gorro de caucho y meneó el cabello.
– No se lo dirás a nadie, ¿verdad? -dijo ella medio en broma-. No les hace ninguna gracia que el personal haga uso de la piscina.
Pasó a su lado y se agachó a recoger la toalla. Le asombró no haberla visto así mismo con anterioridad. Tenía las caderas anchas, las piernas cortas, tirando a gruesas, pero bien torneadas. Una chica de campo, hecha para tener hijos. De pronto, se sintió envejecido. Ella aún debía de estar en la cuna cuando él retozaba allí mismo con la deliciosa Delia Crawford. Un beso, recordó, era todo cuanto había entre ellos, un beso robado, embriagado, en una fiesta, la noche anterior a que tuviera por primera vez conocimiento del nombre de Christine Falls. Volvió envuelta en la toalla, secándose los hombros. El aspecto de una cara de mujer con el maquillaje bien lavado nunca dejaba de afectarle. Cuando alzó el brazo vio debajo la pequeña mancha de vello oscuro.
– ¿Qué te ha pasado en la cara? -preguntó-. Me había fijado antes. Y he visto que cojeas.
– Poca cosa, una caída.
Ella le miró a la cara, él se dio cuenta de que no le había creído.
– Oh -dijo de pronto-, si tengo una gota en la nariz…
Sorbió con fuerza y se rió, y enterró la cara en la toalla. Todo esto, pensó Quirke, ya ha ocurrido antes en algún lugar.
Junto a la piscina había dos sillones de mimbre, cada uno a un lado de una mesa baja de bambú. Brenda se puso un albornoz blanco y se sentaron. El mimbre crepitó como una fogata de espinos bajo el peso de Quirke. Ofreció a Brenda un cigarrillo, pero ella negó con un gesto. Los reflejos del agua, más sosegados ahora que se había encalmado, dibujaban arabescos de fantasía en las paredes, que a él le recordaban vagamente las células de la sangre comprimida entre dos láminas portaobjetos bajo un microscopio.
– ¿Y qué estás haciendo despierto a estas horas?
Se encogió de hombros, y el sillón emitió otra sonora queja.
– No podía dormir -respondió.
– A mí me pasó lo mismo durante muchísimo tiempo, después de llegar. Creí que iba a volverme loca.
Le pareció notar un sonido bronco en su voz, algo indescifrable, tal vez un residuo de pesar.
– Tienes nostalgia, ¿es eso? -preguntó.
Ella volvió a negar con un gesto.
– Estaba harta de todo aquello, por eso me marché -miraba al frente pero no veía lo que tenía delante, sino otra cosa; no veía el ahora, sino el entonces-. No -siguió diciendo-, es que no me consigo acostumbrar a este sitio. A la casa. A los dichosos bocinazos de las sirenas.
– ¿Y a Josh Crawford? -preguntó-. ¿Te has acostumbrado a él?
– Ah, el señor Crawford y sus semejantes no me suponen ningún problema, sé cómo manejarlos -se volvió hacia él, levantando las piernas y colocando los pies bajo ella, estirando entonces el albornoz sobre sus rodillas suaves, redondas. Él imaginó que introducía la cara entre sus muslos, que su boca hallaba los labios fríos, húmedos, y la ardiente oquedad entre ambos-. Me sorprendió -dijo- cuando supe que ibas a venir.
– ¿De veras?
Sus voces se transportaban sobre el agua y arrancaban tenues ecos marinos de los muros. Ella seguía estudiándolo.
– Estás cambiado -le dijo.
– ¿De veras?
– Estás más callado.
– Se acabaron los chistes -sonrió entristecido-. Es algo que dijo Phoebe.
– Parece simpática Phoebe.
– Sí, lo es.
Callaron, y los ecos dejaron de propagarse. A lo lejos, en la casa, un reloj dio una sola nota argentina, y un instante después, desde más lejos, llegó otra campanada, y aún otra más, y otra aún más distante, y volvió a reinar el silencio.
– Dime una cosa -dijo Quirke-. ¿Tú sabes en qué consiste esa obra de caridad a la que se dedica Josh?
– ¿Te refieres al hospicio?
La miró.
– ¿Qué hospicio -preguntó despacio- es ése?
– St. Mary. Está en Brookline. Hace donaciones, importantes sumas de dinero -un temor de intranquilidad la tocó como la punta de una aguja. ¿Qué andaría él buscando?-. La señora Crawford -dijo por cambiar de tema- tiene debilidad por ti.
Él enarcó las cejas.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque lo sé.
Asintió.
– Intuición femenina, ¿es eso?
Hizo una leve mueca ante la repentina y fría burla que notó en su tono de voz. Se puso en pie y estiró el albornoz, caminando en medio de las luces espectrales que aún brincaban en derredor, con el gorro de caucho colgado de un dedo.
– Tu sobrina tenía razón -dijo por encima del hombro-. Se acabaron los chistes.
Las olas recias, gruesas, henchidas, entraban a cámara lenta por delante del faro, sito en una roca frente a la costa, y rompían sobre la playa, dejando el aire espolvoreado de espuma blanca como el hielo. La plataforma costera formaba un pronunciado escalón en aquel punto, bajando casi en picado hacia Provincetown y, más allá, hacia la inmensa vastedad del Atlántico. Quirke y Phoebe estaban uno junto al otro en la pasarela de cemento, contemplando el horizonte. Un viento recio soplaba del mar entre rugidos, lanzándoles la espuma a la cara, sacudiendo las aletas de los abrigos contra sus piernas. Phoebe dijo algo, pero Quirke no llegó a oírla por culpa del viento y del líquido estrépito de los guijarros que rodaban en un constante ir y venir bajo las olas. Se llevó la mano al oído y se acercó más a ella; ella le acercó la boca a la oreja y gritó de nuevo: «¡Creo que si extendiera los brazos podría echar a volar!». Cuánta juventud rebosaba. El largo y tedioso viaje desde Irlanda no parecía haberla afectado en absoluto, y le centelleaban los ojos tanto como le resplandecían las mejillas. El enorme Buick de Josh Crawford estaba aparcado tras ellos, formando un ángulo con la senda de arena, agazapado, reluciente, como un animal inmenso que hubiera llegado reptando desde el fondo del mar. Andy Stafford, con su chaquetón de chófer, esperaba de pie junto al coche y los miraba sin perder detalle, con la gorra de plato sujeta al costado, el cabello negro muy repeinado, con gomina, aplastado contra el cráneo. Algo menudo, con su traje gris y sus polainas abrillantadas, tenía todo el aire de un soldado que aún fuera un muchacho, de cara al viento de la batalla.
Quirke y Phoebe se dieron la vuelta y echaron a caminar por la senda arenosa, al abrigo de las dunas. Unas cuantas casas de madera para veraneantes se levantaban a cierta distancia del mar, con la pintura descascarillada y las ventanas veladas por el salitre. Ayudándose con el bastón, Quirke tenía que caminar con tiento, pues el terreno era desigual e inseguro, además de que la grama parecía tan robusta y nervuda que podría cazarle a lazo por el tobillo y dar con él por tierra. A pesar de verse obligado a cojear con torpeza, se sentía tan despejado, tan ingrávido, que también él podría dejarse arrancar de tierra por un golpe de viento y echar a volar en un torbellino tumultuoso. Se detuvo y sacó el tabaco, pero el viento era demasiado potente, y no logró prender el encendedor. Siguieron adelante.
– Aquí solía venir con Delia -dijo, y lo lamentó al punto, pues Phoebe aprovechó la iniciativa, naturalmente.
– ¿Cómo era Delia? -preguntó con avidez, poniéndole una mano sobre el brazo y apretándoselo-. Lo digo en serio. Ahora que estoy aquí, me gustaría saber… En la casa prácticamente se percibe su presencia.
– Ah, supongo que era una mujer emocionante.
¿Sería cierto? Había sido una mujer total y absolutamente carente de escrúpulos de cualquier clase, hija de su padre hasta la médula, y eso fue algo que a él ciertamente le emocionaba. Pero también la había aborrecido. Qué curioso, el amor y el odio, las dos caras de la preciada moneda que ella como si tal cosa le había entregado. Phoebe asentía solemnemente, como si él acabase de comunicarle una profunda intuición. Esa ansiedad que mostraba por saber cómo había sido verdaderamente Delia… ¿poseía algún indicio inconsciente de quién era Delia en verdad?
– Vaya -repuso-, yo creía que era mamá la que tenía fama de ser emocionante.
– Todos éramos distintos en aquel entonces -a él mismo le parecieron las palabras de un bufón viejo y afeetuoso que de repente se hubiera puesto a divagar acerca de los años perdidos. Se le ocurrió que estaba literalmente harto de ser Quirke, pero también sabía que no podía ser nadie más-. Quiero decir -añadió deprisa irritado- que todos éramos otros: tu padre, Sarah, yo mismo… -calló-. Mira, volvamos. Este viento me está levantando dolor de cabeza.
Pero no sólo era el viento lo que le atormentaba. Cuando Phoebe pronunció el nombre de Delia, se sintió como podría sentirse un adúltero cuando su esposa nombra al azar a la amiga de la familia que tiene por amante en secreto. Sabía que su deber era decirle a su hija, ¡a su hija!, cuál era la verdad; sabía que debía decirle quiénes eran sus verdaderos padres, pero no sabía de qué modo decirlo. Era algo demasiado grande para ponerlo en palabras, era algo que se salía del curso corriente de la vida. No casaba de ninguna manera, se dijo, con todo el trato que ambos habían tenido hasta ese momento, con la cordial tolerancia que existía entre los dos, la libertad, la alegría sin cargas de ninguna clase. Era absurdo. ¿Cómo podía siquiera empezar a ser un padre para ella a la vuelta de tantísimos años, de los muchos años de que constaba, en efecto, la totalidad de los vividos por la joven? Sin embargo, incluso al seguir adelante por la senda, con su mano en el brazo, estaba persuadido de que sentía la pérdida de ella, la ausencia de ella, en la oquedad que en el fondo de su corazón podría ella haber colmado durante todos esos años. Desde aquel momento en las montañas, cuando Sarah le hizo su confesión, se había ido acumulando en él, con constancia, como el río que vierte el agua en una represa, algo que, si le diera suelta, tan sólo anegaría su vida y ahogaría la paz de espíritu que pudiera disfrutar, y por eso se limitó a seguir renqueando, sonriendo, esquivando las despreocupadas inquisiciones de su hija olvidadiza a propósito de la mujer que, aunque ella lo desconociera, fue su madre. Algún día, se dijo casi con satisfacción vindicativa, algún día le tocaría padecer las consecuencias de esa laxitud, de esa desidia, de esa cobardía. Y es que eso era: era un miedo cerval, sin aditivos de ninguna clase. Podría aducir todas las excusas que se le ocurriesen, podría hablar de la tolerancia que había existido entre ambos, de la libertad y de la alegría que de ninguna manera debía arriesgarse a perder, pero sabía que en el fondo no era sino una coartada que trataba de construir a toda costa, una mera apariencia tras la cual pudiera seguir adelante como siempre había hecho, en paz, sin tener que ser el padre de nadie.
Andy Stafford había subido al coche y estaba a punte de encender un cigarrillo. Lo guardó presuroso al ver que regresaban, bamboleándose Quirke bruscamente cada dos pasos sobre sí mismo, apoyado en el bastón, como una especie de muñeco de juguete de dimensiones descomunales. Por el espejo retrovisor Andy entrevió su propio reflejo y le sobresaltó lo que acababa de ver, la cara que parecía hacer visajes con una mirada hosca, furtiva. Estudió a Phoebe por el parabrisas al verla acercarse, el viento que modelaba su abrigo ciñéndolo a sus formas. Cuando había subido al coche trató de extender la manta de lana escocesa sobre sus rodillas, pero ella se la quitó sin dignarse mirarlo, arrojándola por encima del hombro a la bandeja posterior. Ahora los escuchaba conversar a sus espaldas, a medida que el coche se bamboleaba por el camino, alejándose de las dunas, con su voluptuosa y mullida suspensión.
– ¿Cómo os conocisteis -le preguntó Phoebe- los cuatro?
Quirke, con ambas manos en la empuñadura del bastón, contemplaba la orilla alejarse tras el cristal.
– Tu abuelo se ocupó de todo lo preciso para que Mal y yo trabajásemos en el hospital -dijo-. Sólo iba a ser un año, aunque con vistas a un empleo más duradero si las cosas salían bien. Sólo que no fue así. Por diversas razones.
– ¿Delia fue una de ellas?
Él se encogió de hombros.
– Yo podría haberme quedado. Se ganaba una pasta, incluso en aquellos tiempos. Sólo que… -guardó silencio. Tenía la sensación de mentir aun cuando no mentía; el secreto que llevaba dentro de pronto lo infectaba todo-. Tu abuela estaba ingresada en el hospital, en tratamiento. Sarah fue a visitarla. Aún no sabía que su madre se estaba muriendo. Fui yo quien se lo dijo. Creo que se alegró, se alegró de saberlo, quiero decir. Empezamos a salir los cuatro durante una temporada, Sarah, Delia, Mal y yo.
Hizo un alto. Una pasta. Los cuatro. ¿Qué sucedía? ¿Tenía tal vez la esperanza de que el impulso de una mera conversación lo llevara a decir de improviso otra palabra completamente distinta, una palabra que a su vez lo arrullara y lo condujera a decírselo sin haberse propuesto decirlo, a decir todo aquello que no tenía arrestos para llamar por su nombre, todo lo que ella tenía pleno derecho a saber? Se dio cuenta de que ya no le estaba escuchando, de que miraba embobada por la ventanilla de su lado, a medida que el coche alcanzaba la carretera y doblaba en dirección a North Scituate. Quirke estudió el cogote de Andy Stafford, liso como el de una foca, estrechado en la base del cuello, y meditó sobre lo inconfundible que era la fisonomía de los pobres, de los humildes, de los desposeídos. La voz de Phoebe le sobresaltó.
– Rose quiere que me quede aquí con ella -lo dijo con una especie de suspiro desanimado, fingiendo fatiga e indiferencia.
– ¿Aquí? -dijo él.
Lo miró con arrogancia. Con las manos apoyadas así sobre la empuñadura del bastón, tenía el aire inconfundible del abuelo Griffin.
– Sí-dijo-, aquí. En Estados Unidos. En Boston.
– Mmm.
– ¿Mmm? ¿Qué quieres decir con eso?
Volvió a mirar el cogote del chófer, extraordinariamente inmóvil a pesar de lo que se movía él coche. Bajó el tono de voz, pero habló con toda intención.
– No creo que sea una buena idea.
– ¿Y por qué no? -preguntó ella.
Él se paró a pensar un momento. ¿Qué iba a decirle? A fin de cuentas, ¿por qué no iba a quedarse? ¿Por qué no iba a hacer todo lo que ella quisiera? ¿Quién era él para aconsejarle cómo debía o no vivir su propia vida?
– ¿Y qué hay de lo que dejas allá? -dijo-. ¿Qué hay de Conor Carrington?
Ella torció el gesto y volvió a mirar por la ventanilla. Allí estaba la iglesia de la torre blanca junto a la cual habían pasado la noche anterior, en medio de la oscuridad y la niebla; hoy parecía normal y corriente, incluso anodina, como si su altura espectral y nocturna no hubiera sido más que una broma que le diera vergüenza recordar a plena luz del día.
– Todo aquello -dijo Phoebe con aplomo- me parece ahora que estuviera muy lejos. No me refiero sólo a la distancia física.
– Es que está realmente lejos -dijo Quirke-, físicamente y en cualquier otro senado. De eso se trata precisamente -hizo una pausa, pues se quedó sin saber cómo seguir, y volvió a intentarlo-: Le prometí a tu… Le prometí a Sarah que cuidaría de ti. No creo que a ella le haga ninguna gracia que te quedes. Mejor dicho, sé muy bien que no le hará ninguna gracia.
– ¿Y eso? -dijo, volviéndose de nuevo a mirarlo con aire de superioridad, y él por un instante vio cómo sería cuando alcanzara la madurez, una Delia de mirada algo menos dura, menos imperiosa-. ¿Tú cómo sabes que no le hará ninguna gracia?
Notó una presión en el pecho -¿la ira?- y tuvo que hacer una nueva pausa. Era ahora agudamente consciente del cogote de Andy Stafford: parecía haberse convertido en un instrumento en forma de bulbo, reluciente, como una bombilla. Aún bajó más el tono de voz.
– Hay cosas que tú no sabes, Phoebe -dijo.
Ella seguía traspasándolo con su mirada entre ingenua y altiva.
– ¿Qué cosas? -dijo en son de chanza-. ¿Qué clase de cosas?
– Cosas de tu madre. De tus padres -retiró la mirada-. De mí.
– Ah, de ti -dijo, suavizando de pronto su actitud, y rió-. ¿Qué es lo que hay que saber de ti?
Cuando llegaron al pueblo, indicó a Andy Stafford que parase y salió trabajosamente del coche, con ayuda del bastón, diciendo que había un sitio que deseaba visitar, un bar al que iba con frecuencia la primera vez que estuvo por allí. Phoebe dijo que lo acompañaría, pero él meneó el bastón con impaciencia y le dijo que no, que debía irse a la casa y enviar el coche a recogerle dentro de una hora. Cerró de un portazo. Ella lo vio alejarse a trancas y barrancas, el abrigo largo sacudido por el viento helador, el sombrero en una mano y el cabello alborotado. Andy Stafford no dijo nada, dejando el motor al ralentí. La quietud en el interior del coche parecía haberse ensanchado, y algo todavía no detectado parecía emanar de dentro y extenderse en una fronda indolente.
– Lléveme a alguna parte -dijo Phoebe con resolución-. A donde sea.
Acarició con la palma de la mano la palanca de cambios y ella sintió que se accionaba un engranaje lubricado cuando él soltaba el embrague y el coche salía deslizándose del bordillo con sigilo casi de felino, ronroneando para sí. Se había vuelto de lado para mirar por la ventanilla, pero notaba pese a todo que él la miraba por el retrovisor, y puso cuidado para que las miradas de ambos no se encontrasen. El coche susurraba por la ancha calle mayor del pueblo desierto, atenazado por la helada -Joe's Restaurant, Taller mecánico de Ed, Larry: aparejos de pesca: daba la impresión de que los hombres eran dueños de todos los negocios-, y también cuando de nuevo enfilaron la carretera de la costa, por la cual, a pesar de su nombre, sólo alcanzaba a ver algún trecho que otro de un mar azul de hierro, de alguna extraña forma inclinado hacia el horizonte. No le gustaba el mar, su planicie y uniformidad antinaturales, sus olores intrigantes. Algunos caminos desiguales, sin desbrozar, salían de la carretera hacia la orilla, últimos chisporroteos del continente a lo largo de esa costa recortada por el este. Experimentó un repentino reflujo de fatiga, y por un instante cabeceó sin poder contenerse, y se le cayeron los párpados como si dos alas curvas, de plomo, se le hubieran adherido de pronto a las pestañas. Se sobresaltó enderezándose, parpadeando. El chófer volvía a mirar por el retrovisor; ¿no debería decirle que hiciera el favor de atender a la carretera? Se preguntó si esos ojos, pequeños, castaños, vitreos, que le parecieron los de una ardilla, y que tenía demasiado juntos, eran en especial carentes de expresión, o si es que los ojos de cualquier persona tenían ese mismo aspecto al verlos aislados del resto de los rasgos faciales. Se adelantó a verificar su propio reflejo, pero rápidamente se retrepó en el respaldo, aturdida al ver los dos rostros en el espejo, de pronto el uno junto al otro, pero desde perspectivas distintas.
– Bueno -dijo él-, ¿y le gusta Boston?
– Aún no lo he visto, la verdad -estaba resuelta a mantener una gélida distancia, por lo cual le desconcertó añadir a su pesar-: Quizás pueda usted llevarme a la ciudad más adelante -titubeó y, de inmediato, se enderezó carraspeando-. Quiero decir que podría llevarnos al señor Quirke y a mí, alguna tarde de éstas, a ver los lugares más famosos -¡Cállate, so boba!, se dijo-. Si es que a mi abuelo no le molesta, claro está -se dio cuenta de que él empezaba a divertirse.
– Eso está hecho -dijo como si tal cosa-. Cuando ustedes digan -hizo una pausa, calculando cuánto podía arriesgar-. El señor Crawford apenas utiliza el coche, claro, teniendo en cuenta que está enfermo y todo eso, y la señora Crawford, bueno… -fue como si el cogote mismo esbozara una sonrisita de suficiencia. Ella se preguntó qué habría querido decir ese «bueno», y supuso que seguramente era preferible no preguntar-. A donde tendría que ir usted es a Nueva York -dijo-. Eso sí que es una ciudad de verdad.
Le preguntó cómo se llamaba.
– ¿Stafford? -dijo-. Eso es irlandés, ¿no?
Encogió un solo hombro.
– Supongo -no le importaba ni mucho ni poco la idea de ser irlandés, aun cuando ella no era ni mucho menos como cualquier otra de las irlandesas de allí, a las que él hubiera conocido.
Le preguntó de dónde era.
– De origen, quiero decir. ¿Dónde ha nacido usted?
– Ah, lejos de aquí, en el oeste -mintió, con una voz que sonó adrede vaga, seca, deseosa de insinuar el olor a salvia, el resplandor del desierto, un hombre solitario y callado, a caballo, contemplando desde el borde de una meseta las cumbres remotas, rocosas.
Doblaron hacia el interior. Ella se preguntó con cierta inquietud adónde la llevaba. En el fondo, el paseo estaba siendo como le había dicho, que la llevase a donde fuera. Y a pesar del ojo con que la miraba por el retrovisor no estaba siendo desagradable, un recorrido amable por aquellas carreteras de campo que en modo alguno resultaban distintas de las de allá lejos.
El motor corría tan suavemente que él oyó incluso el rápido siseo del nailon contra el nailon cuando ella cruzó las piernas.
– ¿Tiene que ir a una velocidad así de lenta? -dijo-. Es decir, ¿son las normas en esta zona?
– Es lo habitual con el señor Crawford. Pero -cuidado- no siempre las cumplo, claro.
– Sí, claro -repuso ella.
Sacó los cigarrillos ovalados y encendió uno. El humo serpenteó sobre el hombro de Andy Stafford, que husmeó el olor del tabaco, seco, apergaminado, desconocido, y le preguntó si eran cigarrillos irlandeses.
– No -dijo ella-, ingleses. Sopesó la posibilidad de ofrecerle uno, pero pensó que era preferible no hacerlo. Sostuvo con ligereza la pitillera plana sobre la palma de la mano, y con el pulgar abrió el cierre primero y luego lo presionó para cerrarlo, y repitió la operación. De pronto había comenzado a notar los efectos del viaje en avión, y le pareció como si de golpe todo tuviera un latido propio, preciso, regular, aun cuando formara parte de un conjunto más general, una suerte de acorde extenso, rítmico, disonante, que prácticamente logró ver en su interior, ondulante, fluido, como un amasijo de cuerdas vibrantes, palpitantes, en el interior de una columna de aceite espeso que se estuviera derramando. La urgencia de dormir también era como el aceite, extendiéndose como una mancha en su mente, frenándola. Cerró los ojos y percibió el impulso en aumento del coche, pues Andy Stafford aceleró de manera gradual, o con sigilo, según le pareció -¿le daba miedo acaso que ella pudiera denunciarlo por incumplir las normas de Crawford?-, aunque el amortiguado girar de las ruedas, bajo sus pies, más bien semejaba algo que estuviera ocurriendo en su interior, y le produjo una horrible sensación de vacío, de modo que abrió presurosa los ojos y volvió a concentrarse en la carretera. Iban a gran velocidad, el coche avanzaba sin ningún esfuerzo, con un rugir apagado, como si le produjera verdadera exultación su poder de gran felino. Andy Stafford iba tenso, agazapado sobre el volante. Ella reparó en sus guantes de cuero, de conducir, con agujeros en el dorso de ambas manos; era precisamente un tipo muy capaz de gastar esa clase de aditamento, se dijo, y se sintió avergonzada siquiera de haberlo pensado. Circulaban por un trecho largo y recto de carretera estrecha. Los juncos altos de las marismas, a uno y otro lado, se inclinaban vencidos hacia delante, con extrema languidez, antes incluso de que el coche llegara a su altura y los venciera; su impulso de alguna manera se adelantaba un metro o dos y succionaba el aire de golpe. Phoebe apagó el cigarrillo en el cenicero y aprestó ambas manos, planas, a uno y otro lado del asiento. El cuero de la tapicería estaba punteado y resultaba cálidamente flexible al tacto. Había una especie de barrera sobre el asfalto, delante de ellos, con un poste de madera, vertical, y un rótulo blanco con una X negra en medio. Más que oír percibió un gemido dilatado que parecía llegar desde muy lejos, pero al instante siguiente allí estaba el ferrocarril, un tren con morro en forma de bala, enorme, lanzado en diagonal a la carretera. Con claridad, con calma, como si viese la escena desde lo alto, columbró la X del rótulo como si se resolviese en un diagrama formado por las trayectorias gemelas del automóvil y del tren, ambos lanzados a toda velocidad hacia el paso a nivel. El poste de madera, allá delante, retembló cuan largo era y comenzó a descender a sacudidas.
«¡Alto!», gritó, y se sobresaltó, porque pareció más un grito de júbilo que de pánico. Andy Stafford no le hizo caso y el coche siguió a toda marcha, como si barriese el campo que iba dejando detrás y lo proyectara en un remolino al embudo de su velocidad lanzada. Estaba segura de que se iba a estrellar contra la barrera que iba bajando; ya oía el estrépito del metal, el astillarse de los cristales y la madera. Por el rabillo del ojo vio una instantánea, imposiblemente detallada, exacta, del guardabarreras de pie en la puerta de la casamata, la cara alargada, el mentón huidizo, la boca abierta para avisar a gritos de algo, un sombrero de fieltro, sin forma, sobre la coronilla, y una hebilla desabrochada en los tirantes del pantalón de peto. Un coche negro y pequeño, achaparrado y redondeado, como un escarabajo, se aproximaba por el lado opuesto del paso a nivel, y al verlos avanzar a toda velocidad, el conductor dio un volantazo, asustado, y por un instante pareció que fuese a escabullirse de la carretera para esconderse entre los juncos. Entonces, con estruendo, pasaron rebotando sobre las vías, y Phoebe se volvió velozmente para ver caer la barrera hasta posarse rebotando sobre el tope, y un momento después pasó el tren atronador, lanzando tras ellos un bramido prolongado, acusador, que fue menguando rápidamente en la distancia hasta desaparecer. Rebasaron en un visto y no visto el cochecillo negro, que también emitió un bocinazo de protesta y reprobación como un balido. Se dio cuenta de que se estaba riendo, de que reía e hipaba, con las manos estrechadas sobre el regazo.
Siguieron adelante hasta que la carretera trazó una amplia curva, al término de la cual se detuvieron. La sensación fue de planear y posarse, como si hubieran aterrizado suavemente tras un vuelo. Phoebe se tapó la boca con tres dedos. ¿Se había reído de veras?
– ¿Qué te creías que estabas haciendo? -gritó-. ¡Podríamos habernos matado! -él no se volvió a mirarla. Se limitó a deslizarse en el asiento con un suspiro de asombro y apoyar la cabeza en el respaldo. Se encasquetó también la gorra de chófer y se inclinó la visera sobre los ojos. Ella iba muy erguida, mirándolo fijamente como si quisiera fulminarlo, aunque apenas lo veía, pues se encontraba desparramado casi en horizontal-. ¿Y por qué has parado, si se puede saber?
– A recuperar el aliento -dijo con voz relajada y divertida desde debajo de la gorra. A ella no se le ocurrió nada más que decir. Él estiró la mano, alcanzó el espejo y allí volvieron a asomar sus ojos mirándola atentamente, como si los tuviera aún más juntos que nunca, y cortados a la mitad por la visera-. ¿Le parece que podría probar -añadió con un acento arrastrado, hablando despacio- uno de esos cigarrillos ingleses?
Ella titubeó. Difícilmente pudo negarse, pero ¡la verdad…! Aún notaba un mareo instintivo. Abrió con un gesto la pitillera de plata y se la tendió por encima del respaldo acolchado del asiento delantero. Él alargó perezosamente la mano izquierda y tomó un cigarrillo, sin perder la ocasión de rozar con las yemas de los dedos la mano de ella. No le habría sentado mal en esos momentos un cigarrillo también a ella -empezaba a entender por qué filmaba la gente-, pero tuvo la oscura certeza de que no debía dejarse ver sumándose a él en nada que tuviera el menor tufillo de intimidad. Cerró la pitillera y la devolvió al interior del bolso y sacó en cambio el lápiz de labios, mirándose en el espejito de la polvera. Notó con claridad las dos manchas de un rosa intenso que le habían aflorado en los pómulos, y el brillo casi asilvestrado e irreprimible de los ojos. En fin, al menos se le había pasado por completo la somnolencia.
Pero cuando se hubo retocado los labios y hubo guardado el carmín y la polvera, no le pareció que pudiera hacer nada más, salvo permanecer sentada con las manos en el regazo y procurar no parecer demasiado mojigata. Aquella cosa invisible que había brotado antes del silencio entre los dos empezaba a volverse fétida.
Bruscamente, Andy Stafford se desperezó y bajó un poco la ventanilla para arrojar fuera el cigarrillo, tres cuartas partes del cual dejó sin filmar.
– Sabe a cuero sin curtir -dijo. Se arrellanó igual que antes, con los brazos cruzados y la gorra sobre los ojos.
– ¿Tiene intención de pasarse aquí todo el día? -inquirió Phoebe.
Esperó un momento, y contestó adoptando la versión de chico bueno que sabía dar a su acento arrastrado:
– ¿Por qué no viene a sentarse aquí delante conmigo?
A ella se le escapó un suspiro de sorpresa.
– Me parece -dijo con todo el aplomo, con toda la autoridad que pudo- que debería usted llevarme a casa.
Le resultó raro hablarle de ese modo, raro de veras, ya que todo lo que acertaba a ver de él era el plato de la gorra. Él rió brevemente.
– ¿A su casa? Eso está muy lejos, incluso para ir en un coche tan potente como éste.
– Sabe usted muy bien qué he querido decir -le cortó-. Vamos, arranque. Y esta vez no conduzca como si esto fuese una carrera.
Se incorporó, no sin tomarse su tiempo, y arrancó el motor. Al llegar al siguiente cruce puso rumbo hacia la costa. No cruzaron palabra, aunque ella se dio perfecta cuenta de lo satisfecho que se había quedado él consigo mismo. ¿Le había hecho de veras la proposición de que se sentara delante, a su lado? No obstante, a pesar de toda la indignación que trataba de obligarse a sentir, tenía plena conciencia de otro sentimiento involuntario por demás, una especie de zumbido, un ardor en el plano más visible de su ánimo que le resultaba incómodo, aunque no del todo ingrato, y un picor en las mejillas, como si se hubiera llevado una bofetada, sólo que de un modo juguetón, provocador. Y cuando llegaron a la casa y él dio un salto al bajar del coche para abrirle la portezuela sin darle tiempo siquiera a alcanzar la manilla, le dedicó una mirada que fue al tiempo burlona, íntima e inquisidora, y ella supo que sin palabras estaba preguntándole si tenía intención de referir a los demás -a Quirke, a Rose, a su jefe- todo lo que había pasado a lo largo de esa hora de tensión continua -¿y qué era, exactamente, lo que había tenido lugar?-, y por todos los medios trató de no responder a su callada pregunta con una réplica de su cosecha. No, no se lo diría a nadie, los dos lo sabían de sobra. Colorada, con las mejillas y la frente ardiéndole de verdad, pasó veloz a su lado, sin osar siquiera mirarle de nuevo a los ojos, recordándole tan sólo, y procurando parecer brusca, arisca incluso, que más le valía volver al pueblo a recoger al señor Quirke.
El hombre estaba esperándole en una esquina de la calle mayor. Parecía un cuervo de gran envergadura zarandeado por una tormenta, apoyado en el bastón, con el abrigo negro aleteando al viento y el sombrero negro inclinado sobre la cara. Andy salió del coche y fue a abrir la puerta del copiloto con la esperanza de que Quirke quisiera sentarse a su lado, pero éste ya había abierto una de las puertas de atrás y estaba acomodándose en el asiento posterior. Algo tenía Quirke que a Andy le agradaba, o que al menos le inspiraba respeto, supuso que más bien era ésa la palabra. Tal vez sólo fuera el tamaño de Quirke -el padre de Andy había sido un hombretón-, y apenas se pusieron en marcha cuando comenzó a contarle con detalle sus planes para montar su empresa, Limusinas Stafford. Mientras hablaba, el plan le iba pareciendo más y más posible, más y más real, de modo que al cabo de un rato era ya casi como si Limusinas Stafford estuviera a pleno rendimiento. Quirke no dijo gran cosa, lo cual a Andy no le importó, pues también él se daba cuenta de que en realidad hablaba para sí mismo.
Estaba a punto de virar para poner rumbo hacia Moss Manor cuando Quirke le interrumpió -ya estaba hablando del Porsche que tenía previsto comprar con los beneficios de los seis primeros meses de la empresa de limusinas- y le dijo que deseaba ir a Brookline.
– A un sitio que se llama St. Mary -añadió Quirke-. Es un hospicio.
Andy no dijo nada y se limitó a dar la vuelta. Tenía un cosquilleo en la columna vertebral. Había pensado que nunca más volvería a encontrarse en las inmediaciones de aquel lugar, y ahora de repente a ese tipo le había dado la ventolera de ir a visitarlo. ¿Por qué? ¿Sería tal vez uno de los Caballeros de lo-que-fuese, llegado de Irlanda para hacer una comprobación de las instalaciones, para ver cómo cuidaban de los chiquillos, o si las monjas se comportaban debidamente? Por otra parte, ¿había decidido ir allí sin decírselo al señor Crawford? Andy empezó a sosegarse. Tenía que ser eso: Quirke era un fisgón. Por él, ningún inconveniente. Incluso le hacía gracia la idea de que Quirke le fuera a quitar el pan del morral al viejo Crawford, y a la muy perra de la Stephanus -¿qué clase de nombre era ése?-, y al curilla irlandés, el tal Harkins. El propio Andy podría haberle dicho un par de cosas a Quirke de no ser por lo de la cría. Volvió a notar el cosquilleo en la columna vertebral. ¿Y si Quirke hubiese descubierto que la cría se murió? ¿Y si…? Pero no, imposible. ¿Cómo iba a enterarse, y quién se lo iba a decir? Desde luego, no la Stephanus, ni el cura, y el viejo Crawford probablemente no sabía nada del accidente, y era más que probable que incluso se hubiera olvidado de la propia cría, habiendo tantas como había en St. Mary y en otros hospicios parecidos, repartidos por todo el estado. Para todo el mundo, la pequeña Christine era historia, y era muy probable que su nombre nunca más saliera a relucir. Con todo, seguía siendo una pena no poder decirle a Quirke en ese preciso instante qué clase de sitio era St. Mary. Sin contar, claro, que tal vez ya lo sabía.
No contaba Quirke con un festejo de recepción. Cuando llamó por teléfono a St. Mary desde un bar del pueblo le hicieron esperar mucho rato, durante el cual tuvo que alimentar con monedas el teléfono público y escuchar el sonido de su propia respiración, como el mar, hasta que por fin le pusieron en comunicación con la Madre Superiora. Con voz tersa y heladora trató de precisar quién era exactamente y qué era lo que deseaba tramitar con ella. Le dijo cómo se llamaba, imaginó que le llegaba una rápida aspiración de aire. Cuanto más evasivo se mostraba, más suspicaz se ponía ella, pero al final, a regañadientes, accedió a recibirlo en Brookline.
Cuando entró bajo el arco elevado del portal de St. Mary captó de inmediato el olor inconfundible del pasado, y los años fueron cayendo como las hojas de un calendario y volvió a ser un huérfano. Se plantó en el vestíbulo en silencio y contempló las estatuas de María y Jesús y José en un nicho; el bondadoso José parecía que tuviera un avión de madera en sus manos, de improbable palidez; parecía a un tiempo resentido y resignado. Por fin, una monja joven con los dientes tan prominentes que casi parecían prensiles le condujo a lo largo de unos pasillos en los que no se oía nada, y se detuvo ante una puerta a la que llamó quedamente. Una voz suave contestó desde dentro.
La Madre Superiora, al ponerse en pie al otro lado de su mesa, resultó alta y macilenta y de una belleza severa. Fue sin embargo el sacerdote el que tomó primero la palabra. Era pálido como una patata, tenía el cabello rojizo, pero pálido, y unos ojos verdes y afilados, aunque turbios; Quirke conocía bien su estilo, lo recordaba de sus días en Carricklea, y de sus noches. El cura se adelantó con una sonrisa untuosa y limitada sólo a la boca, con la mano tendida.
– Señor Quirke -dijo-, soy el padre Harkins, capellán de St. Mary -tenía las pestañas, según vio Quirke casi con un escalofrío, prácticamente blancas. Tomó la mano que le tendía Quirke, pero en vez de estrechársela lo arrastró con amabilidad hacia la mesa-. Le presento a sor Stephanus. Y a sor Anselm.
Quirke no se había fijado en la otra monja, que estaba de pie a su derecha, junto a una enorme y vacía chimenea de mármol y ladrillo pulido. Era baja, ancha de espaldas, con un aire escéptico, aunque no antipático. Las dos monjas lo saludaron con un gesto. El padre Harkins parecía haber asumido las funciones del portavoz.
– Así que es usted el yerno del señor Crawford. El señor Crawford es un gran amigo nuestro, un gran amigo de St. Mary.
Quirke fue consciente de la mirada atenta con que lo escrutaba sor Stephanus, como si fuera su adversario en un combate de esgrima, en busca de sus puntos flacos. El sacerdote estaba a punto de decir algo, pero la monja se le adelantó.
– ¿Y en qué podemos servirle, señor Quirke?
La suya era la voz de la autoridad, y bastó con oír el tono para que Quirke supiera quién estaba allí al mando. Seguía mirándole con frialdad, con sinceridad, con sencillez, e incluso, quizás, con un ligero punto de sorna. Rebuscó en el bolsillo el paquete de tabaco, lo sacó y prendió uno. Sor Stephanus, que había vuelto a sentarse, empujó un gran cenicero de cristal hacia el borde de la mesa, de modo que él lo alcanzara con más facilidad. Preguntó por la niña y dijo que probablemente se llamaba Christine, y que en caso de tener apellido seguramente era Falls.
– Creo que la trajeron aquí desde Irlanda -dijo-. Tengo motivos para pensar que vino a St. Mary.
El silencio que se adueñó del despacho resultó más elocuente que cualquier palabra. Sor Stephanus rozó levemente, uno por uno, diversos objetos que tenía sobre la mesa -una pluma de émbolo, un abrecartas, uno de los dos teléfonos-, poniendo gran esmero en no moverlos de su sitio. Esta vez, cuando tomó la palabra, no le miró a la cara.
– ¿Y qué es lo que deseaba saber de esta niña, señor Quirke?
Esta niña…
– Es un asunto personal.
– Ah, ya.
Se hizo un nuevo silencio. El sacerdote miró de la monja a Quirke y vuelta a empezar, pero no ofreció una sola palabra. De pronto, desde la chimenea, la otra monja, sor Anselm, tosió antes de decir:
– Ha muerto.
El padre Harkins se volvió en redondo hacia ella con ojos de pánico, alzando la mano bruscamente, como si estuviera a punto de adelantarse a golpearla, pero sor Stephanus no cambió el ademán, y siguió mirando a Quirke con frialdad, de hito en hito, como si no hubiera oído nada. El sacerdote la miró y se pasó la lengua por los labios. Con esfuerzo, volvió a esbozar su blanda sonrisa.
– Ah, así es -dijo el sacerdote-. La pequeña Christine. Sí, ahora creo… -serpenteó de nuevo la lengua por encima de los labios, movía rápidamente las pestañas incoloras-. Mucho me temo que fue un accidente. Estaba con una familia. Una desgracia muy grande, muy triste.
Sus palabras dejaron otro silencio en suspenso, al cabo del cual habló Quirke.
– ¿Qué familia? -el padre Harkins enarcó las cejas-. Esa familia con la que estaba la niña… ¿quiénes son?
El sacerdote soltó una risa entrecortada, y esta vez alzó ambas manos, como si quisiera cazar al vuelo una pelota invisible y engañosa que Quirke le hubiese lanzado.
– Caramba, señor Quirke -dijo atropelladamente-, no está en nuestra mano proporcionarle información de tal naturaleza. Estas situaciones exigen una gran discreción, como sin duda usted…
– Querría averiguar quién era -dijo Quirke-. Quiero decir, de dónde venía. Su historia.
El sacerdote estaba a punto de tomar la palabra de nuevo, pero sor Stephanus inspiró hondo por la nariz y él comprobó su incertidumbre, con lo que optó por callar. La monja ahondó su sonrisa.
– ¿No lo sabe, señor Quirke?
Vio de inmediato que había cometido una pifia. Si él no lo sabía, no tenían ellos por qué decirle nada. Al margen de un nombre, ¿sabía algo?
Bruscamente, sor Stephanus se levantó de la silla con el ademán terminante e irrevocable de un juez que dicta sentencia.
– Lo lamento, señor Quirke, pero no podemos ayudarle -dijo-. Como ya ha señalado el padre Harkins, estos asuntos son delicados. La información que usted solicita ha de ser, a la fuerza, estrictamente confidencial. Ése es nuestro pacto aquí en St. Mary. Estoy segura de que sabrá entenderlo -debió de oprimir un botón debajo de la mesa, pues Quirke oyó entonces abrirse la puerta a su espalda-. Sor Anne -dijo a la monja, mirando más allá de él-, indique por favor al señor Quirke el camino a la puerta -le tendió una mano; no le quedó más remedio que levantarse y estrechársela-. Adiós, señor Quirke. Ha sido muy agradable conocerle. Por favor, transmita nuestros respetos al señor Crawford. Tenemos entendido que no goza actualmente de muy buena salud.
Quirke, irritado por el majestuoso uso del plural, tuvo que admirar la destreza con que supo poner punto final a la entrevista. Al darse la vuelta miró de pasada a sor Anselm, pero ésta miraba cariacontecida a un rincón del techo, y no le devolvió la mirada. El padre Harkins dio un paso al frente; le brillaba la cara de alivio. Lo acompañó a la puerta. Parecía a punto de ponerle una mano amistosamente en el hombro, pero se lo pensó mejor.
– Usted no pertenece a la Orden, ¿verdad, señor Quirke? -Quirke lo miró despacio-. Quiero decir, a los Caballeros… de St. Patrick. El señor Crawford es miembro de toda la vida, según tengo entendido. Si no estoy confundido, es uno de los miembros fundadores.
– No -repuso Quirke secamente-, seguro que no se confunde.
La monja de los dientes saledizos le abrió la puerta y, apoyándose en el bastón, él abandonó el despacho como un padre colérico que se llevara a rastras a un niño recalcitrante en su terquedad.
Viéndole bajar a trancas y barrancas las escaleras, Andy Stafford separó las rodillas del salpicadero del Buick y se incorporó deprisa, a la vez que se encasquetaba la gorra de chófer. Quirke entró en el coche sin decir palabra, rechazando su ayuda. Parecía sumamente enojado. Andy no supo qué pensar. ¿Qué habría ocurrido allí dentro? No podía quitarse de la cabeza la sospecha de que la aparición de Quirke en aquel edificio tenía algo que ver con la cría. Era una locura y él lo sabía, pero seguía teniendo esa sensación en la columna vertebral, como si algo frío rodara bajando por su interior.
Se hallaban en la avenida de la entrada cuando Quirke le dio un golpecito en el hombro y le indicó que parara el coche. Había mirado atrás y vio entre los árboles sin hojas que sor Anselm salía por una puerta lateral del hospicio.
– Espéreme aquí -dijo, y bajó del coche resollando.
Andy lo vio regresar por la avenida renqueando, y vio a una monja que se detenía a esperarlo. Vio que ambos se ciaban la vuelta y que echaban a andar por un camino bajo los árboles, cojeando los dos.
Al principio, la monja no quiso decir nada a Quirke, aunque éste estaba persuadido de que no había aparecido por aquella puerta obedeciendo al azar. Caminaron juntos en silencio, la respiración de ambos empañando el aire invernal. Habían hecho los dos un reconocimiento sin palabras, con una sola mirada, igualmente irónica, simultáneamente diagonal, de la melancólica comedia de sus respectivas situaciones, la rodilla hecha trizas de él, la cadera desencajada de ella. Había manchas de nieve bajo los árboles. El camino estaba pavimentado con trozos de corteza de árbol. El olor penetrante y resinoso de las cortezas a él le recordó a los pinares que había detrás del gran caserío de piedra en Carricklea. Alrededor, los pájaros marrones, rápidos, parecían imposibles de espantar; picoteaban afanosos entre las hojas secas. ¿Eran andarríos tal vez? ¿Chovas? Qué poco sabía de ese país: ni siquiera los nombres de sus aves más comunes. Sobre la tracería de las ramas el cielo estaba del color del acero batido. Le había empezado a doler la rodilla. La monja no llevaba abrigo por encima del hábito.
– ¿No tiene frío, hermana? -preguntó.
Ella negó con un gesto seco; llevaba las manos unidas, utilizando las anchas mangas del hábito como protección contra el frío. Trató de adivinar qué edad tendría. Cincuenta y tantos, supuso. Su cojera no era exactamente una cojera, sino una curiosa inclinación, un amago ladeado que daba cada dos pasos, como si el pivote que la sostuviera erguida hubiera sido objeto de un tirón de sacacorchos hasta la mitad de su longitud.
– Por favor -le dijo-, hábleme de la niña. No tengo la menor intención de hacer nada. Simplemente quiero saber qué sucedió.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Sinceramente, ni siquiera lo sé.
– Usted es médico, ¿verdad? ¿Tuvo alguna implicación en el parto?
– No. Quiero decir, directamente no. Yo soy patólogo.
– Ya entiendo.
Dudó que realmente lo entendiera. Escarbó entre las cortezas con la contera del bastón de endrino. De pronto vio una imagen: Philomena, la enfermera, a horcajadas sobre él, a la tenue luz de un atardecer en Dublin. Haber estado allí, estar ahora aquí; esas cosas, pensó, que parecen tan meridianamente claras, y que no lo son.
– Hábleme al menos de la familia -dijo-, de la familia que adoptó a la niña.
La monja soltó un bufido.
– ¡La familia que la adoptó! ¡Ja! -dijo-. Aquí en St. Mary no nos tomamos la molestia de cumplir con todos esos trámites legales -se detuvo en seco y se volvió a mirarlo. Tenía los labios azulados por el frío, tenía los ojos coléricos, enrojecidos, lacrimosos-. ¿Hasta qué punto está usted al corriente, señor Quirke, de todo lo que sucede aquí dentro? -preguntó-. Me refiero aquí… y quiero decir también allí, en el lugar del que usted proviene. Me refiero a todo el asunto.
Apoyó el bastón en ángulo contra el suelo y lo miró.
– Sé -dijo comedidamente- que Joshua Crawford financia una obra de caridad para que los niños de Irlanda sean traídos aquí. Sospecho que Christine era uno de ellos.
Siguieron caminando.
– Una obra, así es -dijo ella-. Una obra que está en marcha desde hace veinte años. ¿Eso lo sabía usted? Así es, veinte años. ¿Alcanza a imaginar cuántos niños son, cuántos niños se han traído aquí y se han repartido como… como…? -no pudo encontrar una palabra que lo abarcase todo-. Lo llaman obra de caridad, pero no es eso, ni mucho menos. Es el poder. Es el poder sin envoltorio.
En alguna parte, tras ellos, comenzó a repicar una campana con vigorosa urgencia.
– ¿Poder, dice usted? -repuso Quirke-. ¿Qué clase de poder es ése?
– Poder sobre las personas. Sobre sus almas.
Almas. La palabra tenía un retintín apremiante y siniestro, como las campanadas. Yo planto almas, había dicho Josh Crawford.
No se hablaron por espacio de una docena de pasos.
– No les importan nada esas criaturas -dijo la monja-. Ah, desde luego, ellos creen que sí las tienen muy en cuenta, pero no es cierto. Lo único que les interesa es verlas crecer, y que llegado el momento ocupen el lugar adjudicado en la estructura que han ideado para ellos -hizo una pausa y emitió una risa desalentada-. St. Mary, señor Quirke, es una casa de pastoreo a la fuerza para los religiosos. Nos llegan las niñas, o niños, muchos de los cuales no tienen más que unas semanas de vida. Nos cercioramos de que estén sanos; de eso me ocupo yo, por cierto. Soy médico… -volvió a reír sin fuerza-. Luego… Luego se les… se les distribuye -había dejado de sonar la campana. Los pájaros, tras percibir después de las campanadas algún ruido sólo para ellos perceptible, alzaron el vuelo al unísono, batiendo las alas, y rápidamente se volvieron a posar-. Luego hacemos entrega de ellos a buenas familias católicas, a personas que sean de toda confianza: los pobres, y sin embargo respetables. Cuando las niñas o los niños tienen edad suficiente, son devueltos a nosotras, y son llevados a los seminarios y los conventos, tanto si quieren como si no. Se trata de una máquina para hacer sacerdotes, para hacer monjas. ¿Lo entiende? -estaba frunciendo el ceño.
– Sí, lo entiendo -dijo-, sólo que…
La monja asintió.
– Sólo que no parece algo tan terrible, ¿verdad? Recoger a los huérfanos, encontrarles una buena casa donde criarse…
– Yo fui huérfano, hermana. Me alegré muchísimo cuando pude salir del hospicio.
– Ah -dijo ella. Estaban de nuevo a la vista del Buick; el motor estaba en marcha, y unas pálidas hilachas de humo salían del tubo de escape. Se detuvieron-. Pero dese cuenta, señor Quirke, de que esto es antinatural -señaló la monja-. Eso es todo lo que realmente importa. Cuando los malos asumen la realización de lo que en principio se supone que es una buena obra, ésta adquiere un olorcillo a azufre. Creo que ya ha probado usted a qué huele, ¿no?
– Hábleme de la niña -dijo-. Hábleme de Christine Falls.
– No. Ya le he dicho demasiado.
Justo lo mismo que dijo Dolly Moran, pensó.
– Se lo ruego -dijo él-. Por favor -insistió-. Han sucedido cosas terribles -la monja lanzó una mirada de interrogación, sólo un instante, al bastón en que se apoyaba-. Sí, por ejemplo… -dijo-, pero también cosas peores, mucho peores.
Ella bajó la mirada.
– Hace frío, tengo que volver adentro -sin embargo, seguía sin moverse, mirándole con ademán pensativo. Tomó una decisión-. Lo que debe hacer, señor Quirke -dijo-, es preguntar a la enfermera, a la que atiende al señor Crawford.
– ¿A Brenda? -la miró sin entender-. ¿A Brenda Ruttledge?
– Sí, si es que así se llama. Ella sabe más de la niña, de la pequeña Christine. Ella podrá decírselo, al menos en parte. Y escuche una cosa más, señor Quirke -miraba más allá de él, hacia donde esperaba el Buick en la avenida-. Ande con mucho cuidado. Hay personas…hay gente por ahí que no siempre es lo que parece, que es más de lo que parece a primera vista -sonrió de pronto ante el hombretón encorvado que tenía delante, haciéndole con torpeza preguntas tan delicadas. Sí, se dijo: un huérfano-. Adiós, señor Quirke -dijo-. Le deseo lo mejor. Por lo poco que sé de usted, creo que es un hombre bueno. Ojalá se dé cuenta de que lo es.
Moss Manor, cuando regresó Quirke, daba la impresión de estar abierta de par en par, como una puerta. Había una ambulancia a la entrada, además de un par de automóviles, y en el umbral se veía a dos hombres de aspecto sumamente serio, sombrío incluso, con trajes de circunstancia, conversando en voz baja: hicieron una pausa y lo miraron con curiosidad cuando entró, pero él no les prestó mayor atención, pasando por la casa de una habitación a la siguiente. Estaba de nuevo encolerizado y no entendía con precisión por qué, pues lo que había sabido por medio de sor Anselm no había supuesto exactamente una novedad, o no del todo. Había comenzado a considerar la posibilidad de que esa ira sin origen concreto fuese una circunstancia a partir de ahora presente en su vida en todo momento, receloso de tener que seguir reaccionando de continuo ante esa situación inapelable sin poder evitarlo para siempre, como si fuese un desperdicio azotado por un viento inmisericorde. En el salón principal se encontró con la criada ratonil, no supo recordar su nombre, que estaba colocando flores secas en un jarrón, sobre la tapa del piano de cola en el que, tenía absoluta certeza, nadie había tocado jamás una sola nota. Un gran fuego con varios troncos ardía en la chimenea. La criada se estremeció de miedo al verle. Preguntó dónde estaba la señorita Ruttledge. La criada pareció no entender su pregunta.
– La enfermera -dijo, a punto de gritar, golpeando el suelo con la contera del bastón-, ¡la enfermera del señor Crawford!
La criada le indicó que Brenda estaba con el señor Crawford, y que el señor Crawford por lo visto se encontraba muy mal, y le tembló el labio inferior al decirlo. Él se dio la vuelta y se encaminó hacia la escalinata maldiciendo el peso muerto de la pierna. Al llegar ante la puerta del dormitorio de Josh Crawford golpeó suavemente con los nudillos y abrió sin esperar respuesta.
La escena que halló en el interior poseía la composición dramática y exagerada de un cuadro, una escena de género, con el lecho del moribundo y los circunstantes. Josh Crawford estaba tendido boca arriba como si reposara sobre un catafalco elevado, los brazos apoyados a ambos lados del cuerpo por encima de la sábana, la chaqueta del pijama desabrochada de modo que dejaba al descubierto su pecho enorme, que denotaba una trabajosa respiración, cubierto por un vello gris como el acero. Le cubría la cara una mascarilla de oxígeno, y la respiración era audible en forma de largos, laboriosos resuellos, como si arrastrara una cadena en su interior, moviendo dolorosamente un eslabón tras otro. Phoebe permanecía sentada en una silla, junto a la cama, adelantada, sosteniendo una mano del abuelo entre las suyas. Brenda Ruttledge estaba de pie, allí cerca, estilizada gracias al uniforme blanco y a su vistosa cofia, auténtico modelo de enfermera para un pintor. Al otro lado de la cama, Rose Crawford estaba de pie con un brazo cruzado y una mano en el mentón, otra figura estilizada que representara algo ciertamente impropio de ella, por ejemplo la paciencia, o la fidelidad, o la calma del cónyuge abnegado. Al oírle en la puerta, Brenda Ruttledge se volvió y, con un movimiento del mentón, él le indicó que saliera con él al pasillo. Obedeció y cerró la puerta con esmero. A punto estaba ella de hablar, pero él la cortó en seco con un gesto.
– ¿Fuiste tú quien trajo a la niña? -la interpeló. Ella frunció el ceño y asomó en su rostro una esquirla de temor culpable-. Vamos -dijo con aspereza-, dime la verdad.
– ¿Qué niña?
– ¡Qué niña, qué niña…! Christine, así se llamaba. ¿Te obligaron a traerla aquí cuando viniste?
Ella lo miraba con los ojos muy abiertos, meneando la cabeza.
– No sé qué…
Se abrió la puerta y se asomó Phoebe, que no hizo caso de Quirke.
– Deprisa -le dijo a Brenda-, se te necesita ahí dentro.
Entró de nuevo en el dormitorio y Brenda la siguió de inmediato. Antes de que se cerrase la puerta, Rose Crawford ocupó su lugar.
– Vamos -le dijo a Quirke con la voz apagada-, necesito un cigarrillo.
Él la siguió a la planta baja, hasta el salón. Supuso que hallaría todavía a la criada enredando por allí, pero ya no estaba. Rose se acercó a la chimenea y tomó dos cigarrillos de una caja lacada que descansaba en la repisa. Encendió los dos y entregó uno a Quirke.
– Vaya, el carmín -dijo-. Lo siento.
Él fue a plantarse ante la ventana. Caía una nieve muy espaciada, copos suaves y blandos. Desde allí se veía el flanco de la Galería de Cristal, una pared de cristales que se alzaba en vertical contra el cielo plomizo.
– Lo lamento -dijo Quirke. Ella lo miró inquisitivamente-. Sé que no puede ser fácil para usted -añadió- tener que esperar el final.
Trataba de recordar cómo se llamaba exactamente esa laboriosa respiración de los moribundos; existía, estaba seguro, un término técnico que la designaba. Eran demasiadas las cosas que había olvidado de un tiempo a esta parte.
Rose se encogió de hombros.
– Sí. En fin… -tocó uno de los troncos que ardían con la puntera del zapato-. Phoebe ha sido muy buena con él -dijo-. Nunca hubiera dicho que tenía dentro tanta bondad, tanto cariño. Es beneficiaria de su testamento, no sé si está usted al corriente.
– ¿De veras? -dejó de mirarla y miró por la ventana como si se escabullera. Para él no era una novedad, a pesar de lo cual le dolió, pues Quirke nunca había hecho testamento a favor de nadie.
– Sí. Le ha dejado una fortuna.
– ¿Y eso cómo le afecta a usted?
Rose alzó la cabeza y rió sin hacer ruido.
– Ah, yo estoy estupendamente -dijo-. Por mí no se preocupe, señor Quirke; yo me quedo con el grueso de la pasta, si es eso lo que quiere usted decir… y sabe Dios que hay pasta más que de sobra. Pero será una muchacha muy adinerada, Phoebe será muy rica.
– Lamento que así sea.
– ¿Por qué? ¿No quiere que sea una rica heredera?
– Quiero que lleve una vida normal.
Ella lo miró de soslayo, una mirada sardónica. Él volvió a contemplar la nieve. Era como si los copos cayeran hacia arriba.
– ¿Existe realmente eso que llaman una vida normal? -preguntó ella.
– Podría existir, al menos en su caso.
– Siempre y cuando…
– Siempre y cuando no se empeñe usted en retenerla a su lado.
Volvió a reír, una protesta insonora.
– ¡Retenerla! Caramba, señor Quirke, ¡qué cosas se le pasan por la cabeza!
Él estudió la brasa de su cigarrillo.
– Me ha dicho -dijo- que usted le ha propuesto que se quede en Boston, que se lo ha pedido, más bien.
– ¿Y usted opina que no debería habérselo dicho?
Caminó hasta la chimenea y arrojó el resto del cigarrillo a las llamas. Ella dio un paso al frente y de pronto se encontraron muy cerca, cara a cara. Tenía un minúsculo defecto en el iris del ojo izquierdo, vio Quirke, una astilla de color blanco que atravesaba el negro lustroso.
– Mire, señora Crawford…
– Llámeme Rose.
Él respiró hondo.
– He venido aquí, a Boston, porque Sarah me lo pidió expresamente. Me pidió que cuidara de Phoebe.
Ella ladeó la cabeza y lo miró de soslayo, apantallada bajo las pestañas.
– Ah -dijo-, Sarah, naturalmente… Es Sarah la que me aborrece -él parpadeó. Nunca se le había ocurrido preguntarse si Sarah podía estar resentida con esa mujer, apenas mayor que ella, que se había casado con su padre y que era por tanto, por absurdo que fuera, su madre adoptiva. Se acercó un poco más a él, mirándole ahora directamente, con los ojos grandes, a la cara-. Es posible -dijo Rose con su acento sureño, suave- que usted tampoco me vea con buenos ojos, y francamente me da lo mismo lo que opine usted, pero al menos reconocerá que no soy una hipócrita.
A su espalda, el tronco que había tocado con la puntera hizo su aplazada, cenicienta caída al desmoronarse. Ella lo estudiaba como si pretendiera aprenderse su rostro de memoria. Oyeron entonces que alguien la llamaba a ella con apremio, pero durante una docena de segundos no hizo el menor gesto de responder a la llamada. Entonces, cuando se dio la vuelta, él captó el olor de su piel perfumada, el tenue y emocionante regusto que pudiera tener.
Fue a primera hora de la noche cuando murió Josh Crawford. La casa quedó en silencio. Se fue la ambulancia, innecesaria, seguida por los dos hombres sombríos, cada cual en su propio automóvil. Quirke no había llegado a conocer la identidad de la pareja, tal vez fueran los abogados de Rose, allí presentes para certificar la defunción de su marido; no diría él que tal gesto fuera impropio de ella. Se sirvió la cena, pero nadie se sentó a comer nada. Rose y Phoebe se encerraron en el dormitorio de Rose, y Quirke encontró a Brenda Ruttledge y fue de nuevo con ella a la piscina. Ella tomó asiento en uno de los sillones de mimbre, mirando embobada el agua. Parecía que hubiera algo en suspenso por encima de ellos, en el aire en movimiento, posado entre los ecos como una vaguedad amplia y líquida. Quirke le ofreció un cigarrillo y esta vez ella lo aceptó. Vio el gesto de inexperta con que lo sujetaba entre los dedos muy rígidos, el modo en que engullía el humo y lo expulsaba a grandes bocanadas sin habérselo tragado. Alguien más fumaba igual. ¿Era Phoebe? Cuando movía los pies, las suelas de caucho de sus zapatos blancos de enfermera chirriaban en las baldosas.
– ¿Quién lo dispuso? -le preguntó Quirke.
Ella frunció los labios, sacando mucho el inferior, y por un momento fue como una niña tozuda y empeñada en no responder. Se encogió de hombros.
– La Comadrona.
– ¿Del hospital? ¿De la Sagrada Familia?
– Ella sabía que el señor Griffin me había encontrado el trabajo aquí, para cuidar del señor Crawford. Dijo que debía hacerle un favor a cambio. Dijo que me pagarían por ello. ¿Qué daño podía hacer yo a nadie, pensé, trayendo a la pobrecita? -miró el cigarrillo que sostenía entre los dedos y torció el gesto-. ¿Qué estoy haciendo? -murmuró-. Si yo ni siquiera fumo.
– ¿Te llegó a decir de quién era la niña? ¿Supiste quiénes eran los padres, quién era el padre de la criatura?
Se agachó a depositar el cigarrillo sin terminar en las baldosas, entre sus pies, y lo apagó a conciencia bajo la suela del zapato; recogió la colilla aplanada y la escondió con cuidado en un bolsillo del uniforme, y Quirke pensó por un instante en Maisie, la pelirroja, cuyo hijo probablemente ya había nacido y quizás le hubiera sido ya arrebatado, por lo que él alcanzaba a saber.
– Dijo que no me hacía ninguna falta saber nada de eso, que sería mejor que no lo supiera, aunque el padre tenía que ser alguien… ya sabes, alguien importante, alguien con nombre.
– ¿Por ejemplo?
Se envolvió con ambos brazos y se meció en el sillón.
– ¡Te estoy diciendo que no lo sé!
– Pero tienes una sospecha.
Separó las manos de los costados y se golpeó con ambos puños las rodillas antes de fulminarlo con la mirada.
– ¿Qué quieres que te diga? -exclamó-. No sé quién era el padre. ¡No lo sé!
Él se recostó en el sillón y exhaló un largo suspiro. Una oleada de crujidos y chirridos recorrió los mimbres entrelazados.
– ¿Cuándo te consiguió el señor Griffin el trabajo?
Ella apartó la mirada.
– A comienzos del verano.
– ¿Hace seis meses? ¿Más? Y no me lo dijiste-
Una vez más, ella lo fulminó con la mirada.
– Tú tampoco me lo preguntaste, ¿no?
Él negó con un gesto.
– Cuántos secretos, Brenda. Nunca lo hubiera pensado de ti.
Ella había dejado de escucharle. Miraba al agua, el subrepticio oleaje con que se mecía.
– Hice todo lo que pude por él -dijo. Por un instante, él no supo a quién se estaba refiriendo. Alzó la vista de la superficie de la piscina y le miró con ojos casi suplicantes-. ¿Tú crees que el señor Crawford era un hombre malo?
Quirke volvió hacia arriba las palmas de las manos y se las mostró.
– Era un hombre, Brenda -repuso-. Eso es todo. Ahora ya no está.
A sor Anselm le sorprendió no el hecho en sí, sino lo repentino, lo irrevocable del mismo. No obstante, cuando le llegó la llamada para que se presentase de inmediato -¡de inmediato!- en el despacho de la Madre Superiora, sabía de sobra qué debía esperar. Se plantó ante el amplio escritorio de sor Stephanus y volvió a sentirse como si fuera una novicia. Se le pasaron por la cabeza toda clase de cosas desperdigadas, inesperadas, trozos de plegarias, pasajes de los viejos libros de medicina, fragmentos de canciones que no había vuelto a oír en más de cuarenta años. Y recuerdos, también recuerdos de Sumner Street, de los juegos en que participaba, saltando a la comba, bailando la peonza, las marcas de tiza en la acera. Las canciones de su padre antes de que se pusiera a gritar. Su madre con los brazos pecosos metidos hasta el codo en el barreño jabonoso, el labio inferior que le sobresalía al soplar para quitarse de la cara los mechones que se le habían soltado del moño con el que siempre se recogía el pelo. Después de que su padre la tirase por las escaleras, volvió del hospital con la pierna en un aparato de hierro y los chicos del barrio al principio le tuvieron respeto, pero pronto empezaron a ponerle apodos, Peg la de Pega, cómo no, o Peggy Pata de Hierro, o Farrell la Saltimbanqui. El convento fue una posibilidad de huir, un refugio; se dijo en su día, con amargura y con sorna, que allí todas estaban lisiadas y que no llamaría la atención. Carecía de vocación para la vida religiosa, pero las monjas le darían una educación, y era en eso, en su educación, en lo que había puesto el alma entera, ya que no le quedaba otra cosa. La mandaron a estudiar al instituto y luego a la facultad de Medicina. Estaban orgullosas de ella. Una tenía un tío que trabajaba en el Globe y que publicó una nota sobre ella: Chica del sur de Boston se licencia en Medicina. Sí, en la Orden habían sido buenas con ella. ¿Qué derecho tenía ahora de quejarse?
– Lo lamento -dijo sor Stephanus. Estaba haciendo lo que hacía siempre, repasar su lista, tocar con las yemas de los dedos la lámpara, el secante, el teléfono. No iba a mirarla siquiera-. Esta mañana recibí una llamada de la Casa Madre. Quieren que te vayas de inmediato.
Sor Anselm asintió.
– A Vancouver -añadió sin entonación-. En St. James necesitan un médico.
– Aquí también necesitas un médico.
Sor Stephanus optó por el malentendido.
– Sí -dijo-. Me van a enviar a alguien. Bastante joven. Creo que acaba de licenciarse, tengo entendido.
– Vaya, eso es magnífico.
En el despacho hacía frío; Stephanus era tacaña en cosas como ésa, cicatera con la calefacción, con el agua caliente de los baños, con las sábanas de las novicias. Sor Anselm cambió el peso para aliviar la cadera dolorida. Stephanus la había invitado a sentarse, pero prefirió quedarse de pie. Igual que aquel patriota valiente… ¿Quién era? ¿Un personaje de ópera? El que rehusó que le vendasen los ojos al ponerse frente al pelotón de fusilamiento. Desde luego: Peggy Farrell, la coja, la última heroína.
– De veras que lo lamento -volvió a decir sor Stephanus-. No hay nada que pueda hacer, eso lo sabes tan bien como yo, y aquí hace ya algún tiempo que no estás a gusto.
– Eso es cierto: no me siento a gusto con el modo en que aquí se hacen las cosas, si es eso lo que pretendes decir.
Sor Stephanus cerró el puño y golpeó sonoramente con el nudillo del dedo índice la superficie de cuero del escritorio.
– ¡Eso no somos nosotras quienes hemos de juzgarlo! Estamos obligadas a guardar nuestros votos. Obediencia, hermana. Obediencia a la voluntad del Señor.
Sor Anselm prorrumpió en una carcajada seca y grave.
– Y tú tienes plena confianza en que sabes bien cuál es la voluntad del Señor, claro.
Sor Stephanus suspiró enojada. Parecía exhausta, y cuando comprimía los labios de ese modo se le erizaban visiblemente los vellos grises encima del labio superior. Estaba haciéndose vieja y fea, pensó sor Anselm, aun cuando en su día tuvo fama de ser la muchacha más hermosa de todo el sur de Boston, Monica Lacey, la hija del abogado granuja, cuya familia se había arrastrado suplicando que la acogieran en el colegio universitario de Bryn Mawr, nada menos, de donde volvió hecha una señora y al poco a su padre le destrozó el corazón declarando que había oído el llamamiento de Dios y que deseaba hacerse monja. «¡Nuestra esposa de Cristo, por Cristo!», exclamó Louis Lacey con amargura, y se lavó las manos en todo lo que a ella concerniera. Alzó la mirada.
– Tú llevas la conciencia en la manga, hermana -le dijo-. Entre nosotras hay otras que han de vivir en el mundo real, e ingeniárselas de la mejor de las maneras. No es fácil. En fin. Tengo trabajo que hacer, y tú tendrás que recoger tus bártulos.
Se extendió el silencio entre las dos. Sor Anselm miró a la ventana, a su lado, y al cielo del invierno, más allá. ¿Qué vida habían tenido, al final, cualquiera de ellas?
– Ay, Monica Lacey -dijo con voz queda-. Que hayamos terminado así…
La mañana en que se celebró el funeral de Josh Crawford amaneció fría y blanquecina, con previsión de nuevas nevadas. El entierro se había aplazado para aguardar la llegada desde Irlanda de Sarah, de Mal Griffin y del juez. Ante la tumba, con el velo negro y vestida de luto, Sarah le pareció a Quirke más una viuda que una hija. El juez tenía los ojos llorosos y se mostraba esquivo. Mal, con traje oscuro y corbata de seda negra, con una camisa blanca y reluciente, tenía el aire de una presencia que oficiase la ceremonia, no exactamente el enterrador en persona, sino tal vez el empleado de pompas fúnebres, allí destinado a representar la faceta profesional de la muerte y sus rituales, y Quirke volvió a meditar de nuevo sobre la ironía de que tan fúnebre figura fuese en su vida profesional el cancerbero que franqueaba la entrada a la vida.
Fue un día de solemnes celebraciones para los irlandeses de Boston. Estuvo presente el alcalde, por descontado, y el gobernador, y el arzobispo ofició una misa mayor y después rezó las preces en el cementerio, ante el féretro. Se esperaba la llegada del cardenal, que a última hora envió tan sólo unas palabras de duelo, confirmando así el rumor de que Josh Crawford y él habían tenido una disputa por la concesión de un contrato estatal de transporte, dirimida a lo largo del año anterior. Los viejos, como comentó en el funeral una arpía con un susurro teatral a más no poder, no olvidan. El arzobispo, alto, con las sienes plateadas, apuesto, en todos los sentidos la viva imagen que se tenía en Hollywood de lo que debiera ser un sacerdote, entonó el oficio de difuntos con el tono sonoro de una salmodia, y al terminar apareció caído del cielo un solo copo de nieve que aleteó sobre la fosa abierta, como la manifestación de una bendición expresa que desde lo alto fuera concedida de mala gana. Terminadas las preces se llevó a cabo la pequeña ceremonia de esparcir la tierra sobre el féretro, que a Quirke nunca había dejado de llamarle la atención por su morbosa fantasía. Alguien sacó una pala de plata, en miniatura, y Sarah fue la primera en empuñarla. La tierra repicaba al caer sobre el ataúd con un hueco traqueteo. Cuando alguien ofreció la pala al juez, éste negó con un gesto y se dio la vuelta.
El arzobispo depositó una mano sobre la manga del anciano y le habló ladeando la cabeza plateada, de estrella de cine.
– Garret, me alegro mucho de verte, a pesar de que sea en una ocasión tan triste.
– Creo que hoy nuestro amigo puede estar orgulloso de nosotros, William.
– Desde luego que sí. Un gran hombre, un leal hijo de la Iglesia.
Sarah y Quirke caminaron juntos hacia los coches. Ella estaba más delgada que la última vez que la vio, y en sus ojos asomaba una vehemencia que no acertó a reconocer. Le preguntó si había hablado con Phoebe, y cuando la miró con gesto inexpresivo ella chasqueó la lengua con enojo.
– ¿No le has dicho lo que te dije? -le dijo-. Por Dios, Quirke, ¡no es posible que se te haya olvidado!
– No -dijo-, no se me ha olvidado.
– ¿Entonces?
¿Qué podía contestar? Protegida por el velo, Sarah tensó los labios con amargura, apretó el paso y siguió adelante, dejándolo que se pelease él solo con el bastón a su estela.
Ya en la casa, la familia formó un grupo un tanto disperso e incierto en el vestíbulo, esperando al resto de los dolientes. Phoebe tenía la cara visiblemente hinchada de tanto llorar, y el juez miraba en derredor como si no supiera dónde estaba. Sarah y Mal se mantenían el uno aparte del otro. Sarah se quitó el sombrero y permaneció acariciando el velo sin mirar a Quirke.
Rose Crawford le puso una mano sobre el brazo e hizo un aparte con él.
– No parece que sea usted hoy el miembro más popular de la familia -murmuró. Los coches iban llegando por la avenida. Suspiró-. ¿Querrá hacerme compañía, Quirke? El día va a ser muy largo.
Pero casi de inmediato se vio ella separada de él, cuando, en primer lugar, el arzobispo hizo su ceremoniosa entrada y ella tuvo que acudir a saludarlo. Fueron llegando después los demás, los sacerdotes y los policías y los empresarios con sus esposas, con el rostro ceniciento, los labios azulados, murmurando unos con otros acerca del frío intenso que hacía, mirando en derredor con ansiedad encubierta, deseosos de beber y de comer y de resguardarse y caldearse ante un buen fuego de chimenea. Allí estaba el cura pelirrojo de St. Mary, y también Costigan, con su traje de brillo y sus gafas de concha, y otros más a los que Quirke reconoció por haberlos visto aquella noche en la fiesta en honor del juez, en casa de Mal y Sarah. Los vio congregarse y los siguió al salón, donde se habían servido los entremeses fúnebres, y mientras oía el barullo formado por las voces entremezcladas, en conflicto unas con otras, una sensación de repugnancia casi física fue hinchándose en su interior. Ésas eran las personas que habían matado a Christine Falls y a su hija, las personas que habían enviado a los dos torturadores tras la pista de Dolly Moran, las que habían ordenado que a él se le arrastrara por aquellos escalones fangosos y se le agrediera a puntapiés, hasta dejarlo a un palmo de la muerte. Ah, no, no todos; sin duda entre los presentes había algunos inocentes, inocentes al menos de esos delitos en particular. ¿Y él? ¿Hasta qué punto era él inocente? ¿Qué derecho tenía él de erguirse cuan alto era y mirarlos por encima del hombro y despreciarlos, él, que ni siquiera había tenido el valor de decirle a su hija la verdad sobre quiénes eran sus padres?
Se acercó a donde estaba Mal, junto a uno de los altos ventanales, con las manos en los bolsillos de la chaqueta abotonada, mirando el jardín y la nieve que se iba acumulando.
– Te sentaría bien tomar una copa, Mal -le dijo-. Es algo que ayuda.
Mal volvió la cabeza y lo miró con sus ojos de sapo, inexpresivos, antes de seguir sumido en la contemplación del jardín.
– Que yo recuerde, a ti no te ayudó mucho -dijo.
El viento arrojó un puñado de nieve contra la ventana; hizo un ruido húmedo, suave.
– Sé lo de la niña -dijo Quirke.
Los rasgos faciales de Mal registraron un mínimo fruncimiento, pero no se volvió. Clavó más las manos en los bolsillos de la chaqueta e hizo que algo tintineara, unas llaves, unas monedas, o las placas de identificación de los muertos.
– ¿El qué? -dijo-. ¿De qué niña me hablas?
– De la niña que Christine Falls llevaba en su vientre. La que no nació muerta. También se llamaba Christine.
Mal suspiró. Durante un dilatado instante guardó silencio.
– Tiene gracia -dijo-, no recuerdo yo que viese nevar jamás mientras estuvimos aquí, hace ya tantos años -se volvió a mirar a Quirke a la cara como si buscara algo en ella-. ¿Tú recuerdas haber visto nieve, Quirke?
– Sí, nevó alguna vez -dijo Quirke-. Nevó durante todo un invierno.
– Supongo que sí, claro -Mal, de nuevo de cara a la ventana, asentía despacio, como si le hubiera llegado noticia de un lejano portento. Alzó un dedo y se dio unos golpecitos en el puente de las gafas-. Lo había olvidado -la luz que entraba desde el jardín daba de plano en su rostro. Se hizo crujir los nudillos con gesto pensativo.
– Era tuya, ¿no? -dijo Quirke-. Era hija tuya.
Mal bajó la mirada y sonrió.
– Ay, Quirke -dijo casi con afecto-. No tienes ni idea. Ya te lo dije una vez. No sabes nada de nada.
– Sé que la niña ha muerto -dijo Quirke.
Se hizo un nuevo silencio. Mal volvía a fruncir el ceño, y miraba de un lado a otro sin concentración, lo mismo hacia el jardín que hacia los pliegues de la cortina, recogidos con un cordón, que se formaban a sus pies, como si buscara algo que hubiera perdido y que podría encontrar en cualquier parte, en un sitio de ésos.
– Lo lamento -dijo distraídamente. Sin previo aviso, se volvió del todo a Quirke y le puso una mano en el hombro. Quirke miró la mano. ¿Cuándo fue la última vez en que se tocaron uno al otro?-. Toda esta historia… -dijo Mal-. ¿Por qué no la dejas en paz, Quirke?
– No puedo.
Mal lo consideró unos instantes, frunciendo los labios con gesto juicioso. Apartó la mano del hombro de Quirke.
– No es muy propio de ti, Quirke -dijo-, esta tozudez en perseguir algo hasta el final.
– No -dijo Quirke-, supongo que no lo es.
Y entonces de pronto lo vio todo entero, lo vio al completo, y vio cuánto se había equivocado en todo momento, sobre todo a propósito de Mal, pero también a cuento de muchas otras cosas.
Mal se había vuelto de repente y lo estaba mirando de nuevo, y cuando Quirke lo miró a los ojos Mal vio lo que Quirke había visto de repente, y asintió una sola vez, de un modo apenas apreciable.
Quirke vagabundeó por la casa. En la biblioteca de Josh Crawford los troncos de pino ardían como de costumbre, y la luz que entraba por el ventanal rebrillaba sobre el hemisferio superior de la bola del mundo. Fue a la mesa en que estaban las bebidas y se sirvió medio vaso de whisky escocés.
– Vaya, señor Quirke -dijo Rose Crawford a su espalda-. Tiene mala cara.
Se volvió de inmediato. Estaba tendida en un sillón bajo una alta palmera. El vestido negro, ceñido, se le había arrugado a la altura de las caderas, y se había quitado uno de los zapatos. Tenía un cigarrillo en una mano y una copa de Martini, vacía, en la otra, inclinada de tal modo que se habría vertido de haber estado llena. Se le notaba que estaba un tanto achispada.
– ¿Le parece -dijo, tendiéndole la copa- que podría prepararme otro de esos quitapenas?
Se acercó a ella, tomó la copa, volvió a la mesa.
– ¿Cómo se encuentra? -le dijo.
– ¿Que cómo me encuentro? -se paró a pensar-. Triste. Ya lo estoy echando de menos.
Él le llevóla copa y se la tendió. Ella pescó la aceituna con los dedos y la mordisqueó con aire pensativo.
– Era un hombre divertido, no sé si lo sabía usted -dijo-. A su manera, claro. Quiero decir que tenía sentido del humor. Sabía hacerme reír -escupió el hueso de aceituna con delicadeza en la palma de la mano-. Incluso últimamente, estando él tan enfermo, aún nos solíamos reír a menudo. Eso para una chica es importante, reír de vez en cuando -entornó los ojos al mirarlo-. Me temo que no habría apreciado usted sus chistes, señor Quirke -extendió el brazo y él abrió la mano bajo la suya; ella dejó caer el hueso de la aceituna-. Gracias -frunció el ceño-. Siéntese, ¿quiere? Detesto que me mire desde arriba.
Fue a tomar asiento en el sofá más alejado de la chimenea. Nevaba más copiosamente que antes, le pareció que incluso oía el inmenso, ajetreado susurro que hacía al inundar el aire y posarse en el césped ya cubierto por un manto, en las terrazas invisibles y en los peldaños de piedra y en los senderos de gravilla. Pensó en el mar, más allá del jardín, las olas de un malva oscuro, enturbiado, engullendo sin fin los frágiles copos al caer. También Rose estaba mirando hacia la ventana, hacia la blancura móvil y sesgada al otro lado del cristal.
– Mera coincidencia -dijo ella-. Acabo de darme cuenta de que murió el día de nuestro aniversario de boda. Era un hombre muy de fiar -rió-. Es probable que lo tuviera planeado. Tenía poderes, no sé si lo sabe, pero es cierto, aunque piense usted que me lo estoy inventando. A mí me sabía leer el pensamiento. Es posible que ahora me lo esté leyendo -miró a Quirke con una sonrisa perezosa, taimada-, aunque espero que no -exhaló un suspiro tembloroso, fatigado, con pesar-. Era un pajarraco mezquino, digo yo, pero era mi pajarraco mezquino -se le había apagado el cigarrillo, y él se levantó a darle fuego apoyado en el bastón-. Hay que ver qué pinta tiene, Quirke -dijo ella-. Le dieron una paliza, ¿no es así?
– Sí -repuso-, así es -volvió al sofá; reparó en que tenía el vaso vacío.
– Pero ahora debe de estar contento, quiero decir, ahora que ha venido Sarah -cuando pronunció el nombre adoptó una voz de falso temblor, una cierta ronquera. Le obsequió una sonrisa-. ¿Por qué no me habla de ella, quiero decir, de ella, de Mal y de Delia?
Él hizo un gesto de impaciencia.
– Eso es historia antigua -dijo.
– Ah, pero es que la historia antigua siempre es la mejor. Los secretos son como el vino, decía a veces Josh: tienen un aroma más intenso, tienen mejor bouquet con cada año que pasa. Intento imaginármelos aquí a los cuatro_ -meneó el tallo de la copa para indicar a qué se refería al decir aquí-. Los cuatro felices y contentos. Las fiestas, los partidos de tenis, todo eso. Las dos bellas hermanas, los dos médicos arrebatadores. Cuánto tuvo que odiarles Josh a ustedes dos.
– ¿Eso se lo dijo él? -preguntó con interés-. ¿Le dijo que me odiaba?
– No creo que jamás llegáramos tan lejos al hablar de usted, señor Quirke.
Volvía a reírse de él. Dio un sorbo de su copa y lo observó con una mirada difusa y divertida por encima del borde de la copa.
– ¿Piensa usted -preguntó él- seguir subvencionando la obra esa de los bebés que él tenía en marcha?
Ella enarcó las cejas y abrió mucho los ojos.
– ¿Los bebés? -dijo, y volvió la cabeza a un lado y se encogió de hombros-. Ah, ya. Él me hizo prometerle que lo haría. Con eso espera pagar el precio de la entrada en el Purgatorio, o eso dijo. ¡El Purgatorio! ¡Como lo oye! Él de veras creía en todas esas cosas, ¿sabe?, el Cielo, el Infierno, la Redención, los ángeles que caben en la cabeza de un alfiler… y toda la pesca. Se ponía furioso si yo me reía, pero ¿cómo no iba a reírme, eh? -bajó la mirada-. Seamos serios. Pobre Josh… -se echó a llorar sin hacer ruido. Recogió una lágrima con la yema de un dedo y se lo mostró para que la inspeccionara a su gusto-. Vea, vea -dijo-. Tanqueray pura, con un ligero toque de vermut seco -alzó la cabeza y una hoja de palmera le rozó el cuello; ella la apartó de un manotazo-. ¡Malditas plantas…! -exclamó-. Voy a ordenar que las arranquen una por una y que hagan una hoguera con ellas -dejó caer los hombros. Inspiró con fuerza-. Un caballero -dijo con un acento que quiso y supo parodiar a una adolescente en edad de merecer- me ofrecería su pañuelo.
Él volvió a levantarse y atravesó cojeando el trecho que lo separaba de ella para darle el cuadrado de lino bien doblado que sacó del bolsillo. Ella se sonó ruidosamente. Él se dio cuenta de que deseaba tocarla, acariciarle el cabello, pasarle un dedo a lo largo de la limpia, fresca línea del mentón.
– ¿Qué va a hacer? -le preguntó.
Ella recogió el pañuelo de cualquier manera y se lo devolvió con una débil sonrisa a modo de disculpa.
– Ah, ¿y quién sabe? -dijo-. Es posible que venda todo esto y me mude a la vieja y podrida Europa. ¿Me imagina con un abrigo de pieles y un perrillo faldero, la viuda más solicitada de todo Montecarlo? ¿Me haría usted el juego, Quirke? ¿Me acompañaría a la mesa de la ruleta, viajaría conmigo, en mi yate, por supuesto, por las islas griegas? -rió sin hacer apenas ruido, por la nariz-. No. Dudo que sea su estilo. Usted preferirá pasar el tiempo en un Dublín donde la lluvia sea eterna, curándose de mala manera su amor, el amor no correspondido que siente por -bajó la voz, trémula, de nuevo unas octavas- por Saaaarah.
Un tronco perdió apoyo en la chimenea y emitió un chorro de chispas crepitando.
– Rose -le dijo, sorprendido por el sonido de su nombre en sus labios-, quiero que ponga fin al apoyo que se presta a esa historia de los niños huérfanos. Quiero que cierre el grifo de los fondos.
Ella ladeó la cabeza y lo miró con una sonrisa fruncida, caída.
– Pues si eso es lo que quiere -dijo con voz queda-, va a tener que portarse bien conmigo -le tendió la copa-. Puede empezar por traerme otra copa, grandullón.
Más tarde, cuando ya no nevaba, cuando un sol húmedo se esforzaba por lucir, se encontró en la Galería de Cristal sin saber muy bien cómo había llegado allí. Había bebido demasiado escocés y se encontraba aturdido, con dificultades para preservar el equilibrio. Era como si tuviera la pierna de mayor tamaño, como si fuera más pesada que antes, y la rodilla se le había hinchado por debajo de la venda, y el picor le provocaba un verdadero tormento. Se sentó en el banco de hierro forjado en el que había estado con Josh Crawford aquella primera noche, cuando llegó con Phoebe, de lo cual pareciera que hubiese pasado mucho tiempo. La nieve había tendido sobre la casa un silencio de enormes proporciones, un aire embozado. Y ese silencio le zumbaba en los oídos junto al otro zumbido que era efecto del alcohol; cerró los ojos, pero la negrura le produjo un amago de náuseas, y tuvo que volver a abrirlos. De pronto allí estaba Sarah, como si se hubiera materializado en el silencio mismo, en la luz de la nieve. Estaba de pie a corta distancia de él, retorciendo algo entre los dedos, mirando a lo lejos, a la distante, oscura línea del mar. Quiso ponerse en pie, y a ella le sobresaltó el ruido que hizo, como si no lo hubiera visto o hubiera olvidado que se encontraba allí.
– ¿Te encuentras bien? -dijo ella.
Él movió una mano.
– Sí, sí. Cansado. Me duele la pierna.
Ella no le escuchaba. De nuevo contemplaba el horizonte.
– Se me había olvidado -dijo- qué bonito puede ser esto. A veces pienso que deberíamos habernos quedado.
Él intentaba ver qué era lo que retorcía entre las manos.
– ¿Deberíamos?
– Mal y yo, quiero decir. Las cosas podrían haber sido de otro modo -vio que él miraba lo que tenía entre las manos, y se lo mostró-. La bufanda de Phoebe -dijo-. Han comentado que iba a salir con su abuelo a dar un paseíto, si es que Rose consigue que alguien limpie de nieve el sendero -Quirke, sudando por el alcohol que llevaba en la sangre y por el dolor de la rodilla, dio unos pasos hacia el banco y volvió a sentarse demasiado deprisa, con lo que el bastón chocó ruidosamente con el hierro del asiento-. Os he visto hablar -dijo Sarah-, a ti y a Mal. Él no tiene secretos para mí, y tú lo sabes. Cree que los tiene, pero no es así -caminó unos pasos adelante, alejándose de él. Las palmeras y los altos helechos ascendían tras ella formando una densa pared de verdor. Le habló por encima del hombro-. Aquí fuimos felices, ¿verdad?, en aquellos tiempos, Mal, tú, yo…
Quirke apoyó la base de ambas manos contra la rodilla vendada y se la oprimió, notando una gratificante palpitación que fue en parte de dolor y en parte de placer vengativo.
– Y entonces -dijo él- también estaba Delia.
– Sí. Entonces también estaba Delia.
Volvió a apretarse la rodilla, conteniendo la respiración y torciendo el gesto.
– ¿Qué estás haciendo? -dijo Sarah, mirándole de pronto.
– Mi penitencia.
Se recostó jadeando en el banco. Había ocasiones en las que estaba seguro de notar el clavo en la rodilla, el acero caliente y hundido, rígido, en el hueso.
– Delia se acostaba contigo, es eso, ¿verdad? -dijo Sarah con una voz distinta, endurecida, cortante como el hierro que llevaba él en la pierna-. Se acostaba contigo, y yo no. Fue así de simple. Mal entonces aprovechó la ocasión que se le había presentado conmigo -rió, y se le notó en la risa la misma dureza que de pronto tenía en la voz. Aún estaba parcialmente vuelta de espaldas a él, y alargaba el cuello como si buscara algo en el horizonte, o más allá-. El tiempo es lo contrario del espacio, ¿te habías percatado? -dijo-. En el espacio, todo se desdibuja a medida que te alejas. Con el tiempo es al revés: todo se torna más nítido -calló-. ¿De qué estabas hablando con Mal? -renunció a seguir en busca de lo que hubiera estado buscando y se volvió hacia él. Con la delgadez que tenía se le habían afilado los rasgos, con lo que a un tiempo estaba más bella y más inquieta en apariencia-. Dime -insistió-. Dímelo. Dime de qué estabais hablando.
Él negó con un gesto.
– Pregúntaselo a él -dijo.
– No me lo querrá decir.
– Entonces yo tampoco te lo diré -puso una mano en el asiento, a su lado, invitándola a ocuparlo. Ella vaciló, y al cabo se acercó mirándose las puntas de los pies como hacía a menudo, como si desconfiara del terreno, o de su capacidad de salvarlo sin contratiempos. Se sentó-. Quiero que Phoebe vuelva conmigo a Irlanda -dijo él-. ¿Me ayudarás a convencerla?
Ella miraba a lo lejos, un tanto inclinada hacia delante, como si algo le doliera en las entrañas.
– Sí -dijo al fin-. Con una condición.
– ¿Cuál? -preguntó, aunque lo sabía.
– Que se lo digas.
Una bruma se amasaba en el horizonte; las sirenas habían comenzado a sonar.
– De acuerdo -dijo él adustamente, casi coléricamente-. De acuerdo. Se lo diré ahora, en este preciso instante.
La encontró en el vestíbulo, bajo los altos techos, en medio del eco. Estaba sentada en un sillón junto a un paragüero que era una pata de elefante, calzándose unas botas negras de goma. Ya se había puesto un abrigo grande, acolchado, con capucha. Le dijo que iba a dar un paseo, que había tratado de convencer al abuelo de que saliera con ella, y preguntó a Quirke si le apetecería sumarse. Supo que iba a recordar para siempre, o al menos durante el tiempo que durase para él ese siempre, el aspecto que tenía ella con un pie en alto y la cara vuelta hacia él, sonriendo. Le habló sin preámbulos, contemplando el lento desmantelamiento de su sonrisa en una serie de etapas sucesivas, diferenciadas, abandonando primero sus ojos, después los planos de los pómulos, por último los labios. Dijo que no le entendía. Se lo repitió más despacio, con más nitidez. «Lo siento», dijo al terminar. Ella dejó la bota de goma a un lado y puso el pie descalzo en el suelo, con movimientos cuidadosos, de prueba, como si el aire en derredor se hubiera vuelto quebradizo y temiera hacerlo añicos. Entonces sacudió la cabeza y emitió un sonido curioso, muy liviano; él comprendió que era una especie de risa. Ojalá, se dijo, se pusiera en pie, pues de ese modo podría hallar manera de tocarla, de estrecharla incluso en sus brazos, de abrazarla con fuerza, pero se dio cuenta de que no iba a ser posible ni siquiera si ella se pusiera en pie. Ella dejó caer ambas manos, inertes, a los lados de la silla, y miró en derredor, frunciendo el ceño, a ese nuevo mundo que le resultaba desconocido, en el que de pronto era una extraña, en el que sin previo aviso acababa de perderse.
A poco de pasado el mediodía comenzaron a marcharse los invitados al funeral encabezados por el arzobispo y los sacerdotes de su séquito. Costigan y los demás invitados venidos de Irlanda, sus camaradas los Caballeros, se hicieron de rogar con la esperanza de tener una charla con Rose Crawford, pero Rose se había retirado a descansar llevándose la copa de Martini. Una matizada sensación de crisis se fue adentrando en la mansión como si fuera una emanación de gas. En el salón, Quirke encontró a Costigan y al cura de St. Mary enzarzados en una conversación, los dos en el sofá, y a Mal de pie ante la chimenea, con una mano en el bolsillo de la chaqueta y un codo sobre la repisa, como si posara para un retratista. Al ver a Quirke en el umbral, los dos callaron instantáneamente, y Costigan esbozó la sonrisa con la que parecía preludiar un gruñido, preguntando a Quirke qué tal estaba de sus lesiones, si ya se iba recuperando de la caída. Mal lo miró con aplomo y no dijo nada. Quirke no dio respuesta a las preguntas de Costigan y abandonó la estancia. Le retumbaba la cabeza. Subió despacio a su dormitorio. Y allí lo encontró Brenda Ruttledge, sentado de cualquier manera a un lado de la cama, en mangas de camisa, fumando y mirando las fotografías sobre la cómoda de castaño, las fotografías de Delia Quirke, de soltera Crawford, y de su hija Phoebe.
En tan pocas ocasiones había visto a Brenda sin su uniforme de enfermera que por un momento apenas supo quién era. Había llamado sin hacer ruido apenas y él se volvió hacia la puerta con una mezcla de alivio y de temor, pensando que se trataba de Phoebe, que se habría sosegado y vendría a hablar con él. Brenda entró deprisa y cerró la puerta, y permaneció de espaldas a la misma, mirándolo todo, salvo a él. Llevaba un sencillo vestido gris y zapatos de tacón bajo, y no se había puesto maquillaje. Él le preguntó qué sucedía, y ella respondió negando con un gesto, los ojos aún clavados en el suelo, sin saber por dónde empezar. Él se puso en pie y contuvo una mueca de dolor -tenía la rodilla peor que otras veces, a pesar de todo el alcohol consumido hasta el momento-, y dio la vuelta a la cama para situarse delante de ella.
– Creo -dijo ella-, creo que sé a quiénes dieron a la niña -fue como si estuviera hablando para sí misma. Él la tocó por el codo y se acercó con ella a la cama, donde ambos se sentaron-. Los vi aquí una vez, en la fiesta de Navidad. Estaban con un bebé. Apenas me fijé en ellos. Volví a verlos en el hospicio. Esa vez, la mujer no llevaba a la niña, y parecía… oh, tenía un aspecto terrible -se miraba las manos como si fueran las de otra persona. Resonó una sirena para avisar de la niebla, y ella se volvió hacia la ventana con un gesto de temor. Fuera los campos estaban nevados y el cielo bajo, de un rosa tenue, sucio. Pensaba con inquietud en su hogar, en el año de la gran nevada, cuando tenía ella siete u ocho años; recordó que sus hermanos hicieron un trineo y la dejaron montar con ellos, dando alaridos al deslizarse por la ladera del prado. Nunca debería haber ido allí, nunca debería haberse dejado enredar entre aquellas personas que eran demasiado para ella, demasiado inteligentes, demasiado adineradas y, además, malvadas. Quirke estaba preguntándole algo-. Los Stafford -dijo ella casi con impaciencia. Él no entendió a quién se refería-. Andy Stafford, el chófer del señor Crawford; él y su mujer. La niña se la dieron a ellos. Estoy segura.
Quirke volvió a ver el cogote del joven, el cabello liso y abrillantado, la cabeza pequeña, los ojos vitreos y oseuros en el espejo retrovisor. Alargó la mano y volvió las dos fotografías de nuevo contra la pared.
Costó mucho tiempo que el taxi llegara de Boston. Caía la nieve a rachas, y el taxista, un mexicano en miniatura al cual le quedaba la frente casi a la altura del volante, emitía un sonsonete grave, quejoso, a la vez que transitaba expeditivamente por las carreteras llenas de curvas a la salida de Scituate, bajo un cielo cada vez más oscurecido. Quirke y Brenda Ruttledge iban dándose casi la espalda en el asiento de atrás. Se había instalado entre ambos una cierta tirantez, incluso una especie de azoramiento, de modo que no se dirigían la palabra. Brenda llevaba un abrigo negro, con capucha, que le daba de forma incongruente el aire de una monja. El sur de Boston estaba desierto. Los bancos de nieve se amontonaban en las aceras; en la calzada, las huellas de los vehículos se veían nítidas en medio de un aguanieve marronáceo. En Fulton Street, las casas de madera parecían agazaparse para resguardarse del frío y de la nieve que caía al sesgo. Quirke había conseguido la dirección no sin dificultades gracias a Deirdre, la ratonil doncella de Rose Crawford.
Una mujer de cara estrecha, con un delantal marrón, salió a la puerta y los miró de arriba abajo con evidente desconfianza, una pareja que no parecía casar nada bien, fijándose en el bastón de Quirke y en el abrigo de Brenda, semejante a un hábito. Quirke dijo que habían venido desde la casa del señor Crawford.
– Ha muerto, según tengo entendido -dijo la mujer. En uno de los lados de la nariz se le veía una magulladura reciente, entre morada y grisácea. Les indicó que los Stafford vivían en el piso de arriba, pero que Andy Stafford no se encontraba en la casa-. Por lo que yo sé -dijo con recelo-, debe de estar en Scituate.
No le hacía ninguna gracia la visita de aquellos dos, y menos aún que le preguntaran por Andy dando la impresión de que sabían algo poco halagüeño acerca de él. Quirke preguntó si la señora Stafford se encontraba en casa; la mujer se encogió de hombros e hizo una mueca desdeñosa dejando al descubierto un colmillo.
– Supongo que estará. Apenas sale nunca.
A pesar de la nieve que cubría el terreno salió tras ellos por el lateral de la casa y se quedó a resguardo, bajo el alero, con los brazos cruzados, viéndoles subir por las escaleras de madera. Quirke llamó con los nudillos en el cristal de la puertaventana. No oyó ninguna respuesta.
– Estará seguramente abierta -gritó la mujer. Quirke probó la manilla, que se abrió sin presentar resistencia. Entraron Brenda y él en un angosto recibidor.
Hallaron a Claire Stafford sentada en una silla con respaldo de barrotes, ante una mesa, en la mínima cocina. Vestía una bata rosa de andar por casa y estaba descalza. Se había sentado de lado y permanecía inmóvil, con una mano en el regazo y la otra apoyada sobre la encimera de plástico. El cabello, claro, parecía tenerlo húmedo, y le colgaba lacio a uno y otro lado de la cara pálida. Tenía los ojos enrojecidos y los labios descoloridos del todo.
– ¿Señora Stafford? -dijo Brenda en voz baja. Claire tampoco dio respuesta-. Señora Stafford, me llamo Ruttledge, soy… era la enfermera del señor Crawford. El señor Crawford, el jefe… el jefe de Andy. Ha muerto. El señor Crawford ha muerto. ¿Lo sabía usted?
Claire se movió levemente, como si acabara de oír algo muy lejano, y pestañeó, y por fin volvió la cabeza para mirarlos. No dio muestras de sorpresa ni de curiosidad. Quirke se acercó a ella y se situó enfrente, ante la mesa, apoyando la mano en el respaldo de una silla.
– ¿Le molesta si me siento, señora Stafford? -preguntó.
Ella movió la cabeza mínimamente de un lado al otro. Él separó la silla de la mesa y tomó asiento, indicando a Brenda Ruttledge que se acercara. También ella se sentó.
– Queremos hablar con usted -dijo Brenda- sobre el bebé, sobre lo que sucedió. ¿Va a contárnoslo?
Una mirada de algo, de débil protesta, de negación, había asomado a los ojos casi incoloros de Claire. Frunció el ceño.
– Él no quiso… -dijo-. Yo sé que no quiso. Fue un accidente.
Quirke y Brenda Ruttledge se miraron uno al otro.
– ¿Cómo sucedió, señora Stafford? -preguntó Quirke-. ¿Nos va a contar cómo se produjo el accidente?
Brenda alargó el brazo y puso la mano sobre la de Claire, que seguía inmóvil sobre la mesa. Claire miró ambas manos. Cuando tomó la palabra se dirigió exclusivamente a Brenda.
– Intentó que dejara de llorar. Él odiaba que la niña llorase. Le dio una sacudida. Eso fue todo, sólo le dio una sacudida -su ceño fruncido era en ese momento un gesto de desconcierto, de pasmo-. La niña tenía la cabecita pesada -dijo-. Tan calentita… Casi acalorada -volvió la mano sobre el regazo y la curvó al recordar la cabeza de la niña-. Muy pesada.
– ¿Qué hizo usted entonces? -preguntó Brenda-. ¿Qué hizo Andy?
– Llamó por teléfono a St. Mary. Luego estuvo fuera mucho tiempo, no sé… Vino el padre Harkins. Le conté cómo había sido el accidente, y luego volvió Andy.
– Y el padre Harkins -preguntó Quirke-… ¿llamó a la policía?
Claire alejó la mirada de la cara de Brenda y la clavó en él.
– Oh, no -se limitó a decir. Se volvió de nuevo a Brenda apelando a otra mujer, a su sensatez-. ¿Por qué iba a llamar a la policía, si fue un accidente?
– ¿Dónde está, señora Stafford? -dijo Quirke-. ¿Dónde está la niña?
– Se la llevó el padre Harkins. Yo ya no quería verla nunca más -apeló de nuevo a Brenda-. ¿Hice mal?
– No -dijo Brenda para tranquilizarla-, claro que no.
Claire volvió a mirarse la mano ligeramente curvada.
– Es que aún notaba la cabecita en la mano. Aún la noto.
Se espesó el silencio. Quirke sintió como si algo llegara a la casa, filtrándose por las junturas, suave, insonoro, como la propia nieve que caía fuera. De pronto se sintió cansado como nunca lo había estado. Se sintió como si hubiese llegado al final de un camino por el que tanto tiempo llevaba avanzando que sus propios pasos le parecían un descanso; un descanso, sin embargo, que no le provocaba el menor alivio, que le causaba dolor en los huesos, dificultades en el corazón, embotamiento del ánimo. En algún punto de ese arduo camino parecía haberse perdido.
Andy supo que la chica iba tras él en cuanto entró en el garaje y se la encontró sentada en el asiento posterior del Buick, sin otra cosa que hacer, con el abrigo puesto y la mirada perdida al frente, pálida, con cara de haberse llevado un buen susto. No le dijo nada, y él tampoco; se abotonó la chaqueta y se sentó al volante y arrancó el motor. Se limitó a conducir sin pensar adonde iba, que era lo que ella parecía desear. Lléveme a donde sea, le había dicho la primera vez, cuando dejaron al grandullón en el pueblo. Nevaba. No demasiado; las carreteras estarían sin tráfico. Volvieron a subir por la costa. Él le preguntó si tenía uno de sus cigarrillos ingleses, pero ella ni siquiera respondió; sólo negó con la cabeza mirándole en el espejo retrovisor. Tenía esa mirada -de susto, paralizada, pero frenética por dentro- que se les ponía a las chicas cuando sólo eran capaces de pensar en una sola cosa. Era una mirada por la que supo que sería su primera vez.
Sabía bien adonde ir, y se detuvo en el saliente de tierra. No había nadie por allí, y no iban a encontrarse a nadie. El viento soplaba con tal fuerza que mecía el gran automóvil sobre los amortiguadores, y la nieve de inmediato comenzó a amontonarse bajo los limpiaparabrisas y en el reborde de las ventanillas. Al principio no tuvo mayores complicaciones con la chica. Ella hizo como que no sabía qué estaba pasando, ni qué deseaba él, que era también lo mismo que deseaba ella, sólo tenía que reconocerlo y, aunque había tenido la esperanza de que no fuera necesario, al final tuvo que sacar la navaja que llevaba sujeta con dos imanes debajo del salpicadero. Ella se puso a liorar cuando vio la navaja, pero él le dijo que cortara en seco la llantina. Le hizo gracia, pero la verdad es que le excitó ordenarle que se quitara las extrañas botas de goma que llevaba puestas y, como apenas había espacio entre los asientos, tuvo que torcer de lado la pierna, y él entrevio por vez primera el liguero y la cara interna y blanca del muslo, hasta las bragas de encaje.
Estuvo bien. Ella trató de defenderse y a él le gustó. Se aseguró de que estuviera tendida sobre el abrigo porque no tenía ningunas ganas de que nada manchara la tapicería, aunque en realidad no es que estuviera tendida, sino más bien encajada en una posición semisedente, de modo que él tuvo que hacer unas cuantas contorsiones hasta poder por fin introducirse en ella. Emitía una especie de chillido gracioso que le daba prácticamente de lleno en el oído, y en ese momento le tomó tanto cariño que frenó un poco y se separó de ella y miró por la ventanilla en la que se acumulaba la nieve y vio en la bocana de la bahía el mar en cierto modo hirviendo, supuso que debía de estar cambiando la marea o algo así, y una ola inmensa de agua negra, azulada, con un ribete de espuma blanca en lo alto, ascendía entre los dos salientes de la bahía, y aunque sólo acababa de empezar no pudo contenerse, y arqueó la espalda entre las piernas temblorosas de la chica y entró en ella a fondo y sintió el estremecimiento que le nacía en lo más profundo del tallo, en el fondo de la entrepierna, y la mordió en un lado del cuello y la hizo chillar.
Después se encontró con un problema, con el qué hacer con ella. No podría devolverla a la casa. El no tenía intención de regresar a Moss Manor nunca más; muerto el viejo, sabía que allí tenía las horas contadas. La zorra que acababa de convertirse en una viuda ricachona no perdería un momento en vender -él la había visto cómo miraba la casa, torciendo la boca con un gesto de asco, cuando creía que nadie la estaba viendo- ni en trasladarse a un sitio que fuera más de su gusto, más refinado. Él había trazado sus planes, y ahora que había pasado lo que había pasado con la chica tomó la decisión sobre la marcha: era hora, no había tiempo que perder. Había hablado con un tipo al que conocía, un vendedor de coches antiguos que se había mudado a vivir a Nuevo México y se había instalado en Roswell para buscar hombrecillos verdes, y que estuvo de acuerdo en remodelar el Buick de modo que resultara imposible de identificar, además de ayudarle a encontrar un comprador. El tiempo, sí, el tiempo era lo crucial. Podía empezar por librarse de la chica. Yacía acurrucada en el asiento de atrás cuando entró en Scituate. Nevaba copiosamente y las calles estaban desiertas -aunque tampoco era que jamás llegaran a llenarse en aquel estercolero-; se detuvo en la esquina en la que había recogido a Quirke el otro día, salió, dio la vuelta y le abrió la portezuela, diciéndole que saliera. Hacía frío, pero ella llevaba el abrigo y las botas, de modo que calculó que no le iba a pasar nada, e incluso se cercioró de que tuviera monedas para el teléfono. Ella salió del coche y echó a andar como si fuera uno de esos muertos vivientes, con la cara embadurnada de un modo extraño y una vista desenfocada, como si tuviera problemas para ver. Al alejarse en el coche la miró por última vez en el espejo retrovisor y la vio de pie, bajo la nieve, en la esquina.
No tardó en comprender que estaba en aprietos, quizás en el peor aprieto en el que nunca se hubiera visto -sólo por culpa de la navaja, no tendría que haber sacado la navaja-, pero no le importó. Estaba exultante. Había dado la talla, había demostrado de qué era capaz. Aún tenía húmeda la entrepierna, aunque el sudor de la espalda y de la cara interna de los brazos se le había enfriado y era como el aceite, ¿cómo era la palabra?, como el bálsamo. Ojalá, se dijo, pudiera haberlo visto Cora Bennett en el Buick, con la chica, en ese saliente de tierra frente al mar; ojalá hubiera estado Cora allí mismo, obligada a mirar lo ocurrido. Cora, Claire, el irlandés grandullón, Rose Crawford, Joe Lanigan y su compinche, el que se parecía a Lou Costello: se los imaginó a todos de pie alrededor del coche, mirándole por las ventanillas, gritándole que parase, y se imaginó que se les reía a la cara a todos ellos.
Cora Bennett se había reído de él aquella noche en que lo embadurnó con su propia sangre y él tuvo que apartarse de ella y sintió la sangre en los muslos, calientes y pegajosos. Qué pasa, joder, había dicho ella riéndose, ¡si no es más que sangre! Con la chica también manó la sangre, aunque no mucha. Si Cora hubiera estado allí se la habría embadurnado en la cara y se habría reído diciéndole: ¿Qué pasa, Cora? ¡Si no es más que sangre! Cuando ella vio cuánto se había molestado él, le dijo que lo sentía, aunque lo dijo sin dejar de sonreírse. Cuando volvió del cuarto de baño, se sentó a un lado de la cama, donde estaba él tumbado, y le masajeó la espalda con una mano y le dijo que lo sentía, que no había querido reírse de él, que sólo se había sentido aliviada porque él parecía preocupado al saber que llevaba dos semanas de retraso, y eso que ella nunca se retrasaba, y que por eso había empezado a preguntarse si lo que Claire le había dicho no sería más bien una de las delirantes fantasías de Claire. Él se incorporó en la cama, alerta, con los nervios de punta, y le preguntó qué había querido decir, qué era lo que Claire le había dicho.
– Que disparas sin pólvora, tejano -le dijo de nuevo con la misma sonrisa, y alzó la mano y le revolvió el cabello-. Que, por eso, ni hablar de un pequeño Andy, de una pequeña Claire, ni tampoco de una pequeña Christine, no al menos que fuesen tuyos.
A duras penas pudo dar crédito a lo que ella decía. Al principio no lo entendió: ¿Claire le había dicho que era él y no ella el que estaba incapacitado para hacer hijos? Sin embargo, cuando Claire volvió de ver al médico, aquel día en que le dieron los resultados de las pruebas que se habían hecho los dos, a él le dijo que era ella la que no funcionaba, que algo le pasaba en las entrañas, que nunca podría tener un hijo, por mucho que lo intentase. Cora, que empezaba a dar la sensación de lamentar haberse puesto a contarle todo eso, dijo que… en fin, que Claire le había dicho que era justo al revés, que se lo había dicho un día en que él estaba trabajando y ella subió a ver si Claire tal vez quería una taza de café o algo. Claire estaba realmente trastornada, dijo Cora, llorando sin poder parar, hablando de la niña y del accidente, y fue entonces cuando le dijo a Cora lo que realmente le había dicho el médico, y le dijo que había mentido a Andy. Mientras Cora se lo contaba, a Andy se le puso un temblor en la pierna, como le sucedía a menudo cuando estaba preocupado o enojado. ¿Por qué, quiso saber, por qué iba a decir Claire que era culpa suya cuando en realidad era él quien no… el que no…?
– Oh, cielo -le dijo Cora para tranquilizarlo, sin asomo de sonrisa, de pronto muy seria, al ver con claridad el daño que acababa de causar-, a lo mejor te dijo esa mentirijilla, date cuenta, para que no te sintieras mal…
En ese momento fue cuando le dio a Cora una bofetada. Sabía que no debía haberlo hecho, claro que ella tampoco debía haber dicho lo que dijo. Le soltó un bofetón bastante fuerte en toda la cara, le dio con los nudillos en el puente de la nariz. Manó más sangre entonces, pero ella se quedó sentada en la cama, medio vuelta de espaldas a él, con una mano en la cara y sangrando por la nariz, los ojos fríos, cortantes como navajas. Fue el fin, naturalmente, de su historia. Cora probablemente podría haber seguido cuando se le pasara el resentimiento por la bofetada, pero lo cierto era que él se había hartado de ella, de su vientre fláccido, de los pechos aplanados, del trasero caedizo y arrugado. También él podía reírse de ella cuanto quisiera.
Cuando dejó a la chica y volvió a la casa, había decidido llevarse a Claire con él. La decisión le sorprendió, pero también le alegró. Debía de ser que a pesar de todo la amaba, a pesar incluso de todo lo que le había dicho de él a Cora Bennett. Aparcó el coche a dos casas de distancia no porque no quisiera que los vecinos se fijaran en un coche tan llamativo -ya le habían visto con anterioridad al volante del Buick-, sino porque deseaba entrar en la casa sin que Cora Bennett saliera a darle la lata. Atravesó el jardín casi de puntillas y subió las escaleras de tres en tres, agradecido de que la nieve amortiguase el ruido de sus tacones en los peldaños de madera.
Claire, con la bata de andar por casa, estaba tirada en el sofá delante del televisor, donde sonaba un estúpido concurso. ¿A quién coño le importa cuál sea la capital de Dakota del Norte? Se detuvo un momento al pasar junto a ella y le dio un meneo en los hombros y le dijo que se levantara e hiciera el equipaje. Ella no movió un dedo, por descontado, y él tuvo que volverse y enseñarle el puño cerrado a pocos centímetros de la nariz, además de pegarle un grito. Estaba en el dormitorio, echando las camisas a la vieja bolsa de viaje que había sido de su padre, cuando sintió que ella estaba a su espalda -había desarrollado un sexto sentido, era capaz de percibir su presencia sin mirarla, como si ya fuera un fantasma-, y se dio la vuelta para hallarla apoyada en la jamba, medio inclinada, con la bata cerrada y los brazos cruzados con tanta fuerza que daba la impresión de que sólo así pudiera mantenerse de una pieza.
– Hoy hemos tenido visita -le dijo.
– ¿Ah, sí? No digas. ¿Quién ha venido? -nunca hubiera dicho que tenía tantas camisas, chaquetas y pantalones. ¿De dónde había salido toda aquella ropa?
– Vinieron a preguntar por la niña -dijo Claire.
Él se quedó inmóvil de repente y se volvió despacio a mirarla.
– ¿Qué? -dijo en voz baja. Tenía en la mano un cinturón con una hebilla que simulaba la cabeza de un novillo, con su cornamenta.
Ella le refirió, con ese hilillo de voz con que hablaba últimamente, que sonaba como si se le desgastara y pronto no fuera a quedar sino un suspiro, una especie de respiración sofocada en la que no cupieran las palabras, la visita del irlandés y la enfermera. Habían preguntado por la pequeña Christine, por el accidente, por lo que sucedió después. Mientras hablaba, hizo ocasionalmente una pausa para quitarse un hilillo de borra de la bata. Era como si hablase del tiempo. Cuando calló, él tuvo que darle un empellón para ponerla de nuevo en marcha. ¡Joder, un fantasma mecánico, de cuerda, en eso se le estaba convirtiendo! La habría zurrado con el cinturón de no ser por lo extraña que la encontraba, como si en realidad no estuviera allí, sino perdida en su propio interior.
Recorrió la habitación de punta a punta mordiéndose un nudillo. Era preciso que se largasen esa misma noche, tenían que largarse ya. Como si hubiera percibido qué estaba pensando, Claire reparó de pronto en la bolsa de viaje encima de la cama, los cajones abiertos, las puertas del armario de par en par.
– ¿Es que me dejas? -dijo como si en realidad no le importara demasiado que así fuera.
– No -dijo él, y se detuvo ante ella con los brazos en jarras y hablando despacio, para que ella le entendiera-. No te dejo, cariño. Tú te vienes conmigo. Nos marchamos al oeste. Allá lejos está Will Dakes, está en Roswell, él nos ayudará, me ayudará tal vez a encontrar trabajo -se acercó un poco más y le rozó la cara-. Podemos empezar una nueva vida -dijo con voz queda-. Podrás tener otra hija, otra pequeña Christine. Eso te gustaría, ¿verdad que sí? -le sorprendió lo poco que en realidad le importaba que ella le hubiera contado a Cora lo de las pruebas médicas, ni que le hubiera hablado al iríandés del accidente; le sorprendió, de hecho, lo poco que le importaba todo eso. El irlandés, Rose Crawford, la monja y el cura… Todos eran ya agua pasada. Sabía sin embargo que irían a por él, que irían pronto en su busca, y que los dos tenían que largarse. Claire tenía la mejilla fría al tacto, como si no le fluyera la sangre bajo la piel. Claire, su Claire. Nunca había sentido tanta ternura por ella como en ese momento, allí en la puerta, mientras nevaba y disminuía la luz y el castaño, por la ventana, tendía los brazos desnudos, y todo había acabado allí para los dos.
Conducía a una velocidad excesiva. La carretera estaba resbaladiza por la nieve reciente. Cada vez que se cruzó con un coche de policía que se dirigía a la ciudad, contó con verlo dar la vuelta en redondo, poniéndose sobre dos ruedas, y acercarse a toda velocidad hacia ellos tras sortear con un brinco el bache de la mediana, entre destellos de luz azulada, con la sirena a todo meter. La chica ya habría regresado a su casa, ya habría contado la historia; él sabía, por supuesto, cómo sería esa historia. Le daba igual. En el plazo de dos días iba a estar en Nuevo México, y Will Dakes borraría el número de bastidor del automóvil, además de hacer todo lo que fuera preciso hacer para venderlo; Claire y él se quedarían con la pasta y seguirían viaje, con destino a Texas tal vez, o quizás hacia el norte, rumbo a Colorado, Utah, Wyoming. El mundo entero se abría ante ellos. Allá lejos, bajo esos cielos, Claire olvidaría a la niña y volvería a ser la de siempre. Vio en medio de la nieve arremolinada la luz roja que destellaba allá delante, en el paso a nivel. Se acordó de la chica, de Phoebe, y sonrió para sus adentros sintiéndose mejor que nunca, recordándola despatarrada debajo de él en el asiento trasero del coche. Apretó el acelerador. Sí, la vida estaba sólo empezando, su verdadera vida, allá en el lugar que le correspondía por derecho, en aquellos espacios anchurosos y abiertos, en las llanuras, en medio de aquel aire que era todo dulzura. Estaba bajando la barrera, pero pasarían. Como un relámpago pasaría el automóvil por debajo, y al otro lado comenzaría un sitio nuevo, un mundo nuevo, donde ellos mismos serían nuevos. Miró a Claire un instante. Sentía esa misma excitación, la misma expectación; él se lo notó en la cara, en el modo en que se inclinaba hacia delante y alargaba el cuello y abría mucho los ojos, y en ese instante se hallaron sobre las vías, y súbitamente -¿qué estaba haciendo?- ella alargó una mano y aferró el volante y se lo arrancó de las suyas, y el cochazo emitió un sonoro chirrido y giró en redondo sobre la nieve y los brillantes raíles de acero y se detuvo, con el motor calado, y todo se detuvo a la vez, todo, salvo el tren que se abalanzaba hacia ellos, con su ojo único y resplandeciente, y que en el último instante pareció subir como si fuera a despegar en la negrura del aire, entre alaridos, llamaradas, vuelo.
A Phoebe le desagradó esa habitación desde el primer momento en que la vio. Sabía que Rose obró con la mejor intención alojándola allí, pero era más bien un cuarto de juegos infantil que un dormitorio para una persona adulta. Estaba cansada -estaba agotada-, pero no podía dormir. Habían pensado que ella querría que se quedaran con ella, que le hicieran compañía sentados en la cama, tomándola de la mano, mirándola con los ojos llenos de pena y compasión, y al final prefirió fingir que se dormía, para que se marcharan todos y la dejaran en paz. Desde el momento en que Quirke habló con ella en el vestíbulo sólo había querido estar sola, sola para pensar en sus cosas, para poner orden. Por eso había ido al garaje a recogerse en el Buick, como hacía cuando era pequeña y se escondía en el coche de papá.
Papá.
Prácticamente ni siquiera reparó en Andy Stafford cuando éste entró en el garaje. No era más que el chófer, ¿por qué iba a fijarse en él? Pensó que seguramente había ido a encerar el coche, a verificar el aceite, a inflar los neumáticos, a lo que quiera que hiciesen los chóferes cuando no estaban conduciendo. No tuvo miedo cuando lo vio sentarse al volante, arrancar y marcharse, y tampoco cuando se salió de la carretera y avanzó por el sendero hasta el lugar en que comenzaban las dunas, donde soplaba el viento y apenas veía nada en medio de la nieve. Tendría que haber hablado, tendría que haber dicho algo, tendría que haberle ordenado que regresara; él quizás hubiera hecho lo que ella le dijera, pues suponía que para eso se había adiestrado. Pero no había dicho una sola palabra, y cuando se detuvieron y él subió al asiento de atrás, con ella, y vio la navaja… Cuando la dejó en el pueblo no telefoneó a la casa. Eran muchas las razones por las que no quiso llamar, aunque la principal era lisa y llanamente que no habría sabido qué decir. No se le ocurría una sola palabra que diera cuenta de lo sucedido. Así pues, echó a caminar por la calle mayor hasta salir del pueblo y tomar la carretera, a pesar del frío, de la nieve, de las magulladuras que sentía entre las piernas. En la casa estaba Rose, que salió a recibirla a la puerta, empujando a un lado a Deirdre, la criada, tomándola por el brazo y llevándola a la primera planta. A Rose le bastaron unas sencillísimas palabras sueltas -coche, chófer, dunas, navaja- y entendió al punto. Le dio de beber un trago de brandy y dijo a la criada que preparase el baño, y sólo cuando dejó a Phoebe en la bañera salió para convocar a Sarah, y a Mal, y a Quirke, el cual no estaba allí, nunca estaba allí.
Luego vinieron las idas y venidas de puntillas, las tazas de té y los cuencos de sopa, las consultas en susurros en el umbral, el médico torpe e incompetente, canoso, con el aliento mentolado, el detective de la policía que carraspeaba y resobaba el ala de su sombrero castaño, azorado por todas las cosas que iba a tener que preguntar. Hubo un extraño intercambio con su madre; más bien, con Sarah. Fue como si no estuvieran hablando de ella, sino de otra persona a la que ambas hubieran conocido en otra vida. Lo cual, según reflexionó, era cierto. Con anterioridad, había tenido absoluta certeza de quién era ella; ahora no era nadie. Sigues siendo Phoebe, mi Phoebe, le había dicho Sarah a la vez que trataba de contener el llanto, pero Phoebe no dijo nada, no tenía nada que decir. Mal, para variar, estuvo como un tótem. Con todo, de los dos, de esos dos que hasta pocas horas antes habían sido su padre y su madre, era a Mal al que ella más amaba, en caso de que amar aún siguiera siendo la palabra para designarlo.
Lo peor de todo era ahora la marca que tenía en el cuello, allí donde Andy Stafford le había clavado los dientes. Ésa era la auténtica violación. No sabría explicarlo, ni siquiera lo entendía del todo, pero era así.
No quiso decir nada de Andy Stafford. Era lo innombrable, y no por la navaja, ni por lo que le había hecho, o no sólo por esas razones, sino porque no había palabras que, para ella, se adecuaran a él. Cuando la policía llamó por teléfono para comunicar a Rose que Andy y su mujer habían muerto, que se habían matado cuando el Buick se caló en un paso a nivel, Phoebe fue la única que no sintió el menor sobresalto, ni la menor sorpresa. Había algo limpio en la muerte de ambos, una clara nitidez, como el final de un cuento de hadas que le hubieran contado cuando era niña, primero para atemorizarla y luego, con todo resuelto, una vez asesinados los trasgos perversos, para que se quedara satisfecha y se durmiera a pierna suelta. Hacia el propio Andy no sentía nada, ni ira, ni repulsión. Tan sólo había sido un filo de acero en el cuello y un cuerpo endurecido que chocaba contra el suyo, nada más.
Quirke, cuando por fin llegó, se plantó a los pies de la cama, apoyado con dificultad en el bastón. Le pidió que volviera con él a Irlanda. Ella se negó.
– Me quedo aquí una temporada -le dijo-. Luego, ya veremos.
Daba la impresión de que fuera a suplicárselo, pero ella endureció el rostro, recostada sobre los almohadones, y él agachó la cabeza como un buey herido.
– Dime una cosa, hay algo que quiero saber -dijo ella-. ¿Quién me puso el nombre?
Él elevó la mirada con el ceño fruncido.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Quién me puso por nombre Phoebe?
Volvió a bajar los ojos.
– Te pusieron el nombre de la abuela de Sarah, la madre de Josh.
Phoebe calló un dilatado momento, dándole vueltas a lo que acababa de saber.
– Entiendo -dijo, y sin mirarla de nuevo Quirke se volvió y salió renqueando de la habitación.
Sarah y Mal se habían sentado juntos en el pequeño sofá sobredorado del amplio rellano que remataba la gran escalinata de roble. Los últimos rayos de luz diurna, fugitivos, se hurtaban en el gran ventanal situado sobre ellos. Al igual que Quirke, Sarah tenía la sensación de haber pasado el día entero bregando en medio de un lodazal helado, avanzando a duras penas sobre una extensión de hielo, por caminos traicioneros, y de haber por fin hallado un lugar donde hacer un alto. Tenía grisácea y granulosa la piel de las manos y de los brazos, como si se le encogiera, igual que le pasaba con el ánimo. La extensa alfombra que cubría el rellano, semejante a un témpano de hielo rosàceo y mordisqueado, le producía una ligera náusea; la alfombra, como tantas otras cosas de la mansión, se había instalado allí por orden de Rose, quien sin duda sabía todo lo que se pudiera saber.
– Bueno -dijo-. Y ahora, ¿qué hacemos?
– Seguir viviendo -respondió Mal- lo mejor que podamos. Phoebe va a necesitar nuestra ayuda.
Parecía muy tranquilo, muy resignado. ¿Qué se le pasará por la cabeza?, se preguntó ella. Se le había ocurrido, y no por primera vez, ciertamente, qué poco sabía de ese hombre con el cual había pasado gran parte de su vida.
– Tendrías que habérmelo dicho -le dijo.
Él se desperezó, pero sin volverse a mirarla.
– ¿Decirte? ¿El qué? -murmuró.
– Lo de Christine Falls. Lo de la niña. Todo.
Exhaló un largo suspiro de cansancio; aquello era como escuchar una parte de sí mismo que se le filtrase, que se le saliera de dentro.
– Lo de Christine Falls -repitió-. ¿Cómo lo has sabido? ¿Te lo ha contado Quirke?
– No. ¿Qué más dará cómo lo haya sabido? Tú tendrías que habérmelo dicho. Me lo debías. Yo te habría sabido escuchar. Habría intentado entender.
– Tenía un deber que cumplir.
– Dios mío -dijo ella con una risa violenta, temblorosa-. Qué hipócrita eres.
– Tenía un deber -dijo él con terquedad- para con todos nosotros. Tenía que ser yo quien lo mantuviera bajo control. Nadie más podría haberlo hecho. Si no, todo habría quedado hecho pedazos.
Ella volvió a mirar la alfombra y tuvo un nuevo estremecimiento en las entrañas. Cerró los ojos.
– Todavía tienes tiempo -le dijo desde esa negrura.
Él sí la miró.
– ¿Tiempo?
– Para redimirte.
Emitió un sonido extraño, blando, desde el fondo de la garganta, que a ella le costó un momento identificar: era una risa apagada.
– Ay, mi querida Sarah -dijo, ¡y qué pocas veces decía su nombre!-, para eso mucho me temo que ya es tarde.
Un reloj dio la hora en algún lugar de la casa, y luego otro, y otro más. ¡Cuántos eran! Como si allí dentro el tiempo se hubiera multiplicado, como si fuera distinto en cada planta, en cada estancia.
– Le hablé a Quirke de Phoebe -dijo ella-. Se lo dije todo.
– Ah, no me digas… -volvió a emitir la misma risa frágil-. Ha tenido que ser una conversación interesante.
– Tendría que habérselo dicho hace ya muchos años. Yo tendría que haberle dicho lo de Phoebe, y tú tendrías que haberme dicho lo de Christine Falls.
Mal cruzó las piernas y se acomodó meticulosamente el pantalón a la altura de la rodilla.
– No hacía ninguna falta que le dijeras lo de Phoebe -dijo-. Ya lo sabía.
¿Qué era lo que estaba oyendo? ¿Acaso ecos minúsculos de los carillones, que aún portaba el aire con tenuidad? Contuvo el aliento, temerosa de lo que pudiera salir de sus labios.
– ¿Qué quieres decir? -dijo al fin.
Él estaba mirando al techo, estudiándolo, como si allá arriba pudiera haber una señal, un jeroglífico.
– ¿Tú quién crees que indicó a mi padre que me llamara aquí, a Boston, la noche en que murió Delia? -preguntó como si no se dirigiese a ella, como si interrogase más bien algo que sólo él discernía en las sombras, cerca del techo-. ¿Quién estuvo entonces tan atormentado que no pudo soportar la sola idea de tener consigo a la niña, una niña que le recordase la tragedia de su pérdida? ¿Y quién estuvo dispuesto a dárnosla en cambio a nosotros?
– No -dijo ella-, eso no puede ser cierto.
Sin embargo, supo que lo era, por descontado. Ay, Quirke. En el fondo, comprendió en esos instantes, lo había sabido en todo momento, lo había sabido siempre, y se lo había negado. No sintió ira, no tuvo resentimiento. Tan sólo fue tristeza.
No se lo diría a Phoebe: era preciso que ella nunca llegara a saber que su padre la había dado voluntariamente en adopción.
Pasó un minuto.
– Creo que estoy enferma -dijo.
Él se quedó muy quieto, y ella lo notó, como si de hecho algo se hubiera detenido dentro de él, una versión animal de su persona, detenida, con todos los sentidos alerta.
– ¿Por qué lo piensas?
– Algo me pasa en la cabeza. Estos mareos… van a peor.
Se volvió ligeramente y la tomó de la mano, una mano fría e inerte.
– Te necesito -le dijo con calma, sin exageración-. No puedo hacerlo, no puedo hacer nada, si no es contigo.
– Entonces, pon fin a todo esto -dijo ella con súbita ferocidad-. Pon fin a todo lo de Christine Falls y su hija -volvió la mano que él sostenía y le estrechó los dedos-. ¿Lo harás? -fue la mano de él la que quedó inerte. Sacudió la cabeza una sola vez, un movimiento apenas perceptible. Ella oyó las sirenas, los bocinazos desamparados. Le soltó la mano y se puso en pie. Su deber, había dicho: su deber de mentir, de fingir, de proteger. Su deber era lo que había asolado sus vidas-. Tú estabas al corriente de lo de Quirke y Phoebe -le dijo-. Y estabas al corriente de lo de Christine Falls. Tú lo sabías; todos en realidad lo sabíais, y a mí no me lo dijo nadie. Todos estos años, todas estas mentiras. ¿Cómo has podido, Mal?
Él la miró desde el sofá en que seguía sentado. Todo le parecía cansino.
– Tal vez -dijo- por la misma razón por la que tú tampoco le dijiste a Quirke, desde el principio, que Phoebe era hija suya, cuando creías que él no lo sabía -esbozó una sonrisa apagada-. Cada cual lleva el peso de sus propios pecados.
Quirke supo que era hora de marchar. Allí ya no quedaba nada para él, en caso de que alguna vez hubiese algo, salvo confusión, errores, daño. En el dormitorio volvió una vez más las fotografías de Delia y de Phoebe de cara a la habitación; ya no temía a su difunta esposa; de alguna manera la había exorcizado. Comenzó a hacer el equipaje. La luz del día estaba próxima a su fin, y al otro lado de las ventanas la vaguedad de las formas envueltas por la nieve se iba fundiendo en la sombra. No se encontraba bien. La calefacción central daba al aire de la casa una densidad oprimente, y le empezaba a parecer que tenía dolor de cabeza desde bastante antes, más o menos desde la noche en que llegó. No sabía qué pensar de Phoebe, de Mal, de Sarah, de Andy Stafford, de ninguno. Estaba harto de intentar saber qué debía pensar. La ira que le inspiraba todo aquello había remitido hasta no ser sino un runrún de fondo. Era también consciente de una tenue, titilante sensación de desesperanza; era como el sentimiento que amenazaba con vencerle al comenzar algunos días de su niñez, días en los que no había nada en perspectiva, nada de interés, nada que hacer. ¿Era así como habría de ser su vida en adelante, una especie de vida en el más allá que experimentara aún en vida, un errar en un limbo, entre otras almas que, como la suya, no estaban salvadas, ni tampoco se habían perdido?
Cuando Rose Crawford entró en la habitación, supo al punto qué iba a suceder. Llevaba una blusa negra y unos pantalones negros.
– Creo que el luto me sienta bien -dijo-, ¿no cree? -él siguió preparando el equipaje. Ella se encontraba en medio de la habitación con las manos en los bolsillos del pantalón, observándole. Él tenía una camisa en las manos, que ella le quitó y se dispuso a doblar con gestos de experta-. Trabajé en una tintorería -dijo, y lo miró por encima del hombro-. Sospecho que eso le ha sorprendido.
Ahora era él quien la observaba. Prendió un cigarrillo.
– Hay dos cosas que quiero de usted -dijo Quirke.
Ella dejó la camisa doblada en la maleta y tomó otra para proceder a doblarla.
– No me diga… -dijo-. ¿Y de qué cosas se trata?
– Quiero que me prometa que dejará de financiar la obra esa de los bebés. Y quiero que permita a Phoebe que vuelva conmigo.
Ella meneó la cabeza un instante, concentrada en la camisa.
– Phoebe se va a quedar aquí -dijo.
– No -lo dijo con una gran calma, hablando con suavidad-. Deje que se vaya.
Colocó la segunda camisa encima de la primera y se acercó a quitarle el cigarrillo de los dedos; le dio una calada y se lo devolvió.
– Vaya, lo siento… Otra vez el carmín -lo escrutó con una mirada sonriente, la cabeza levemente ladeada-. Es demasiado tarde, Quirke. Ya la ha perdido.
– Usted sabe que es mi hija.
Ella asintió sin dejar de sonreír.
– Naturalmente que lo sé. A fin de cuentas, Josh estaba al corriente del pequeño intercambio entre ustedes, y entre Josh y yo no había ningún secreto. Ésa era una de las cosas más agradables de nuestra vida en común.
Fue como si algo acabara de descender sobre él: vio la oscuridad de lo que descendía ante los ojos, le pareció percibir, el batir de las alas alrededor de la cabeza. La había sujetado por los hombros y la zarandeaba con furia. El cigarrillo salió volando de sus dedos.
– ¡Perra egoísta! -masculló con los dientes apretados, al tiempo que aquella cosa alada seguía batiendo el aire y chillando a su alrededor.
Ella dio un paso atrás, desembarazándose con destreza de la fuerza con que la sujetaba, y fue a recoger el cigarrillo de la alfombra, llevándoselo al otro lado para arrojarlo a la chimenea vacía.
– Debería tener más cuidado, Quirke -le dijo-. Podría provocar un incendio -le apretó con los dedos en el hombro-. ¡Qué fuerza tiene! De veras, no creo que sepa usted cuánta fuerza tiene.
Él se dio cuenta de que ella intentaba contener la risa. Se lanzó hacia delante pivotando sobre la resistencia de su pierna, salvando el espacio que los separaba no como si fuese a hacerlo caminando, sino en una suerte de caída vertical. No sabía de qué sería capaz cuando la alcanzara, si iba a abofetearla o a derribarla al suelo de un empellón. Lo que hizo fue estrecharla en sus brazos. Era de una ligereza sorprendente, él percibió con nitidez los huesos bajo sus carnes. Cuando la besó, aplastó la boca contra la suya y notó un sabor a sangre, de ella o suyo, no estuvo seguro.
La noche, reluciente e intensamente negra, se comprimía contra las ventanas por ambos lados de la estancia.
– Podríais quedaros los dos, ¿sabes?, tú y Phoebe -dijo Rose-. Que se vuelvan los demás a los brazos de la tierna Madre Irlanda. Nosotros tres podríamos conseguir que la cosa funcionara bien. Tú eres igual que yo, Quirke. Reconócelo. Te pareces a mí mucho más que a tu preciadísima Sarah. El corazón frío y el alma caliente: así somos tú y yo -él iba a decir algo, pero ella le rozó rápidamente con la yema del dedo en los labios-. No, no, no digas nada. Qué tontería por mi parte, mira que habértelo propuesto… -se separó de él y se sentó al borde de la cama, de espaldas. Le sonrió con ironía por encima del hombro-. ¿Ni siquiera me amas un poco? Siempre podrías mentirme, ¿sabes? No me importaría. Mentir se te da bien.
Él no dijo nada. Se tumbó de espaldas, con el dolor de la rodilla como una llamarada, y miró al techo. Rose asintió, y buscó tabaco en los bolsillos de su chaqueta. Encendió un cigarrillo y se acercó a él para ponérselo en los labios.
– Pobre Quirke -dijo con voz queda-. Estás metido en un buen lío, ¿verdad? Ojalá pudiera ayudarte a salir -fue a plantarse ante el espejo frunciendo el ceño, y se arregló el cabello peinándose con los dedos. A su espalda, él se incorporó y se sentó en la cama; ella lo vio en el espejo como un oso grande y pálido. Alcanzó el cenicero de la mesilla-. Seguramente no te sirva de ayuda -dijo ella-, pero hay una cosa que sí te puedo decir. Te equivocas con Mal y con esa chica, la del bebé, no me acuerdo cómo se llamaba -él la miró, y sus ojos se encontraron en el espejo-. Créeme, Quirke, te lo digo en serio. Estás completamente equivocado.
– Sí -asintió él-, ya sé que sí.
Llegó temprano a St. Mary. Pidió permiso para hablar con sor Stephanus. La monja de los dientes saledizos, retorciéndose las manos, insistió en que a esas horas no podía recibirle nadie, aunque, según dio a entender con su mirada, tampoco podría recibirle nadie a ninguna otra hora. Preguntó por sor Anselm. Sor Anselm, dijo la monja, se había tenido que marchar; se encontraba ahora en otro convento, en Canadá. Quirke no quiso creerla. Se sentó en una silla en el vestíbulo, dejó el sombrero sobre las rodillas y dijo que iba a esperar hasta que alguien estuviera dispuesto a recibirle. La joven monja desapareció, y al punto se presentó el padre Harkins, con el mentón irritado tras el afeitado matutino y un temblorcillo en el ojo derecho. Avanzaba con su mejor sonrisa. Quirke se puso en pie con ayuda del bastón. Hizo caso omiso de la mano que le tendía el sacerdote. Dijo que deseaba ver la tumba de la niña.
Harkins lo miró con los ojos como platos.
– ¿La tumba?
– Sí. Sé que está aquí enterrada. Quiero ver qué nombre figura en la lápida.
El sacerdote se puso bravucón, pero Quirke lo paró en seco. Alzó el pesado bastón negro en una mano de un modo amenazador.
– Podría llamar ahora mismo a la policía -dijo Harkins.
– Oh, desde luego -repuso Quirke con una risa cortante-, desde luego que podría.
El cura se mostraba cada vez más agitado.
– Escuche -dijo, y bajó la voz hasta no ser más que un susurro-. El señor Griffin se encuentra aquí. Está aquí ahora, ha venido de visita antes de marcharse.
– Me da igual -dijo Quirke-. Por mí, como si está el Papa de Roma. Quiero ver la lápida.
El cura pidió que le trajeran el abrigo y las botas de agua. Los trajo la monja joven. Miró a Quirke y no pudo reprimir un destello de renovado interés e incluso de admiración; obviamente, no estaba acostumbrada a ver al padre Harkins plegándose a las órdenes de otro.
La mañana era fría. Las nubes bajas corrían despacio, y un viento húmedo soplaba a rachas trayendo un aguanieve fino. Quirke y el cura rodearon el edificio por el lateral, atravesando un huerto que cubría a trozos la nieve, donde tomaron un sendero de gravilla hacia una cancela baja, de madera, en la cual el cura se detuvo.
– Señor Quirke -dijo-, se lo ruego. Haga caso de mi consejo. Váyase. Vuelva a Irlanda. Olvide todo esto. Si atraviesa esa cancela, lo lamentará.
Quirke no dijo nada. Se limitó a levantar el bastón y a señalar la cancela. El sacerdote, con un suspiro, retiró el cierre y se hizo a un lado.
El cementerio era más pequeño de lo que esperaba, era poco más que una campa, con mayor inclinación en una de las esquinas, desde la cual se veían las torres de la ciudad por el este, envueltas en la neblina del invierno. No había lápidas, sino tan sólo pequeñas cruces de madera, todas ellas torcidas, en mayor o menor ángulo de inclinación. El tamaño de las tumbas le pareció pasmoso; ninguna tendría siquiera medio metro de largo. Quirke avanzó por un sendero mal trazado hacia el lugar en el que había visto una figura con abrigo y sombrero, con una rodilla hincada en tierra. Sólo alcanzaba a ver la espalda encorvada del hombre; cuando aún se hallaba a cierta distancia se detuvo y lo llamó. Era la figura de Mal, agazapado, en tensión, pero no era Mal.
Ni siquiera cuando Quirke le dirigió la palabra se volvió el hombre, de modo que Quirke siguió caminando hacia él. Oía sus pasos desiguales triturar la gravilla, punteados por el golpecito sordo del bastón en el terreno pedregoso. Una racha de viento amenazó con llevársele el sombrero, de modo que tuvo que sujetarlo con la mano para impedirlo. Alcanzó al hombre arrodillado, que sólo se dignó mirarlo en ese instante.
– ¿Y bien, Quirke? -dijo el juez, y se guardó en el bolsillo un rosario, no sin antes besar el crucifijo, recogiendo el pañuelo sobre el cual había hincado la rodilla, levantándose con esfuerzo-. ¿Ahora te das por satisfecho?
Recorrieron tres veces seguidas el perímetro del pequeño cementerio, con el viento helado e intenso en la cara, las mejillas del anciano plagadas de manchas azuladas, y la rodilla de Quirke sometida a un dolor constante. Le pareció que llevaba dando vueltas a la campa durante toda la vida; le pareció que así había sido su vida entera, un lento caminar alrededor del territorio de los muertos.
– Voy a llevarme de aquí a la pequeña Christine -dijo el juez-. Voy a llevármela a un cementerio como es debido. Tal vez incluso me la lleve a Irlanda, para enterrarla al lado de su madre.
– ¿No vas a tener problemas a la hora de explicarlo en la Aduana? -dijo Quirke-. ¿O eso también tiene fácil remedio?
El anciano esbozó una especie de sonrisa mostrando los dientes.
– Su madre era una muchacha magnífica, rebosante de humor y de ganas de vivir -dijo-. Eso fue lo primero que me llamó la atención en ella, nada más verla en casa de Malachy. Su manera de reírse de las cosas.
– Supongo -dijo Quirke- que ahora me vas a decir que no pudiste contenerte.
De nuevo esa sonrisa de soslayo, con ferocidad leonina.
– Aguántate el resquemor, Quirke. Aquí tú no eres la parte perjudicada. Si tengo que ofrecer disculpas no es precisamente ante ti. Así es, he pecado, y Dios me castigará por mis pecados. Ya me ha castigado, llevándose a Chrissie de mi lado, y luego además a la niña -hizo una pausa-. ¿Por qué fuiste tú castigado, Quirke, cuando perdiste a Delia? ¿Cuál fue tu pecado?
Quirke ni siquiera lo miraba.
– Envidio tu manera de ver el mundo, Garret -dijo-. El pecado y el castigo. Debe de ser fantástico que todo sea tan simple.
El juez desdeñó toda posible respuesta. Entornaba los ojos mirando las torres que envolvía la neblina.
– Es cierto lo que dicen -dijo-, la historia se repite. Tú pierdes a Delia, y Phoebe viene aquí, y luego lo mío con Chrissie, y la muerte de Chrissie. Como si todo estuviera predestinado.
– Yo estaba casado con Delia. No era la doncella que servía en casa de mi hijo. No tenía edad suficiente para ser mi hija… para ser mi nieta.
– Ah, Quirke, todavía eres un hombre joven, tú no sabes qué se siente al ver que tu poder te abandona. Te miras el dorso de la mano y ves cómo la piel se convierte en papel, cómo asoman los huesos, y te entran escalofríos. Entonces aparece una muchacha como Christine y te sientes como si volvieras a tener veinte años -siguió caminando unos pasos en silencio-. Tu hija sigue viva, Quirke, mientras que la mía ha muerto, gracias a ese cabrón asesino. ¿Cómo se llama? Stafford. Eso es, Stafford.
Quirke vio que Harkins rondaba en la cancela. ¿Qué estaría esperando?
– Yo te he honrado, Garret. Te he reverenciado. Para mí, tú eras el único hombre bueno en un mundo de maldad.
El juez se encogió de hombros.
– Es posible que lo sea -dijo-, es posible que sea un hombre de bien. El Señor vierte su divina gracia en las vasijas más frágiles.
Ese apasionado temblor que asomó en la voz del anciano, ese tono de profeta del Antiguo Testamento… ¿por qué no lo había percibido hasta ese instante?, se preguntó Quirke.
– Estás loco -dijo con el tono de quien acaba de hacer un descubrimiento pequeño y sorprendente.
El juez rió por lo bajo.
– Y tú eres un cabrón sin sentimientos, Quirke. Siempre lo has sido. Pero al menos eras sincero en todo, aunque con alguna que otra notable excepción. No eches ahora a perder la mala reputación que te has forjado, no te me vayas a convertir en un hipócrita. No me vengas con esa filfa, no me digas «yo te he reverenciado». En toda tu vida nunca te has parado a pensar en nada, lo que se dice en nada, excepto en ti mismo.
– Los huérfanos -dijo Quirke al cabo de unos instantes-. Costigan, toda esa gente… ¿También era asunto tuyo? ¿Estabas tú detrás de toda la historia, tú y Josh? -el anciano no se dignó contestar-. ¿Y Dolly Moran? -añadió Quirke-. ¿Qué fue de ella?
El juez se detuvo y alzó una mano.
– Eso fue cosa de Costigan -dijo-. Él envió a esos tipos a buscar algo que tenía ella. No estaba previsto que le hicieran nada.
Siguieron caminando.
– ¿Y a mí? -preguntó Quirke-. ¿Quién envió a esos tipos a por mí?
– No seas despiadado, Quirke. ¿Tú crees que yo iba a desear que te hicieran el daño que te han hecho? ¿A ti, que eras para mí como un hijo?
Quirke sin embargo estaba pensando, estaba ensamblando las piezas.
– Dolly me habló del diario -dijo-. Yo se lo dije a Mal. Mal te lo dijo a ti. Tú, a Costigan, y Costigan envió a sus matones a quitárselo -en el puerto, un remolcador tocó la sirena. Quirke creyó que desde allí alcanzaba a ver un trecho del río, una línea entre azul y gris, aplastada bajo las nubes que corrían despacio-. El tal Costigan -dijo-, ¿quién es?
El juez no contuvo un resoplido socarrón, malicioso.
– Nadie -dijo-. Es lo que aquí llaman mano de obra. Los verdaderos creyentes son escasos. Hay muchos que están en esto por la pasta, Quirke. La pasta de Josh, claro.
– Y eso se acabó.
– ¿Cómo?
– Se acabaron los pagos. Rose me lo ha prometido.
– Ah, Rose. Qué cosas. Me pregunto, ya puestos, cómo has conseguido arrancar una promesa de esa índole a esa dama en particular -miró velozmente a Quirke-. ¿Qué, se te ha comido la lengua el gato? Da igual. Con los fondos de Rose o sin ellos, saldremos adelante. Dios proveerá -rió de repente-. ¿Sabes una cosa, Quirke? Deberías estar orgulloso. Todo esto empezó contigo. De veras, es cierto. Phoebe fue la primera, fue ella la que le dio la gran idea a Josh Crawford. Me llamó por teléfono en plena noche, ni más ni menos, para enterarse de qué era lo que sucedía en Irlanda con las criaturas como Phoebe, niños y niñas no deseados. Se lo dije. Le dije: mira, Josh, el país está lleno a rebosar de niños así. ¿De veras?, preguntó. Bueno, pues entonces mándanoslos, me dijo; aquí les encontraremos casa a todos en un periquete. En un visto y no visto los despachábamos por docenas, ¡por centenares!
– Cuántos huérfanos…
El juez estuvo ágil.
– Phoebe no era huérfana, ¿verdad? -se le ensombreció el rostro; las manchas azuladas se le amorataban por momentos-. Hay gente que no debiera tener hijos. Hay gente que no tiene derecho a tener hijos.
– Y eso… ¿quién lo decide?
– ¡Nosotros! -exclamó el anciano con voz ronca-. ¡Nosotros decidimos! Hay mujeres que malviven en casas de vecindad de Dublín y de Cork, mujeres que traen al mundo a diecisiete, dieciocho hijos en otros tantos años. ¿Qué clase de vida les espera a esos chiquillos? ¿No encuentran un futuro mucho mejor aquí, en el seno de familias que pueden cuidarlos, atenderlos, mimarlos? Contéstame a eso.
– Así que eres juez y jurado -dijo Quirke con hastío-. Eres Dios en persona.
– ¿Cómo osas… cómo te atreves precisamente tú? ¿Qué derecho te asiste a cuestionarme? Mírate la viga que tienes en el ojo, muchacho.
– ¿Y Mal? ¿Es otro juez, o es sólo el ordenanza del tribunal?
– Bah. Mal es un chapucero, nada más. Ni siquiera fue capaz de mantener viva a la infortunada muchacha cuando dio a luz. Ni en eso fue de confianza. No, Quirke; tú fuiste el hijo que yo quería.
Se abatió sobre ambos una racha de viento, lanzándoles a la cara el aguanieve como un puñado de astillas de cristal.
– Me llevo a Phoebe conmigo a casa -dijo Quirke-. La quiero lejos de aquí. Y también la quiero lejos de ti.
– ¿Tú crees que ahora vas a poder empezar a ser padre?
– Lo puedo intentar.
– Sí -dijo el anciano con sarcasmo-, por intentarlo que no quede.
– Quiero que me hables de Dolly Moran.
– ¿Y qué es lo que quieres que te cuente?
– ¿Tú sabías -dijo Quirke, mirando de nuevo hacia la línea de agua azul plomo que trazaba el río- que durante años acudió un día tras otro al hospicio, todos los días, y que miraba desde el otro lado de la valla el terreno de juego, probando a ver si encontraba a su hijo entre todos los demás?
El juez adoptó una mirada esquiva.
– ¿Por qué iba a hacer una cosa así? -musitó.
– Dime -dijo Quirke-. Tú formabas parte del comité de visitas. ¿Llegaste a saber de verdad cómo era Carricklea, qué clase de cosas pasaban allí dentro?
– Tú al menos saliste, ¿sí o no? -resopló el anciano-. Y saliste porque yo te saqué de allí.
– Tú me sacaste, pero… ¿quién fue el que me metió allí? -el juez lo fulminó con la mirada y masculló entre dientes algo que Quirke no entendió, al tiempo que emprendía la marcha hacia la cancela, donde seguía a la espera Harkins con el abrigo y las botas de agua-. Mira a tu alrededor, Garret -le gritó de lejos-. Mira todos tus logros.
El juez se detuvo y se dio la vuelta.
– Éstos sólo son los difuntos -dijo-. A los vivos no los ves. Es la obra de Dios la que llevamos a cabo, Quirke. En veinte años, en treinta, ¿cuántos jóvenes estarán dispuestos a entregar la vida al ministerio sacerdotal? Desde aquí podremos enviar misioneros a Irlanda, a Europa entera. La obra de Dios. Y no serás tú quien la detenga. Te aseguro por Cristo, Quirke, que más te vale ni siquiera intentarlo.
Quirke estuvo seguro hasta el último momento de que Phoebe acudiría a decirle adiós. Esperó en la explanada de gravilla a la entrada de Moss Manor, oteando las ventanas de la casa en busca de una señal suya, mientras el taxista acomodaba sus bultos en el maletero. Era un día soleado, pero de crudo invierno, y un viento cortante soplaba desde el mar. Al final no fue Phoebe quien salió a despedirle, sino Sarah. Sin haberse puesto el abrigo, se asomó al umbral y, tras unos momentos de vacilación, atravesó la extensión de gravilla con los brazos cruzados y una chaqueta de punto tensada sobre los hombros. Le preguntó a qué hora salía su vuelo. Le dijo que confiaba en que no tuviera un viaje demasiado terrible, con aquel tiempo invernal que no parecía terminarse jamás. Él se aproximó a ella, apoyado en el bastón, y fue a decir algo, pero ella se lo impidió.
– No, Quirke, por favor -dijo-. No digas que lo sientes. No podría soportarlo.
– Le supliqué que volviera a casa conmigo. Se negó.
Ella meneó la cabeza con hastío.
– Es demasiado tarde -dijo-. Y tú lo sabes.
– ¿Qué vas a hacer?
– Ah, me quedaré una temporada al menos -rió con inseguridad-. Mal quiere que vaya a la Clínica Mayo… ¡a que me examinen la cabeza! -hizo un nuevo intento por reír, pero tampoco lo logró. Miró a lo lejos, hacia el mar-. Tal vez Phoebe y yo podamos llegar a ser… -sonrió entristecida-. Tal vez podamos llegar a ser amigas. Además, alguien tendrá que mantenerla lejos de las garras de Rose. Rose quiere llevársela a Europa y convertirla en una heroína de Henry James -calló un instante y bajó la mirada; nunca le resultaba a él tan querida como cuando se miraba las puntas de los pies de ese modo, examinando el suelo con el ceño fruncido, en busca de algo que nunca estaba allí-. ¿Te has acostado con ella -preguntó, bajando la voz-, con Rose?
Él negó con un gesto.
– No.
– No te creo -dijo sin rencor.
Ella respiró hondo el aire gélido y, mirando a la casa por encima del hombro, se sacó de debajo de la chaqueta de punto un rollo de papel que le depositó a la fuerza en la mano.
– Tú sabrás qué hacer con esto -era un cuaderno escolar, con las tapas anaranjadas y los cantos doblados. Él hizo ademán de retirar el elástico que lo mantenía enrollado, pero ella le puso la mano sobre la suya-. No -dijo-, léelo en el avión.
– ¿Cómo lo has conseguido?
– Me lo envió ella, la tal Moran, pobrecilla. Sabe Dios por qué. No había vuelto a verla desde que Phoebe era muy pequeña.
Él asintió.
– Ella se acordaba de ti -le dijo-. Preguntó por ti. Dijo que habías sido bondadosa con ella -se guardó el cuaderno, aún enrollado, en el bolsillo del abrigo-. ¿Qué quieres que haga con esto? -preguntó.
– No lo sé. Lo que sea preciso.
– ¿Lo has leído?
– No todo. Lo suficiente, lo que pude soportar.
– Entiendo. Entonces, lo sabes.
Ella asintió.
– Sí, lo sé.
Él respiró hondo y notó la mordiente del aire frío en los pulmones.
– Si hago con esto lo que yo creo que se debe hacer -dijo, y procuró medir sus palabras-, ¿sabes cuáles serán las consecuencias?
– No. ¿Y tú?
– Sé que la cosa se pondrá fea. ¿Y Mal?
– Ah -dijo ella-, Mal podrá subsistir. A fin de cuentas, fue el menos implicado.
– Yo creía que… -calló.
– Tú creías que Mal era el padre de la hija de esa infortunada mujer. Sí, sé que eso es lo que creías. Por eso quise que hablaras con él. Pensé que él te diría cómo habían sido las cosas en realidad. Pero ni por ésas, claro que no. Es muy leal… con un padre que nunca le quiso. ¿No te parece irónico?
Callaron los dos entonces. Él pensó que debería besarla, pero supo que era imposible.
– Adiós, Sarah -le dijo.
– Adiós, Quirke -ella lo miraba a la cara con una tenue sonrisa, una sonrisa burlona-. A ti sí te quiso, ¿sabes? No, más bien, ahí está el quid. Nunca lo supiste.