172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 10

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8

Marina me dio un buen susto cuando la encontré deambulando por el pasillo.

– ¡Eh, no sabía que estabas aquí!

– Me trajo anoche papá. Pero como tú llegaste tan tarde no pudiste verme.

– Claro.

Me desplacé cansinamente hacia la cocina con la intención de prepararme un café y ella me siguió como un perro faldero.

– ¿Tienes sueño?

– Estoy cansada. Ayer fue un día muy duro.

– ¿Ya vais a coger al asesino?

– Sí, está al caer.

– Ha matado a una señora, ¿verdad?

– ¿No crees que ves demasiada televisión?

– Yo no lo vi, lo vio Hugo y me llamó por teléfono para contármelo.

– ¡Ah, vaya, qué detalle! ¿Tú has desayunado ya?

– No.

– Te prepararé un vaso de leche.

Se sentó a la mesa de la cocina y puso dibujos animados en la televisión. Coloqué nuestros desayunos sobre el mantel y me senté a su lado.

– He sacado muy buenas notas en el colegio -exclamó por las buenas.

– ¡Ah, qué bien!

– Como ayer no nos vimos no había podido decírtelo aún.

Estaba segura de que su tono aparentemente neutro contenía cierto reproche y sentí un súbito cabreo. Ninguna mocosa iba a pedirme cuentas en mi propia casa sobre mis horarios de llegada. Me disponía a contestarle algo impertinente, pero decidí callar. Ella era lista como una gata salvaje y notó perfectamente mi cambio de humor. Añadió cautamente:

– Claro que, como tienes tanto trabajo, no me extraña que llegaras tarde.

Cambié de conversación.

– ¿Dónde está tu padre?

– Ha subido a su estudio. A pesar de estar cansada, ¿te encuentras bien, Petra?

No sabía adónde quería ir a parar, pero decidí bloquearle todos los caminos.

– Me encuentro a la perfección. Es más, se trata de una de las mañanas de mi vida en las que me he encontrado mejor, ¿de acuerdo?

Sonrió imperceptiblemente y siguió desayunando, mientras yo me concentraba en mi café intentando no oír las voces atipladas y estridentes de los personajes televisivos. ¡Cielos!, si alguien me hubiera dicho sólo un año atrás que pasaría una mañana de sábado sentada junto a una niñita rubia viendo un programa infantil le hubiera dicho que estaba en fase de delirium tremens. La vida es extraña y acaba llevándonos por sendas que habíamos jurado no transitar.

– ¿Y el subinspector, se encuentra bien el subinspector?

– ¡Marina! ¿Se puede saber a qué viene todo este interrogatorio sobre los estados de salud?

– Es que pensé que si los dos habíais tenido mucho trabajo esta semana y estabais flojos, a lo mejor no iríamos a cenar a casa de él y Beatriz esta noche.

– ¡Ah!, ¿es eso? Sí, sí que iremos.

– ¡Bien! ¿Les vais a llevar algún regalo?

– Flores, supongo, y quizá una botella de champagne o cava.

– Yo he hecho un dibujo para él. ¿Quieres que te lo enseñe?

Salió a toda prisa hacia su habitación y yo aproveché para tomarme una aspirina porque había empezado a dolerme la cabeza. Al cabo de un instante regresó con una hoja de papel en la mano que me mostró, muy orgullosa. Había dibujado para el subinspector un hermoso cuadro alusivo, pintado con profusión de colores. En él se representaba a un hombre regordete y de poblado bigote, pertrechado con un pistolón como aquellos con los que se batían en duelo los antiguos. El hombre en cuestión lanzaba desde su arma una ráfaga de llameante fuego contra el que parecía ser un ladrón con gorra, antifaz y que iba cargado con un saco. El pobre caco recibía el impacto en plena cabeza y, para que no quedaran dudas sobre el resultado que provocaban las balas, un surtidor de materia inconcreta coloreada de gris subía hacia las nubes esparciéndose en diversas direcciones. Debían de ser los sesos. Todo el conjunto había sido orlado con gotas de sangre muy roja, de la que también podía verse un charquito en el suelo. Observé el dibujo, impasible.

– Es el subinspector -aclaró Marina ante mi falta de reacciones.

– Ya. ¿En acto de servicio?

– Sí -contestó muy ufana.

Hubiera debido disuadirla de que se presentara en casa de nuestros anfitriones con semejante obsequio. Seguramente era mi deber recalcarle por enésima vez que la labor de un policía no es matar, y mucho menos a un ladrón desarmado e incapaz de defenderse debido al tremendo lastre de un saco lleno de mercancía. Sin embargo, no lo hice. Decidí que Garzón probara los cruentos frutos de su peculiar «instrucción pedagógica». Le resultaría muy útil comprender lo peligroso que es jugar con niños en temas de trabajo. Además, yo lo pasaría en grande asistiendo a la entrega del obsequio. Así que, maquiavélica, me limité a preguntar:

– ¿No le has puesto ningún título?

– ¿Tiene que tener título?

– Los cuadros suelen llevarlo.

– No se me ocurre ninguno.

– ¿Qué te parece El subinspector Garzón y el imperio de la ley?

Se quedó un buen rato pensativa. Luego dijo:

– Me gusta más lo que habías dicho antes: El subinspector Garzón en acto de servicio.

– También servirá -sentencié satisfecha.

– Para hacerse policía hace falta ser muy valiente, ¿verdad, Petra?

– Ser policía es muy duro, un oficio de locos, créeme.

– Pues a mí me gustaría.

Recordé los ruegos de su madre.

– ¡Ah, no, Marina, eso sí que no! Puedes llegar a ser cualquier cosa: ingeniera aeronáutica, gondolera, fotógrafa especializada en avestruces… lo que quieras, pero policía, no. Es mi consejo, hazme caso.

Se quedó un rato callada y luego replicó con toda tranquilidad:

– Entonces a lo mejor puedo estudiar para bombera de las que apagan fuegos peligrosos, o para agente secreta, o también para médica de las que hacen autopsias, o para detective privada, ¿no, Petra?

Di un sorbo resignado a mi café. ¡Dios mío, ya no tenía ánimos para impartir más doctrina didáctica!, así que, mirando sus ojos inquisitivos y a la vez serenos, respondí:

– Mejor, mucho mejor.

Corrió a su habitación para rematar el cuadro con el título y yo subí al estudio de su padre a fin de saber qué planes teníamos para aquel día libre.

Exhausta y tan harta del caso como estaba, los planes me parecieron deliciosos y consiguieron que las horas transcurrieran a toda velocidad. Fuimos al mercado de la Boqueria, vimos una exposición de fotografía en el Palau de la Virreina y comimos en un restaurante alemán. Luego, mientras Marina pasaba la tarde en casa de una amiga, hicimos tranquilamente el amor. Después de tan placenteras actividades me sentía como una nueva mujer. Incluso me apliqué una mascarilla hidratante y tardé un montón de tiempo en decidir qué vestido me pondría para la cena en casa de Beatriz y Fermín.

A las siete llegaron los gemelos y media hora más tarde Marina regresó de casa de su amiga. Los tres críos estaban entusiasmados con la invitación. Hugo y Teo habían comprado una caja de lenguas de gato; al parecer Garzón les había comentado que eran sus bombones preferidos. Fui a vestirme y maquillarme mientras los niños se quedaban en el salón, charlando. La situación era nueva y divertida para mí. Acudíamos a casa de unos amigos en plan familiar. Oía desde mi habitación el parloteo de los chicos y me parecía agradable saber que el espacio en el que vivía era compartido por gente tan extremadamente joven. Claro que no cabía la idealización, si los niños hubieran sido propios y no postizos, en aquel momento no hubiera estado tan tranquila, sino preocupada por el montón de cosas que conlleva la responsabilidad: saber si los niños iban adecuadamente vestidos, si les gustaría la cena que nos ofrecieran, si se portarían bien. El ser humano es extraño, pensé, el único animal que compone cuadros idílicos con la realidad que no le ha tocado vivir. Yo misma había visitado a veces paisajes y lugares en los que me había dicho a mí misma: «Aquí sería feliz». Sólo el tiempo me había enseñado que no acudes a un sitio nuevo, siendo tú nuevo también. Al contrario, allá donde vas arrastras contigo tus preocupaciones y neurastenias, tus complejos y traumas, tu tozudo mundo interior, que resulta tan difícil de reinventar aun deseándolo. Así concluí que no debía dejarme llevar por las sensaciones demasiado agradables. Yo no era una madre feliz, sino sólo una madrastra. Era inútil intentar impostar una familia modélica, de modo que continué embadurnando rímel en mis pestañas con total dedicación.

Elegí un vestido de punto verde musgo que realzaba los contornos de las caderas y producía en el pecho un efecto «balconet». Había que dejar bien sentado que era al menos una madrastra sensual y abierta, no amargada y llena de huesos como la de Blancanieves. Entonces me di cuenta de lo tarde que era y le pegué un grito a Marcos para que abandonara su estudio y bajara a arreglarse. Él era sin duda un hombre encantador, pero su ritmo lento y, sobre todo, su calma paciente ante la vida podían llegar a exasperarme en ciertos momentos; como por ejemplo aquél. Cuando se presentó en el dormitorio vestido aún con sus viejos pantalón y jersey le hubiera tirado algo contundente a la cabeza.

– ¡Qué guapísima estás! -me dijo.

– ¡Pero, Marcos! ¿Sabes la hora que es?

– ¿Tarde?

– ¿Por qué no te vistes de una maldita vez? No se te habrá pasado por la imaginación ir a casa de Beatriz y Fermín con esa pinta.

– ¡Tampoco vamos a una soirée con los marqueses de Colmenar!

– Cualquiera que se moleste en ofrecerte una cena debe ser tratado como los marqueses de Colmenar; que por cierto, no tengo ni idea de quién demonio puedan ser.

– Era una metáfora. Pero no te preocupes, hay tiempo, todo el tiempo del mundo.

Bajé al salón con los nervios levemente alterados. Los gemelos me contemplaron con cierta sorna. Teo preguntó con retintín:

– ¿Aún no está listo mi padre?

– ¡Hay tiempo, todo el tiempo del mundo! -imitó Hugo con acierto. Conocían la fórmula perfectamente, porque los tres se echaron a reír.

– Vuestro padre es como un monje budista.

Aquello les hizo reír aún mucho más. Me pregunté si había sido oportuno animarlos con mi broma, porque empezaron a hacer tonterías.

– Petra -decía Teo con ganas de tomarle el pelo a su hermana-. Marina no quiere enseñarnos el regalo que le lleva al subinspector.

Marina apretaba una carpetilla en torno a la cual había colocado un lazo primoroso.

– Hace muy bien -repliqué. Entonces Hugo empezó a burlarse de Teo por haber recibido aquella contestación, y éste intentó darle un cachete y se reían y forcejeaban al mismo tiempo mientras Marina gritaba: «¡Parad, brutos!». La situación estaba completamente fuera de control cuando bajó Marcos, muy bien arreglado, y se dirigió a la puerta con paso atlético.

– ¿Aún estáis así? ¡Vamos, os estoy esperando!

Con la boca abierta a causa de su desfachatez apresuré a los niños hacia el garaje. Una vez allí, hubo nuevos amagos de pelea para determinar quién ocuparía la plaza central del asiento trasero del coche. Marina porfiaba, testaruda y cargada de razón.

– ¿Por qué he de ser yo siempre la que vaya en medio?

– Eres la que abulta menos.

– ¿Y quién dice que quien abulta menos tiene que ir en medio?

– Lo digo yo, que soy tu hermano mayor -dijo Hugo. Entonces Teo se apresuró a soltar.

– ¡Un momento! Yo soy su hermano mayor tanto como tú y la verdad es que la última vez fue ella la que se sentó en el centro.

– Pues entonces ponte tú porque…

Marcos ya estaba al volante y yo observaba la disputa bastante estupefacta, sin que se me ocurriera ninguna solución. Entonces oí la voz de mi marido clamar:

– Os doy cinco segundos para sentaros.

Se produjo una breve revolución trasera que no nos volvimos para contemplar y al cabo de cinco segundos exactos, la expedición estaba lista para partir. Atisbé de reojo con el fin de comprobar en qué había acabado la contienda. Hugo estaba en el centro, con cara de fastidio, mientras que Marina y Teo, ambos en las ventanillas, exhibían en sus bocas una sonrisita triunfal. Aquella escaramuza me sirvió para aprender dos cosas: una, si hubiera tenido hijos mi vida hubiera sido sutilmente más complicada. Y dos, la paciencia de Marcos parecía infinita pero tenía limitaciones. Esto último ya debían de saberlo los chicos, porque su obediencia a la primera voz de aviso se había revelado como ejemplar; si bien, por lo bajo, oí a Hugo decir: «No es justo», protesta que quedó perdida en el vacío.

Nos abrió la puerta el propio subinspector y me quedé patidifusa ante su aspecto. Lucía una camisa a pequeños cuadros, informal pero elegante, y un cárdigan de cachemir gris que le sentaba genial. ¡Qué lejanos quedaban los tiempos en los que, para tener una pinta desenfadada se limitaba a quitarse la corbata! Era obvio que Beatriz había obrado maravillas en su apariencia y, seguramente también en su carácter. Una amplia sonrisa se dibujó en las caras de los hijos de Marcos, el ídolo se materializaba en toda su grandeza. Él les dio la mano como si se tratara de adultos y todos pasamos al salón sin más preámbulos. Había olvidado lo elegante que era la nueva casa del subinspector: enorme, decorada con un gusto un tanto estándar, pero llena de calma y placidez ambiental. Apareció Beatriz, vestida con un sencillo traje azul marino, y tan encantadora como siempre solía ser. Cubrió a los niños de besos, atenciones y arrumacos, y después de despojarlos de sus abrigos, se los llevó para enseñarles unas miniaturas de trenes que su familia conservaba desde tiempo inmemorial. Garzón, convertido en un anfitrión perfecto, nos sirvió un aperitivo sin titubear en las formas. Para compensar su savoir faire recientemente adquirido se vio obligado a comentar:

– Le he dicho a nuestra asistenta que se tome la noche libre. Es ucraniana y habla poco español. Me pone de los nervios verla siempre deambulando por aquí mirándome con ojos de búho. Pero Beatriz está muy contenta con ella.

– Ha tenido usted una gran suerte con Beatriz; es una mujer excepcional.

– Sí que lo es, no me la merezco ni de lejos.

– ¿Qué tal se adapta a tu vida de policía? -Naturalmente, Marcos y Garzón se tuteaban.

– Prefiere no saber demasiado: lo cual es perfecto para mí. No me gustaría que se preocupara por los casos que investigo ni por mi seguridad.

Oyéndolo hablar con tanta delicadeza, en aquel ambiente sofisticado y con aquella ropa tan adecuada a la ocasión, me parecía que no era mi compañero Fermín, sino alguien vagamente relacionado con él. Lo cual me turbaba, haciéndome añorar a aquel policía brusco con quien solía compartir horas de trabajo. Bebimos y charlamos hasta que regresaron Beatriz y los chicos. Los gemelos venían muy entusiasmados por las miniaturas, pero Marina estaba inquieta. Se acercó a mi oído para preguntar:

– ¿Podemos darles ya los regalos?

Asentí, notando un vago desasosiego en el estómago. Entonces la niña fue a comunicarles mi permiso a sus hermanos y Teo, en nombre de ambos gemelos, le dio la caja de chocolates a Beatriz. Ésta lanzó una exclamación de placer.

– ¡Lenguas de gato! Son unos bombones buenísimos, y muy tradicionales en España. Habéis tenido una gran idea.

– Ahora, tú -animé a Marina; pero ella se aferró a su carpeta.

– No, yo la última.

Entonces Marcos le dio a Garzón la botella de whisky añejo que le traía y yo le alargué a su esposa la más que evidente orquídea que había colocado junto a mis pies. Como es lógico, todo fueron parabienes y agradecimientos. Asegurándose de que la ofrenda general había concluido, Marina se aproximó al subinspector y le entregó su presente con aire angelical. Él, encantado y echándole teatro, iba descubriendo los diferentes envoltorios de papel con que la niña había velado su tesoro. Al final, apareció el dibujo. Garzón se quedó mirándolo como quien ha visto un fantasma y soltó: «¡Coño!», sin pararse a pensar.

– ¡Fermín! -le reconvino su mujer por la expresión, y se inclinó sobre él para comprobar qué la había motivado. Entonces su cara también se trasmutó y sólo acertó a exclamar:

– ¡Dios Santo!

Yo había empezado a divertirme de verdad mientras Hugo y Teo, conscientes de que algo extraño pasaba, se lanzaron sobre el dibujo de su hermana con verdadero ardor. Fue Teo quien lanzó una cáustica carcajada e informó:

– Es el subinspector en plan matanza de Texas.

Hugo se reía de buena gana. Marina hizo un puchero y, para que nadie la viera llorar, salió corriendo en dirección desconocida. Marcos no conseguía entender nada y, para sacarlo de su estado de estupor, Garzón le pasó el dibujo de la niña. Tampoco él se comportó con moderación a la hora de las exclamaciones, puesto que todo cuanto dijo fue:

– ¡Joder!

Beatriz, siempre dulce, intervino.

– Quizá alguien debería decirle a la pequeña que Fermín nunca dispara sobre la gente, que la policía está para…

– ¡Se lo hemos dicho mil veces! -respondió Marcos-. No sé qué mosca puede haberle picado para dibujar una cosa así.

– Puede que el subinspector haya alimentado en exceso alguna que otra fantasía infantil -apunté con malicia. Garzón recogió el guante enseguida.

– Sí, puede que todo haya sido culpa mía porque yo…

Marcos le interrumpió.

– No, la culpa es nuestra y os debemos una disculpa…

De repente un resuello mal reprimido de Teo le hizo volverse y descubrió a sus hijos disimulando malamente las carcajadas, medio derrumbados sobre la alfombra. En ese momento montó en cólera.

– ¡Y vosotros dos! ¿Se puede saber qué os hace tanta gracia? ¡Para empezar sois vosotros quienes debéis una disculpa a vuestra hermana por reíros como unos estúpidos! Luego le tocará a ella disculparse con el subinspector y Beatriz. ¡Id a buscarla!

– No, por favor, no saquemos las cosas de quicio -repuso Beatriz-. La cría ha obrado de buena intención y ahora está dolida por cómo hemos reaccionado. Voy a buscarla yo y empezaremos a cenar como si nada hubiera pasado.

Al levantarse provocó que el papel con el dichoso dibujo volara hasta el suelo y quedara expuesto a la vista de todos. En cuanto los gemelos tuvieron ocasión de contemplarlo de nuevo, estallaron en risotadas que apenas si podían sofocar. Yo, contagiada por el jolgorio y, muy a mi pesar, empecé a reírme también. En medio de aquel pandemónium en el que nadie sabía muy bien qué papel representar, sonó mi teléfono móvil. Era Yolanda. Me aparté para contestar.

– ¿Qué pasa, Yolanda?

– Inspectora, se trata de Sonia, bueno, no se trata de Sonia, pero el caso es que…

– Yolanda, si se trata de algo… ¿cómo decirlo?… característico de Sonia, te ruego que lo pienses antes de decírmelo. Estoy en una cena familiar en casa del subinspector Garzón.

– Pues mire, inspectora, ya que están ahí, lo mejor sería que vinieran los dos a comisaría.

De mis labios desapareció cualquier vestigio de risa. Confiaba en la prudencia de Yolanda.

– Inmediatamente vamos para allá.

Como velada familiar había sido bastante agitada, pensé mientras íbamos en el coche, aunque por lo menos el aburrimiento no había hecho su aparición.

El misterio de Sonia enseguida se desveló, le había dado un pequeño ataque de ansiedad del que se recuperaba en la enfermería, nada de cuidado. ¿El motivo? La fuerte impresión que le había causado la llamada que recibió y las consecuencias que ésta tuvo. Yolanda nos lo explicó muy gráficamente.

– Una señora encontró un paquete misterioso en la plaza de Sant Felip Neri, en un rincón. Como no se fiaba ni un pelo llamó a la Guardia Urbana, que lo recogió. No presentaba signos de ser explosivo, así que lo abrieron. Se quedaron acojonados con el contenido, pero uno de los agentes lo relacionó con nuestro caso y lo trajo aquí. Como de nuestro equipo sólo estaba Sonia lo dejaron encima de su mesa y ella se lo encontró y, claro, por poco no le da un telele cuando lo vio.

– ¿Se puede saber de qué estamos hablando? ¿Dónde está el paquete en cuestión?

– Se lo han llevado al despacho del comisario.

– ¡Joder, Yolanda!, pero ¿qué era?

– Parece ser que la pata de la momia.

– ¡¿Qué?!

– Bueno, el pie, el pie cortado. Pero hablo por hablar porque yo no he podido verlo aún. Se lo ha apalancado el comisario Coronas como si fuera un tesoro.

Salí disparada y Garzón me siguió. Sin embargo, el comisario Coronas ya no tenía el pie de fray Asercio en su poder.

– Lo he mandado al laboratorio de análisis para que hagan una autentificación, aunque les aseguro que me sorprendería saber que es falso. Lo mismo pensaba Villamagna cuando lo ha visto.

– ¿Va a pasarle ese dato a la prensa?

– Yo mismo lo he autorizado.

– ¿Había algo en el paquete que contenía el pie, alguna nota, algún tipo de señal?

– Nada, Petra, venía a pelo, con su sandalia y todo, pero sin mensaje. ¿Qué les parece a ustedes?

– Probablemente el mensaje viene implícito en el lugar que lo dejó.

– Sí -dijo Garzón-. Lo recuerdo muy bien. La plaza de Sant Felip Neri es uno de los lugares que incluyó el hermano Magí en su informe.

– Exacto -respondí-. Allí ardió un convento durante la Semana Trágica.

– ¿Y eso a qué conclusión les hace llegar? -inquirió el comisario.

– A ninguna, de momento. Pero con su permiso vamos a convocar una reunión de sabios eclesiásticos.

– Me parece muy bien. Manténganme informado.

En el pasillo, Garzón concluyó:

– Como la vio a usted remisa a darle carnaza a Villamagna, lo hace él directamente.

– Bueno, pues que se apañen. Si quieren convertir este caso en un festival, allá ellos. Yo haré todo lo posible por no cooperar.

– Me lo veo venir… la pata del san Asclepio este de los cojones en primera plana mañana mismo. Claro que a lo mejor gracias a eso conseguimos echarle un vistazo a la pezuña.

– De eso nada. Ahora mismo vamos a la científica a verle el pie al santo. Dígale a Yolanda y a Sonia que den una batida por la plaza de Sant Felip, por si hubo algún testigo.

– Demasiado tarde ya.

– Nunca se sabe.

– ¿Y si Sonia se encuentra aún bajo los efectos del ataque de ansiedad?

– Me la manda a mí. Cuatro gritos y se pone en forma.

En los locales de la policía científica se estaban ocupando del pie. Una médica novata se oponía a dejarnos entrar porque no llevábamos orden expresa de ningún juez. Afortunadamente cuento con un amigo al mando de la sección de balística, y él intercedió. Entramos y al fin pudimos ver la reliquia mutilada. Estaba sobre una camilla. Garzón y yo nos acercamos con cierta prevención, como si aquella cosa tuviera la facultad de saltarnos encima. Nos plantamos delante y pasamos al menos dos minutos observando el rebanado pie incorrupto. Era horrible, si bien parecía obvio que ejercía sobre nosotros un gran poder de fascinación. Se trataba de un pie huesudo, con todos los dedos pegados unos a otros, sin uñas y de color pergamino tirando hacia el marrón. Se veía aprisionado por una sandalia o lo que de ella quedaba, formada por tiras de piel deteriorada y mordida por el tiempo. Estaba cortado, en apariencia limpiamente, a la altura del tobillo y en el lugar del corte sólo se adivinaba un triste hueso de color marfil como único elemento orgánico.

– ¡Qué asco! -exclamó de pronto Garzón, sobresaltándome-. Yo creo, inspectora, que no nos enfrentamos a un loco, sino a un simple capullo que busca notoriedad. ¿A quién si no a un capullo se le puede ocurrir guardar la momia en su casa para ir cortándola a pedazos?

– Desde luego, no a un tío normal. Y créame que, por primera vez, pienso semejante cosa. Hasta ahora me hubiera decantado por una autoría más racional, pero esto ya supera lo imaginable.

Garzón se puso las gafas y acercó los ojos a la reliquia.

– ¡Puaf, como para echarlo en el cocido!

Adelantó un dedo curioso, pero una voz que llegaba desde atrás hizo que lo apartara de un salto.

– No pensará tocarlo, ¿verdad?

Era la médica novata, que nos miraba con franca censura.

– Aún estamos practicándole pruebas -dijo, y con un pincelito se puso a cepillarle los dedos al beato como si intentara hacerle cosquillas.

– ¿Hay algo que pueda decirnos ya?

– Bueno, podemos afirmar que la amputación se produjo con un arma blanca muy grande, muy afilada, algo así como un cuchillo de carnicero, para que me entiendan, o incluso, por el tajo de limpieza absoluta, podríamos decir un machete. Los tejidos están rasguñados en algún punto. Pero yo diría que es por la manipulación a la que ha sido sometida el cuerpo, no por el hecho en sí de la amputación, que fue muy certera.

– ¿Puede determinarse ya de qué época es el cuerpo?

– Aún no tenemos seguridad absoluta, pero pueden estar seguros de que antiguo sí es.

– Nuestro comisario ha pedido que se le practiquen pruebas de ADN.

– Ya lo sé, pero tardarán unos días. Tendrán que esperar.

A la salida convinimos con el subinspector en que aquella chica sería probablemente una gran profesional, pero era antipática a morir.

– ¿Qué le costaba dejar que tocara un poco el peúco del fraile?

– No creo que le hubiera servido de mucho, Fermín.

– Ya, pero me hacía ilusión.

Nunca perdía el humor, mi inefable compañero, ni siquiera cuando nos enfrentábamos al absurdo. Yo no sentía lo mismo que él: cuando estábamos en un caso difícil, incluso si topábamos con innumerables contrariedades, solía sacar fuerzas de flaqueza, pero cuando los hechos violentaban mi sentido de la lógica, el suelo se tambaleaba bajo mis pies.

– ¿Y ahora? -preguntó Garzón como si un horizonte de posibilidades se extendiera frente a nosotros.

– Ahora nos vamos de entierro.

– ¡No joda! ¿De quién?

– Aunque tenemos donde escoger, en esta ocasión honraremos al fraile.

– ¿Ya ha dado permiso el juez para inhumarlo?

– Así es. El hermano Magí nos ha concedido el privilegio de asistir a las exequias en el monasterio de Poblet. Tengo la sensación de que deberíamos ir. Además, voy a convocar al monje a una nueva reunión de expertos.

– ¿Con la hermana Domitila?

– En efecto.

– Se picarán otra vez.

– Quizá de su pique saquemos algo en claro.

Al día siguiente, mientras conducíamos por la atestada autopista rumbo al sur, ambos telefoneamos a nuestros cónyuges para avisar de que llegaríamos tarde aquella noche, una vez más. Eran las cinco de la tarde y el día empezaba a declinar. La puesta de sol invernal era bellísima. Garzón puso la radio y una suave música de Saint-Saëns inundó el cubículo del coche. Mi compañero iba al volante. Normalmente renegaba continuamente sobre las incidencias del tráfico: camiones que se empeñaban en adelantarse unos a otros, impidiendo el paso a los turismos, conductores demasiado rápidos o demasiado lentos… Como para muchos hombres, la carretera era una pista de competición y su vehículo el mismísimo carro de Ben-Hur, que debía llegar victorioso. Pero en aquella ocasión, la armonía de la sonata, unida a la hermosa luz del atardecer, hizo que se quedara pacífico y callado, disfrutando del momento mágico que se creó. Yo, de modo imprevisto, sentía ganas de llorar, y como no discernía de dónde manaba el flujo de mi emoción, lo atribuí a los desastres del país. ¡Dios mío!, pensaba, esta España tan triste e imposible. Lugar de santos supliciados, cuerpos incorruptos, iglesias erigidas, quemadas y vueltas a erigir y vueltas a quemar. ¡Vaya sitio para nacer! Siempre pendiendo sobre tu cabeza las afrentas de españoles contra españoles, la lucha del progreso y la reacción… ángeles violentos, reliquias escarnecidas, hostias consagradas, la catedral de Burgos y el sagrado copón. ¡Cómo me hubiera gustado ser francesa!, concluí, y oler el pan y los cruasanes recién hechos de mi pueblo, teniendo como pasado aquella épica revolución. Pero no, acabábamos de ver un pie de momia sacra sobre una camilla. ¿Tenía eso algún sentido? ¿De verdad íbamos a investigar en el silencio de un convento con dos eclesiásticos, hombre y mujer, que nos hablarían sobre semanas trágicas, turbamultas guiadas por el odio al clero y capillas profanadas? Miré de reojo a Garzón, él era de carne y hueso, y todo aquello le parecía más o menos normal. Había crecido con los últimos ecos de la guerra civil sonando en sus oídos. Yo sólo tenía noticia de aquello a través de los libros, y si acaso lo había oído contar. En cualquier caso, a ninguno de los dos nos parecía inverosímil que una venganza llegada desde tiempo inmemorial siguiera viva aún. España era el país más triste del mundo, me pareció.

– Inspectora, ¿está dormida? Ya hemos llegado.

Abrí los ojos, sobresaltada. Las sombras habían ganado a la luz, y los contornos del monasterio de Poblet se veían difusos. Garzón paró el motor, y enseguida llegó hasta nuestros oídos el sonido de una campana tañendo.

– Vamos, la ceremonia debe haber empezado ya.

Nos dejaron pasar a la iglesia, donde sólo hacía unos momentos se había iniciado el funeral. Todo estaba en penumbra, excepto el altar mayor, que refulgía con una iluminación intensa. Tres sacerdotes oficiaban la ceremonia y las primeras filas de bancos estaban ocupados por la comunidad cisterciense, con sus vistosos hábitos en blanco y negro. Distinguí detrás a la familia del hermano Cristóbal. Lloraban. Aunque llevara ya varios días muerto, sólo ahora su cuerpo se alejaría del mundo de los vivos, por siempre jamás. A crear una atmósfera solemne contribuía también el armonio, y cuando empezó a sonar, el canto gregoriano del potente coro masculino.

– ¡Qué maravilla! -le susurré a Garzón.

– Dan ganas de morirse -contestó él, en voz demasiado alta para mi gusto.

Durante la homilía las cosas se estropearon. La música enardece las ideas propias, mientras que la palabra expresa las ajenas. Toda aquella retórica sobre el Cielo, el alma, el servicio a Dios y la resurrección, momento en que todos amaneceremos felices y contentos, me daba la impresión de un viejo tema que pedía a gritos una renovación. Aun así, oír decir que el hermano Cristóbal era un hombre sencillo y humilde que había vivido alejado de vanidades, me conmovió. Realmente, reflexioné, había que ser bestia para habérselo cargado de un zambombazo en el occipucio. Entonces la furia de la investigación renació en mí, y el resto de exequias se me hizo interminable. ¡Ya estaba bien de espiritualidad! Nuestro reino sí era de este mundo y debíamos encontrar pronto al asesino. Un asesino sin duda repugnante cuando se había atrevido a quitarle la vida a dos seres inocentes: un fraile y una mendiga, personas sin dinero ni poder. Probablemente aquélla era la característica más llamativa del caso, los móviles tradicionales parecían estar lejos de las víctimas.

Cuando todo concluyó hubo que esperar a que los frailes desfilaran. Vimos cómo los padres y hermanos del difunto se retiraban, compungidos y en soledad. Me pareció muy triste su papel. A pesar de ser los más cercanos al muerto, ocupaban un segundo lugar, siempre por detrás de toda la familia eclesiástica. Bajé la vista para no tener que saludarlos, no hubiera sabido qué decir. Al final nos quedamos en la iglesia Garzón y yo, completamente solos.

– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó él.

– Hay que regresar a la portería y avisar de que queremos hablar con el hermano Magí.

– Nunca me acostumbraré a esta movida de los permisos para cualquier cosa. ¡Eso de que aquí dentro no tengas libertad para entrar o salir a tu antojo o para hablar con quien sea me pone frenético!

– Está claro que usted nunca va a profesar, Fermín.

– ¡Pues no!, la vida es demasiado bonita para perderla de esta manera.

– Nunca está claro cómo se pierde la vida.

– Déjese de místicas y llame al monje. Como se pongan a rezar los maitines esos de los cojones no les podremos interrumpir y nos darán las tantas.

Fermín Garzón era la realidad en estado puro, sin tintes ni fisuras, sin matiz. Si alguna vez me sentía flotar en la duermevela de lo imposible, del absurdo o la sinrazón, no tenía más que recurrir a él.

El hermano Magí llegó tras media hora de espera. Se disculpó.

– Perdonen, pero he hecho un rato de meditación.

– Claro, claro -afirmó Garzón como si estuviera por completo al tanto de las prácticas meditativas.

– Hermano, ¿le han informado de los últimos acontecimientos?

– Vemos los telediarios a la hora de cenar.

– En ese caso ya sabe lo de la mutilación del beato.

– Lo sé. Hicieron un tratamiento de la noticia que de ningún modo puedo aprobar. Parecía que estuvieran hablando de un pasatiempo detectivesco.

– Siempre es así. La gente ya no pide información, sino espectáculo.

– Puede estar seguro de que todo el mundo está esperando que aparezca cortada la otra pata -soltó el subinspector de modo gratuito. Temí que le hubiera ofendido el comentario. Sin embargo, me pareció entrever que el monje sonreía levemente.

– Se habrá percatado de que el miembro ha sido hallado en uno de los lugares que figuran en su lista de la Semana Trágica.

– Sí, no pude por menos de pensarlo; justamente donde estaba el convento de frailes de Sant Felip. El convento conserva la estructura exterior, pero ahora está vacío. Perteneció a los clérigos seculares del oratorio, que se dedicaban a la caridad.

– Comprenderá que nos resulta imprescindible hablar con usted para que nos ayude, también con la hermana Domitila. Quizá entre los dos sean capaces de elaborar alguna hipótesis, proyectar cierta luz sobre este hecho.

– Inspectora, lo intentaré. ¿Dónde y cuándo debo acudir?

– Mañana mismo. Lo ideal sería que pudieran presentarse ambos en comisaría, pero dudo de que se lo permitan a la hermana.

– Podemos sugerirle que venga acompañada de aquella novicia a quien enseña -terció el subinspector.

– La hermana Pilar, no es mala idea. Hablaré con la superiora.

– Yo procuraré recabar más datos sobre aquel convento quemado.

– ¿A las once de la mañana es buena hora para usted?

– Pediré permiso al prior; no creo que haya ningún inconveniente.

A la vuelta conducía yo y mi compañero, libre ya de éxtasis espirituales, tenía puesta en la radio una emisora deportiva a toda castaña. Varios comentaristas que charlaban entre ellos aludían a la Liga de fútbol llenándola de intrigas y pasiones hasta el punto de hacerla parecer la historia de Inglaterra en manos de Shakespeare. Yo había llegado a un notable grado de autoconcentración, de modo que no me molestaba en absoluto. Ni siquiera protesté por que el volumen estuviera demasiado alto. Había llegado a comprender que a todos los hombres, sin ninguna excepción, las noticias sobre deporte les resultaban imprescindibles. Me parecía bien, se trataba de una antigua tradición, inocua por otra parte. Además, tras aquella ceremonia funeraria tan alejada de la vida real, un baño de mundo cotidiano me sentaba bien. Pensé en mi marido y tuve la impresión de que hacía siglos que no lo veía. Si era cierto que el roce hace el cariño cualquier día de aquellos nuestro matrimonio se iría al carajo.

Primero dejé a Garzón que, medio zombi por el cansancio acumulado, se limitó a decir: «La veo en el convento». Después llegué a mi casa y encontré a Marcos cenando en la cocina.

– No te he preparado nada -confesó, y añadió luego con un leve deje de reproche-: Como no sabía nada de ti…

– He ido al entierro de la víctima. De la primera, porque como bien sabes, ya acumulamos dos.

– Yo tampoco he tenido un buen día.

– ¿Pasa algo con los niños?

– No, es el proyecto. Un socio del cliente ha impugnado una parte de los planos y hay que replantearla.

– ¿Y eso no es algo usual?

– Más o menos, pero me fastidia porque los motivos en los que se basa la impugnación son absurdos.

– ¡El absurdo está por todos lados! ¿Qué estás comiendo?

– Un poco de rosbif que había en la nevera. Por cierto, Jacinta ha dejado una nota diciendo que, como no hagamos pronto la compra por Internet, tendrá que cocinar tortas de harina.

Me dejé caer en una silla. No conseguía ordenar en mi mente todos los planos interpuestos que la realidad ofrece: en la misma época y casi el mismo lugar hay monjes que entierran a sus muertos entre cánticos, asesinos extraños que recurren a la historia para matar, policías que investigan, arquitectos que diseñan, asistentas que dejan notas y, por encima de todo, hay que comer, siempre hay que comer.

– Quiero meterme monja -bisbiseé.

– ¿Qué has dicho?

– Nada, una gilipollez. Ya lo haré yo.

– ¿Qué?

– Comprar por Internet. Mañana iré un rato más tarde a comisaría. Total…

Me miró y sonrió.

– Lo siento, te he hecho un recibimiento bastante malo, pero es que la vida a veces se pone turbia, ¿verdad?

– Más que un charco con ranas. Hoy en ese entierro he pensado que los sacrificios que impone ser fraile no tienen mérito en el fondo.

– ¿Lo piensas de verdad?

– Sí, en la capilla de Poblet había muchos monjes cantando. ¿Qué significa eso? Que tienes un montón de tíos que te hacen las veces de familia. ¿Un día te encuentras pocho y protestón? ¡Bueno, pues entre cuarenta hermanos siempre habrá alguno dispuesto a sacarte del mal trance! Mientras que en el matrimonio…

De pronto, Marcos se echó a reír.

– Para ti, todos los males de la creación están sintetizados en el matrimonio. Y sin embargo, ¡te has casado tres veces!

– Tres malos días los tiene cualquiera. Además…

– ¿Además…?

– Además si vuelves a meterte conmigo harás la compra tú en Internet.

– Te toca a ti.

– Me da igual.

Nos miramos, irónicos y cansados.

– Vámonos a dormir -propuso él. Y acepté. Dormir en soledad era uno de los pocos inconvenientes que le encontraba a la vida monástica.