172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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La puñetera madre superiora no quería conceder su permiso para que la hermana Domitila acudiera de nuevo a comisaría. Le propuse que la acompañara la hermana Pilar como carabina, pero tampoco se avino.

– Incluso la hermana Domitila, con muy buen criterio, considera que debido a su juventud, no es conveniente que la novicia visite un lugar así.

Perdí la paciencia y elevé la voz.

– Madre Guillermina, ¿se da cuenta de que tengo la facultad de llamarla a declarar de modo oficial y no podría negar su consentimiento?

– Lo siento mucho, inspectora; pero da la casualidad de que usted no la llama para declarar en calidad de testigo ni nada por el estilo, sino para que, con sus conocimientos de historia, la ayude a desentrañar ciertos aspectos del caso.

¡Joder con la monja! Con toda seguridad había llegado a ser superiora por algo. De modo inopinado vislumbré la solución ideal.

– ¿Y si la acompaña usted? Naturalmente no tendría que esperar en un pasillo, sino que podría estar presente en las deliberaciones.

Al otro lado del teléfono hubo un silencio prolongado. Oí una especie de pequeño bufido. Estaba exhalando el humo de un cigarrillo. Por fin dijo:

– ¿A qué hora?

– Dentro de un par de horas.

– Está bien -dejó caer desmayadamente como si se tratara de una auténtica concesión.

– Un taxi pasará a recogerlas, ¿le parece?

– Ya le he dicho que sí -exclamó fingiendo mal humor, y luego añadió con una resignación que sonó a pura falsedad-. Todo sea por colaborar con la policía. No quiero que nadie pueda afirmar que las corazonianas no hicimos todo lo posible en este trance.

Dos horas más tarde, me alegré de ver a las dos monjas contrastando vivamente con sus hábitos en el entorno policial. La madre Guillermina no podía evitar de ningún modo que su enorme curiosidad por el lugar no aflorara a sus ojos vivos e inteligentes. Mientras Garzón disponía la sala y recibía al monje, me ofrecí a llevarlas de visita por las instalaciones. La superiora ni siquiera se molestó en negarse y ambas me siguieron por despachos y archivos, mientras yo les daba explicaciones que intentaba dotar de cierto interés. Les dije:

– Si quieren, cuando acabemos, nos damos una vuelta por la policía científica. Incluso podríamos hacer algo mejor: usted, hermana Domitila, empieza a trabajar con el hermano y el subinspector, mientras la madre Guillermina y yo hacemos esa visita.

En los ojos de la superiora observé que no había nada en el mundo que hubiera podido hacerle más ilusión. Se le iluminó la cara, pero enseguida volvió a ensombrecerse.

– No sé si es correcto, inspectora.

– ¡Por supuesto que lo es!, puede que en el convento se encuentre todo reglamentado, pero ahora no está usted allí.

– Se supone que el convento está donde haya una sola monja corazoniana.

– De acuerdo, ¿y por qué no llevar un poco de la paz del convento a la policía científica?

Se echó a reír. Entonces intercedió la hermana Domitila:

– Vaya usted, madre, es una buena información que después puede trasmitir a la comunidad.

Aceptó por fin, y se la veía feliz y contenta mientras caminábamos por la calle. Hacía un sol radiante, y sacó una pequeña funda de gafas de donde extrajo un anticuado par que se colocó.

– Con esas gafas de sol parece usted una actriz del Hollywood clásico -le dije. Se rió.

– Tiene usted ideas de casquero, como se decía en mi pueblo. Estas gafas llevan un montón de años en mis bolsillos, y deben durar hasta que me muera, que pido a Dios que no sea pronto.

– ¿No tiene usted derecho a comprarse nada?

– Solo lo que sea necesario, y estar a la moda no es necesario.

– La verdad es que, si empiezas a entrar en detalles, es obvio que llevan ustedes una vida llena de sacrificios.

Se quedó callada. Aquella mujer me caía bien. Hubiera podido en aquel momento soltarme una soflama sobre las personas más necesitadas o el amor de Dios, pero se limitó a callar, mientras seguía mirándolo todo con interés y una media sonrisa en los labios. De repente hubo algo que le llamó la atención: un joven ejecutivo que, aparentemente, hablaba solo mientras andaba a toda prisa. Me miró como buscando una explicación.

– Habla por el teléfono móvil, y lleva un artilugio insertado en su oído -le aclaré. Se volvió un poco para seguir observando.

– Eso no lo había visto aún. Produce una sensación de locura, ¿verdad?

– Hay veces en que a mí todo me produce una sensación de locura.

De pronto se quedó mirando el escaparate de una tienda de deportes. Me sorprendió. Se vio en la necesidad de explicarse:

– Esas mancuernas parecen de un material nuevo. Las que yo uso son metálicas.

Me sorprendió de nuevo y de nuevo me puso en antecedentes.

– Muchas monjas hacemos gimnasia; es una buena manera de cuidar nuestra salud. Nos ponemos bombachos y una camiseta, un pañuelo en la cabeza.

Sonreí, intentando que no se notara lo mucho que me chocaba aquella noticia, pero era muy lista y se percató.

– Le parece ridículo, ¿a que sí?

– No, en absoluto.

– Sí que se lo parece. Estoy segura de que enseguida ha pensado en una monja con bombachos hasta la rodilla como aquellos levantadores de pesos antiguos.

No pude evitar una carcajada.

– ¿Lo ve?

– No, sólo me hace gracia una cosa: a la gente le intriga saber cómo viven tanto los monjes como los policías, y nosotras no somos ninguna excepción. A usted le pica la curiosidad lo policial y a mí lo eclesiástico.

– Eso significa que ambos colectivos vivimos un poco al margen de la sociedad.

– Pues me alegro.

– ¿De vivir al margen?

– De que usted y yo tengamos un punto en común. Quizá nuestras vidas no son tan diferentes como parecen.

– Quizá no -respondió, y nos sonreímos.

La excursión a la policía científica resultó un éxito total. Dejé a la monja en manos de mis compañeros y más tarde la recogí. Se mostraba impresionada.

– Inspectora, nunca le agradeceré suficientemente esta asistencia. Todo me ha resultado novedoso; más que novedoso: apasionante. ¡Tantos medios técnicos, tanta sabiduría al servicio del orden!

Parecía excitada como una chiquilla.

– ¿Le apetece que tomemos algo en un bar antes de regresar a comisaría?

Como si le hubiera propuesto una actividad al borde de la decencia dudó un instante.

– No sé si resulta muy adecuado que una monja entre en un bar.

– Sólo se trata de un café.

Aceptó, y entramos en una ruidosa cafetería de la Vía Augusta llena de gente y animación. La madre Guillermina lo observaba todo con la ilusión y el asombro de un crío en una juguetería. Nos instalamos en la barra y pedí dos cafés. Muchos de los clientes nos miraban, ya no es tan corriente ver monjas por la calle como lo era en España años atrás. Pensé que las monjas de hábitos llamativos acabarían siendo una rareza antropológica. Afortunadamente mi compañera de farra no parecía enterarse de la atracción que despertaba. Se divertía como una loca, paladeando cada sorbito de café. En el convento se la veía segura de sí misma, dominando el medio y llena de un viejo saber que la convertía en un personaje digno y experimentado. Aquí, sin embargo, perdido cualquier resabio de la clausura, se aniñaba de un modo casi encantador.

– Fíjese en esos canapés -dijo señalando unos complicados montaditos que se exhibían en la barra-. Voy a pedirle a la hermana cocinera que nos prepare algo así los domingos.

Se rió, regocijada por su propia broma, quizá divertida al comparar aquellas delicatessen con la comida cuartelada que a buen seguro servían en el convento. Me reí yo también. La madre me caía cada vez mejor. En vez de lanzar críticas sobre las novedades ciudadanas que pudieran escandalizarla, se dedicaba a fijarse en las cosas placenteras y agradables.

El regreso a comisaría fue traumático para ambas. Me di cuenta de que yo también había disfrutado sirviéndole de guía en algo tan presuntamente fácil como la vida cotidiana. Pero ahora nos esperaban las deducciones históricas de nuestros expertos, que sin duda nos apartarían del aquí y el ahora irremediablemente.

En la sala de juntas, Garzón y los dos eclesiásticos habían trabajado al parecer de manera incansable. Por la mirada de mi subalterno pude comprender que el tiempo dedicado a las pesquisas históricas había resultado interesante. Nos sentamos a la mesa y el propio Garzón hizo de director de la reunión en su inefable estilo verbal.

– Aquí estos dos… colaboradores han estado sacando conclusiones y creen que la pata, perdón, el miembro del beato, ha aparecido en la plaza de Sant Felip Neri porque allí se encontraba el convento de los monjes de la orden de Sant Felip, que fue quemado por la masa durante la Semana Trágica. Después de ese hecho hubo una gran represión sobre los culpables e incluso un par de trabajadores fueron condenados a muerte. Consecuentemente, lo que los hermanos apuntan es que puede tratarse de una venganza de algún descendiente de los ajusticiados o represaliados. También descartan que el beato, bueno, la momia fuera de otra persona como habíamos llegado a sospechar, porque ahora a partir del pie pueden practicarse estudios de ADN, lo cual el asesino evitaría si quisiera mantener la personalidad del falso beato oculta. No sé si me he explicado bien; porque la verdad es que todo esto me parece un lío de mil demonios.

La madre superiora fue la primera en reaccionar.

– Pero vamos a ver, no lo entiendo, ¿por qué en caso de que fuera una venganza, iban a vengarse en la persona del hermano Cristóbal? ¿Y por qué roban la momia del convento de las corazonianas? ¿Nosotras qué tenemos que ver con la quema de un convento que no fue el nuestro?

– Pues ése es el punto -respondió vivamente el subinspector-. Nos faltan nexos de unión entre las piezas de la hipótesis. Hemos pensado que a lo mejor el asesino ha buscado una caja de resonancia para su acción sabiendo que los periódicos se lanzarían sobre este tema. Entonces, cuando le parezca que el nivel de expectación es máximo, dará a conocer el motivo de su acción en uno de esos carteles de letra gótica.

– No diga «uno de esos carteles»; de momento sólo ha escrito el primero.

– Es verdad -dijo tímidamente el hermano Magí-. Resulta extraño que en el lugar del asesinato de la testigo no haya dejado ninguno, tampoco junto al pie de la reliquia mancillada. Si quiere jugar a enigmas debía continuar con su sistema, ¿no?

– Sí, a mí también me parece raro -dijo Garzón.

– A lo mejor no es la misma persona -exclamó la madre Guillermina. La miré con gravedad.

– A usted que le gusta conocer métodos policiales debe saber que no se puede hacer el más mínimo comentario que no tenga su justificación detrás. ¿Por qué los asesinos no serían la misma persona?

Se quedó desconcertada y me miró con mal humor.

– Esperaba que fuesen ustedes quienes completaran una posible explicación.

– Quien mató al hermano Cristóbal mató también a la mendiga, madre. Y quienquiera que fuera, tiene en su poder la momia del beato. Eso es un axioma inamovible por el momento -sentencié.

– Un dogma de fe -bromeó el hermano Magí.

Toda aquella seguridad que exhibía yo frente a extraños no dejaba de ser una pátina de pintura que enmascaraba la realidad: no estaba segura de nada.

– Entonces, ¿qué sugieren ustedes que hagamos? -preguntó Garzón intentando poner las cosas en claro.

– Humildemente pienso que entre la hermana Domitila y yo deberíamos llevar a cabo dos labores de investigación histórica: por una parte, revisar todos los documentos que puedan hallarse en el convento de las corazonianas en los que existan alusiones a la quema de conventos de la Semana Trágica. Por otra, acudir a los archivos de la diócesis y buscar todo lo que haya sobre el convento de Sant Felip Neri y su trágico final. Y si la hermana Domitila no puede abandonar sus obligaciones en el convento, yo mismo haré solo el trabajo si me lo autoriza mi prior, de lo cual estoy convencido.

La mencionada hermana dio un salto en su asiento como si una avispa le hubiera clavado el aguijón.

– ¡De ninguna manera! Hay legajos en el convento que sólo yo sé dónde están. Además, no sería justo apartarme de la investigación ahora que parece centrada en un asunto concreto. -De pronto, se dio cuenta de que todos observábamos su reacción con cierta sorpresa y, rectificando sobre la marcha, miró a su superiora y después añadió en un tono mucho más dócil y comprensivo-: Naturalmente todo depende de que la madre Guillermina me conceda permiso, y de que ustedes consideren que mi colaboración puede ser valiosa.

– Por mi parte, creo que es muy necesario que usted nos eche una mano -dije con sinceridad. Entonces la madre superiora resolvió in situ.

– Claro que tiene mi permiso. Cualquier cosa que sirva para esta investigación contará siempre con el apoyo de las corazonianas.

Me quedé con las ganas de saber si entre toda aquella gente de iglesia las cosas eran tan desinteresadas como parecían, o si a cada uno de ellos los movían razones mucho más ancladas en los vicios humanos. Por ejemplo, podía ser que el hermano Magí hubiera intentado quitarse de en medio a la hermana Domitila con aquel ofrecimiento de trabajar en solitario. También era plausible que la propia hermana no quisiera de ningún modo que los méritos de la investigación quedaran ahora fuera de su persona. E incluso en el caso de la madre superiora, era posible que diera su aquiescencia por no verse privada de toda la suculenta información que las pesquisas históricas pudieran brindarle. Pero no deseaba ser malpensada y además me daban igual los motivos, lo cierto era que tendría a dos expertos de primera magnitud ejecutando una labor para la que la policía no se encontraba preparada.

Un taxi se llevó a toda la corte celestial de nuestras dependencias y nos quedamos solos Garzón y yo.

– ¿Qué le parece? -me preguntó. No pude sino encogerme de hombros.

– ¿Y qué quiere que le diga, Fermín? Es verdad que una venganza con tantos años de por medio me da la sensación de inverosímil, pero cuando echo una mirada a alguna gente extraña que puebla este país…

– Vamos a ver qué sale de todo este jaleo. ¿Qué hacemos usted y yo? No querrá que nos sumemos a las sesiones de historia.

– No, usted y yo tenemos que vérnoslas con Coronas y el portavoz mientras todo esto se aclara un poco.

– ¿Vérnoslas de qué manera?

– Hay que pedirle al psiquiatra que vuelva a actuar. Nunca habíamos tenido a la opinión pública tan calladita como los días en que él les daba el parte.

– Igual dice que con el poco caso que le hacemos no quiere ayudarnos de nuevo.

– Nos ayudará. Les dará pan y circo psiquiátrico a los ciudadanos. Dígale al comisario Coronas que necesitamos asesoría médica otra vez. A él también le parecerá estupendo. Voy a hablar con Sonia y Yolanda.

– A Sonia le dará otro ataque de nervios cuando le diga que tiene que seguir buscando locos.

– No importa, teniendo un psiquiatra a mano siempre podrá hacer algo por ella.

– Bien, de ese modo tenemos en marcha dos líneas de investigación, pero no me ha contestado: ¿qué hacemos usted y yo?

– Iniciar la tercera, por supuesto. Pero antes nos vamos a tomar la tarde libre.

– ¡No me diga!

– Lo que oye. Le he prometido a Marcos que me haré cargo de los niños.

– ¿Quiere que vaya con usted?

– No, gracias, Fermín. Declino su ofrecimiento en esta ocasión. No quiero que me robe todo el protagonismo frente a mis hijastros.

– Es usted peor que la monja Domitila. ¿Ha visto con qué apasionamiento se negaba a verse apeada del carro?

– Monjes o seglares, todos nos parecemos, créame.

Servirles de canguro a mis hijastros era una actividad que me convenía. Sin duda encontraría la manera de poner mi mente en blanco y descansar de las incidencias de un caso tan correoso. Estaba un poco harta de correr tras los acontecimientos sin que éstos generaran hipótesis aceptables sobre las que ponerse a trabajar en serio. Yo misma me había ofrecido a Marcos para quedarme con los chicos. La cita era a las cinco y llegaron los tres con máxima puntualidad.

– Hemos ido a buscar a Marina a su casa en un taxi -me informó Hugo.

– Luego hemos venido los tres solos -añadió la niña, contenta con la hazaña.

– Eso indica lo mayores que sois ya -respondí intentando halagarlos.

– Yo ya había ido solo en taxi otras veces -terció Teo, siempre superior.

Se quitaron los abrigos y empezaron a moverse por el salón en plan tranquilo, pero enseguida les hice saber que era su anfitriona de modo especial.

– Vuestro padre no llegará hasta las ocho y yo no iré a trabajar esta tarde, de modo que podéis disponer de mí. Si os parece bien, nos vamos al cine.

Este planteamiento les sorprendió. Se miraron entre ellos sin saber qué contestar. Por fin Teo tomó la palabra.

– ¿Y qué película iríamos a ver? Porque para ponernos de acuerdo entre nosotros siempre hay follón.

– ¿Qué tipo de follón?

– Marina quiere ver películas de dibujos o cursiladas de princesas.

– ¡No es verdad! -soltó la niña sin añadir ninguna explicación.

– Y a Hugo le gustan las americanas de béisbol o de pandillas de jóvenes que dicen horteradas.

– ¡Vaya, ya salió el listo! -protestó el encartado.

– ¿Y a ti, qué te gusta a ti?

– Las de miedo con fantasmas que revientan a la gente y le sacan las tripas -se apresuró a puntualizar Marina, vengativa.

– Las que más me gustan son las de crímenes, en realidad -respondió Teo.

– Todas son iguales, y al final siempre atrapan al asesino y no te lo crees ni de coña -finalizó Hugo.

– ¡Pues sí que estamos buenos! -resumí-. Ya que es tan difícil ponerse de acuerdo, voy a mirar la cartelera y la escogeré yo.

Por sus caras de pasmo colegí que no esperaban una conclusión tan tajante, pero nadie protestó. Busqué en el periódico y me incliné por una solución ecléctica.

– En el Capitol hacen un documental sobre los animales del Ártico. Como a mí me chiflan los animales iremos a verlo.

Seguramente pensaban que mi estilo despótico era consecuencia directa de mi profesión, y yo no me entretuve en desmentirlo. Sólo el díscolo Teo aventuró un comentario cínico que se parecía ligeramente a una protesta.

– Seguro que esos animales estarán todos en vías de extinción por el cambio climático y la culpa la tendremos nosotros que gastamos demasiada agua caliente en la ducha. Siempre es así.

Hice como si no lo hubiera oído y me preparé para salir de casa encabezando la expedición. Me sentía rarísima caminando por la calle con tres niños. Era una sensación nueva. A ratos pensaba que sería divertido encontrarme con algún conocido, y otros esa misma posibilidad me producía auténtico horror. Pero no encontré a nadie, como era de prever.

Entramos en la sala y en cuanto se hizo la oscuridad, fuimos trasportados por un universo de hielo donde el juego de la vida y la muerte, tan presente siempre en todo, se materializó ante nosotros en forma de animales que luchaban por la supervivencia. En algunos momentos duros de la vida natural, por ejemplo cuando un oso atacaba a un montón de pacíficas morsas, temí que la película no fuera adecuada para los niños. Luego recapacité sobre la ñoñería de ese pensamiento y me di cuenta de hasta qué punto es fácil volverse hiperprotector y retrógrado cuando se tienen hijos pequeños. Debía dar mil veces gracias al cielo por haberme librado de semejante responsabilidad. En cualquier caso, cuando salimos del cine, los niños se encontraban tan pimpantes, mientras yo tenía un mal cuerpo horroroso después de haber contemplado los excesos propios de la vida salvaje: lucha entre especies, hielos deshaciéndose y padres oso que agredían a sus propias crías para no tener competencia entre machos. Más valía no establecer comparaciones con el reino de los humanos, por lo que pudiera pasar.

– Vamos a tomar algo -les propuse a los chicos, y paramos en una cafetería de la Diagonal donde sirven bollos deliciosos y chocolate caliente. La iniciativa les complació y se libraron a la degustación de dulces con auténticas ganas. Yo me limité a sorber un bourbon como saludable medicina para mi ánimo, conturbado por las bestias polares.

– ¿Qué os ha parecido la película? -pregunté en tono casual.

– Bien -limitaron los tres el cinefórum a la mínima expresión.

– A mí no me ha gustado que los osos fueran tan malos con sus hijos -dijo Marina por fin.

– A mí tampoco, cariño -abundé sintiendo una gran solidaridad femenina.

– Ya se sabe que los animales son así -sentenció Hugo, muy suficiente.

– Yo ya me imaginaba lo que iba a pasar en cada momento -fue la aportación de Teo.

– A ti te gusta que te sorprendan, ¿verdad? -le pregunté de modo un tanto envenenado.

– Pero casi nunca me sorprenden.

– Pues eso es muy grave.

– ¿Por qué, es que a ti te sorprenden siempre?

– No, pero yo tengo cuarenta y pico años, mientras tú tienes doce. Y si a los doce años ya nada consigue sorprenderte, te espera una vida francamente aburrida.

– Pero eso pasa porque a los niños siempre nos cuentan lo mismo, y lo demás siempre nos lo ocultan.

– ¿Lo demás? ¿Y qué es lo demás?

– Lo demás de la vida.

Le pegué un trago reflexivo a mi whisky. ¡Joder!, encima probablemente lo que decía aquel avispado chaval era cierto. ¡Toma con las tiernas criaturas!, pensé, algunos de ellos poseen una mente tan sagaz que resulta ridículo intentar engañarlos, o conformarlos con una pequeña parte del pastel. Pero me faltaba escuchar lo más comprometido, porque Teo, lejos de callarse tras aquella profunda declaración, la remachó afirmando:

– Tú misma no nos quieres contar nada de tus investigaciones porque piensas que no son buenas para los niños… total, que nunca nos enteramos de nada y lo único que pillamos es siempre igual: que si animales, que si dibujos animados, que si Indiana Jones… hasta que nos lo sabemos de memoria.

Agité los cubitos en el vaso, carraspeé. Llevaba tanta razón que me entraron ganas de reír, pero no era el momento. Al contrario, la conversación nos había llevado a un punto en el que si yo me decidía a agarrar el toro por los cuernos, podían surgir soluciones para malos entendidos que no hacíamos sino arrastrar desde el principio. Le eché valor.

– A lo mejor estás equivocado. Quizá si no os cuento nada no es porque crea que en el caso que investigo hay cosas que no podéis saber. Puede que sólo tema que os vayáis de la lengua y corráis a repetirles mis confidencias a vuestras madres, como ya ha sucedido alguna que otra vez.

– ¡Yo nunca me he chivado! -saltó Marina como un guepardo, demostrando que seguía perfectamente los giros del diálogo. La expresión de Teo acusó con claridad el golpe, la de Hugo también. El último remoloneó, dando vueltas innecesarias con la cucharilla a su taza de chocolate. Teo enrojeció, tragó la amarga bilis de la verdad y, por primera vez desde que lo conocía, se mostró sumiso y compungido.

– No sabíamos que era tan importante guardar el secreto.

– En todo lo que tiene que ver con la policía es crucial. Porque si yo veo que repetís lo que os digo a vuestras madres, siempre puedo pensar que haréis lo mismo con vuestras profesoras, con vuestros compañeros en el colegio, con cualquiera que os pregunte.

– ¡Eso, no! -exclamó Hugo.

– ¿Por qué no? Si se pierde el crédito se pierde para todo.

Siguió un silencio meditativo y abochornado. La mente de Teo trabajaba rápido y al fin declaró:

– ¿Y si nosotros te aseguráramos y te juráramos…?

– Está bien -lo interrumpí-. Trato hecho. ¿Qué queréis saber?

Teo no se inhibió lo más mínimo e inmediatamente preguntó:

– ¿Es verdad eso del fanático religioso?

– Lo estamos investigando, pero yo creo sinceramente que no existe tal fanático. Sin embargo, hemos vuelto a solicitar la ayuda de un psiquiatra, lo veréis de nuevo en televisión, pero es más una maniobra para que los medios de comunicación se queden tranquilos y nos dejen en paz.

Un ramalazo de satisfacción recorrió a mis tres interlocutores de modo visible.

– También hay dos monjes expertos en historia que están estudiando si es posible que se trate de una venganza por algo que sucedió hace muchísimos años. Alguien que sufrió represalias legales por los sucesos de la Semana Trágica. Uno de sus descendientes hubiera podido decidir ahora ajustar cuentas de manera que todo el mundo llegara a enterarse.

– ¿La Semana Trágica es de la guerra civil? -preguntó Hugo.

– Anterior.

– Ya lo buscaremos en Internet -terció Teo, temiendo que mi arranque de sinceridad se viera frustrado por precisiones eruditas.

– Es algo de Franco, ¿verdad? -preguntó Marina, que había empezado a perderse.

– Algo así. Quemaron muchos conventos.

– ¡Pues vaya! Un chico de mi clase dice que los de Franco no eran tan malos -soltó Hugo. Pero Marina estaba allí para reivindicar.

– El chico de tu clase no tiene ni idea. A mí, papá me dijo que Franco era lo peor, peor que los osos que hemos visto hoy.

No salía de mi asombro al comprobar cómo el eterno conflicto de la historia española había llegado de oídas, y con opinión incluida, hasta aquellos ciudadanos en plena niñez. Pero Teo no estaba dispuesto a soltar la presa largamente acechada.

– ¿Y qué más? -inquirió mirándome a los ojos.

– ¿Y qué más qué?

– ¿Qué piensas tú, tú crees que es verdad lo de la venganza?

– Todas las pruebas parecen llevarnos hacia eso; pero si he de deciros la verdad, a mi instinto de policía le cuesta creerlo. En este caso debe existir un motivo más concreto, más cercano, más material. Siempre es así en todo asesinato.

Mis palabras se balancearon en el aire y de allí las absorbieron los oídos hambrientos de los chicos. Continué antes de que reemprendieran sus preguntas.

– Y ahora os diré lo que he decidido hacer; pero me gustaría que fuerais conscientes de que nadie lo sabe aún. Ni siquiera se lo he comentado al subinspector Garzón.

– ¿Ni siquiera a él? -dijo Hugo, francamente impresionado.

– No, se lo diré mañana por la mañana. Creo que debemos investigar más a fondo el entorno de la testigo que han asesinado.

– ¿La mendiga?

– Sí. Al tratarse de una vagabunda, hemos pasado demasiado deprisa por ella y temo que no hayan sido atados todos los cabos que su personalidad sugiere.

– Pero ya hace unos días que la mataron. ¿Por qué no lo hicisteis enseguida?

– Eso ocurre mucho en los casos complejos como éste, se va detrás de las nuevas pistas y se aparca la profundización de las anteriores. Pero luego hay que rectificar y volver atrás. Resulta una práctica bastante común.

Por supuesto, había gran cantidad de cosas en cuanto les había relatado que no podían entender. Poco importaba, sin embargo; prevalecía en ellos la sensación de haber sido objeto de confianza, de lo cual me alegré, porque si me hubiera visto obligada a explayarme en las explicaciones, probablemente no hubiera sabido por dónde salir.

– Si habéis acabado con el chocolate podemos marcharnos ya. Seguro que vuestro padre debe de estar en casa.

En silencio solemne empezaron a ponerse los abrigos. Entonces, Teo dijo, como al desgaire:

– Gracias, Petra.

– ¿Cómo? -reclamé sutilmente una confirmación.

– Que gracias por habernos contado todo esto.

– Pero vosotros…

Marina me cortó para afirmar con fuerza:

– Si alguno de vosotros le dice algo a vuestra madre os prometo que no seré vuestra hermana nunca más.

– No seas boba, no vamos a decir nada. Pero si descubrís algo ¿nos lo contarás, Petra?

– Si es interesante, sí.

Regresé a casa con la impresión de haber firmado la paz en una guerra no declarada, o al menos un armisticio. Al meternos en la cama se lo comuniqué a Marcos.

– Tanto mejor -dijo escuetamente, y un segundo más tarde añadió-: Le preguntaré a Teo cómo han conseguido sacarte tantas informaciones. Ahora ellos ya saben más que yo.

– Te lo contaré todo por la mañana, hoy estoy cansada de actuar como portavoz familiar de la poli. ¿Sabes qué me da por pensar algunas veces? Que te has casado con una policía para entrever un poco el rostro del mal. Eras demasiado perfecto sin mí y lo que represento.

– Eso me suena tan complicado que necesitaría pensarlo un rato para saber si es verdad. Y yo también estoy cansado. Mañana será otro día.

– Sí -musité, y nos abrazamos en silencio.

Al día siguiente todas nuestras vías de investigación estaban en marcha. El doctor Beltrán había aceptado regresar a la asesoría del caso, no sin antes declarar altaneramente que siempre había estado convencido de que volveríamos a llamarlo. Empezó a pergeñar nuevos retratos de locos religiosos como lo hubiera hecho un pintor de corte paranoica. Yolanda y Sonia le fueron adjudicadas como vínculos policiales, y yo me encontraba perfectamente dispuesta a pasarle a Villamagna todos sus informes después de haberlos filtrado, y tirarlos más tarde a la basura.

En cuanto a los monjes, sabía que el hermano Magí pasaba casi todo el día en el convento de las corazonianas, trabajando junto a la hermana Domitila. Sería suficiente con reunirse con ellos una vez cada dos días para controlar sus avances, a no ser que nos convocaran puntualmente por haber descubierto algo espectacular, cosa de la que dudaba.

Ya estábamos solos Garzón y yo, como siempre, como quizá hubiéramos debido estar desde el principio en aquel caso con demasiada participación foránea. Me puse frente a él y le sonreí.

– ¿Vamos al albergue donde dormía Eulalia Hermosilla, Fermín?

– ¡Cielos, ni siquiera recordaba el nombre de esa mujer, han pasado tantas cosas…!

– Me apena que diga eso, al final esa mujer ha resultado lo menos importante de todo este embrollo. Da la impresión de que hasta la pata del santo, como usted le llama, haya sido más crucial.

– Ya sabe cómo funciona la frivolidad del ser humano, el mero análisis cuantitativo: hay más mendigas que patas de santo.

– En eso lleva muchísima razón -dije, y me eché a reír.

La directora del albergue no parecía contenta teniendo que recibir a la policía por enésima vez. Me puse en su lugar, había hablado con los Mossos d'Esquadra al principio del caso, con nosotros después, y varias veces con componentes del operativo que buscó a la testigo. Sin enfadarse, pero apelando a nuestra prudencia, se abrió de brazos para afirmar:

– Señores, de verdad, ya no sé qué esperan encontrar aquí. En el albergue no se ha presentado nada nuevo con respecto a la pobre Eulalia. Nadie ha reclamado el cadáver, y si tiene algún familiar que se haya enterado de su muerte, se ha hecho el sueco para no tener que cargar con los gastos e incomodidades del entierro.

– ¿Van a enterrarla ya?

– El juez dio ayer la autorización.

– Este juez va por libre -soplé en la oreja de Garzón. Luego pregunté-: ¿Se celebrará alguna ceremonia?

– Como Eulalia no figuraba como practicante de ninguna religión, la incinerarán en Collserola, leyendo un texto laico que tenemos escrito para esas ocasiones. Suelo ir yo, o alguien de Servicios Sociales, y hacemos un pequeño acto de despedida. Puede asistir la gente del albergue que lo desee, aunque no son muchos generalmente. En el caso de Eulalia no sé, vendrá su amiga Lolita, quizá los que cenaban en su misma mesa…

– Asistiremos nosotros también -prometí en un arranque solidario.

– Pues de verdad que se lo agradezco. En algunos momentos, viendo las reacciones de las personas en general, parece que piensen que nuestro trabajo de ayudar a los sin techo es más bien un crimen que un bien social.

– ¿A Lolita ya la han interrogado?

– Varias veces, y la pobre no ha sabido decir nada coherente.

– Sí, recuerdo haberlo leído en los informes. ¿Qué tipo de mujer es?

Su boca dibujó una sonrisa amarga. Cabeceó y dijo con voz desencantada:

– ¿Y usted qué cree, inspectora? Pues como todos los que vienen aquí, una ruina. Ha sido alcohólica durante casi toda la vida, ahora hemos controlado que no beba con un tratamiento médico, pero tiene el cerebro y el hígado deshechos, y casi sesenta años. Es decir: ningún futuro.

Me chocó su dureza, pero era simplemente una profesional que se expresaba con rigor.

– ¿Está hoy aquí?

– No, un día a la semana pasea unos perros de la protectora. Ya ve, aún puede ayudar a los que son más desgraciados que ella. Pero mañana puede verla después de la incineración, estoy segura de que vendrá; aunque no espere mucho de la conversación, su capacidad de comunicación está muy dañada.

– ¿Podríamos llevarnos una copia del expediente de Eulalia Hermosilla?

– Sí, esperen un momento.

Garzón y yo nos miramos al quedarnos solos.

– ¿De verdad vamos a ir al entierro de esta señora?

– No venga si no quiere, Fermín. Yo sí asistiré.

– Yo voy donde usted vaya; pero le advierto de que será triste, sobre todo en contraste con el funeral del hermano Cristóbal. Ya ve, ambos víctimas del mismo hijoputa, pero sus exequias serán tan diferentes como fueron sus vidas.

– No estoy tan segura. Los dos llegaron por vías distintas a la máxima simplicidad existencial, que es donde se supone que está Dios.

– Me veo incapaz de captar lo que quiere decir.

– Olvídese, son cosas mías.

Regresamos con el expediente a comisaría y pasamos la tarde revisándolo al igual que los informes sobre los interrogatorios sucesivos practicados en el entorno de Eulalia Hermosilla. Al día siguiente acudimos al crematorio de Collserola.

El subinspector estaba en lo cierto, el ambiente de aquel acto fúnebre nada tenía que ver con las cohortes angélicas de cantantes que habían actuado en loor del fraile de Poblet. Sin embargo, la directora del albergue hizo lo que pudo. Leyó un texto, el mismo que siempre leía en caso de defunción de alguien solitario, y lo hizo de modo sobrio y digno. En él hablaba de la dureza de la vida, del merecido descanso final en el que todos acabaremos, y glosaba las virtudes de la finada, que eran todas de índole muy general: resignación, solidaridad y valentía. Luego sonó una música enlatada, probablemente de Bach, y se guardó un minuto de silencio. Casi no asistió nadie: la directora, uno de sus ayudantes, un par de vejetes con pinta de despiste y la que debía de ser Lolita, que lloraba con gran sentimiento.

A la salida, Garzón me dijo en voz baja:

– Mire, yo no soy creyente y los curas me caen fatal; pero hay que reconocer que la Iglesia católica esto del estiramiento de pata lo tiene muy ensayado: música, promesas de otra vida mejor, rituales con vestimenta y copón… estoy por poner en el testamento que quiero convertirme después de muerto para que me dediquen todo ese boato. No se puede comparar con esta cosa tan desustanciada.

– Dese prisa, Lolita se nos está escapando.

Saludamos brevemente a la directora y salimos pitando tras la mujer, que caminaba a toda velocidad, ya en la calle. Era alta y enjuta, con el pelo muy corto y teñido de un imposible color limón. Tenía la cara devastada por unas arrugas profundas que no correspondían a sus apenas sesenta años y, con toda seguridad, en algún momento del pasado había sido hermosa. Al llamarla por su nombre se volvió y nos dejó ver sus ojos abotargados por el llanto.

– Lolita, espere un momento. Somos de la policía y queremos hablar un rato con usted.

– La policía, la policía, pero Eulalia se murió.

La dicción de sus palabras era confusa y la mirada se le perdía levemente en el vacío. Intenté que me prestara atención.

– No se murió, la mataron; y nosotros queremos saber quién fue.

– Déjenme en paz, quiero ir a dar un paseo.

Nos volvió la espalda y empezó a caminar. La seguimos. Entonces le dije:

– ¿Es verdad que usted cuida de unos perros, Lolita?

Se paró en seco. Algo parecido a una sonrisa se instaló en su boca mustia.

– Me quieren y esperan a que llegue y, cuando me ven, mueven el rabo como unos locos.

– ¿Por qué no viene con nosotros y tomamos un café?, así nos cuenta cómo se llaman los perros, por qué sitios los lleva a caminar…

Aceptó tras una mínima hesitación. Garzón me miró, felizmente sorprendido, habíamos encontrado una pequeña puerta por donde entrar. Subió a nuestro coche y conduje hasta la primera cafetería, grande e impersonal, sin hacer ningún comentario. Una vez allí, me di cuenta de que, incluso en la discretísima Barcelona, la gente miraba a nuestra invitada con curiosidad. Tenía un aire lo suficientemente ausente como para resultar llamativo. Sentados a la mesa, pude observar con más detenimiento hasta qué punto Lolita era una mujer zurrada por la vida. Pedimos café y ella preguntó si podía beber un capuchino. Sentí piedad al verla abrir los ojos con felicidad ante la taza espumeante y olorosa. Como no quería correr el riesgo de que se sintiera utilizada y huyera con la misma facilidad con la que había aceptado venir hasta allí, la previne.

– Le haremos preguntas sobre Eulalia, no se vaya a creer; pero antes me gustaría de verdad que nos contara todo eso de los perros. A veces yo también he pensado que debería prestar mi ayuda a una protectora.

– Puedes ir a la misma que yo. Tratan a los perros muy bien, están sueltos y tienen mucho espacio para jugar. Yo voy dos veces a la semana y me llevo un grupito a pasear.

– ¡Es una idea magnífica! ¿Y no se pelean entre ellos?

– No, son amigos. Los perros son mejores que las personas.

– Sin duda. No hacen daño sin motivo y nunca se les ocurriría asesinar a nadie.

– Eulalia era mi única amiga y la asesinaron dos hombres; ahora ya sólo tengo a los perros.

La señal de alarma repercutió en el ritmo de mi respiración. Miré a Garzón, como pidiéndole que fuera cauteloso y me dejara hacer.

– ¿Fueron dos hombres, tú los viste?

– No. Un día ella me dijo que se iba a largar porque dos hombres la buscaban.

– ¿Te contó quiénes eran?

– No.

– ¿Y por qué la perseguían?

– No. Estaba muy asustada, la pobrecita.

– ¿Por qué no le dijiste eso a la policía?

– Ella me advirtió: cállate la boca o también irán a por ti. Pero ahora ya me da igual, porque han quemado su cuerpo y no queda nada de ella.

– ¿Te contó algo más?

– Tenía mucho miedo. Y al final, la pobre está en el Paraíso, dijo que la llevarían al Paraíso. Y en el Paraíso sólo entran los perros y la gente como ella y como yo, o sea que allí estará, esperándome hasta que me muera.

Me encontraba emocionada por el dramatismo de sus sencillas palabras. Tragué saliva para preguntarle:

– ¿Y cómo es la gente como vosotras, Lolita?

– Gente que no nos quiere nadie y que nosotros tampoco queremos a nadie.

– Pero tú tienes a los perros.

– A los perros, sí. Y tenía a Eulalia, pero ahora ya no.

– ¿Te dijo cómo eran esos dos hombres: jóvenes, viejos, fuertes, con aspecto de trabajadores o de gente de mal vivir?

– No me dijo nada de eso, sólo dos hombres.

– ¿Te dijo si eran los mismos que había visto cargando con el cuerpo del santo del convento?

– No, no me dijo nada de eso, sólo dos hombres.

No tenía tantas dificultades de comunicación como nos habían advertido. Yo la había entendido perfectamente. Mientras me miraba como una niña desvalida, con el labio superior manchado por la espuma del capuchino, me pregunté si sería necesario brindarle protección policial. Alguien podía habernos seguido, estar viéndola con nosotros en aquellos mismos momentos. Miré alrededor en un reflejo poco meditado. Ninguno de los clientes me pareció sospechoso. Era difícil tomar aquella decisión: ponerle un agente de custodia significaba señalarla con el dedo. Si estaban vigilándola pensarían que podría habernos facilitado algún dato comprometedor. Mantenerla encerrada en el albergue se me antojaba casi imposible. Suspiré con preocupación.

– ¿Sabes qué deberías hacer, Lolita? No salir demasiado del albergue estos días. O a lo mejor nosotros podríamos ponerte en un hotel hasta que encontremos a esos dos hombres. Incluso te diré que, hasta que los pesquemos, sería mejor que no fueras a pasear a los perros.

Su sonrisa tétrica volvió a aflorar.

– Yo siempre voy adonde quiero y hago lo que quiero porque nunca tengo miedo. Y ahora tampoco tengo miedo. Voy a hacer las cosas como cada día, y a los perros no pienso dejarlos tirados.

Aquella mujer no tenía el cerebro dañado, de eso podía dar fe. Probablemente la determinación con la que hablaba demostraba hasta qué punto le funcionaba bien, quizá mejor que a muchos de sus conciudadanos, integrados y aparentemente felices. Saqué cincuenta euros de mi cartera.

– Toma, Lolita, ¿puedes hacerme un favor?, cómprales algo a los perros de la protectora. Pienso, o galletas… ¡yo qué sé!, cualquier cosa que tú sepas que les puede gustar. Así empiezo ya a hacer algo por ellos.

– Les compraré unas barritas de chuchería que les gustan mucho. Con este dinero tengo para un montón de días.

Se metió el billete en el bolsillo, con una mano que agitaba siempre un ligero temblor. La vi marchar, encorvada y huesuda, con su pelo amarillo como última señal consciente de identidad. Noté una opresión dolorosa en el pecho. A mi lado, Garzón preguntó:

– ¿Cree que de verdad les comprará algo a los perros?

– Seguro que sí; y si no, me da igual.

– ¡Usted y su dichosa piedad por los débiles!

– El que no sienta piedad es un monstruo, Garzón, o tan imbécil que no merece vivir.

– ¡Toma!, mucha piedad, pero los gilipollas al paredón.

– Como debe ser. Y ahora invíteme a una copa, que me ha quedado mal cuerpo.

Regresamos al interior de la cafetería y pedí un dedito de whisky. Lo apuré de un solo trago. El calor artificial hizo su efecto benefactor. Garzón pensó en voz alta.

– Dos hombres, dos hombres que la perseguían.

– ¿Qué le parece?

– No sé el crédito que se le puede dar a una mujer que dice al mismo tiempo que se irá directa al paraíso. Sobre todo considerando que no era religiosa.

– Los dos tipos que se llevaron al beato fueron a por ella y la mataron. Era la única que los vio.

– Dos tipos.

– Sí, dos asesinos en serie, según la versión que le gustaría a la oficialidad.

– Quizá dos gemelos: «Los gemelos paranoicos».

– Es como el nombre de un grupo musical.

– Sí, podemos ofrecerle la idea a Villamagna, seguro que a los periodistas les encantará.

Me eché a reír. Para el humor no hay nada sagrado, y por eso resulta la medicina ideal contra todos los males.

– ¡Andando, Fermín! Quiero que volvamos a interrogar a todos los vecinos que vieron a Eulalia cerca de la calle Escornalbou.

– ¿Por qué iría esa pobre mujer a la calle Escornalbou y no se movió de allí?

– Es una buena pregunta. Y me apuesto una cena a que le encontramos contestación.

– Apueste cincuenta euros, que los ha perdido ya.

– ¡Parece mentira lo gurrumino que es usted!

– ¿Gurrumino, gurrumino yo? No soy malgastador, que es bien distinto. Porque darle cincuenta euros a una sin techo para que les compre golosinas a unos perros de perrera es como tirarlos por la ventana.

– ¿Sabe lo que le digo, Fermín? Cuando después de muertos lleguemos al Paraíso del que hablaba Eulalia, ¿sabe lo que encontraremos allí?

– Ni puta idea.

– Pues nos encontraremos con que Dios, sentado en su trono, es un homeless total: túnica raída, pelos enmarañados, sandalias que necesitan una reparación… y a su alrededor ¿sabe qué tendrá?

– No se me representa.

– Perros, un montón de perros: mestizos, de raza, grandes, pequeños, feos, guapos, peludos, atigrados… perros a mansalva. Y justamente ese Dios será quien nos juzgue y decida quién entra en su reino.

– Entonces seguro que a usted le adjudicará la suite nupcial.

– Y a usted lo mandará al cuarto de los trastos.

– ¡Vaya, ya me tocó! Eso me pasa por hablar.

– Por hablar demasiado, querrá decir.

Marcos me invitó al mejor restaurante de la ciudad, eso dijo, para celebrar que los planos del hotel habían sido aceptados por fin. Estaba contento, y yo también. Comimos una deliciosa crêpe con tres tipos de setas y un pescado al horno elaborado con toda sabiduría. Yo me había arreglado primorosamente y me sentía casi guapa, y a él le relucían los ojos bordeados de pestañas espesas y largas como un telón teatral. Tuve conciencia por un momento de que formábamos una pareja madura bastante atractiva, y al mismo tiempo reflexioné sobre lo lejos que estábamos de ser un matrimonio tradicional. Estaba segura de que era yo quien no coincidía con las estructuras más usuales, probablemente debido a mi trabajo. A la manera de ser y modus vivendi de mi marido le hubiera correspondido otro tipo de mujer, una mujer con una actividad más enclavada en el eje social. Pensaba en una abogada de prestigio, una profesora de universidad o una pintora. Aunque en realidad, cualquier profesión le hubiera ido bien a Marcos. El problema se planteaba cuando el enunciado era al revés: ¿qué profesión es la ideal para el cónyuge de un hombre o mujer policía? A mi entender, ninguna, absolutamente ninguna quedaba bien. Entre mis compañeros varones abundaban las esposas que eran parvulitas, trabajaban en bancos o regentaban un comercio. Sin embargo, los maridos de las inspectoras pertenecían casi siempre al entorno policial: forenses, jueces de instrucción, funcionarios de prisiones… si no eran directamente del Cuerpo. A mí, la posibilidad de casarme con un colega me había puesto siempre los pelos de punta. No podía concebir una sobremesa con un tipo que te habla de las neuras de su comisario o, mucho peor, te comenta las incidencias del caso que tiene encomendado. Por eso y por otras muchas cosas allí estábamos Marcos y yo, unidos por la ley, pero separados por los tan diferentes universos de nuestros trabajos. Él parecía llevarlo bien, pero yo no podía quitarme de la mente la sensación de ser una rareza en su vida. Quizá por eso nunca le contaba nada de las investigaciones, aun arriesgándome a que tomara mi hermetismo como una falta de confianza en su discreción.

– ¿En qué estás pensando? -me preguntó de pronto.

– No sé, se me había ido el santo al cielo.

– ¿El caso del monje?

– ¡No! -exclamé riendo-. Estoy tan harta de ese caso que me fuerzo a no pensar en él. Pensaba en Garzón -mentí.

– Si no le conociera a fondo estaría celoso. Pasas más tiempo con él que conmigo.

– Le ha cambiado un poco el carácter.

– ¿Para bien o para mal?

– Para bien, supongo. Desde que está enamorado no le afectan tanto los reveses del servicio. No creo que eso incida negativamente en la calidad de lo que hace; pero produce el efecto de que le apasiona menos trabajar.

– Siempre he pensado que el amor es menos versátil en el hombre que en la mujer. Las mujeres podéis amar muchas cosas, y cada una de un modo diferente. Sois capaces de amar el trabajo, a los niños, a los animales, a la pareja… Los hombres es como si tuviéramos una cantidad limitada de amor, y todo del mismo tipo. Por eso lo que pones aquí lo quitas irremediablemente de allá.

– Pues no me hace maldita gracia oír eso.

– ¿Por qué?

– Porque tú amas muchísimo tu trabajo, de lo cual se infiere que a mí…

– ¡Alto ahí! Tú eres lo primero, lo único, lo más importante. El trabajo era antes básico para mí, y ahora lo contemplo como un medio de subsistencia, muy grato, sí, pero prescindible si tuviera que hacer una elección. Es más, a veces he llegado a pensar que trabajo para no entorpecerte mientras lo haces tú, como una especie de entretenimiento mientras no estás en casa.

– ¡Basta, basta!, porque de verdad no sé si me estás tomando el pelo.

– Debes ser la única mujer del mundo que rechaza las declaraciones amorosas.

– Soy pudorosa, ya me conoces.

Me llenó la copa de un excelente cava y me propuso brindar.

– Por el pudor, el amor y el trabajo.

– Y por la Policía Nacional -añadí en tono de broma.

– Oye, Petra, poniéndonos menos teóricos. Se me ha olvidado decirte que el próximo fin de semana viene de Londres mi hijo mayor.

– ¿Viene Federico?

– Tiene una semana de vacaciones y quiere pasar un par de días con nosotros.

– Bien, así lo conoceré mejor. Nunca nos hemos visto de modo tranquilo.

– Ya sabes que tiene un humor un tanto especial.

– Me gustan los irónicos, no te preocupes. ¿Se lleva bien con sus hermanos?

– Se quieren mucho. A los gemelos les toma el pelo sin compasión, pero ellos se defienden. Y en cuanto a Marina… bueno, la diferencia de edad ha propiciado que se adoren mutuamente.

– ¿Hay que hacer algo extraordinario?

– No, nada, el sábado saldremos a cenar.

En realidad, no me pareció una noticia baladí. Ahora que había logrado un equilibrio convivencial con los tres pequeños, llegaba el enigmático mayor. En fin, la vida de mujer casada con un padre reincidente se veía jalonada de dificultades que era necesario sortear. Veríamos cómo se me daba un chaval de diecinueve.

Aquella comida de celebración había sido maravillosa, pero en cuanto empezó la tarde de trabajo la maldije mil veces. Y no porque algo me hubiera sentado mal, sino por el contraste tan hiriente que supuso volver a la realidad del caso. Garzón, que había comido un menú en La Jarra de Oro, no se veía obligado a adecuar su mente a lo cutre, como me pasaba a mí. No le había informado de que mi mediodía sería especial; de modo que me miró con cara de aburrimiento latente y dijo:

– Inspectora, ya tengo la lista de los tíos con los que hablaron los compañeros en la calle Escornalbou. Cuando quiera nos largamos para allá.

Aquel somero informe fue un trallazo inmisericorde para mi sensibilidad, adormecida por los placeres de la mesa y la conversación amorosa. Como una artista interrumpida en pleno acto creativo, dejé caer las palabras con indolencia trágica.

– Bien, Fermín. Vaya a buscar usted el coche, por favor.

Ahora sabía qué sentía Beethoven cuando, liado con la Heroica, su asistenta le preguntaba qué quería para cenar.