172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

13

Tenía aún la sensación de que los efluvios del magnífico borgoña que habíamos tomado en la cena rondaban por mi cabeza, cuando el teléfono sonó. Miré de reojo el despertador. Eran las siete de la mañana y Marcos ya no estaba en la cama junto a mí. Para colmo de desgracias concatenadas, quien llamaba era Garzón. Respondí con escaso entusiasmo.

– ¿Qué demonio pasa, Fermín?

– Cagada mayúscula, inspectora.

– Dígame de quién antes de cuál.

– Del juez Manacor.

– ¡Adelante, no me haga preguntar cada vez!

– El muy lechuguino ha prohibido a un periodista que publique una información relativa al caso de la momia. Claro que el cretino del plumífero se lo buscó, porque no se le ocurrió nada más que pedirle permiso para la publicación, como ya hay secreto de sumario…

– ¿Qué tipo de información era?

– Nada, una gilipollez, una entrevista con el puto hermano de la pobre Eulalia, que habrá cobrado un pastón por no decir nada. Pero al inexperto del juez nadie le ha advertido de que se le va a echar toda la prensa encima.

– ¿Piensa que eso nos concierne?

– Estaremos sometidos a más presión mediática que nunca cuando pensábamos estar tranquilos.

Hubo una pausa por su parte, un silencio por la mía. Un tiempo muerto para los dos.

– Inspectora, si no me pregunta nada, ya no sé qué más decirle. Dígame algo usted.

– Que los follen.

– ¿A quiénes?

– A todos.

– Eso es una declaración de principios, pero ¿desde el punto de vista práctico?

– Nosotros seguiremos haciendo nuestro trabajo exactamente igual que siempre.

– ¿Y si aparecemos en la primera página?

– Iré a la peluquería para estar presentable.

– Bien -se limitó a comentar-. ¿A qué hora llegará a comisaría?

– En cuanto consiga levantarme.

– Bien -repitió con toda seriedad. Y colgó.

Conseguí a duras penas ponerme en pie. Me puse una bata y busqué a Marcos. Lo encontré en la cocina, perfectamente arreglado, listo para desayunar.

– ¿Por qué madrugas tanto hoy?

– Es casi la misma hora de siempre, lo que ocurre es que tú estás muy perezosa.

Llevaba razón, me sentía como se sentiría una zombi en caso de existir. Me restregué los ojos y me senté. Marcos puso delante de mí una taza de café que le agradecí en silencio.

– Hoy me espera un día muy movido -dijo-. Parece absurdo, cuando el gran trabajo de preparación de las obras está por fin culminado, entonces llega el momento de ponerse a trabajar de verdad.

– Por lo menos tú sabes lo que te espera. Eso es mucho más de lo que yo puedo decir. En este momento, si me preguntaran en qué punto de la investigación estamos, no sabría qué contestar. Además, todo me suena rarísimo de pronto, como si los acontecimientos se produjeran a kilómetros de aquí.

Marcos me cogió una mano y me miró intensamente con sus bonitos ojos.

– Petra, nunca me atrevo a decirte esto porque temo que lo tomes a mal; pero quiero que sepas que si en algún momento te cansas de tu trabajo, que si por alguna razón decidieras dejarlo… bueno, yo te apoyo sin ninguna duda. En realidad no necesitamos tanto dinero para vivir, y yo siempre estaré a tu lado en cualquier decisión que tomes.

Bebí un sorbo de café, le di unas palmaditas en el hombro.

– Te lo agradezco de verdad. Es bueno saber que en cualquier momento puedes permitirte el lujo de enviarlo todo al cuerno, momias medievales incluidas.

Me dio un beso en los labios y se marchó a toda velocidad. Me quedé sola en la cocina cómoda, tibia, agradable. El olorcillo del café empezó a reconfortarme. ¿Sería positivo para mí dejar la policía? Todo aquel discurso de Garzón sobre la pertenencia absoluta de nuestras almas al Cuerpo Nacional no dejaba de ser una mixtificación. Nadie ha nacido para desarrollar una función de modo exclusivo y absoluto. Las circunstancias de la vida y, sobre todo tu propia personalidad, son lo que te lleva a enfrascarte en algo con vehemencia mayor o menor. En realidad, aquel que hace de su ocupación profesional algo tan trascendente como para copar buena parte de su vida, es porque tiene carencias en otros campos de ésta. ¿O no? Teorías, teorías, como diría Garzón. ¿De qué sirven las teorías si después de elaboradas, uno es incapaz de obrar según las mismas? ¿Quería dejar de ser policía? ¿Qué haría durante el resto de mi existencia? Se me ocurrían muchas cosas apreciables: leer más horas diarias, visitar a los amigos, estar en compañía de Marcos, tomar el sol, comprarme varios perros a los que sacaría a pasear, disfrutar de mis hijastros cuando vinieran a vernos… claro que había que contar con que los demás tienen sus propias vidas, sus quehaceres, su orden de prioridades… Por ejemplo, en una mañana como aquella… en una mañana como aquella podía salir, ir de compras, comer con una amiga y esperar, esperar a que Marcos llegara, a que alguien me llamara… esperar. Me levanté y me preparé una tostada, la unté con mantequilla. Esperar no era una de las actividades que se me daba bien. Incluso podía decir que era algo que detestaba. De hecho, me molestaba incluso esperar mi turno en una tienda o la llegada de un autobús. No, no me apetecía nada ocupar el hueco que las personas amadas hicieran para mí. Quería ser protagonista de mi propia vida, y eso pasaba por hacer lo único que sabía: investigar. Me levanté y volví al dormitorio. Me miré en el espejo y vi a una mujer de mediana edad que, vestida con una bata de rayitas azules, se preguntaba qué hacer durante el resto de la jornada. Entré en la ducha con gesto decidido y a medida que iba poniendo jabón sobre mi cuerpo desnudo y frotándolo después, notaba cómo una energía casi demoníaca me invadía por completo. ¡Podía prepararse aquel maldito asesino destripador de momias! Lo atraparíamos, así se llamara Caldaña o Luis Candelas. Ahora sí que iba a ir a por él aunque me costara la salud mental, el matrimonio, la hacienda, la paz.

Apenas me hube vestido, sonó el teléfono de nuevo, y de nuevo era Garzón.

– Inspectora, ¿dónde está?

– A punto de llegar a comisaría. ¿Ha pasado algo?

– Sí. Pero la verdad es que me da hasta corte decírselo.

– No le entiendo.

– Inspectora, ahora fray Ambrosio es manco también. Ha aparecido una mano en el club de tenis de Horta. Y no hace falta ni que lo piense, es uno de los lugares donde había una iglesia convento románicos quemados durante la Semana Trágica. Ya he consultado con los expertos. Se trata de la iglesia de San Juan, erigida en el primer cuarto del siglo XX y perteneciente a la Noble Casa de Cortada. Ya ve que hasta me lo he aprendido de memoria. La quemaron durante la semanita de marras y en 1912 pasó a manos de dicho club.

– ¿Dónde está usted?

– Iba a dirigirme al lugar del hallazgo, en la calle Campoamor, pero…

– Pero ¿qué?

– ¡Dios mío, inspectora, la comisaría está en estos momentos como una olla de grillos! Coronas se ha puesto histérico, el psiquiatra ha sido informado y dice que nuestro asesino está dando señales de alarma antes de a lo mejor volver a matar. Villamagna está intentando contener a los periodistas que andan prácticamente amotinados. Yo casi le aconsejaría que se diera media vuelta y nos viéramos en Horta.

– Deme la dirección exacta. Y avise a los de la Científica, un poco más de animación no nos vendrá mal.

La mano del beato estaba metida en una bolsa de papel de estraza y la había encontrado el primer vecino que salía por la mañana a trabajar, cruzando frente a la puerta del club de tenis, cerrado aún. Ni siquiera la miré. Los compañeros de la Científica habían llegado antes que yo y se encontraban buscando algún indicio que pudiera reseñarse, si bien con escasas esperanzas. Todo parecía haber seguido el mismo sistema que en las ocasiones anteriores, y en éstas la asepsia absoluta había sido la característica principal. Los habitantes de las cercanías aseguraban que aquella calle no estaba transitada por las noches. Eso significaba que probablemente la mano siniestra debía llevar tiempo allí, o quizá algunos vecinos habían entrado y salido de sus casas sin haberla advertido.

Me acerqué al inspector científico y lo interrogué con la mirada. Se encogió de hombros con aire de impotencia.

– Estamos recogiendo pelos y un par de colillas, pero en un lugar donde pasa tanta gente… no tiene mucho sentido, la verdad. Cuando llevemos la mano al laboratorio te diré algo, pero ni siquiera han terminado los análisis del último pie. De momento, por lo que he visto, el proceso es el mismo: tajo limpio con un instrumento muy afilado y muy grande. Así que ya ves el panorama.

– Ya lo veo, ya.

– Quizá cuando le corte la cabeza al santo tengamos más superficie para explorar.

Aprecié su tétrico sentido del humor, tan del país. Pero a aquellas alturas mi teléfono móvil se había convertido en una atracción de feria que no dejaba de emitir pitidos y mensajes posteriores.

– ¿No piensa contestar? -me preguntó el subinspector.

– No, que sigan grabando aullidos y denuestos, que es lo que deben de estar haciendo. Déjeme su teléfono, voy a llamar desde él. Así les dejo margen a mis acosadores para que continúen con su labor.

Marqué el número del hermano Magí, que me contestó enseguida con su voz tranquila de intelectual conectado con la divinidad.

– Hermano, ¿cómo lo llevan?

– Hemos avanzado, inspectora, no crea que no, pero la cosa requiere cierta morosidad. Ya tenemos varios documentos en los que figura el tal Caldaña, pero claro, lo que necesitamos es una pista que nos lleve a la familia en sí: domicilio, procedencia, cuál era su profesión… y para eso hace falta revisar todavía muchos archivos; suponiendo que esos datos estén consignados en alguna parte, naturalmente.

– Sigan, y si es necesario dediquen más tiempo, por favor. Acaban de encontrar una mano cortada del beato.

Quería ver cómo reacciona alguien que no puede soltar tacos ni renegar cuando recibe una noticia muy impactante. Me decepcioné un tanto, porque el monje hizo lo que hacemos todos en muchas ocasiones: recurrió a Dios.

– ¡Dios mío, Dios mío! -dijo y se preguntó-: ¿Cuándo acabará esta pesadilla?

Pero yo estaba convencida de que la auténtica pesadilla ya había acabado. No creía en absoluto que el asesino se propusiera matar de nuevo. No, todo aquello era un juego que, teóricamente, debía llevarnos hasta él. Además, según la línea de investigación que sustentaba nuestros movimientos, el móvil de toda la historia no había sido otro que robar la momia y llamar la atención. No iba a dejarme presionar en ese sentido, si teníamos prisa era por la dimensión pública que el caso había adquirido, no porque existiera riesgo de nuevas muertes.

Así se lo dije al comisario Coronas; pero la firmeza con que lo hice no me libró en absoluto de su desabrida reprimenda.

– Petra, esto no puede seguir así, aunque no haya otros crímenes, con dos ya tenemos más que suficiente para que se haya organizado un circo en toda regla. Y encima usted sabe que pasamos sobre arenas movedizas: la Iglesia, un apellido conocido en la sociedad barcelonesa…

– Señor, estamos haciendo lo humanamente posible.

– Pues no es ésa la sensación que se tiene. ¿Ha leído los periódicos? Por culpa del juez ahora estamos en el punto de mira con mucha más virulencia. Tanto es así, que he pedido al juzgado que levante el secreto del sumario y la prohibición de informar a ese periodista en beneficio de la investigación. Pero a mí todo esto me importa un cuerno, ¿comprende?, un cuerno; lo que de verdad está haciendo daño es la imagen policial que estamos dando. Esto dura demasiado ya. ¡Por lo menos al principio me pedía operativos especiales! ¿Qué pasa ahora, a qué viene semejante parón?

– Señor, usted ha seguido los informes día a día y sabe en qué punto exacto estamos.

– Sí, lo sé, y me parece un punto muerto.

– Pero no lo es. ¿Cómo decirlo? Estamos en un caso con contexto histórico y hemos recurrido a procedimientos de investigación histórica para resolverlo; pero eso lleva tiempo, claro está. La historia es cuestión de siglos; lógico es pues deducir que nuestra metodología se desarrolle con cierta lentitud. En realidad hemos escogido un sistema idóneo para el caso.

– ¿Eso significa que si estuviéramos investigando el asesinato de un corredor de fórmula 1 iríamos a toda leche?

– No, señor, hablo en serio; piense en las largas misiones de los arqueólogos, en todos los años que se invirtieron en descifrar la piedra Rosetta.

– ¡Cielos, Petra!, ¿quiere que esto se convierta en «el eterno caso del 2008» y que sea dentro de tres generaciones cuando encuentren al culpable? No me imagino a quién podrá entonces inculpar el juez.

Que hiciera chistes sobre la situación me tranquilizó bastante. Y no me equivoqué, después de masajearse varias veces los ojos en un gesto muy suyo, dijo por fin:

– ¿Sabe qué le digo? Quizá no sería mala idea que le contara todo eso a Villamagna y que él se lo soltara a los periodistas. Por lo menos tiene cierto argumento de novela; seguro que les gusta y nos dejan un rato tranquilos.

– ¿Y el juez?

– ¡Me la sopla el puto juez! Ya nos ha creado bastantes problemas. Voy a ir a verlo ahora mismo. Usted haga lo que le digo.

Había salido con bien del encontronazo; lo cual demuestra que el viejo adagio «Se saca más lamiendo que mordiendo», encerraba sabiduría y razón.

A Villamagna aquella historia de los métodos arqueológicos le pareció una especie de copla pasada de moda.

– ¡Joder, Petra. Le estáis echando un morro a la cosa…! Te aseguro que yo soy un plumilla y se me planta delante el portavoz de la poli con ese cuento de la piedra Rosetta y lo mando a…

– ¡No me digas dónde lo mandas, ahórramelo! Al fin y al cabo son órdenes del jefe; de modo que tú verás.

– ¡Hostias! Primero el rollo psiquiátrico, ahora el histórico. Me veo diciendo a los colegas de la prensa que informen sobre oceanografía o sobre setas venenosas.

– Bueno, tío, pues así van haciendo cultura las masas, ¿o el que lee la crónica de sucesos siempre tiene que estar instalado en lo cutre?

Se fue muy poco convencido, pero asegurando que por él no iba a quedar. Yo suspiré profundamente. Bien, sorteados los escollos internos durante un tiempo, llamé a Garzón.

– Vaya usted a la Biblioteca Balmesiana y supervise un poco lo que están haciendo los dos eclesiásticos. No me gustaría nada que estuvieran perdiendo tiempo en cosas no demasiado fundamentales.

– ¿Y usted?

– Yo iré a echar una mano a Sonia y Yolanda. Quiero ver cómo llevan el asunto de los Caldañas.

– ¿Y no podríamos hacerlo al revés? Usted se maneja mejor en asuntos culturales y yo la supero en el pateo callejero.

– Es posible; pero con lo nerviosa que me ha puesto el comisario, no sería capaz de encerrarme ahora en una biblioteca.

– Usted manda.

Las chicas estaban en el barrio del Carmelo. Según me contaron, había allí una familia Caldaña cuyo patriarca era albañil. Quedé con ellas en la Teixonera y las invité a entrar en un bar.

– ¿Cómo vais?

– ¿No ha leído los informes?

– Muy por encima.

– Llevamos un montón de Caldañas sin que haya nada que reseñar.

Yolanda cargaba con un ordenador extraplano en el bolso y lo colocó sobre la mesa, junto a su vaso de coca-cola. A su vez, Sonia sacó una libreta bastante usada y le espetó:

– No hace falta que enchufes eso, mujer; que yo ya lo llevo todo apuntado. Son ganas de gastar batería.

Por primera vez estuve de acuerdo con su criterio. Empezó a pasar páginas llenas de anotaciones. Miré con detenimiento a las dos jóvenes policías. Debían haberse levantado muy temprano, porque tenían aspecto descuidado y no se habían pintado los ojos como era su costumbre. En el fondo me hicieron gracia, tan jóvenes, tan lindas, las dos con los problemas personales propios de su edad, su vida privada y sin embargo, preocupándose por una maldita momia, por inquinas y venganzas provenientes de una época de la que no debían ni tener noticia. Yolanda sacó conclusiones frente a mí.

– Si no hace falta ni mirar nada, inspectora, que yo ya me acuerdo. Sospechoso lo que se dice sospechoso, nada nos lo ha parecido. Eso sí, hay tres familias de Caldañas que tienen hijos jóvenes. Están aquí consignadas las direcciones por si usted quiere volver e interrogarlos. Y de todos los Caldaña de la lista nos faltan cuatro por visitar. Así que usted nos dice cómo quiere que lo organicemos.

– Perfecto. Sonia y yo nos vamos a ver qué pasa con esos jóvenes. Tú sigues visitando a los que faltan de la lista.

– A sus órdenes, inspectora -exclamó Yolanda muy imbuida de su papel.

De repente se me ocurrió preguntarles:

– Estáis un poco cansadas, ¿verdad?

Me miraron con curiosidad y se miraron luego entre ellas. Les parecía sorprendente que el monstruo que habitaba en mí se hubiera retirado cuatro pasos dejando entrever un rostro humano. Aun así tomaron sus precauciones. Pude distinguir el gesto que Yolanda le hacía a su compañera como diciendo: «Tú mejor quédate callada».

– Es que todo esto, inspectora, resulta un poco duro de pelar. Estamos trabajando sin saber muy bien hacia dónde vamos. Otras veces, aunque hagas la parte pelmaza de la investigación, tienes unos datos en la cabeza que te ayudan a comprender para qué sirve lo que estás persiguiendo, pero aquí… no sé, todo este rollo de la momia, que si la parten en dos trozos, que si la parten en tres, que si el asesino en serie, que si la venganza familiar… No sé, inspectora, lo cierto es que no entendemos un carajo. Ya sé que nosotras no tenemos por qué controlar todas las partes del caso, pero de verdad le digo que no hay dios que se aclare con esta historia.

– A lo mejor te consuela saber que yo tengo exactamente la misma impresión que vosotras.

– Sí, pero tiene más información. Por ejemplo, algo ha pasado para que de repente empiece a aparecer la momia descuartizada por todos lados, ¿no?

Me quedé un tanto pensativa. Sí, el ritmo de descuartizamiento de la momia de fray Asercio se había acelerado notablemente; pero la sencilla pregunta que se estaba haciendo aquella policía, inexperta aún, ni siquiera nos la habíamos planteado nosotros. Cierto: ¿qué era lo que había motivado aquella proliferación de miembros cercenados? Algo que había sucedido; sin embargo, la dispersión de nuestros esfuerzos había llegado a tal nivel que me resultaba imposible encontrar un armazón consistente en el que cada acontecimiento ocupara su lugar.

– Mi información no es mucho mayor de la que vosotras manejáis. Pero comprendo que resulta frustrante enfrascarse en un compartimento de la investigación sin tener a la vista todo el proceso. Mañana os hago una copia de los informes diarios y les echáis una ojeada, ¿qué os parece?

– Gracias, inspectora Delicado, se enrolla usted un montón -dijo Yolanda utilizando su joven estilo desenfadado. Por su parte, Sonia no hacía sino asentir con una gran vivacidad, lo cual me corroboró mi intuición de que su compañera le había pedido que guardara silencio absoluto ante mí. Bueno, era una medida que no estaba mal. Un plus de prudencia que ni yo misma hubiera sido capaz de romper con otro gesto simpático como preguntar: «¿A ti también te parece bien, Sonia?». No, una sonrisa era suficiente, cualquier otra incursión en el diálogo bordeaba un sinfín de peligros.

Y allá fuimos mi silente compañera y yo, lista de direcciones en mano, en busca de los hijos rebeldes y justicieros de las dinastías de todos los Caldaña de Barcelona. Sonia había tomado tan en serio las recomendaciones de sigilo para conmigo, que no me dirigió la palabra ni una sola vez. Y cuando yo le preguntaba las indicaciones para llegar a alguna de aquellas casas, se limitaba a darlas en una voz alta y sin matices, como si fuera un contestador automático. ¡Dios!, pensé, inútilmente huimos de nuestro destino, aquella chica era capaz de alterar mi sistema nervioso hablando o callada, viva o muerta. Sin embargo, las circunstancias me aconsejaban respirar hondo y comportarme como una persona madura y dueña de su propio control. En aquel silencio tenso como el moño de una bailaora, llegamos a la primera vivienda. Intenté ser lo más telegráfica posible en mis interrogaciones:

– ¿Es aquí?

Sonia afirmó con la cabeza. No estábamos lejos del convento corazoniano.

– ¿Cuántos hijos jóvenes tienen estos Caldaña?

Elevó el dedo índice como ejemplo de unicidad.

– ¿Sabes si tiene trabajo o estudia actualmente?

Se encogió de hombros. Ante su sistema de señales, más que respirar con profundidad tuve que almacenar aire como para hacer una inmersión pelágica. Funcionó. Con un conato de sonrisa por el que me creí merecedora de un premio Nobel de la Paz, le dije:

– Vamos a subir.

Juraría que haber llegado hasta allí sin que mi furia la cubriera de oprobio reconfortó a Sonia y aumentó su autoestima. Paramos en el semáforo, cerrado para los peatones. Una furgoneta nos impedía la visión de la entrada del edificio al que nos dirigíamos, sencillo y bastante viejo. La furgoneta de una frutería. Un hombre alto y fuerte abrió la puerta trasera, lanzó al interior unas cajas de plástico vacías. Había salido de un restaurante. Me quedé un momento pensativa, tanto me abstraje que la fuerza de la costumbre me hizo pensar que tenía al lado a Garzón.

– Oiga, Fermín, ¿le suena de algo esa furgoneta?

El lateral del vehículo estaba profusamente decorado con imágenes de plátanos, fresas y melones. En medio de todas ellas podía leerse: «Frutas y Verduras El Paraíso». El hombre puso el motor en marcha mientras yo seguía embobada. Y en ese momento un relámpago de luz me cegó. Tomé con brusquedad el brazo de Sonia y le dije:

– ¡Corre, corre, Sonia, ve tras él, que no se nos escape!

Como en sueños oí la voz espantada de la chica que decía:

– ¿Pero detrás de quién, inspectora, de quién?

– La furgoneta, la furgoneta -acerté a pronunciar mientras yo misma empezaba una carrera. El hombre, que me pareció joven, se dio cuenta de nuestra presencia y metió la primera acelerando con un chirrido. Puse toda mi fuerza en la zancada, pero era inútil, no podía llegar ni a tocar el vehículo. Paré, resollante y con una furia tremenda dentro de mí. Sin embargo, comprobé cómo Sonia, más joven y más en forma que yo, perseguía a la furgoneta situándose casi a la altura de la ventanilla del conductor.

– ¡Policía, pare, policía!

En un alarde de resistencia y velocidad, echó mano del tirador de la puerta y se aupó a la estribera. El conductor no sólo no disminuyó la marcha, sino que pisó el acelerador a tope. La gente se había parado y miraba extasiada la llamativa maniobra. Yo corría como una loca tras la furgoneta y apenas podía distinguir cómo Sonia peleaba por mantenerse erguida. Entonces aquel bárbaro que iba a al volante empezó a dar violentos frenazos para lograr que la chica se desprendiera y cayera al suelo. Algunos viandantes lanzaron gritos aterrorizados. Cuando casi les había dado alcance, vi con toda claridad cómo por la ventanilla salía un robusto puño que sostenía algún objeto con el que descargó un golpe brutal en la cara de Sonia. Ésta, tras un instante, se desplomó y quedó tendida en la calzada. Saqué mi pistola y gritando «¡Policía, deténgase!» empecé a disparar al aire, ya que hacerlo a las ruedas era peligroso estando en un lugar transitado. Fue inútil, aquel maldito, con un ruido ensordecedor, salió a toda máquina y huyó entre las calles. Desesperada, miré en todas direcciones y vi cómo un mosso d'esquadra se aproximaba a la carrera.

– ¿Quién es usted, qué pasa aquí?

– Inspectora Petra Delicado, de la Policía Nacional. ¿Tiene alguna dotación cerca? -respondí atropelladamente.

– No, inspectora, estoy yo solo, estoy solo.

– Entonces llame a una ambulancia, por el amor de Dios.

Me incliné sobre Sonia. Su rostro estaba tan cubierto de sangre que ni se le adivinaban los rasgos.

– Sonia, ¿estás bien?, contéstame, ¿estás bien?

– Se me ha escapado -dijo con voz débil.

– No te preocupes por eso. Ahora llega la ambulancia, tranquilízate.

– ¿Ha tomado la matrícula? -preguntó.

– No creo que sea necesario; con las frutas del paraíso tenemos bastante.

Al levantar la vista me sorprendí rodeada de curiosos que se arracimaban a nuestro alrededor. Me puse en pie de un salto y troné:

– ¿Se puede saber qué carajo miran? ¡Lárguense, lárguense de aquí!

El mosso d'esquadra se percató de mi nerviosismo y enseguida tomó las riendas de la situación. De modo cortés empezó a movilizar a la gente. Al minuto habían llegado tres dotaciones: policía autonómica, Policía Nacional y Guardia Urbana. Un segundo más tarde estaba allí la ambulancia.

– ¿Adónde la llevan? -pregunté a los enfermeros.

– Al Clínico.

Llamé por teléfono a Yolanda y le ordené que acompañara a Sonia mientras le practicaban las primeras curas. Sólo después debía avisar a su familia. No hizo ni una sola pregunta ni se extendió en comentarios estúpidos. Llamé a Garzón, que se arrancó a hablar inmediatamente sin dejar que lo hiciera yo.

– Inspectora, aquí los eclesiásticos están muy contentos porque parece que han encontrado el expediente del proceso de un tal Caldaña y pone que vivía en L'Hospitalet, así que quizá…

– ¿Quiere escucharme, Garzón? Vaya inmediatamente a comisaría y espéreme allí. ¡Ah, y avise a las unidades móviles que anden cerca del distrito central de que intercepten una furgoneta blanca donde está escrito «Frutas y Verduras El Paraíso». Quiero que retengan al conductor. Y que manden una dotación policial a dondequiera que esa frutería esté.

– ¿Qué ha pasado?

Colgué. Todos mis colegas policías estaban mirándome. El mosso que me había ayudado me interpeló.

– Inspectora, los de la Guardia Urbana dicen que tienen que redactar un atestado porque estamos en su zona, y yo también tendré que informar.

– Ahora no tengo tiempo, señores. Hago un par de interrogatorios y enseguida vuelvo. Espérenme aquí.

Salí con paso atlético hacia el restaurante de donde había visto salir al conductor de la furgoneta. En la puerta estaban dos camareros con mandil observando la escena. Al verme llegar entraron en el local. Los seguí y rápidamente se les unió otro hombre, algo mayor que ellos. Les enseñé mi placa.

– ¿Están aquí todos los que trabajan en este restaurante?

– Falta el cocinero.

Lo hice llamar. Era chino. Todos formaban una fila como si fueran colegiales y me miraban sin atreverse a hablar.

– ¿Quién de ustedes es el propietario? -pregunté. El hombre mayor levantó la mano. Su expresión era de asombro.

– ¿Conoce usted a ese chico de la furgoneta?

Asintió con los ojos muy abiertos.

– Dígame su nombre.

– Es Juanito, el repartidor de la frutería.

– De modo que lo conoce.

– Sí, claro. Viene tres veces por semana a traer el pedido.

– ¿Qué sabe de él?

Su perplejidad aumentaba a cada instante. No era capaz de comprender qué podía haber ocurrido.

– Pues… nada. Creo que es hijo del dueño. Viene, deja el pedido, yo le firmo el albarán, le pago y ya está.

Me volví a la atónita asamblea.

– ¿Alguno de ustedes sabe algo más?

– Es buen chaval -dijo uno de los jóvenes camareros, y añadió enseguida algo espantado por mi interés-: Bueno, yo tampoco lo conozco, pero a veces nos gastamos bromas, ya sabe, lo normal, que si el Barça ha perdido, que si de tanto repartir verdura se te ha puesto cara de tomate, lo normal.

– ¿Le ha contado algo de su vida?

– ¿A mí? -dijo el joven como si fuera demasiado insignificante como para que nadie le confiara algo sustancial-. No, nada, ya le digo, las chorradas, el cachondeo, como con todo el mundo.

– ¿Cuánto tiempo hace que les sirve las verduras?

– Por lo menos cuatro años -respondió el dueño-. Son formales y tienen calidad, buen precio también.

– ¿Y siempre ha venido la misma persona?

– No, a veces viene el hermano, que es de menos edad; pero normalmente viene él.

Observé que el cocinero chino nos miraba sonriendo. Probablemente, metido en la cocina, no se había enterado de la escaramuza exterior, siendo también posible que no hablara ni una palabra de español. Le di una tarjeta al propietario.

– Si hay alguna cosa que hayan olvidado, llámeme.

– ¿Qué ha hecho ese muchacho, nos lo puede decir?

– No lo sé aún -respondí sinceramente, y dando media vuelta, salí.

Justo al lado estaba la casa de los Caldaña que nos disponíamos a visitar. Subí los tres pisos a pie, no había ascensor. Abrió la puerta una mujer de unos sesenta años.

– Soy Petra Delicado, inspectora de policía -la informé.

– ¿Otra vez? -exclamó con genuina preocupación. -Ya vinieron unas policías y le juro que aún no sé por qué. Pero de todas maneras mi marido no está.

– ¿Puedo hablar con usted? ¿Me permite pasar?

Se hizo a un lado. Llevaba un viejo vestido de flores, iba despeinada.

– Déjeme que apague el fuego, estaba guisando. -pidió.

Desde el oscuro pasillo atisbé lo que hacía en la cocina. Se limitó a accionar los mandos de una cocina de gas. Regresó enseguida, me hizo pasar al salón. Era una habitación pequeña, con todas las características de un lugar de clase baja: una estantería sin libros, un televisor en lugar central, una mesa de comedor con tapete. Todo estaba limpio y ordenado.

– Siéntese. ¿Quiere tomar algo? -ofreció con un punto de resignación. Tenía la piel muy estropeada, llena de surcos profundos que le aportaban un aire dramático. Negué con la cabeza.

– Señora Caldaña, ¿usted tiene hijos?

– Eso ya me lo preguntaron las otras policías.

– Contésteme aunque le pregunte las mismas cosas, por favor.

– Tengo dos hijas, que ya están casadas las dos. De la mayor tengo un nieto. La otra sólo hace un año que se casó.

– ¿Algún varón?

Su cara se contrajo en una pequeña mueca de dolor, casi imperceptible.

– Sí, mi Julio.

– ¿Qué edad tiene?

– Dieciocho años. Lo tuve ya bastante mayor, cosas de la vida, inspectora.

Asentí con frialdad.

– ¿Dónde está ahora?

– En el taller.

– Tendrá que acompañarme hasta allí, señora Caldaña, tengo que hablar ahora mismo con él.

Inopinadamente se echó a llorar. La observé en silencio, era una reacción de lo más significativa, me puse tensa.

– Es un chaval muy bueno, no sé qué puede querer de él. A veces ha hecho alguna tontería: robar una naranja, gritarle a alguien con quien se cruzaba por la calle; pero eso no es nada grave, señora. Le aseguro que es el hijo que, después de todo, nos da más satisfacciones.

– Lo comprendo -dije buscando al azar unas palabras que no fueran descarnadas-. Dígame la dirección del taller donde su hijo trabaja. Quedaremos allí con mi compañero subinspector.

– Está en la calle Numancia -dijo secándose las lágrimas-. El número no lo sé; es uno de esos talleres ocupacionales de la Generalitat.

Me quedé confusa.

– ¿Por qué está su hijo en uno de esos talleres, pesa sobre él alguna condena del tribunal de menores?

Se quedó mirándome con ojos saltones y enrojecidos.

– Pero, señora, mi hijo tiene síndrome de Down. ¿Es que no lo sabía?

Estuve al menos diez segundos procesando aquella información, y de repente miré a mi alrededor como si hubiera caído en un paisaje lunar. ¿Qué hacía allí?, ¿en busca de qué había llegado? Basta, Petra, basta, me dije, basta de errores, basta de estupidez.

– Señora Caldaña, perdóneme; creo que ha debido de haber una equivocación. No es preciso que vayamos a ninguna parte. Le pido disculpas de nuevo.

Lejos de enfadarse conmigo, aquella mujer sonrió y dijo con alivio infinito:

– Lo sabía, estaba segura, ya se lo advertí, ¿qué puede hacer ese chico si pasa directamente del taller a mi casa cada puñetero día del año? Además, ¡es tan bueno!

Escapé como pude, pero nada me permitió librarme de la sensación de ridículo y culpabilidad que me embargaba por completo. ¿A qué demonio estábamos jugando? Al salir a la calle observé en la distancia al grupo de colegas policías de los diversos cuerpos hablando entre ellos. Estaban esperándome. Con la espalda pegada a la pared y, confundida entre la gente, logré escapar sin que me advirtieran. No hubiera podido soportar dedicarles una sesión de kilométricas y absurdas explicaciones.

En comisaría aguardaban Garzón y el comisario Coronas, que ya habían sido informados de la escaramuza por los Mossos d'Esquadra.

– Al parecer se ha largado usted sin despedirse de sus compañeros. ¡Menudo plantón les ha dado!

– ¡No me lo puedo creer, comisario! La intercomunicación entre todos los cuerpos de seguridad suele funcionar fatal, pero a mí me da por omitir una simple formalidad y las noticias vuelan como pájaros.

– No le diré lo que pienso sobre ese comentario porque no tenemos tiempo. Supongo que quiere visitar inmediatamente la frutería El Paraíso.

– ¿La tienen localizada?

– Está en Sant Pere més Baix.

– He venido aquí para conocer antes sus órdenes.

– Como le digo, no hay tiempo para ninguna reunión. Empiecen interrogando a los dueños del negocio y mientras tanto veremos si los hombres que he mandado en su busca dan con el sospechoso. Sólo dígame por qué creyó que ese hombre está implicado.

– El paraíso que lleva escrito esa furgoneta en los laterales, es el paraíso del que hablaba Eulalia Hermosilla cuando la perseguían. Estoy segura, señor. Era raro que una mujer nada religiosa se refiriera tantas veces al paraíso. De esa furgoneta bajaron los dos hombres que la mataron. Fue quizá esa furgoneta, convenientemente tapado el letrero publicitario, la que cargó el cuerpo del beato la noche del asesinato del hermano Cristóbal. La fuga de su conductor y la agresión a Sonia indican que estamos en la pista correcta.

El comisario bajó los ojos en señal de levísimo pero firme asentimiento. Nosotros nos movilizamos como una pareja de baile bien entrenada. Cuando teníamos un pie en el quicio de la puerta, añadió:

– Señores, mi confianza sigue depositada en ustedes. Vayan, no pierdan tiempo.

Sonreí de modo desvaído, y lo mismo hizo Garzón. Ocupamos nuestros lugares en el coche sin dirigirnos la palabra. Conducía yo, y no apartaba la vista del tráfico. El subinspector parecía sonámbulo. De pronto oí su voz como emanando de un cuerpo celeste.

– ¿Sólo leyendo el letrero ya ató usted los cabos?

– No podía ser de otro modo, Fermín, el miedo que la mendiga tenía del paraíso no puede venir sino de ahí. Además, ¿cómo se explica si no la reacción del tipo?

– ¿Qué aspecto físico tenía?

– No pude fijarme bien, pero era lo suficientemente corpulento como para ser el asesino.

– El asesino… -musitó como en trance.

– A no ser que con la mala pata que tenemos el tipo huyera porque es drogadicto, tiene cuentas pendientes con la justicia o algo así. Aunque no, seguro que nos conocía, sabía que Sonia y yo éramos policías; es posible que incluso nos haya estado espiando todo este tiempo.

– ¿Es significativo que lo encontraran cerca del domicilio del Caldaña que andaban investigando?

– He descartado eso.

– ¿Por qué?

– El hijo de los Caldaña en cuestión tiene síndrome de Down. Trabaja en uno de esos talleres de terapias educacionales.

– ¿Y entonces?

– No es la primera vez que yo veía esa furgoneta, Fermín. Usted también la ha visto.

Atisbé de soslayo que Garzón me observaba como una lechuza.

– No caigo -acertó a pronunciar.

– Era la que llevaba vegetales a la cocina del convento. Estaba en una ocasión aparcada junto a la puerta, y llegamos a cruzarnos con su conductor, ¿recuerda?

Aquel día lucía una elegante corbata gris que se desanudó como si fuera un obstáculo que le impidiera comprender.

– No sé si recuerdo o no; lo malo es que no entiendo nada, inspectora.

– Tampoco lo entiendo yo; pero de repente alguien ha puesto una flecha que señala al convento.

– ¿Al convento?

– El hombre que llevaba las frutas allí, que ha golpeado a Sonia y huido después, es quien asesinó a Eulalia Hermosilla.

– ¿Y eso…?

– No pregunte más, Fermín, porque le diré una y mil veces lo mismo: no lo sé.

Él siguió en sus meditaciones y yo evité meditar más. Anticipar cualquier hipótesis no es que fuera arriesgado, era imposible; pero por primera vez tenía el estómago revuelto y sentía algo parecido a lo que deben sentir los perros de caza cuando han olfateado de cerca la presa.

El Paraíso era un almacén de mayorista grande y nuevo. Todo presentaba un aspecto tan aséptico, tan organizado que tenías la impresión de encontrarte en las salas de una clínica. Había un par de hombres acarreando cajas llenas de hermosas verduras de un lado al otro. Paseando por la nave central, mientras hablaba enloquecidamente por el móvil, vimos a un hombre mayor con una bata blanca que parecía ser el dueño. Se dirigió hacia nosotros con extrañeza.

– Lo siento, señores, pero no vendemos a particulares.

– ¿Es usted el propietario de este negocio? -preguntó Garzón en el tono inequívoco de un policía.

– Sí -respondió el hombre, dubitativo.

– Mi nombre es Fermín Garzón, subinspector de policía, y aquí la inspectora…

Abrió los ojos desmesuradamente y se llevó una mano al pecho como si sintiera dificultades al respirar.

– Mis hijos, ¿qué ha pasado?, ¿son ustedes de tráfico?

Noté que le flaqueaban las piernas. Uno de los trabajadores vino en su ayuda. Le echamos una mano para sostenerlo y yo le dije enseguida, recalcando las palabras:

– No se preocupe, señor, no se preocupe. No somos de tráfico; sus hijos están bien.

Pasamos a un pequeño despacho que había al fondo y allí el hombre se sentó, fue recuperando el control de sí mismo, se serenó. Debía de tener más de setenta años y parecía débil; debíamos interrogarle haciendo gala de exquisita diplomacia.

– Perdonen, pero me han dado un susto de muerte. Llevo más de una hora intentando contactar con mis hijos por teléfono y no ha habido manera. Y al llegar ustedes y decirme que son policías lo primero que he pensado es que…

– Un hijo suyo se ha dado a la fuga al darle el alto la policía y ha atacado a una de nuestras jóvenes agentes, que está ahora en el hospital -soltó el subinspector echando por tierra todos mis planes de sutileza.

– ¿Cómo ha dicho? Eso no puede ser. ¿Qué hijo era?

– Juanito -contesté.

Se quedó quieto, pensando, como si alguien le hubiera golpeado en la cara e intentara recomponerse.

– Pero… ¿de qué me está hablando?

Haciendo gala de un dominio del eufemismo que a mí misma me sorprendió, intenté contarle todo cuanto había sucedido. Claro que al llegar al golpe que el tal Juanito le había propinado a Sonia en la cara, las dulcificaciones se hacían difíciles. Me di cuenta de que si su hijo tenía una vertiente canallesca, aquel hombre la desconocía por completo. Pensar que estaba fingiendo era improcedente, ni el propio Sir John Gielgud teatralizaba con tanta perfección. De cualquier modo, ahora que habíamos evitado que sufriera un infarto en nuestra presencia, teníamos que componérnoslas para que nos procurara una mínima información, como por ejemplo su nombre.

– Agustín Lledó.

– Verá, señor Lledó, el caso es que su hijo podría estar involucrado en un asunto sucio.

La pregunta no se hizo esperar.

– ¿Qué asunto?

– No lo sabemos con certeza, pero…

Recuperado de su reacción emocional, su cerebro parecía funcionar a las mil maravillas.

– ¿No saben con certeza si está metido en un asunto y quieren detenerlo? ¡Ah, no!, primero seré yo quien les haga preguntas, luego pregunten ustedes.

– Le recuerdo que su hijo será acusado de haber agredido a una agente policial.

– Quiero llamar a mi abogado.

– De acuerdo, llámelo.

Sacó su móvil, buscó un número y lo marcó. Luego nos dio la espalda y habló en catalán durante un breve espacio de tiempo.

– Viene hacia aquí.

– De acuerdo; pero mientras tanto, por qué no nos dice dónde vive su hijo. Es un dato que podemos averiguar por nosotros mismos con un poco más de tiempo; pero no querrá que lo acusen a usted de obstaculizar la labor de la policía, ¿verdad?

– Sólo hablaré en presencia de mi abogado -exclamó, y noté en él incluso una cierta satisfacción por haber podido pronunciar una vez en la vida una frase de película. Hubo que esperar más de media hora a que llegara el maldito abogado, el cual resultó ser un cuarentón con pinta de hortera a quien tuvimos que relatar todo desde el principio, esta vez sin pararnos a mirar si heríamos o no la sensibilidad del auditorio. Por fortuna, el hortera aconsejó a su cliente que contestara a todas nuestras preguntas y por fin pudimos saber en primer lugar la dirección de Juanito.

– Vive conmigo, muy cerca de aquí.

– ¿Tiene inconveniente en que enviemos alguien a su casa a buscarlo?

– En absoluto, pero no está, no contesta al teléfono.

– Lo investigaremos.

– Pero no pueden entrar si yo no estoy presente.

– Claro que no, sólo pretendemos vigilar las inmediaciones.

Garzón dio, vía móvil, las órdenes pertinentes, y continuó nuestro interrogatorio, al que Lledó respondía con toda normalidad; tener a su abogado junto a él parecía haberlo librado de cualquier desconfianza. Gracias a su colaboración pudimos hacernos una idea bastante clara de las circunstancias de la familia. Lledó era viudo y sus dos hijos, Juanito y Miguel, tenían veintisiete y veinte años respectivamente. Sólo el primero continuaba en la casa paterna; el benjamín era también soltero, si bien se había independizado. Ambos trabajaban en el negocio familiar.

– Miguel lleva todo el tema de números. Juanito es más tímido. No quiso estudiar y bueno, prefiere repartir los pedidos y tratar con los clientes a meterse en temas de más complicación. Al principio me sentí un poco decepcionado de que fuera tan poco ambicioso, pero cada uno es como es.

– ¿Tienen a su nombre usted o sus hijos algún otro almacén, algún inmueble o local industrial?

– No, no lo tenemos.

– Necesitamos saber qué tipo de amistades frecuentan sus hijos, qué aficiones se les conocen.

– Van con amigos, a veces con novias… ¡yo qué sé, inspectora! Si mi esposa continuara con vida ella le diría, pero yo bastante tengo con organizar la casa y el trabajo para que funcionen un poco decentemente. Me casé y tuve hijos siendo ya bastante mayor. Luego fue mi mujer, mucho más joven que yo, la primera que faltó por culpa de un cáncer y me dejó con dos chavales adolescentes. Así que ya me dirá, he hecho lo que he podido. Aunque una cosa le puedo asegurar: los dos son buenas personas, tanto el uno como el otro: trabajan y no dan que hablar. El pequeño sale más con chicas, eso sí lo sé; pero a Juanito la única afición que le conozco es ir de excursión los domingos con un grupo de jóvenes que se ha formado en la parroquia. Hable con el cura de Santa Madrona, él le informará mejor que yo.

El abogado tomó la palabra.

– Inspectora, comprenda que debo pedirle que le concrete a mi cliente de qué se acusa a su hijo.

– De momento, sólo de haber atacado a una policía; pero tenemos la sospecha fundamentada de que puede estar implicado en algo más grave.

Le lancé una mirada de entendimiento pidiéndole que no me hiciera hablar más. Él la captó. A la salida vino corriendo tras nosotros. No hizo falta que me preguntara nada, enseguida lo informé.

– El hijo de su cliente puede estar metido en un caso de asesinato.

– ¡Imposible! Deme más detalles.

– Se los daré cuando lo hayan encontrado y pese algún cargo concreto sobre él.

Apostamos un hombre cerca del almacén, otro frente al domicilio de los Lledó y otro en casa del hermano más joven. Estaba convencida de que ninguno de los dos vástagos aparecería, pero podían cometer un fallo e ir a recoger algo a sus domicilios. Cuando acabamos de hablar con el padre se le veía muy afectado. Sin duda empezó a tomar en serio la posibilidad de que sus chicos estuvieran en problemas. En cualquier caso, aquel hombre no era su cómplice ni su encubridor.

– ¿Hay alguna noticia de la furgoneta? -le pregunté a Garzón. Él negó con la cabeza. Estaba muy callado, como ausente.

– ¡Pobre señor Lledó! Me daba pena, inspectora: tan mayor, viudo y ahora este palo con su hijo…

– Aprecio mucho su gran sensibilidad, pero en vez de estar compadeciendo al padre de un sospechoso haría bien en buscar por dónde cae la parroquia de Santa Madrona.

– La buscaré mañana; no sé si se ha fijado en la hora que es.

– Esto no tiene espera, Fermín.

– Al contrario, inspectora. Detesto contradecirla, usted lo sabe muy bien, pero lo que debemos hacer es justamente esperar. Necesitamos que localicen esa furgoneta, necesitamos que Juanito lleve un tiempo perdido para poder pedir una orden de captura en su contra y, por último, necesitamos dormir. Yo, además, que como ha comprobado tengo reblandecidas las neuronas debido a mi sensibilidad enfermiza, ardo en deseos de ver a mi mujer. Así que si usted da su permiso…

– Estoy segura de que si no se lo diera se largaría igual; de modo que…

Se alejó a paso ligero. Entonces le grité:

– ¡Garzón, a primera hora de la mañana quiero saber dónde está esa maldita parroquia! ¡Y lo quiero a usted allí para hablar con el cura!

Asintió pesadamente con la cabeza, sin siquiera volverse. Lo oí rezongar cada vez más lejos.

– Parroquias, frailes, curas, monjas, beatos… ¡La de Dios, este caso es la de Dios!