172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 16

14

Regresé a casa con la sensación de que estaba faltando al deber de policía. Marina me saltó al cuello tras haber cruzado la puerta, abrazándome con fuerza.

– ¡Marina, cariño! ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!

– Sí, nunca nos veíamos. Papá dice que estos días tenéis mucho trabajo.

– Es verdad. Últimamente ni siquiera nos vemos él y yo. ¡Qué desastre!

– Bueno, él tiene que hacer casas y tú tienes que coger a un asesino.

Me hizo gracia aquella síntesis imposible. Le sonreí.

– ¡No estarás sola!

– No, Jacinta está planchando ropa hasta que alguien viniera.

– ¿Y tus hermanos?

– Llegarán con papá a las diez.

Fui a decirle a Jacinta que podía marcharse. Por el pasillo me puse a pensar y se me ocurrió un ingenioso plan para poder compatibilizar el trabajo y la familia. Eran las nueve menos cuarto; teníamos tiempo aún.

– Marina, ¿quieres acompañarme a una misión oficial?

– ¿De tu trabajo?

– ¡Claro! Iremos a visitar al hospital a una policía que ha sido agredida por un malhechor.

Se le pusieron los ojos como lunas llenas. Asintió para preguntar enseguida:

– ¿Agredida con una pistola?

– Le dio un fuerte golpe en la cara, quizá con una pistola. No lo sabemos aún.

– ¿Iremos antes de que lleguen Hugo y Teo?

– Sí, y estaremos de vuelta al mismo tiempo que ellos.

Desapareció, y al cabo de un segundo la tenía delante de nuevo, abrigada con su grueso anorak de color rosa.

La llevaba de la mano cuando entré en la habitación 22 del hospital Clínico. La pobre Sonia tenía un aspecto llamativamente malo: los pómulos hinchados, dos grandes marcas negras alrededor de los ojos y una férula blanca que le cubría la nariz. Miré de reojo cómo Marina la devoraba con la mirada.

– ¡Inspectora!, ¿cómo está?

– Bien, Sonia, bien. ¿Y tú?

– Yo estoy bien; cuando usted diga puedo reincorporarme.

– Tendrás que esperar un poco para eso.

– ¿Y esta niña?

– Es Marina, mi hijastra.

– ¡Qué mona!

Marina, de reacciones mucho más adultas que las de Sonia, le alargó la mano y dijo bajito:

– Mucho gusto.

– Lástima, inspectora, mi madre acaba de bajar a la cafetería para tomar algo de cena, si hubiera sabido que venía se la hubiera presentado. ¿Quiere que la llame?

– No, no la molestes, es igual. Además, debe estar enfadada conmigo.

– ¿Porque me hayan pegado? ¡Qué va, hasta están casi contentos! Piense que yo se lo he puesto todo un poco bonito a la familia. Para que estén orgullosos de mí les he contado que estuve a punto de atrapar a un asesino.

– Lo cual es una absoluta verdad.

– ¿Usted cree? De todas maneras, inspectora, le aseguro que ese tío se libró de mí por el golpe tan fuerte que me arreó en la cara, que si no… allí sigo amarrada a la furgoneta aunque se hubiera puesto a mil por hora.

Marina, que se había mantenido callada con su prudencia habitual, no pudo resistir por más tiempo la curiosidad y le preguntó directamente:

– ¿Ibas cogida a una furgoneta en marcha?

– Sí, a la ventanilla del conductor; pero el tipo me pegó con toda su fuerza y caí hacia atrás.

– ¡Qué guay! -exclamó la niña lejos de cualquier conveniencia social.

– ¿Te fijaste qué utilizó para pegarte? -intervine.

– Yo diría que era la empuñadura de un cuchillo, pero no estoy segura.

– ¿Te dolió mucho? -se interesó Marina haciéndome quedar mal por no habérseme ocurrido esa pregunta a mí.

– No mucho, bonita, me dolió más el que se me escapara. Claro que ahora me viene el dolor a rachas, pero me dan calmantes -respondió sonriendo como pudo.

– ¿Observaste algo durante la persecución que deba figurar en el informe?

– En fin, inspectora, como para figurar en el informe oficial… pero ya le dije a Yolanda que tuve tiempo de fijarme en que era un tipo raro.

– ¿Qué tipo de rareza?

– No sé, tenía la mirada como la de un perro apaleado. Hasta cuando me estaba dando hostias… -se interrumpió, miró a Marina, arrepentida de haber soltado un taco en su presencia. Sentí el primer indicio de impaciencia, me contuve.

– Adelante, prosigue, está bien.

– Pues hasta cuando estaba en plena agresión me miraba con unos ojos que no tenían odio dentro, parecía como si me pidiera disculpas. A lo mejor me hice esa idea sólo porque los tenía bonitos, así como azules tirando para grises.

– ¿Lo reconocerás si vuelves a verlo?

– Claro, claro que sí.

– Está bien, Sonia, tómate tu tiempo y recupérate. ¿Yolanda ha estado contigo?

– Toda la tarde, hace sólo un ratito que se marchó y también ha venido su marido, el agente Domínguez. ¡Son más amables, me trajeron una caja de dulces! ¿Y tú, peque, te portas bien en el colegio? -le preguntó de pronto a Marina en un ridículo tono infantiloide. Ella se limitó a asentir y dijo muy formal, empleando la fórmula protocolaria:

– Adiós, y que se mejore.

– ¡Qué educada es! -exclamó Sonia-. Eso es lo que nos haría falta a Yolanda y a mí, inspectora, tres o cuatro crías como ésta y dejar el trabajo. Aunque ya sabe que hablo de broma, yo ni siquiera estoy casada. Además, a mí lo que me gusta más en la vida es ser policía, ya lo sabe usted.

Antes de que nos despeñáramos por la peligrosa vertiente de lo personal solté dos carcajadas a destiempo y le di unos golpecitos en la cabeza. Luego hice correr a Marina por los pasillos del hospital.

– ¿Por qué vamos tan deprisa? -quiso saber.

– No quiero que nos enganche la madre de Sonia; debe de ser pesadísima.

– Ya -dijo lacónicamente mi hijastra, y añadió con cierta censura-. Pues ella es muy valiente.

– Sí que lo es -afirmé, y pensaba de verdad lo que decía.

Nos recibieron los gemelos y Marcos, ya preocupados.

– No te he llamado porque no quería molestar, pero me preguntaba dónde podíais estar metidas.

– Estábamos en el hospital, viendo a una policía que tiene la cara machacada por un asesino muy peligroso -contestó Marina de corrido, dirigiéndose a la galería boquiabierta de sus hermanos.

Le conté a mi marido las incidencias que nos habían llevado hasta el Clínico, mientras Marina hacía lo propio, sin duda en una versión más florida, con los chicos, camino de sus dormitorios.

– ¿Has cenado? -preguntó Marcos.

– No he comido nada en todo el día.

Me abrazó de pronto, me besó.

– ¡Tengo tantas ganas de estar contigo!, pero ahora… en compañía de los niños…

– No pasa nada. Cuando todo esto acabe, nos fugaremos a una isla desierta.

– Será un placer.

Hugo carraspeó en la puerta antes de hacerse visible.

– Hay una nota de Jacinta en la cocina. Dice que en el horno tenemos una lasaña, y en la nevera una ensalada sin aliñar.

– ¡Adelante, pues! Id poniendo la mesa.

En ese momento entró Teo, ayudó a su hermano a sacar los cubiertos del cajón. Tras unos instantes de silencio dijo:

– Petra, ¿a nosotros también nos llevarás a ver a la agente machacada? -Noté un claro reproche en su voz.

– ¡Por supuesto! -respondí con toda naturalidad. Y añadí-: No se me había ocurrido que ver a personas machacadas os hacía ilusión.

Nos sentamos a la mesa. Marcos empezó a servir los platos y, de modo absolutamente fatal, mi teléfono sonó. Marina saltó como un resorte y corrió a traérmelo, como una ayudante consumada. Descolgué. La blasfemia que oí correspondía sin duda a un muy enfadado Garzón.

– ¡Han encontrado la furgoneta, inspectora!

– ¿Dónde?

– En un aparcamiento de Montjuïc.

– Voy para allá.

– ¡Tiene cojones, la cosa; estamos en mitad de la cena!

– Dichoso usted, Fermín; yo no he probado bocado aún.

Me levanté y Marcos lo hizo conmigo.

– No puedes marcharte sin tomar nada, Petra.

– Comeré un tentempié por ahí. De todas maneras no creo que tarde. Han encontrado la furgoneta y habrá que llevarla a analizar. Hago cuatro formalidades y regreso. Guardadme un trocito de lasaña.

– ¿Puedo acompañarte? -inquirió Marina, dispuesta a cualquier cosa.

– No querida, ahora no -le sonreí.

Mientras cogía mi gabardina oí cómo Teo y Hugo se metían con ella.

– Claro, ya va a ir la inspectora jefe Marina a detener al asesino. ¡Y todo sin pistola, a pelo!

No pude distinguir en la réplica iracunda de la niña más que la palabra «gilipollas», pero sí entendí a la perfección la llamada a la calma de Marcos y su colofón imperativo, que tan bien conocía.

– ¡Y ahora todos callados de una vez!

Tuve la sensación de estar abandonando un lugar cálido y amistoso, a pesar del jaleo.

La furgoneta de Frutas y Verduras El Paraíso había sido abandonada en una zona de aparcamiento cercana a la Fundación Miró. No era un lugar concurrido, sobre todo por la noche; pero aun así, un muchacho que pasaba haciendo footing fue localizado por nuestros hombres como testigo. No era mucho lo que vio; sólo a un hombre joven y corpulento que aparcó y salió del vehículo con calma. Más tarde caminó en dirección a la ciudad con paso normal. El testigo se había fijado porque le pareció relativamente infrecuente que una furgoneta comercial se estacionara allí. Garzón estaba de un humor infernal.

– ¡Ahora llegarán los de la Científica y se llevarán el cacharro! ¡Ya me dirá usted para qué coño teníamos nosotros que venir!

– Le recuerdo que nos ocupamos de este caso.

– Pero hay más gente en la policía, ¿o no? Yo tengo una familia, cosas personales a las que atender, me asiste el derecho de cenar con mi esposa, de descansar.

– No me venga usted ahora con el síndrome del policía recién casado. ¡Todos tenemos otras cosas en qué pensar!

Me miró con rencor. Pero casi inmediatamente se arrepintió de su reacción y me dijo:

– Perdone, Petra; lo siento. Ahí abajo, en las primeras calles de Poble Sec, hay un bar donde hacen unos montaditos que no están mal.

– Pero usted ya ha cenado, y tenía mucha prisa por volver.

– No hay que perder las formas -masculló-. Además, la sopa de verduras que estábamos comiendo era una bazofia. Lo siento por Beatriz, pero es la verdad. No me sentarán nada mal unas tapas sabrosas y una buena cerveza.

– Me parece bien.

– ¿El qué le parece bien?

– Que no perdamos las formas.

El local en el que acabamos carecía por completo de personalidad; era uno de esos sitios donde cuatro o cinco individuos que no son sino restos del naufragio social toman una caña antes de hundirse en el profundo anonimato de la noche. Garzón se excusó.

– No era éste el bar al que me refería, pero no puedo recordar dónde está.

– Ni se inmute, Fermín, este garito me parece estupendo. Y fíjese, sirven una tortilla de patatas pleistocénica que con el hambre que tengo, me va a saber a gloria.

– Yo me inclino por aquellos choricitos, dentro de lo que cabe quizá no estén mal.

Cominos con avidez y bebimos cerveza directamente escanciada del barril. Me sentí mejor tras alojar algo en el estómago. El subinspector me miró con gravedad.

– ¿Hacia dónde nos dirigimos, Petra?

– ¿Es una pregunta filosófica?

– Meramente profesional. ¿Adónde nos lleva Juanito?

– Le hablaré con el corazón en la mano: no lo sé. En este caso todo el tiempo he tenido la sensación de estar meando fuera del tiesto, si me permite la vulgaridad.

– Se la permito.

– Bien. Pero ahora, después de esta liebre que ha saltado de improviso al camino, me siento desconcertada.

– Digamos que usted no cree que esto tenga nada que ver con los Caldaña ni con la historia de este país.

– Digamos que la liebre nos lleva al convento y no tengo ni idea de lo que podemos encontrar allí. Porque dígame, ¿es fruto de la casualidad que un repartidor que lleva la fruta a las monjas huya de esa manera y desaparezca?

– ¿Estaba siguiéndonos?

– Quizá.

– Intuyo que mañana será un largo día de trabajo.

– Intuye a la perfección. Hay que ver qué encuentran en el interior de esa furgoneta, hablar con las monjas, con el cura del centro excursionista que frecuentaba Juanito Lledó…

– ¡Nos pasamos la vida entre curas, monjas y frailes!

– Ya ve; en el fondo, somos españoles.

– ¿No le parece frustrante que al final un temible asesino y ladrón de reliquias sea un repartidor de alcachofas y plátanos que se llama Juanito?

– ¡Qué le vamos a hacer!; tal y como le digo: somos españoles.

Aquella noche dormí con una profundidad que no pudieron alterar las novedades del caso ni la intriga que provocaba en mí. Ni siquiera la posibilidad de que el asesino se llamara Juanito logró impedir que durmiera como un leño. Me desperté como un animal lozano que recupera la vida cuando abre los ojos. Descubrí a Marcos a mi lado, me acerqué a él en busca del calor de su cuerpo, lo abracé. De repente, la racionalidad se instaló en mi feliz mundo orgánico y tuve la fatalidad de recordar: el beato Asercio, el paraíso de las frutas y verduras, el asesinato y el mal, todo cuestiones típicamente humanas. Antes de caer en cualquier tentación, me levanté de un salto y entré en la ducha. Oí cómo Marcos, medio en sueños, emitía un suspiro de decepción.

Por teléfono me informaron de que ninguno de los hermanos Lledó había aparecido aún, si bien a instancias del comisario, un operativo especial los buscaba ya. Después, un orden de prioridades no consultado con nadie me hizo decirle al subinspector que nos encamináramos a la parroquia del cura excursionista, como habíamos dado en llamarle. Y allí lo encontramos, afable y madrugador, un hombre de unos cuarenta y tantos, que se mostró muy inclinado a colaborar con la policía en general. Otra cosa es que se quedara sin habla cuando le preguntamos por Juanito Lledó.

– ¿Por qué lo buscan, qué ha hecho? Es un muchacho muy bueno y trabajador, no me lo imagino metido en ninguna fechoría.

– Creemos que puede estar implicado en el asesinato del cisterciense hermano Cristóbal del Espíritu Santo, no sé si ha oído hablar de él.

– ¡Por supuesto que sí, la prensa ha informado cumplidamente! Pero no estarán hablando en serio.

– Tenemos que charlar un buen rato con usted.

– Adelante.

Nos metió en un despacho un tanto destartalado y nos invitó a tomar asiento en un desvencijado sofá.

– Ustedes dirán.

Se había puesto muy serio.

– Necesitamos saber cosas sobre Juanito Lledó, cualquier cosa que usted sepa: qué vida lleva, los amigos que tiene, cuál es su personalidad.

– No me parece que sea buena idea contarles cosas privadas de un buen muchacho sin saber por qué razón lo buscan.

Me disponía a decirle cuatro lugares comunes sobre la obligación de colaborar con la policía, pero el subinspector se me adelantó:

– Oiga, hermano…

– Padre.

– Padre o lo que sea. Estamos investigando un asesinato del que ese hombre es sospechoso; de manera que deje de hacerse el cura progre o le pediremos al juez que lo impute como encubridor. Esto no es una película americana de chicos buenos del Bronx. ¿Lo ha entendido?

Me quedé estupefacta, el cura también. De cualquier modo, no me pareció mal la interpelación, el tiempo era demasiado precioso como para perderlo en largas explicaciones diplomáticas. El interpelado carraspeó, puso cara de ofrecer todos aquellos sacrificios al buen Dios y empezó a hablar con voz beatífica.

– Juanito es un hombre un poco especial: solitario, sensible, con poca capacidad para hacer amigos y relacionarse con los demás. Le faltó su madre muy pronto, y así como su hermano supo espabilarse, él acusó mucho más el golpe de la orfandad. Sin embargo, nadie puede decir que no sea totalmente normal, lo es. Sólo que resulta un tanto inmaduro para su edad: trabaja con su padre en un puesto que no le exige demasiada responsabilidad, viene aquí los fines de semana para ayudarme con los chicos más jóvenes y los domingos salimos todos de excursión.

– ¿En qué le ayuda?

– Bueno, trabajamos con adolescentes de familias sin muchos recursos. Organizamos liguillas de fútbol, cinefórum, bailes… actividades para que esos chicos tengan algo sano que hacer en vez de dejarse atrapar por malos ambientes o drogas. Juanito me secunda en toda esa organización, y lo hace muy bien.

– ¿Entonces no tiene amigos?

– Me ayudan otros jóvenes, con los que él se lleva bien, pero dudo de que tenga amigos personales al margen de la parroquia.

– Tampoco novia.

– Aunque se trata de algo muy privado, sería capaz de afirmar que no. Si se hubiera enamorado de una chica, creo que me lo hubiera contado, tiene mucha confianza en mí. Aunque nunca pierdo la esperanza de que aquí encuentre a una buena muchacha de la parroquia a la que seguro que hará muy feliz.

– Dado que confía en usted, ¿no le ha contado nada que le hubiera sucedido y por lo que se sintiera preocupado?

– No; hay periodos en los que está más callado, más ensimismado, pero no ha tenido últimamente un comportamiento que me llamara la atención.

– ¿Qué relación tiene Juanito con el convento de las corazonianas?

– Perdone, pero no entiendo la pregunta.

– Durante mucho tiempo ha suministrado las frutas y verduras al convento. ¿Nunca le dijo nada en relación a ese hecho?

– No, le aseguro que no.

– Cuando los periódicos informaban sobre la muerte del hermano Cristóbal y el robo del cuerpo de fray Asercio, ¿alguna vez intercambiaron comentarios sobre las noticias?

– No, inspectora, jamás. Como puede imaginar, nuestras conversaciones tienden siempre hacia lo positivo. Además, no tenía ni idea de que Juanito sirviera la fruta al convento de las corazonianas.

– Pues es raro que estando este caso en boca de todos, él no se lo mencionara, siquiera como una curiosa coincidencia.

– Que nos tratáramos con confianza no significa que fuera muy hablador. Nos comunicábamos, por supuesto, pero los temas giraban siempre alrededor de las actividades de la parroquia.

– ¿Qué hay de su hermano Miguel?

– No lo conozco mucho, pero no tienen nada que ver. Miguel se ha adaptado muy bien a la vida y a la sociedad. Aunque, desde luego, tampoco es tan buen chico y colaborador como su hermano mayor.

– ¿Anda en malas compañías?

– No creo, pero Juanito siempre se ríe porque dice que es muy mujeriego.

– ¿Se llevan bien?

– Juanito lo adora; y el otro también le demuestra cariño. A veces viene a buscarlo en su moto y se van juntos.

– Padre, escúcheme atentamente: si por alguna razón uno de los dos hermanos se pone en contacto con usted…

Bajó la vista y dijo en un susurro:

– Lo sé, les avisaré, sé que es mi obligación.

Un friki, el tal Juanito era un auténtico friki, lo cual me parecía una auténtica dificultad. Un sujeto que vive en los bajos fondos, tiene un montón de características comunes con cualquier otro individuo perteneciente al mismo ambiente. Cuando se trata de un ciudadano normal, gravitan en su existencia los mismos intereses y pasiones que encontramos en el resto de seres sociales. Pero ¿qué hay en la mente de un hombre callado, taciturno, que sólo frecuenta la compañía de un cura y su entorno de labores caritativas? Cualquier cosa, y nada que pudiéramos entender de un modo sencillo. Tenía la sensación de que el doctor Beltrán debía tomar cartas de nuevo en la investigación. Le pedí a Garzón que se entrevistara con él y le contara todo lo que sabíamos, lo cual no lo llenó de entusiasmo.

– Pero, inspectora; eso ralentizará las pesquisas, y no tenemos tiempo, hay que actuar.

– ¡Actuar, actuar! ¿Y cómo, dónde, con quién?

– Usted dijo que Juanito señalaba hacia el convento, que debíamos volver allí.

– Sí, correcto, pero dígame, ¿qué hacemos en el convento, con quién hablamos, qué le preguntamos? Primero habrá que pensar.

– De acuerdo, inspectora, voy en busca del loquero, como dice Villamagna. ¿Y usted qué va a hacer?

– Pensar, Fermín, pensar; esa cosa tan práctica e inusual.

– La veo en una hora. ¿En comisaría?

– Allí estaré.

Una vez sola entré en un bar, me senté a una mesa y pedí un café. Tal y como planeaba, me puse a pensar: ¿Lledó se había obsesionado con la momia del beato hasta el punto de proyectar el robo de su cuerpo? ¿Por qué razón lógica? ¿De dónde surgió esa obsesión? No se pueden encontrar razones de índole habitual en un individuo que presenta problemas de personalidad; de acuerdo, una obsesión insana nace en un tipo de carácter patológico sin que el origen sea comprensible. Quizá el cura siempre estuviera hablándole de la santidad o quizá pensó que tener en su poder aquella reliquia podía traerle un poco de suerte, como si fuera un talismán. Pero entonces, ¿cómo se había atrevido a pedir ayuda a su hermano para cargar con el cuerpo del beato y para que le sirviera de cómplice en el asesinato de Eulalia Hermosilla? Probablemente se horrorizó al tener que atacar al hermano Cristóbal y comprobar después que lo había matado. La desesperación le hizo pedir ayuda. Pero su hermano era un chico normal, que se hubiera espantado al contarle lo sucedido, que nunca hubiera accedido a cooperar en una locura semejante, que incluso le hubiera disuadido de hacerla… Y las monjas corazonianas, ¿había alguna que estuviera al tanto de aquella obsesión de Juanito? ¿Y la nota gótica proponiendo juegos intelectuales? Aquel chico, que se dedicaba a un trabajo manual y que apenas si había tenido instrucción, ¿era capaz de idear algo tan alambicado, de caligrafiar letras góticas con la pericia de un maestro? Y si contaba con un cómplice, ¿quién era éste, su hermano, un muchacho aún más joven que él y de similares características culturales? Pero sobre todo, ¿para qué y por qué iban a meterse en una complicación de tal magnitud? Poniéndonos en una hipótesis absurda: si un loco coleccionista de momias medievales les hubiera encargado cometer ese robo, ¿por qué iban ahora a trocear la momia como si se tratara de una res en el mercado? ¡Dios, aquél era sin duda el caso más enrevesado con el que me había enfrentado en toda mi carrera de policía! Pero no era su complicación lo que me alteraba los nervios, sino su aparente estupidez, su absurdo, su gratuidad. Cualquier móvil que se me ocurría era de una índole tan fantasmal, tan alejada de lo que normalmente galvaniza a la gente en la vida cotidiana, que no podía por menos de descartarlo un minuto después. Y toda aquella investigación histórica, tan primorosamente dibujada, tan encajada en la realidad de las escasas pruebas, ¿había sido una alucinación, un modo de forzar las cosas? Porque nadie podía negar que los pedazos del pobre beato se habían hallado en los lugares donde habían existido conventos quemados en la Semana Trágica, alguien los había puesto allí. ¿Quién, Juanito Lledó? ¿Juanito Lledó era el vengador que habíamos buscado en la figura del tal Caldaña? La intensidad de mis pensamientos, junto a la frustración que me ocasionaban tantas preguntas sin respuesta lógica, me levantaron un inicio de jaqueca. Por fortuna vino a librarme de él una llamada de Garzón.

– Inspectora, ¿sigue pensando aún?

– He cubierto mi cupo para más de un mes.

– ¿Con algún resultado?

– Un dolor de cabeza incipiente. Cuanto más pienso menos razones encuentro para todo lo que ha sucedido.

– Se lo dije, pensar es fatal. ¿Por qué no se viene por comisaría? Ha llegado un primer informe de la Científica sobre el interior de la furgoneta. Han encontrado pelos, quizá de Lledó.

– Enseguida estaré ahí.

Quizá el subinspector estaba en lo cierto, quizá frente a las complicaciones hay que actuar primero y sacar consecuencias después.

Cuando llegué había una reunión en el despacho de Coronas a la que también asistía el inspector jefe. Ya que yo me había detenido a pensar, habían sido ellos quienes se habían dedicado a la acción.

– Petra, han hallado restos de fibra muscular antigua en la furgoneta. Y las huellas dactilares de Lledó coinciden con las de los guantes de látex que conservábamos -dijo el comisario para recibirme-. De modo que queda demostrado: Juan Lledó es, como mínimo, el ladrón de la momia; ya veremos si también se confirma que es el doble asesino.

– Desde que golpeó a Sonia nunca lo había dudado, señor. Lo que me intriga es saber por qué.

– Las intrigas, para los guionistas de cine. Nosotros tenemos que seguir el hilo, el ovillo aparecerá al final.

– Pero hay que intentar comprender por qué los hilos han llegado hasta donde están…

– Deje, deje, pasemos a la acción.

El inspector jefe me sonrió.

– He estado revisando los informes que han elaborado hasta día de hoy y la verdad es que todo está bien encajado; sólo se me ocurre un reproche: la investigación ha pecado de ser excesivamente teórica e intelectual: historia, psiquiatría… claro que se han movido en un terreno muy inusual que justifica todos los métodos.

– Señor, hemos seguido los hilos, como dice el comisario, pero al final, el ovillo parece estar tan enredado como si un gatito hubiera estado jugando con él. Y encima, ahora sale de la madriguera este tipo al que no sabemos dónde colocar.

Coronas me interrumpió.

– Petra, centrémonos. ¿Qué órdenes prácticas daría usted en este momento?

– Una orden general de busca y captura para que se pasara a todos los cuerpos policiales.

– Correcto, hace un rato que la he dado. ¿Qué más?

– Una orden de registro en el domicilio de los Lledó, también en el almacén de verduras.

– Perfecto; pues hágalo. Primero ordene y luego comprenda. No se ha inventado nada mejor en cuestiones de investigación policial.

Salimos del despacho con un montón de deberes por hacer. Garzón estaba contento, porque los jefes abonaban y bendecían su estrategia de actuar ante todo. Yo me encontraba de mal humor.

– Eso, pongámonos todos en movimiento, que no se quede nadie quieto, ¡a trabajar! ¿Y quién trabaja poniendo su caletre a funcionar? ¡Los guionistas de cine, es bien sabido!, a los guripas no nos hace maldita falta la lógica ni el pensamiento. ¿Y éste es el mismo comisario que nos obligó a meter al psiquiatra en la investigación, el mismo que alentaba las pesquisas históricas?

– No sea insubordinada, Petra. Si cazamos a uno de esos chicos Lledó, enseguida se hará la luz.

– Eso puede llevarnos meses, ¿se da cuenta, Fermín?, igual están metidos en un agujero. Lo que deberíamos hacer es hostigarlos, conseguir que salgan.

– Sí, pero ¿cómo?

– No lo sé. Llame a Villamagna, que convoque a los periodistas y les diga que estamos tras la pista segura del asesino. Sin más aclaración.

– De acuerdo, ésa es una presión que puede contribuir a que se entreguen.

– Llame también a Yolanda y ordénele que se comunique con la hermana Domitila y el hermano Magí: de momento pueden abandonar la investigación en la Biblioteca Balmesiana.

– Muy bien. ¿Y nosotros?

– Usted se encarga de ejecutar estas órdenes más las que he mencionado delante de los jefes.

– ¿Y usted?

– Yo me voy al convento.

– ¿A qué?

– A profesar; en medio de todo este pandemónium, me he dado cuenta de que tengo una vocación religiosa del carajo.

– Oiga, inspectora, ¿por qué no me espera y vamos los dos?

– Frailes y monjas hacen los votos por separado. Luego nos vemos aquí.

No tomé el coche para ir a las corazonianas. Tenía la esperanza de que, al caminar, las ideas irían aflorando a mi mente. La escuela peripatética quizá podía echarme una mano, convocaríamos a la filosofía ya que la historia y la psiquiatría habían fallado. Aunque lo más probable era que necesitara las tres disciplinas, quizá más, para poner cierto orden en mi cabeza para aquella visita al convento. Sabía que debía ir sin más tardar, pero no sabía cómo ni por dónde comenzar los interrogatorios.

Cuando ya avistaba la hermosa y discreta portada, pensé en llamar antes al doctor Beltrán. Me contestó desde su móvil.

– ¿El retrato de su sospechoso? Sí, más o menos lo tengo bastante definido, pero estoy redactando un informe.

– Hágame un resumen de urgencia, se lo ruego.

– Bueno, el individuo que ustedes me describen no sufriría una patología mental determinada. Para que un profano me pueda entender diré que no sería un loco. Sin embargo, sí tiene una personalidad conflictiva. Hay muchos sujetos así, en ausencia de la madre durante el crecimiento y la educación experimentan carencias que se agravan cuando la persona no es capaz de elaborar una estrategia social adecuada. Los hay agresivos y los hay regresivos. Su sospechoso sería del segundo grupo.

– Disculpe, doctor. Sé que no podrá responderme taxativamente, pero ese sujeto no agresivo, ¿sería incapaz de matar?

– Como muy bien deduce, no existe una respuesta definitiva para eso. Sin embargo, sí podríamos aventurar, con las convenientes salvedades, que llegaría a matar si le impulsara a ello un motivo emocional muy fuerte.

– ¿Como por ejemplo?

– No sé qué decir: mucho amor, mucho odio, el deseo de proteger a alguien a quien amara, la deificación de alguien con quien hubiera simpatizado de modo especial… o todo lo contrario, la venganza contra alguien que lo hubiera ofendido. Y piense, inspectora, que una personalidad de ese tipo puede derivar en cualquier momento hacia lo patológico. En ese caso, los motivos que a usted o a mí nos parecerían triviales, impensables como para cometer un crimen, serían suficientes para ese hombre; depende de lo que se obsesionara con ellos.

– Comprendo.

– Pero le ruego que no haga un uso frívolo de lo que le he dicho, quiero presentar un informe con una documentación más exhaustiva y razonada, que pueda ir firmado con mi nombre.

– Yo nunca he hecho nada frívolo en toda mi vida, doctor. No está en mi naturaleza.

Sin duda lo desconcerté con mi tono tranquilo y educado pues, tras una pausa, se rió tontamente por toda respuesta a mi boutade. En condiciones normales después de haber colgado, me hubiera puesto a despotricar en un alarde de mala uva ocasionada por la vanidad del interfecto; pero en aquellos momentos tenía la mente tan embebida en el caso y sus meandros que enseguida olvidé a nuestro doctor Narciso. Aunque del mismo modo, también había olvidado la visita que me disponía a hacer y, por tanto, la puerta del convento se me antojó algo amenazante y abstracto. ¿Qué les diría a las monjas? Ni siquiera había decidido por dónde empezar. No tenía una estrategia, ni un orden de prioridades, ni lista de posibles sospechosos, ni sabía qué ligaba a Lledó con las corazonianas. Respiré hondo y caminé. Si era verdad lo que mis avezados colegas policías repetían, el movimiento daría lugar a la explicación. Además, había un pequeño inicio lógico que acometer: la hermana portera era quien trataba con Juanito, y ella sería la primera con quien cruzaría la palabra.

Pero el destino me negó toda facilidad; tras haberme presentado a través del interfono, me abrió la puerta una monja a la que no conocía.

– ¿Dónde está la hermana portera? -pregunté.

– En la capilla, es su hora de rezar.

– Esperaré -respondí muy convencida. La monja, más joven y mucho menos fea que la portera, me hizo pasar al consabido saloncito. Unos minutos después, y tal como esperaba sin duda alguna, apareció la madre Guillermina.

– ¡Inspectora! ¿Cómo no me ha dicho que estaba aquí?

– Intuía que no hacía falta, madre; como bien se ve.

– ¡Ah, es verdad que mis hijas espirituales me informan de todo! Y eso, créame, a veces representa una carga; aunque no en este caso, naturalmente, porque estoy encantada de verla.

– Yo también.

– ¿Quiere que vayamos a mi despacho?

– La verdad es que no era con usted con quien quería hablar, madre.

– Sí, ya sé que quiere ver a la hermana portera; pero, si le parece, dejaremos que acabe sus rezos y luego la haré venir.

– Quizá tenga que hablar con ella a solas.

Su rostro afable y franco exhibió un fogonazo de sorpresa.

– ¿Con la hermana portera? ¿Qué ha pasado?

Me debatí durante un instante entre confiar o no en aquella mujer; pero estaba vendida; tarde o temprano se enteraría del asunto de Lledó y, además, en el interior del convento resultaba imposible dar un paso sin que ella lo aprobara; de modo que le conté lo que había sucedido con Juanito. Me miró sin dar muestras de entendimiento alguno.

– Perdone, pero no tengo ni idea de qué me está hablando. ¿Quién es Juanito Lledó?

– El repartidor de frutas y verduras que abastece el convento. ¿No lo conoce?

– ¿Yo?; no, claro que no. No conozco a ninguno de los abastecedores del convento. Me limito a autorizar las facturas que me presenta nuestra hermana contable, pero por supuesto no he visto jamás a ninguna de las personas que descargan los camiones. No es mi cometido.

– Claro. Pero dígame, madre, ¿usted sabe cuántas de las hermanas están en contacto con los abastecedores?

– ¿Por qué no me cuenta lo que quiere averiguar?

Suspiré profundamente, me armé de paciencia y se lo hice notar.

– Madre Guillermina, no podemos estar siempre con la misma discusión. Usted es la reina de este convento, pero yo soy policía y llevo a cabo una investigación y…

– ¡Es usted quien está siempre en la misma discusión! Todo eso de la reina ya me lo había dicho otras veces, pero ahora escúcheme bien: si le pregunto es para ayudarla, para saber qué está buscando y ponerla en el camino si está en mi mano. Nadie sabe más que yo sobre lo que ocurre en este convento.

– Pero es que…

Me miró, al tiempo atónita y dolida.

– Lo que ocurre es que no confía en mí, ¿verdad?

– Ahora no puedo confiar en nadie, ni siquiera en mí misma.

Digna como una generala vencida en el campo de batalla, se puso seria y dijo:

– Enseguida le envío a la hermana portera. -Dio media vuelta y caminó con paso altivo. Cuando hubo llegado frente a la puerta se volvió de nuevo y sentenció usando un tono falsamente devoto:

– Quiero que sepa que aquí y en todas partes hay una sola reina verdadera: nuestra santa madre la Virgen María, nadie más. Decir lo contrario es una blasfemia.

Salió con la fastuosidad de una actriz aficionada interpretando a María Estuardo. Lo cual me hizo darme cuenta de que la había cagado, pura y llanamente la había cagado. Porque, aparte de que nuestra única reina fuera la Virgen María, allí, en aquel territorio, entre aquellas paredes sagradas, quien cortaba el sagrado bacalao era la priora, ella y sólo ella. De modo que si quería interrogar a alguna monja debía pedirle permiso, y si deseaba que cualquiera de mis interrogadas estuviera en el estado mental pertinente como para declarar, antes debía haber recibido el nihil obstat de la superiora, que la liberaría de la responsabilidad personal de haber aceptado confesar lo que supiera. Corrí tras ella, perdida toda dignidad.

– ¡Madre Guillermina, por favor!

Se volvió, con la discreta sonrisa feliz de quien ya se siente suficientemente compensado viendo humillarse a su enemigo.

– Dígame, inspectora.

– No se lo tome a mal. De hecho, quizá sería más efectivo que usted estuviera presente en los interrogatorios. Lo único que pretendía evitar es que la hermana portera se sintiera incómoda frente a su autoridad.

– Ser madre superiora no significa ser una especie de Führer.

– Lo sé, y le pido disculpas. ¿Puede llamar a la hermana y estar usted presente durante el interrogatorio?

– Con mucho gusto; y no se preocupe, no pienso indagar el porqué de sus preguntas.

Se ausentó, y yo empecé a reconcomerme por haber cambiado de punto de vista. ¿Y si la madre Guillermina tenía algo que ver en el asunto? Daba igual, en ese caso el que estuviera presente no haría sino señalar su culpabilidad. ¿Su culpabilidad, en qué demonio estaba pensando, era aquella monja culpable de un par de asesinatos? Estaba segura de que eso era imposible.

La horrible hermana portera entró acompañada de la priora. No pude determinar qué tipo de estado mental venía pintado en su cara porque la atonía característica de la misma dificultaba semejante dilucidación. Hizo un gesto que parecía un saludo en mi dirección y cruzó frente al pecho sus dos manos gastadas.

– ¿Está bien, hermana? -me interesé con toda cortesía. Aguzando el oído creí percibir un gruñido de respuesta afirmativa.

– La hermana contestará a sus preguntas, inspectora -dijo la priora indicando que no perdiera tiempo en prolegómenos civilizados.

– Hermana, la casa Frutas y Verduras El Paraíso las abastece a ustedes, ¿verdad?

– Sí -exclamó con la misma expresión que una mosca revoloteadora, y se quedó mirando al vacío como si lo encontrara fascinante.

– El chico que les trae los pedidos se llama Juanito, ¿cierto?

– Sí, pero hace unos días que han dejado de venir y no podemos localizarlo, así que hemos cambiado. Ahora nuestro proveedor es Frutas Garrido, si quiere la dirección…

– No, gracias, no será necesario.

– ¿Quién trataba habitualmente con Juanito?

– Yo.

– ¿Alguien más?

– A veces hacía las cuentas con la hermana Asunción.

– ¿Quién es la hermana Asunción?

– La hermana Asunción es la contable del convento -terció la madre Guillermina.

– Creía que era usted.

– No, yo autorizo las cuentas parciales de cada departamento y gestiono los números generales, el presupuesto del convento. La contabilidad del día a día la lleva la hermana Asunción del Sagrado Corazón.

– ¿Alguien más se entrevistaba con ese chico?

La hermana respondió con indolencia.

– No.

– ¿Qué le parecía a usted Juanito?

– Normal. -Hizo una vez más gala de su laconismo funerario. Entonces la superiora se impacientó.

– Hermana, por el amor de Dios, está bien que no seamos pródigos en palabras innecesarias, pero aquí la inspectora necesita un poco de información completa y no las contestaciones de una encuesta.

– Pero es que yo, madre, no sé qué quiere que le diga. Juanito me parecía normal, un chico que traía las hortalizas y ya está.

La madre Guillermina me miró en reclamación de una paciencia que ella no tenía. De repente, subiendo el volumen de su voz, me suplantó como interrogadora y casi gritó:

– Sería simpático, antipático, hablador, amable, voluntarioso… de alguna manera sería, ¿no?

– A mí no me lo mostró, madre; y bastante tengo yo bregando con todos los proveedores como para saber de qué manera los hizo Dios.

Tomé la palabra de nuevo.

– ¿Hasta dónde llevaba las cajas de la fruta?

– Hasta la cocina.

– Pues bien, tendría que hablar con alguien allí -exclamó la superiora al borde del enfado.

– Con la hermana cocinera y las ayudantes, supongo.

– ¡Hágalas venir, y también a la contable y, en fin, a todas las monjas de la comunidad con quienes piense que ese chico ha tenido relación por muy breve y puntual que fuera! -ordenó. Cuando salió la portera, comentó en tono de disculpa:

– Hay que comprenderla, pobre hermana, lleva tantos años haciendo lo mismo que ha perdido la capacidad de comprensión de todo lo que no sea abrir la puerta.

– No, si a mí no me incomoda -dije perversamente.

– ¡Pues a mí sí! Lo cual demuestra muy poca caridad por mi parte. Pero usted, inspectora, debe darse cuenta de que no saber nada de lo que se propone buscar en la comunidad de mis monjas está alterándome los nervios.

Sonreí, claudiqué, se lo había ganado.

– Juanito Lledó está en busca y captura. Cuando una de nuestras policías fue a darle el alto la atacó. Creemos que puede estar implicado en el caso. Quizá él mató a Eulalia Hermosilla, que declaró haber visto a dos hombres persiguiéndola.

– ¿Dos hombres?

– El segundo puede ser Miguel, el hermano de Juanito.

Bebía mis palabras como si fueran agua fresca para su sed de saber más, intentaba colocar cada cosa en un lugar del entramado que le permitiera comprender, y era rápida, precisa.

– ¿Cómo supo usted eso?

– La mendiga, dentro de su confusión, dijo varias veces temer al paraíso. Al principio interpretamos esa locución como simple miedo a morir, pero después vi el cartel de El Paraíso en la furgoneta, e hice una rápida deducción. Nos acercamos y el chico que conducía tuvo la reacción de huir. Finalmente agredió a una de mis policías, que intentaba impedirlo.

– ¿Y cómo está la chica?

– Está bien.

Los ojos de la superiora enrojecieron debido a la concentración a la que estaba sometida. Entonces no lo dudó un instante, llegó a sus conclusiones.

– Ustedes creen que ese chico tiene algo que ver en el caso, pero ¿no puede ser casualidad?

– ¿Qué tipo de casualidad?

– Ha cometido algún delito que nada tiene que ver con la muerte del padre Cristóbal, pero ustedes le dan el alto, se asusta y…

– No, madre, no, la experiencia nos ha demostrado que las casualidades se prodigan poco en el entorno de un crimen. Ese chico tiene algo que ver en el caso. Tenemos sus huellas marcadas en unos guantes de látex que se utilizaron en la muerte de la mendiga. En la furgoneta hay fibras del cuerpo del beato. ¿Quiere más casualidades? Lo malo es que tampoco debe ser casual que se tratara del repartidor de verduras del convento. Lo cual nos lleva a concluir que quizá los motivos por los que mató tienen algo que ver con esta comunidad.

– ¿Quiere decir con mis monjas?

– No lo descarto. Por eso quiero hablar con todas las que tuvieron algún contacto con él.

– Pero ¿no se da cuenta de que eso carece de todo sentido? ¡Es absurdo, inspectora, absurdo! Deme una sola hipótesis de lo que hubiera podido pasar, una sola.

– No la tengo.

– ¿Entonces?

– Investigar sirve para crear hipótesis, raramente se hace al revés. Claro que a lo mejor usted no quiere que me interne en el mundo de sus monjas.

– Tonterías, inspectora, tonterías. Puede hacer lo que considere necesario, yo la ayudaré. Y por cierto, ¿qué pasará con todo el duro trabajo de la hermana Domitila y el hermano Magí? ¿Lo han dejado de lado como posibilidad?

– Les hemos dicho que interrumpan las pesquisas, pero lo que han averiguado hasta ahora sigue pendiente de consideración.

– ¡Con toda la publicidad negativa que han creado en torno a don Heribert, nuestro benefactor! ¿y ahora…?

– ¿Quiere dejar de presionarme? ¡Es usted mucho peor que mi comisario!

Se quedó un tanto perpleja, se sonrojó.

– Perdone, pero no consigo entender nada de todo este galimatías.

– ¡Tampoco yo! De entenderlo el culpable estaría ya frente al juez. La pregunta es: ¿piensa ayudarme o no?

– ¡Por supuesto que pienso ayudarla, se lo he dicho diez veces! Hable usted con todas las monjas si lo desea, sométalas a interrogatorios extenuantes, ¡a torturas! Haga lo que le parezca, tiene mi consentimiento sin dudar. Pero le advierto de que va a perder más tiempo del que ha perdido hasta el momento. Buscar culpabilidad entre las hermanas es como buscar agua en el centro del desierto, se lo aseguro.

La miré, ya sin ánimos de contestar. De momento, la única extenuada era yo. Si pensaba ayudarme con aquel estilo entre peleón y teatral, prefería mil veces tenerla en contra. Aun así, templé mi paciencia y respondí:

– ¿Será tan amable de disponer que vengan las hermanas que trabajan en la cocina, por favor?

Asintió y se fue. Quizá aquel caso quedara sin resolver, pero todo indicaba que, gracias a la paciencia que invertía en él, allí se iniciaría mi proceso de beatificación. Tomé aire, respiré profundamente, me levanté y di unos paseítos por la sala de visitas. Para colmo, no podía fumar un cigarrillo ni tomar una copa a fin de rebajar tensiones. Y qué haría a continuación, ¿pedirle a la superiora que estuviera presente en todos los interrogatorios? Me sentía poco proclive a ello, pero si no lo hacía, podía encontrarme con el laconismo exacerbado de las monjas presidiendo cualquier contestación. Adelante pues; si bien la advertiría de que ningún comentario que interrumpiera el diálogo sería bienvenido.

No recordaba los rostros de la cocinera y su pinche. De hecho, el día que interrogamos a todas las monjas en unión, me parecieron básicamente iguales entre sí. Las saludé y respondieron con una sonrisa. Debía reconocer que la presencia de la superiora resultaba positiva, porque las dos testigos estaban bastante relajadas. Una era de cierta edad, fuerte e incluso rechoncha, imaginé que se trataba sin duda de la cocinera. La otra no debía tener muchas luces, porque me dio la impresión de que le costaba comprender cuál era la situación ya que su sonrisa se eternizaba bobamente en su rostro.

– ¿Ustedes veían con frecuencia a Juanito?

La cocinera miraba a la superiora en búsqueda de permiso. Una inclinación de cabeza se lo concedió.

– Siempre venía él a traer los pedidos, desde hace tres años o más.

– ¿Qué carácter tiene ese chico?

– Bueno, un chico formal y poco hablador.

– ¿Cómo llegó a ser su abastecedor, alguien lo recomendó?

– Antes venía un señor que se llamaba José, pero cuando se jubiló nos aconsejó Frutas El Paraíso. Dijo que eran serios y tenían buenos precios. La madre superiora lo autorizó y así empezamos.

– Aparte de ustedes, ¿veía a alguien más en el convento?

– La hermana contable le pagaba.

– ¿Alguna vez, por alguna razón, vio o se entrevistó con otras hermanas?

– No creo. Podía ver a alguien por pura casualidad en los pasillos. Como ya teníamos confianza con él, no le hacíamos esperar a que estuvieran despejados de hermanas; pero de eso a hablar con alguna de ellas… no creo, francamente.

– ¿Cabe la posibilidad de que en alguna ocasión Juanito coincidiera con el hermano Cristóbal? Tome su tiempo para pensarlo.

Clavó su mirada bonachona en el techo, se esforzó en hacer memoria. Luego dijo con un poco de miedo:

– No sé cómo contestar. Yo, desde luego, no lo vi hablando con él, pero es que yo tampoco veía nunca al hermano. Sólo al principio de venir por aquí a trabajar en el archivo, se presentó en la cocina una vez para pedirnos que nunca le diéramos bacalao para comer, ni siquiera en Cuaresma. Decía que era el único alimento del mundo que no podía tragar, le daba grima. Aparte de eso…

– Tampoco le gustaban las sardinas fritas -se arrancó de pronto la pinche. Luego puso cara de gran sagacidad, como si estuviera convencida de que aquél era un dato decisivo para la investigación.

– Muy bien, pueden marcharse.

Tras mirar una vez más a su superiora en demanda de aquiescencia, salieron, yo diría que felices por ser protagonistas una vez en la vida de algo inusual. La madre Guillermina indagó en mis ojos con los suyos.

– ¿Qué le han parecido?

Me divirtió su tono profesional, absolutamente cómplice de mi actividad detectivesca.

– Nada especial.

– No, claro. Pero si ya se lo digo yo, inspectora; entre las monjas de este convento no va a encontrar usted pista ninguna. ¡Pero si vivimos apartadas del mundo!, cada una a lo suyo, metidas en nuestra actividad: el quehacer del día a día y los rezos. ¿Qué quiere que sepamos nosotras?

– Que las interrogue no presupone que sepan nada. Pero algún detalle que pase inadvertido a primera vista puede servir. Haga venir a la contable, por favor.

Salió casi corriendo. Algo en su actitud me hacía pensar que, al mismo tiempo que todo aquello la incomodaba, estaba pasándolo bien. Volvió, acompañada, al cabo de cinco escasos minutos. La contable rondaba los setenta, y me sorprendió la pregunta que me planteó nada más llegar:

– Si tiene preguntas de contabilidad que hacerme, puedo sacar una copia de la hoja Excel correspondiente a las fechas que quiera conocer.

– Veo que utiliza usted los más modernos métodos.

– Yo siempre usaba los libros del debe y haber con rayitas, pero la madre superiora me dijo que tenía que modernizarme.

– Hay mucha gente que no lo consigue.

– Yo, humildemente, esto de la informática me lo encuentro hecho.

– Perfecto, hermana, pero no es eso lo que nos interesa en este momento. Hoy quiero que me hable de Juanito Lledó.

– ¿Del chico de El Paraíso?

– Creo que tenía cierta relación con usted.

– Le pagaba el pedido semanal.

– Quiero que me cuente todo lo que pueda sobre ese joven.

Estaba perpleja, pero intentaba no dejar entrever su curiosidad; supongo que por la presencia de la madre Guillermina; sin duda, en la orden manifestar curiosidad estaba considerado como una especie de falta grave.

– Es un chico normal, tirando a tímido, reservado. A mí me caía muy bien porque no era como esos repartidores que no paran de hablar y hacen preguntas sobre todo. Desde que él ha dejado de venir lo ha sustituido un pakistaní que apenas si abre la boca; eso está bien, pero nunca sonríe. Juanito sí, Juanito sonreía y siempre decía que le encantaba venir al convento.

– ¿Alguna vez sucedió algo con Lledó que le llamara la atención?

– No, no creo. Me acordaría; aunque sea mayor conservo muy buena memoria, gracias a Dios.

– ¿Recuerda si en alguna ocasión alguien le mostró a ese chico la momia del beato?

– Que yo sepa, no. A no ser que viniera por su cuenta como visitante algún domingo.

– Me alegro de que tenga buena memoria, hermana, porque la pregunta que voy a hacerle ahora exige que la piense en profundidad. Tanto es así, que a lo mejor necesita de más tiempo del habitual para rebuscar en su mente. ¿Cree que Juanito pudo entrevistarse con alguien más del convento que no fueran usted, la cocinera y la hermana portera?

– ¿Qué entiende por «entrevistarse»?

– Tener algún tipo de relación como conversaciones, comentarios, incluso algún altercado.

– No hace falta que piense demasiado para contestarle. Conversaciones repetidas una y otra vez, no, descartado. El chico a veces tenía que esperar en el pasillo un rato y como no es zona de clausura total, por allí podía haber pasado alguna hermana y saludarlo, poco más. En cuanto a altercados… ni se me pasa por la imaginación.

– Sin embargo, sí pudo coincidir con alguna de las monjas en el pasillo.

– Pero eso…

– Contésteme, por favor.

– Sí, le contesto encantada; pero lo que quiero decir es que, si coincidió con alguna de las hermanas, no le dio tiempo a hablar demasiado. Yo tampoco solía hacerlo esperar mucho rato.

Le di permiso para marcharse y, naturalmente, esperó a que tal permiso emanara también de la madre Guillermina. Ésta me miró con actitud retadora.

– No irá a decirme que quiere interrogar de nuevo a todas las monjas de la comunidad.

– No se lo digo porque ya lo ha hecho usted. En efecto, quiero interrogar al grupo.

– ¡Vamos, inspectora, válgame Nuestro Señor! Por cinco minutos, como máximo, que haya podido hablar cualquier hermana con ese chico ¿quiere interrogarla? ¿Qué es lo que busca en este convento? Dígamelo.

– Busco aclarar la verdad.

– Sus verdades, que después resulta que no lo son, quizá nos hayan costado la subvención de los Piñol i Riudepera. ¿Qué pretende ahora, acusar de asesinato a alguna de mis monjas?

– Dos personas muertas significan menos para usted que estas malditas paredes, ¿verdad? -le solté, indignada de pronto por su actitud.

– ¡Retire lo de «malditas paredes»!

– Lo retiro, madre. ¿Cómo prefiere que les llame: sagrados muros de ocultación?

Nos quedamos ambas calladas, desfondadas, hartas de batallar, de no movernos de nuestros absurdos roles, de chocar abruptamente, cornamenta contra cornamenta, en una inútil pelea de renos. La miré a los ojos sin vislumbre de amenaza; no era necesario, la mayor fuerza la tenía yo, y ella no podía hacer sino obstaculizarla.

– Volveré mañana, madre Guillermina. A las nueve de la mañana tenga a toda la comunidad reunida.

– A las nueve están rezando, venga usted a las diez. Y sola, por favor; mejor que no la acompañe su amigo policía.

Le permití aquella pataleta final. No quería hablar más, ya sólo deseaba salir del edificio, respirar aire fresco.

En la calle tuve la sensación de volver no sólo a la vida normal, sino también a la época contemporánea. Tenía unas ganas locas de parar en un bar y tomar una cerveza, fumar un cigarrillo. De pronto recordé que estaba casada y un amoroso marido me esperaba en el hogar. No es que lo hubiera olvidado, sino que la fuerza de mi concentración mental me había llevado hasta la negación de mí misma. Corrí a casa, y me lancé a los brazos de Marcos en cuanto lo vi.

– Hoy no quiero hablar -le dije. Había esperado que me llevara en eróticas volandas hasta la habitación, donde liberaría mis tensiones con su cooperación marital, pero me equivoqué. En vez de ejecutar esa sencilla maniobra que mi silencio le pedía, se puso frente a mí y me soltó:

– ¿Pero tú te has visto, Petra?

– No, no me he mirado al espejo en las últimas doce horas. ¿Por qué?

– Estás pálida, tienes dos cercos morados bajo los ojos… ¿te encuentras mal?

– No, de hecho hace tiempo que no me encontraba mejor.

– ¿Has comido algo en todo el día? ¿Cuántas horas has estado trabajando sin parar?

– ¿Te has convertido en mi padre?

– Me preocupo por tu salud.

– ¿Acaso me preocupo yo por la tuya?

– No, por cierto, en absoluto. No te preocupas por nada que me concierna.

– Antes de venir a casa he estado dudando entre ir a tomarme una cerveza o venir aquí, ¿y sabes lo que te digo?: que he resuelto mal la duda. ¡Adiós!

– Este maldito caso te está trastornando. ¿Por qué no dimites de una vez?

– No me apetece hablar, ni dimitir, ni discutir. De modo que voy a tomar una cerveza a uno de esos bares solitarios que siempre han sido mi verdadero hogar.

Antes de que pudiera contestar, abrí la puerta y luego la cerré de golpe. De entre todas las modalidades de bronca que en el mundo pueden existir, probablemente la conyugal es la que más rápidamente se arma, la más tonta también.