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Sonia salió del hospital, recuperada pero triste. Estaba en mi despacho escribiendo informes cuando entró Yolanda para darme tal nueva. Creí que debía ser expeditiva.
– En este momento, que Sonia esté triste o no es la última de mis preocupaciones. ¿Y tú, qué haces aquí. No deberías estar buscando a los Lledó?
– He tenido turno de noche, y antes de irme para casa quería avisarla de lo de Sonia; pero si no le importa…
Levanté la vista de la pantalla, la fijé en la joven policía.
– Me importa, y me alegra que esté mejor, pero ¿a qué viene eso de la tristeza?
– Es que, inspectora, Sonia quiere reincorporarse ya a la búsqueda.
– Pero aún está de baja, ¿no?
– Ése es el tema. Se siente culpable de que se le escapara el sospechoso y quiere que usted la autorice a entrar en el operativo de nuevo.
– Siempre he creído que los sentimientos de culpa voceados a los cuatro vientos no dejan de ser más que un deseo de protagonismo.
– Es usted demasiado dura, inspectora Delicado.
– Si te sirve de consuelo te diré que lo soy conmigo misma también.
Hizo un gesto de incomprensión y dio media vuelta. Los rasgos de su cara denotaban un enorme cansancio físico. La llamé.
– Pero de todas maneras, si eso va a hacerla feliz, que vuelva al trabajo.
Sonrió, se disponía a darme las gracias cuando la interrumpí.
– Le brindaremos la oportunidad de que se le escape el sospechoso de nuevo.
La sonrisa se le congeló en el rostro. Me miró con auténtico reproche y declaró en plan muy grave:
– No tiene usted piedad.
– La piedad no es buena en cuestiones de trabajo.
No me arrepentí de haber hablado así. En aquellos momentos me parecía importante que todo el mundo exacerbara su sentido de alerta, y el sentimiento de compañerismo y amistad no hace sino relajar al individuo, sumiéndolo en una charca feliz. Al cabo de un minuto entró Garzón.
– ¡Joder, inspectora, buscar no está sirviendo de mucho! Los Lledó no pertenecen al mundo del hampa y, por tanto, los garitos habituales no parecen idóneos para encontrarlos.
– Buenos días, subinspector.
– Perdone, pero no estoy de humor ni para saludar.
– Ni el saber ni la educación ocupan lugar.
– Hay que hacer algo, inspectora. Como usted dijo, echar pimienta en la madriguera para que salga el ratón. ¿Usted no mencionó una maniobra con la prensa?
– Estaba esperando un poco, pero quizá haya llegado el momento. De todos modos, para eso necesitamos la aquiescencia del comisario, el inspector jefe y, probablemente, el jefe superior. Vaya usted a solicitar esos permisos.
– ¿Permisos para qué?
– Quiero que el capullo de Villamagna convoque a los periodistas y les diga que contamos con pruebas para imputar a los dos hermanos Lledó, a los dos. Tengo la esperanza de que el pequeño no sea más que cómplice y si se ve en una situación tan comprometida deje al otro en la estacada e incluso lo denuncie.
– El juez Manacor se pondrá de los nervios.
– Por eso necesitamos permiso hasta del papa.
– ¿Y usted qué va a hacer mientras tanto?
– Seguiré aquí, falseando informes, hasta cerca de las diez. Luego me voy a las corazonianas a continuar con los interrogatorios, esta vez con todas las monjas a mogollón. Ayer me encontraba demasiado alterada y tuve que largarme sin concluir.
– ¿Tan alucinante fue?
– ¿Por qué cree que falseo los informes?
– La veo luego, inspectora; y que gane la mejor.
Pasé por alto el avieso comentario que sin duda se refería al pulso continuo que manteníamos la superiora y yo. Garzón era tan deductivo que no había sido necesario explicarle la situación.
A las diez en punto me abrió la puerta del convento la propia madre Guillermina. La escaramuza iba a empezar pronto, y el verla me dio ánimos para resistir. Esta vez el respeto no me impediría usar mis mejores armas: cinismo y mordacidad.
– ¡Vaya! ¿Se ha democratizado el convento desde ayer o es que la hermana portera ha huido durante la noche dejando un reguero de muertos tras de sí?
– No entiendo su tono, inspectora. La hermana portera no está en su puesto porque se sentía demasiado nerviosa como para recibirla a usted. En realidad, todas las religiosas están un poco fuera de sus casillas.
– ¿En serio? ¿Y qué les ha dicho para ponerlas en ese estado de excitación?
– Les he dicho la verdad: que sospecha de alguna de nosotras.
– Eso es una deducción que usted hace por su cuenta.
– ¡Usted dijo que entre ese chico, presunto culpable, y el convento había un vínculo seguro!
– Lamento haber herido su fina sensibilidad. ¿Dónde están sus hijas?
– En el refectorio, como la otra vez.
– Pues adelante, tutéleme hasta allí, como siempre. Ya he aprendido que en este convento la libertad de movimientos no es algo con lo que se pueda contar.
– ¿Entro yo en su casa y me muevo libremente por allí?
– Hoy no quiero discutir con usted, madre. ¡Ni siquiera con mi madre real discutí tanto mientras vivió!
– Imagino lo que su pobre madre tuvo que sufrir.
Era como un perro de presa que nunca suelta el señuelo, como un inquisidor que siempre profiere la última sentencia, era más peleona de lo que en su día lo fue Cassius Clay. En el refectorio me encontré una escena que ya había contemplado: todas las monjas, unas junto a otras y en pie, diseminadas junto a la gran mesa de comedor, con los ojos bajos y en silencio. Carraspeé y elevé la voz.
– ¿Quieren tener la amabilidad de mirarme todas directamente, por favor?
Hubo algún alzamiento furtivo de ojos. La madre Guillermina, de nuevo, tomó el liderazgo de la situación.
– Hermanas, quiero que hagan exactamente lo que les indique en cada momento la inspectora. También quiero que le contesten a todo lo que les pregunte con total sinceridad y veracidad. Y si hay algo que no entiendan, pregúntenlo sin problemas. Es necesario que la inspectora quede completamente segura y convencida de todo cuanto le digan.
Me miraron. Resultaba difícil indagar en sus expresiones. El hábito y la toca las uniformizaban de manera que costaba distinguir bien incluso sus facciones, calcular qué edad tenía cada una de ellas.
– ¿Están todas presentes?
La madre Guillermina me dijo en un aparte que todo el mundo oyó:
– Falta la hermana Pilar. La hermana Domitila me ha dicho que tenía un examen hoy en la facultad y me ha parecido una pena que lo perdiera. Como de todos modos casi siempre que ese chico venía aquí ella no se encontraba en el convento sino en sus clases…
La escruté sin ningún disimulo, buscando alguna pista en sus palabras. Se percató, por supuesto, y añadió:
– Pero si le parece necesario vamos a buscarla, ¿eh?
– No, no, está bien así -dije sin haber detectado nada anormal. Luego, las costumbres lingüísticas me traicionaron y empecé a hablarles diciendo:
– Señoras… -enseguida lo enmendé añadiendo con desparpajo-: Quiero decir: hermanas. No me propongo llevar a cabo un interrogatorio largo; al contrario, se trata de una sola pregunta; pero si queremos que la contestación sea provechosa es necesario que piensen bien, muy detenida y cuidadosamente.
La más absoluta impasibilidad fue la única y colectiva reacción. Sólo pude advertir en el rostro de la hermana Domitila un cabezazo de infantil asentimiento.
– Lo único que deseo saber es quién y en qué circunstancias habló o se encontró alguna vez con el repartidor de frutas del convento, el joven llamado Juanito Lledó.
Si aquella comunidad hubiera estado constituida por los vecinos de un inmueble, todos hubieran empezado a hablar al mismo tiempo; pero las corazonianas estaban entrenadas para callar, y callaron. Noté que la madre Guillermina se impacientaba.
– Hermanas, alguna vez lo habrán visto, ¿no?
Una de ellas levantó el dedo y dijo:
– Yo me crucé con él alguna vez en el pasillo.
– ¿Le habló?
– Noooo -exclamó con el mismo escándalo que si le hubiera preguntado si le practicó una felación.
– ¿Se fijó en algún detalle del muchacho? -retomé yo las preguntas.
– No lo miré.
– ¿Y entonces cómo lo vio?
– Lo vi desde lejos, pero bajé los ojos cuando estuve cerca de él: es lo decoroso en una monja.
– Comprendo.
– ¿Alguien más lo vio del mismo modo, es decir sólo pasando por su lado y sin hablar con él?
Algunas monjas, incluida la madre Guillermina, levantaron una mano tímidamente.
– ¿Alguien en alguna ocasión habló con él, aunque sólo fuera del tiempo?
Ni una mano se destacó entre los hábitos negros.
– ¿Alguien lo vio en alguna oportunidad haciendo o diciendo algo que le llamara la atención?
Silencio e inmovilidad en el grupo. Me di cuenta de que era inútil intentar nada más. Miré a la priora y le dije en voz baja:
– Dígales que pueden retirarse.
Salí al corredor y por el rabillo del ojo pude observar cómo todas regresaban a sus celdas sin hablar entre ellas. Quedamos solas la superiora y yo.
– Madre Guillermina -empecé, pero inmediatamente me interrumpió:
– Cualquier cosa que quiera decirme, en mi despacho.
Fue tan imperativa que la seguí sin dudar, preguntándome si en su despacho me diría algo interesante. Pero no, enseguida comprendí la premura por llegar a su pequeño rincón. Inmediatamente después de haber cruzado el umbral, sacó de un lugar oculto de su hábito una cajetilla de tabaco, tomó un cigarrillo y se puso a fumar con la vehemencia de una drogadicta.
– Discúlpeme… -acertó a decir, reconfortada por el humo.-…pero nuestra conversación anterior fue tan tensa que sentía absoluta necesidad de un cigarrillo.
La observé con simpatía, como siempre que me mostraba sus debilidades de ser humano. Yo también busqué mi paquete para fumar.
– Lo siento, madre, se lo aseguro. Mi intención no es nunca la de pelear con usted, pero debe comprender que este caso está durando demasiado, y eso genera un enorme nerviosismo general. Hemos cometido demasiados errores y quiero estar convencida de que no cometemos más.
Asintió gravemente, exhaló el humo, cerró los ojos.
– Yo también le pido perdón. Piense que quiero ayudarla, conseguir que estos crímenes execrables queden aclarados de una vez y que al convento regrese un poco de la paz de la que antes disfrutábamos. Todo esto es cansado para mí también, inspectora. Ha sido excesivo, ha sido… como una terrible maldición. ¿De verdad cree que serán ustedes capaces de encontrar pronto al culpable?
– Sin duda ninguna, presiento que nunca habíamos estado más cerca.
– Rezaré intensamente porque lo consigan.
– Se lo agradezco.
Dejé cansinamente el despacho y por primera vez en todo aquel desgraciado caso, me di cuenta de que circulaba por los corredores del convento yo sola, sin que nadie me acompañara. Tal ausencia de vigilancia me provocó una sensación extraña. Aquél era un reducto imposible de franquear, un círculo cerrado al que resultaba francamente difícil arrancar sus secretos, si es que existían.
Sólo a mediodía reuní fuerzas y serenidad suficientes como para telefonear a Marcos. Respondió desabridamente al comprobar que era yo.
– ¿Aún estás enfadado conmigo?
– Fuiste muy injusta ayer.
– Sí, ya lo sé -contesté imbuida aún del espíritu de santa convivencia que me había transmitido la superiora horas atrás.
– Saberlo no cambia mucho las cosas.
– Lo sé y te pido disculpas.
– Bien -dijo en un susurro.
– Si quieres puedo someterme a duras penitencias.
– ¿Como por ejemplo?
– Puedo ir contigo a comer sushi, que, como sabes, me sienta fatal.
Se echó a reír.
– Te recojo en comisaría dentro de veinte minutos.
Comimos felices y tranquilos en un restaurante japonés lleno de ciudadanos barceloneses devotos del pescado crudo. Sin duda ninguna el amor era una planta muy delicada que necesitaba cuidados permanentes, todo lo contrario de lo que siempre se nos ha hecho creer: «El amor verdadero aguanta ciclones». Puede que sí, pero se mustia si alguien no derrama sobre él un poco de lluvia remansada.
– Creo que esta noche podré llegar pronto a casa -prometí de modo suicida a los postres.
– Sería genial, porque hoy están los chicos y no paran de preguntarme por ti.
– ¿Estás seguro de que es por mí, no será por la momia o el asesino psicópata?
– Bueno, por ellos también.
– Entonces no sé si quedarme trabajando, tengo pocas novedades que presentarles y me machacarán.
– Es un riesgo al que debes enfrentarte.
Después de la comida me sentía más en paz con el mundo, sentimiento que se esfumó en cuanto tuve delante a Garzón.
– ¡Coño, inspectora, me preguntaba dónde se había metido!
– Pues siga preguntándoselo porque no pienso decírselo. ¿Ha pasado algo interesante?
– La plana mayor ha dado luz verde a la comparecencia de Villamagna frente a los medios. En media hora estarán todos aquí para la rueda de prensa.
– ¿Sabe algo el juez?
– Creo que ni mu. Los jefes se han portado.
– Se han portado, pero como Manacor se ponga chungo nadie dará la cara por nosotros y nos la cargaremos usted y yo. ¿Es consciente de eso?
– No he nacido ayer. ¿Acaso ve pañales en mi entrepierna?
– No veo en su entrepierna nada que me llame la atención.
– Aprecio su sentido del humor, lástima que el sentido del deber no esté a la altura.
– ¡Toda esta gresca porque he llegado media hora tarde!
– ¿Está segura de que Villamagna sabe lo que debe decir?
Como en una escena vodevilesca, el propio Villamagna apareció por la puerta. Llevaba puesto el precioso uniforme negro de la Policía Nacional, que le sentaba muy bien a su físico. A su espíritu no parecía cuadrarle de igual manera, porque enseguida se puso a despotricar en su habitual slang castizo:
– ¡La madre que me parió! Al tío que diseñó este uniforme deberían caerle veinte años y sin posibilidad de provisional.
– Estás muy guapo, Villamagna.
– ¿Guapo?, mírame el cuello: rojo como el culo de un mandril. ¡Y todo por esta camisa de los cojones!
– ¿Los jefes te han dicho que te pusieras de gala?
– Sí, para dar más empaque a la declaración. Por lo visto se trata de cargar las tintas sobre la culpabilidad de los huidos, ¿no?
– Sobre todo de uno de ellos, queremos que se acojone y se entregue. Es probable que no sea tan culpable como su hermano.
– ¿Y por lo menos hay algún fundamento en lo que voy a decir?
– Tenemos pruebas.
– Bueno, me lo creeré. De todas maneras no vais a contármelas, ¿verdadero o falso?
– Tú suelta lo de los hermanos, carga las tintas y no contestes ni a una pregunta.
– ¡Joder, cómo odio ser portavoz!
– ¡Qué va, te encanta! Has nacido para ello.
– Algún día me las pagarás, Petra Delicado, te lo juro.
A las ocho en punto regresé a casa. Lo había prometido y lo cumplí. No dejaba de ser un atrevimiento por mi parte el hecho de tener empantanada la ciudad con policías en busca de sospechosos mientras yo me dedicaba a velar por la armonía de mi hogar y mi nueva familia. Pero en fin, tampoco hubiera hecho gran cosa metida hasta los ojos en el lodazal en que se habían convertido los informes de investigación, cada vez más ambiguos, más erráticos, más carentes de objetivo final.
Los chicos me demostraron gran alegría cuando llegué. Marina corrió hacia mí y me abrazó; los gemelos me besuquearon ambas mejillas. Luego, en cuanto concluyó la efusión de bienvenida, no se recataron en preguntar:
– Petra, ¿cómo va el caso?
– ¡Todo el mundo habla de eso otra vez!
– Una niña de mi clase dice que ella ya sabe quién es el asesino, que si quieres te lo dirá.
Ante tal avalancha no supe por dónde tirar. Les sonreí, los miré con cara de madrastra arrobada por la emoción y dije:
– Bueno, queridos, cada cosa a su tiempo. ¿Por qué no me contáis vosotros primero cómo os ha ido durante todos estos días?
– A mí, fatal -respondió Marina.
– ¿Por qué?
– Porque no me han escogido para la función de danza.
– ¿Y cómo es eso?
– La profesora dice que lo hago bien, pero que otro día lo haré mejor y que entonces ya me escogerá.
– Sí, te escogerá cuando la obra sea El lago de los cisnes muertos -intervino malévolamente Teo. Marina se soliviantó.
– Imbécil, tú eres un sapo muerto.
La réplica provocó un efecto cómico sobre Teo, que empezó a reírse a carcajadas. Entonces Marina, furiosa ante esta reacción, empezó a dar puñetazos en el torso de su hermano, que sólo conseguían hacerlo reír aún con más fuerza. Hugo, lejos de mediar, había adoptado la postura de un espectador de lucha libre y vociferaba:
– ¡Dale, fuerte, tú puedes tumbarlo por KO!
Sobrepasada por aquel inmenso alboroto, cansada, con los nervios a flor de piel, di un grito enorme.
– ¡Basta, basta ya!
Mi berrido debió de tener el componente de las serias reprimendas, porque de pronto mis tres hijastros dejaron de pelear y me miraron sorprendidos.
– ¡Me gustaría que supierais que he abandonado mi trabajo antes de hora para estar aquí, con vosotros! Pero ¿qué me encuentro cuando llego? ¡A tres niños mimados haciendo sus gracias, incapaces de comprender, de quedarse tranquilos para agradar! ¡Deberíais daros cuenta de los esfuerzos que los demás hacen por vosotros!
Se les dibujó en la cara una expresión de susto y antes de que hubieran proferido ni una palabra, di media vuelta para salir del salón. Entonces sonó mi móvil. Un mal momento, pero no podía dejar de responder. Era la madre Guillermina y su voz sonaba llena de angustia.
– ¿Qué ocurre, madre?
– Se trata de la hermana Pilar, ha desaparecido.
– Un momento. ¿Qué entiende usted por desaparecer?
– Debería haber vuelto a las cuatro de la facultad y ya son las ocho y media.
– Eso no es desaparecer, madre Guillermina. Se habrá entretenido, le habrá surgido algo extraordinario en clase, otro examen, quizá.
– No sabe usted de qué está hablando. La hermana Pilar nunca vendría tarde sin haberlo advertido. No lo ha hecho en todo el tiempo que han durado sus estudios hasta hoy. Además, ella tiene un móvil al que hemos llamado repetidamente y nunca contesta.
– ¿Y qué quiere que haga yo?
– ¿Cómo que qué quiero que haga? Cuando alguien desaparece se avisa a la policía, así que yo la he avisado a usted. ¿No ha pensado en que puede haber sido ese horrible asesino quien…? ¡Dios mío, no quiero ni imaginarlo!
– Madre, no nos pongamos nerviosos; la probabilidad de que la hermana Pilar haya desaparecido es mínima; no se considera que alguien está desaparecido hasta que no hace al menos un día que no se tienen noticias de él. Pues bien, la posibilidad de que la ausencia, he dicho ausencia, de la hermana Pilar tenga algo que ver con el caso es aún menor. De modo que no se preocupe.
La oí refunfuñar un rato antes de cortar la comunicación. Luego volví la vista al campo de batalla que se había formado en mi propia casa y observé que los tres hermanos me miraban sin pestañear.
– No había sido culpa mía -exclamó Marina, al borde de las lágrimas.
– Lanzarse sobre los demás a puñetazo limpio nunca ha solventado ningún problema, deberías saberlo ya.
– ¿Quién ha desaparecido? -preguntó Teo con toda desfachatez.
– Y tú deberías saber que los chicos de tu edad no pueden andar metiendo las narices en el trabajo de los mayores. Es mucho más importante que un juego, ¿comprendes?
Apenas había pronunciado la última sílaba de mi filípica cuando se abrió la puerta del salón y apareció un increíblemente sonriente Marcos.
– ¡Bueno, veo que hay reunión familiar! ¡Y hoy estamos todos!
Una simple mirada a sus hijos bastó para que preguntara:
– ¿Pasa algo?
Pero yo estaba dispuesta a variar la situación y casi grité:
– ¡Qué va!, estábamos charlando. Y ¿sabes a qué conclusión hemos llegado? Pues que nos gustaría salir a cenar. ¿Verdad, chicos?
Los aludidos, entre sorprendidos y remolones, respondieron con afirmaciones desvaídas. Marcos sonrió de nuevo.
– Estupendo. Justamente a mí también me apetece salir. Hay un restaurante chino que han abierto hace poco, creo que os gustará.
Se preparó la expedición, siempre disimulando la escaramuza que acabábamos de tener. En el coche, Teo, dando una vuelta de tuerca más, preguntó en tono desenfadado:
– Petra, ¿cuánto tiempo hace falta que alguien esté desaparecido para que lo busque la policía?
Lo miré con ojos asesinos que eran una amenaza y contesté:
– ¿Lo dices por algo en concreto?
– No, nada, una cosa que leí.
– Te recomiendo que leas a los clásicos. Un poco de Quevedo y Lope de Vega serán buenísimos para tu formación.
Marcos rió tontamente, lejos de sospechar la verdad.
Pedimos rollitos de primavera, chop suey de pollo, cerdo agridulce y muchísimo arroz cantonés. Marina se mantenía silenciosa. Su padre quiso saber por qué.
– Nada, me duele un poco la cabeza.
– A lo mejor es que se ha peleado a puñetazos con alguien en el colegio -apuntó Hugo.
– No lo creo. Marina no hace esas cosas, ¿verdad, cariño? -replicó su padre demostrando debilidad por la pequeña. Mientras, los gemelos intentaban sofocar la risa. Incluso yo tuve que hacer lo mismo. La tontería infantil me había contagiado, lo cual era bueno, porque aquella complicidad de silencio había propiciado cierto deshielo entre los chicos y yo. Pero no tuve tiempo de disfrutarlo, el móvil volvió a sonar. Era Coronas. ¿Coronas a aquellas horas? Justamente el que fuera a aquellas horas contribuía a ponerlo fuera de sí.
– Inspectora Delicado. Sabe usted perfectamente cuáles fueron mis primeras órdenes para el caso que llevan, ¿no?
Me cogió despistada por completo.
– No sé a qué se refiere, señor.
– Creo que le dejé muy claro que debía mantener tranquilos a los frailes y a las monjas, ¿no?
– Sigo sin saber qué quiere decir -contesté empezando a cabrearme.
– La madre superiora ha llamado al jefe ídem para decirle que una monja ha desaparecido y que usted no le hace caso.
Una oleada de indignación me nubló la vista:
– ¡Esa dichosa monja del demonio! La novicia no ha faltado más que cuatro o cinco horas del convento, señor. En condiciones normales…
– ¿Cómo que en condiciones normales? ¿Desde cuándo un convento envuelto en un crimen tiene condiciones normales? Eso es, por definición, lo más anormal que ningún ser humano puede encontrar en el mundo. ¿Lo entiende?
– Creo que el caso nada tiene que ver aquí. Pero no se preocupe, iré a ver a la madre Guillermina e intentaré tranquilizarla.
– Haga lo que considere oportuno, Petra: tranquilice a esa monja, o anestésiela si es necesario; pero quiero que aparte de mí a las corazonianas, los cistercienses, los trapenses o los capullos de Getsemaní, ¿me oye?
– Muy bien, señor, a sus órdenes.
Miré a Marcos a los ojos y él se hizo cargo rápidamente de la situación. No sólo no hizo ningún gesto de desagrado o protesta, sino que salió inmediatamente en mi ayuda.
– Tienes que irte, ¿verdad? No te preocupes, querida, no sufras por nosotros. Lo único que siento es que ni siquiera te dejen cenar en paz. Espero que después de este caso te concedan quince días extra de vacaciones.
Sonreí sin ánimo, pero en mi fuero interno, lo adoré. Los niños ponían cara de circunstancias, aunque más de curiosidad. Me puse en pie como una autómata. Di besos a todos y salí del restaurante después de haber declinado el ofrecimiento de mi marido para acompañarme en coche o llamar a un taxi. Sólo en la calle mi enojo se vio libre para crecer. Como no tenía a nadie en quien volcarlo, todo se fue en pensamientos insultantes contra la madre Guillermina que, dado el carácter religioso de su condición, tomaron un oportuno sesgo sacrílego. Cuando yo misma empezaba a asustarme de mi imaginación para el escarnio, me vi como por arte de magia frente a la puerta del convento. Eran las diez y media de la noche. Llamé con la esperanza de que nadie me abriera; pero no, la madre superiora lo hizo en persona.
– Todas las hermanas duermen ya -dijo como bienvenida. De repente tuve la desquiciada idea de intentar imaginarme qué atuendo llevarían las corazonianas para dormir. ¿Un largo camisón de algodón blanco como Mr. Scrooge? ¿Irían todas de uniforme? ¿Llevarían redecillas en el pelo? Luego recordé por qué estaba allí.
– Madre Guillermina, le dije muy claramente que…
Me interrumpió pidiéndome con gestos que bajara la voz.
– No se enfade conmigo, inspectora. Lo sé, sé lo que me dijo, pero estoy enferma de preocupación. Se me ocurrió que quizá el jefe superior pudiera hacer algo y en un arranque, le llamé.
– Lamento comprobar que usted también se permite mentir, madre. Llamó al jefe superior para que él se quejara al comisario y el comisario me hiciera venir.
– Dios, que conoce mis motivos, sabrá perdonarme.
– Puede que Dios la perdone, pero yo…
– Dejemos de discutir inútilmente. Pase a mi despacho, por favor.
Comenzó el ritual de fumar. Le temblaba la mano al sujetar el cigarrillo. Nunca la había visto tan nerviosa, ni siquiera el día en que fue encontrado el cadáver del hermano Cristóbal. Decidí tomar en serio lo que decía, en el tiempo en que la conocía me había parecido que muchos defectos desdoraban su personalidad, pero uno de ellos no era alarmarse sin razón.
– Cuénteme lo que ha sucedido, madre.
– Nada, nada anormal. La hermana Pilar fue esta mañana a sus clases como de costumbre. Esta tarde, pasadas las tres y media, la hermana Domitila vino a verme y me informó de que no había regresado.
– ¿Cuál es su hora normal de volver?
– Sobre las dos. La hermana Domitila había estado intentando localizarla por teléfono sin ningún resultado. Enseguida se asustó, por supuesto.
– ¿Se ha acostado la hermana Domitila?
– Le dije que se quedara despierta porque quizá usted quisiera hablar con ella. De cualquier modo, estaba tan inquieta que dudo que hubiera podido dormir.
Llegó un minuto después y me costó reconocerla. Su rostro, siempre tranquilo y relajado, se había tensado hasta el extremo de hacerla parecer mucho mayor. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.
– Estaba en la capilla, rezando -musitó. La superiora intentó animarla en su estilo castrense.
– ¡Dios del Cielo, hermana Domitila! ¿Quiere dejar de comportarse como si la hermana Pilar estuviera de cuerpo presente? ¡No ha sucedido nada como para que lo tome así! ¡Conservemos la calma!
– Temo que… -no pudo articular ni una palabra más. Sacó del hábito un pañuelito arrugado y se frotó los ojos.
– ¿Encontró normal a la hermana esta mañana cuando se fue?
– No la vi, inspectora. Ella sale muy pronto.
– ¿Había estado normal en los últimos días, no le notó ningún indicio de preocupación, de inquietud, algo que la hiciera reaccionar de modo distinto?
– En absoluto. Anteayer mismo estuvimos repasando sus tareas, un tema sobre la Reconquista. Le indiqué varios libros de consulta para completar los que le habían recomendado en la universidad. Estaba atenta, motivada, serena como siempre.
– Sin embargo… -terció la superiora -… yo he preguntado en la cocina y me han dicho que hacía unos días que devolvía los platos desde la mesa casi sin tocar. Tanto es así que la cocinera estaba ya a punto de comentármelo, por si había que avisar a un doctor.
– ¡Bah, sería un malestar pasajero! -comentó Domitila-. Anímicamente estaba perfecta.
– La experiencia me dicta que cuando una monja joven no come es que algo rebulle en su interior.
– Ésa puede ser una tendencia general, madre, pero no es una norma exacta -se atrevió la otra monja a contradecirla.
– Miren, en cualquier caso, a la hora que es resulta imposible hacer ninguna comprobación ni iniciar una búsqueda. Lo mejor es que se queden tranquilas y vayan a la cama. Todo esto debe tener alguna explicación, y lo más probable es que mañana la hermana Pilar aparezca sana y salva. Nadie se esfuma en el aire así como así. Les prometo que mañana bien temprano iré a la universidad y reconstruiremos todos los pasos de Pilar; suponiendo que para entonces no esté ya en el convento.
– Pero yo tengo miedo de que…
Miré a Domitila, que no parecía nada reconfortada por mis palabras.
– ¿De qué tiene miedo, hermana?
– ¿Y si Pilar está en poder de ese tal Lledó que parece ser el asesino?
– No hay ninguna razón para pensar eso.
– Sí, inspectora; dicen que ese chico está loco y si se le ha ocurrido rondar por el convento, pudo ver a la hermana Pilar cuando iba a sus clases. Es la única que sale sola de estas paredes.
– Hasta los locos se mueven por motivos concretos, hermana. No me parece probable esa opción. Además, la zona está vigilada por la policía.
– Sin embargo, pudo seguirla hasta la facultad.
– No lo creo, sinceramente. No sé para qué haría algo así.
– Váyase, inspectora. Comprendemos lo que dice; pero mañana manténganos informadas -sentenció la superiora.
– ¿Puedo acompañarla mañana cuando vaya a la facultad?
– No creo que sea buena idea, hermana.
– Pero yo siempre les he ayudado, inspectora.
La superiora la miró con severidad.
– Hermana Domitila, si la inspectora no juzga necesaria su presencia, será mejor que se quede aquí; quizá en su estado de nerviosismo no haría más que entorpecer.
– Pero…
– Vaya a su celda y procure dormir. Confiemos en Dios, que todo lo decide. -Las palabras de la madre Guillermina, a pesar de su dulzura intrínseca, habían sido pronunciadas con la firmeza de una orden sumaria. Aproveché para marcharme yo también.
Marcos me esperaba despierto en la cama e hicimos el amor sin hablar. Tuvo la suficiente delicadeza como para no hacerme ninguna pregunta sobre el trabajo. Pero ni siquiera con esa precaución pude quitarme el caso de la cabeza. Las imágenes de las dos monjas hablando conmigo, sus palabras, sus expresiones, me ocupaban la mente impidiéndome dormir. Aparte de lo que hubiera podido decirles para serenarlas, era evidente que la ausencia de la hermana Pilar no era un hecho tranquilizador, aunque no tuviera nada que ver con el caso. La hermana Domitila estaba destrozada. Curiosamente, entre las pocas cosas que sabía sobre las órdenes religiosas, creí recordar que existía una especie de prohibición sobre los afectos entre los religiosos de la misma comunidad. Teóricamente se llegaba incluso a cambiarlos a otro convento de vez en cuando para que no desarrollaran cariño hacia ningún compañero. Era algo que tenía que ver con la negación de las condiciones familiares o de amistad en un entorno en el que debía primar el amor divino, la concentración en los asuntos del alma. Al menos eso era lo que siempre había creído. Y sin embargo, aquella monja demostraba a las claras su devoción hacia su joven pupila intelectual. Quizá estaba equivocada y esas reglas pertenecían al pasado o quizá eran una de tantas leyendas de las innumerables que se habían creado en torno al mundo opaco de la religión.
A la mañana siguiente me acompañó Yolanda a la facultad de historia. Habíamos preguntado por teléfono a la hermana Domitila cuáles eran las asignaturas y horarios del día que debía cumplir la hermana Pilar. Los conocía perfectamente y nos informó. De modo que tuvimos que ir, profesor tras profesor, indagando si habían visto a su alumna monja asistiendo a sus clases el día anterior. Nuestra presencia no causó curiosidad. Yolanda pasaba por una estudiante y yo me guardé mucho de sacar y exhibir mi placa en los lugares transitados. La respuesta unánime fue que la hermana Pilar no había pisado ningún aula. Lo decían con bastante seguridad, puesto que el hábito singularizaba a la alumna sobre el resto. Además, comprobé que todos los docentes conocían bastante bien a sus estudiantes, cosa impensable en mi época universitaria, cuando la masificación impedía un trato detallado.
Mientras yo me movía por los despachos, Yolanda se encargó de patear las aulas, interrogando a los compañeros de Pilar. Tuvo suerte, o sería más oportuno decir que, como siempre, lo hizo bien. Cuando hube acabado mi ronda, me esperaba junto a una joven más o menos de su edad, que lucía un pañuelo palestino alrededor del cuello. Repitió para mí cómo había visto a Pilar marcharse del edificio con un chico a primera hora de la mañana. El corazón me palpitó con fuerza. Yolanda me miraba intensamente.
– ¿Cómo era ese chico?
– Bueno, era un hombre, pero joven. Era fuerte, alto, con pinta de bruto. Me sorprendió que Pilar se fuera con él. La conozco un poco, alguna vez hablábamos, y me parecía que era una monja muy monja, muy a su rollo, muy anticuada quiero decir. Se comunicaba poco con la gente y no la había visto mirar a un chico jamás. Así que pensé que era su hermano; pero me chocó que se marchara con él en el momento de empezar las clases. No faltaba a una jamás y además teníamos examen.
– ¿En qué actitud se fueron?
– No sé, normal.
– ¿El hombre la esperaba?
– Sólo los vi saliendo del edificio y ya está, nada más.
– ¿Él la llevaba cogida, la intimidaba?
– Caminaban el uno al lado del otro, con tranquilidad. Sólo me fijé en que estaban muy serios.
– ¿Serios quiere decir tensos, preocupados?
– Serios quiere decir que no se reían. Como me llamó la atención que se fuera con un tío quise mirar si iban de buen rollo. Pero no, iban serios y callados.
La chica vino con nosotros a comisaría. Allí debía determinar si el tipo del que hablaba era Juanito Lledó. Para ello le presentamos una foto reciente proporcionada por su padre. La miró con atención. Se encogió de hombros.
– No sé, no estoy segura. Como lo vi desde lejos lo que más me chocó no fue la cara, sino el cuerpo. El tío era un gigantón.
– Aparta la vista y después mira la foto de nuevo. -le pedí. Miró al techo y tras una pausa, regresó al rostro de Juanito. Su expresión cambió.
– Sí, era él. Quizá podría equivocarme, pero no, era el mismo hombre, era éste.
Aquello variaba por completo el curso de la investigación, o quizá no. ¿Juanito Lledó había tomado a la hermana Pilar como rehén por si dábamos con él? Imposible, absurdo, no tenía sentido. ¿Se conocían? Nadie en el convento había dicho que se conocieran, incluso comentaron que era imposible que se hubieran visto nunca debido a sus horarios. ¡Dios mío, aquello sí que era un auténtico follón! Debía comunicárselo a Coronas inmediatamente, aquel secuestro o lo que fuera no podía trascender a la opinión pública. Ni siquiera las corazonianas podían saberlo.
– Imposible, Petra, imposible -repetía el comisario-. Las monjas deben saberlo. En ausencia de familia, ellas son las depositarias de la responsabilidad.
Garzón, que asistía al encuentro, intentó echarme una mano.
– La inspectora tiene indicios de que en el convento se cuece algo, señor.
– No hay caso, ni pensarlo, ni hablar. Si ustedes no se lo comunican a las monjas, lo haré yo.
Naturalmente tuve la suerte indeseada de regresar al convento. Le pedí a Garzón que me acompañara, era un modo de que la madre Guillermina no se liara a hablar más de lo necesario. Además, traspasar aquella puerta había empezado a ser una pesadilla para mí y acompañada me sería más leve. En el coche, el subinspector hacía cábalas como un loco.
– Veamos, Petra, intentemos ser lógicos por una vez en este jodido caso. Planteemos las preguntas pertinentes: ¿el hermano Cristóbal sabía algo que tiene relación con el convento? ¿La hermana Pilar está involucrada de alguna manera? ¿Juanito Lledó y su hermano mataron a las dos víctimas? ¿Y qué pinta el robo de la momia en todo este entuerto, se la llevaron para despistar sobre el móvil del asesinato? ¿Y Caldaña y la familia Piñol?
– Me está poniendo nerviosa, Fermín. Lo único que consiguen sus preguntas es dejar en evidencia que hemos dado palos de ciego desde el principio.
– Cierto, porque tenemos los mismos interrogantes que teníamos. ¿Y qué hemos hecho durante todo este tiempo?: seguir pistas que no han hecho sino desviarnos de los puntos neurálgicos de la investigación. Psiquiatras, expertos en historia eclesiástica, estudios contables… pues bien, nada parece haber contribuido a generar cierta claridad. Al contrario, nos hemos ido por los cerros de Úbeda: que si un fanático religioso, que si venganzas por la Semana Trágica, que si familias benefactoras del convento… nada, no hemos dado ni una. Es como si alguien nos hubiera dirigido por los caminos equivocados a propósito.
– Todos esos informes los hemos pedido nosotros.
– Es verdad, pero guiados por deducciones lógicas. Los carteles en letra gótica parecían señalar hacia un contexto histórico o a un loco de remate. Luego, la posible relación de la familia benefactora y la Semana Trágica puso la guinda final. Era una teoría buena, elaborada, de ley. Todo cuadraba bien.
– Demasiado bien. Pero no olvide que las teorías siempre cuadran bien, de lo contrario se convierten en especulaciones. Y eran dos teóricos quienes las ponían en pie. Busca y hallarás, dice la frase; sólo que lo que encontraron nuestros expertos no parece tener nada que ver con el caso.
– Eso no nos quita ni un ápice de culpabilidad. Ahí estábamos nosotros para descartar todo lo que quedara fuera del núcleo de interés.
– Subinspector: si pronuncia una sola palabra más pararé el coche y le haré bajar.
– Eso sería una medida injusta y caprichosa.
– Lo sé, pero de ella depende en este momento mi integridad emocional.
– En ese caso, me callaré.
A la madre Guillermina no le hizo gracia la presencia de Garzón. Parecía seguir creyendo que todo aquel proceso era una especie de divertimento que le permitía intimar con gente ajena al convento, como yo. Fui taxativa y un pelo brutal:
– Madre, no es necesario que nos lleve a su despacho ni nos invite a café. En la sala de visitas estamos perfectamente. Nuestra estancia será breve. Sólo venimos a decirle que la posibilidad que apuntó la hermana Domitila ha resultado verdad: una testigo vio a la hermana Pilar salir de la facultad de historia con el sospechoso.
Observé su reacción: su rostro se puso colorado y se llevó una mano al pecho como si le costara respirar.
– ¡Dios mío! -exclamó en voz muy queda.
– No sabemos si ella le acompañaba bajo coacción o si… ¿está completamente segura de que no se conocían?
Me di cuenta de que era incapaz de hablar. Los ojos se le habían llenado de lágrimas.
– ¿Por qué nos castiga Dios así, díganme, por qué a este convento apartado del mundo, qué hemos hecho?
– Dejémonos de preguntas retóricas, madre, se lo ruego.
Se rearmó inmediatamente y respondió con voz firme:
– ¡Dios no es ninguna retórica para mí, inspectora, es una realidad palpable, la realidad a la que he dedicado mi vida! ¡Y si le digo que Dios nos castiga porque hemos hecho algo malo es porque lo pienso de verdad! No es normal que los acontecimientos siempre estén relacionados con este convento, que la gente implicada en el caso siempre revierta aquí. Al principio llegué a estar convencida de que se trataba de un simple ladrón de reliquias, después empecé a creer que nuestro benefactor o su hijo… pero hay un sospechoso que venía a este lugar dos veces a la semana y ahora la hermana Pilar… Hay algo aquí que ofende a Dios, lo presiento. Algo se esconde entre estas paredes que huele a podrido.
Garzón y yo nos manteníamos silenciosos, incapaces de salir de nuestro asombro. Tomé la palabra ansiosamente, dispuesta a no perder aquella oportunidad.
– Nosotros hemos llegado a la misma conclusión, madre; pero no sabemos hacia dónde tirar. Ayúdenos.
– Pero ¿cómo, qué puedo hacer yo?
– Ya ha empezado a hacer algo importante: sospechar, admitir que alguien del convento puede estar implicado en este horror. Usted puede ser nuestros ojos y nuestros oídos aquí dentro, sólo usted. No diga nada a las monjas de que han visto a la hermana Pilar con Lledó. Observe, indague discretamente, muévase en el plano de la sospecha continuada.
Agitó la cabeza tristemente. Se quitó las gafas, las limpió. Por fin nos miró y dijo:
– Lo intentaré. Pero sólo Dios sabe cuánto me costará hacer lo que me pide, y la tristeza que me produce hacerlo.
– Nosotros también lo sabemos, anímese. Usted puede con eso y mucho más -le soltó de improviso Garzón. La monja, al verse jaleada en plan cuasi deportivo, se puso un poco violenta, retomó su compostura habitual y nos acompañó personalmente hasta la salida. Antes de dejarnos marchar, imploró:
– Busquen a Pilar, está en peligro.
Tanto el subinspector como yo caminamos hasta el parking sin intercambiar comentarios. Sólo tras un rato de conducción él dijo por fin:
– ¿Cree que servirá de algo?
– Es posible, no lo sé.
– Sí, yo también creo que es posible, siempre que…
– Siempre que…
– Que la propia superiora no esté metida en el ajo.
– Confío en ella.
– Yo no.
– Hay que confiar en la tropa cuando se tienen pocos soldados.
– El problema es saber quiénes son tus soldados y quiénes no.
– ¿Tiene hambre?
– Más que un perro perdido.
– Nadie confía en nadie con el estómago vacío.
– Pues vamos a llenar el nuestro y luego le diré.