172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 18

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16

No era fácil recoger en un informe la última conversación con la madre Guillermina, pero lo intenté. Tampoco me apetecía demasiado que Coronas supiera que nuestras estrategias eran desesperadas hasta el punto de encargar a la superiora que nos sirviera de espía en el convento. Para que él y cualquiera de los jefes comprendiera la dificultad de aquella investigación, hubiera sido necesario que visitaran a las corazonianas en su propio feudo, que hubieran visto lo problemático que era moverse, hablar, obtener una imagen no censurada de la situación. Naturalmente, no se me ocurrió incluir ese comentario en la redacción, hubiera sido interpretado como una petición de clemencia, y ya era tarde para eso. Todo se había complicado tanto, se habían abierto tantas vías que no lográbamos cerrar, que la prudencia aconsejaba tiento y estrategia camaleónica frente a los mandamases. Aunque quién podía saber, quizá con o sin clemencia aquél sería el último caso importante que nos encomendaran a Garzón y a mí. Las repercusiones del actual habían sido tan amplias en todos los frentes que si colgábamos el cartel de «No resuelto», algunas cabezas tenían que rodar, y no albergaba dudas sobre a quiénes pertenecerían.

Quería llegar a casa a una hora que me permitiera hablar un rato con Marcos. No olvidaba que una de las razones objetivas por las que me había decidido a convertirme en una mujer casada era la posibilidad de llorar de vez en cuando sobre un hombro amado. Y bien, hasta aquel momento, poco había aprovechado ese beneficio: o no tenía tiempo libre, o temía abrumar a mi marido con mis sinsabores profesionales, o estaban los niños en casa y no era cuestión. Pero aquel día me encontraba dispuesta a llenar de lágrimas el jersey de Marcos. Al borde de mis fuerzas y con la sensación casi permanente de haber fracasado, no veía otro modo de reconfortarme. Sin embargo, como hubiera dicho la madre Guillermina, Dios no estaba dispuesto a darme ni siquiera esa pequeña compensación. Claro que Dios es raro, porque si no pude ir a casa para ser consolada, fue por un buen motivo.

Iba en mi coche cuando me llamó Coronas.

– ¿Dónde está, Petra?

– Acabo de salir de comisaría.

– Regrese inmediatamente.

– ¿Hay alguna novedad?

– Su estrategia ha dado resultado. Miguel Lledó acaba de entregarse.

– Enseguida voy.

Telefoneé a Marcos, pero no contestaba. Le dejé un mensaje: «Marcos, cariño, no me esperes a cenar. Seguramente tampoco a dormir. Parece que algo empieza a moverse en el caso».

Garzón y Coronas me esperaban en el pasillo. No lo habían interrogado aún.

– Está ahí dentro -señaló el comisario hacia la sala de interrogatorios.

– Hemos llamado a su padre, pero no ha llegado todavía.

– ¿Dónde se entregó?

– En la calle Enric Granados, a los mossos d'esquadra.

– Bien, ¿ha dicho algo?

– Que sólo hablaría con quienes persiguen a su hermano.

– Perfecto, quizá sea una confesión en toda regla. ¿Ni rastro de Juanito o de la monja?

– De momento, no. ¿Necesitan que esté yo presente? -preguntó el comisario.

– Creo que no.

– Entonces ya me informará, esto va a llevar multitud de prolegómenos. Llámenme cuando haya algo sustancial.

El padre de los Lledó no apareció por comisaría sino una hora más tarde. Me quedé de piedra al verlo. Había envejecido diez años en unos días. Delgado hasta el extremo, demacrado, las venas de las sienes se le transparentaban como si fuera uno de esos muñecos de fibra plástica sobre los que se estudia anatomía. Sin embargo, caminaba con determinación. Serio como la muerte, apenas si nos dirigió un saludo.

– ¿Dónde está?

– Lleva un par de horas en esa sala. Ha pedido hablar con usted. Nosotros estaremos presentes.

Asintió con un cabezazo vigoroso. Entramos los tres y pude ver al hermano de Lledó por primera vez. Físicamente no tenía nada que ver con Juanito: delgado y de aspecto nervioso, llamaban la atención en su rostro unos enormes ojos orlados por largas y hermosas pestañas. Dio un suspiro de alivio cuando vio a su padre y se dirigió a él con la intención de abrazarlo. Pero, para sorpresa general, el viejo Lledó extendió un brazo sarmentoso y lo retuvo, impidiéndole que se acercara a él.

– Hijo de puta -le espetó en catalán, lengua en la que hablaron durante todo el encuentro.

– Papá, te lo explicaré, te contaré todo lo que ha pasado. Yo no he tenido nada que ver en este asunto, de verdad. Sólo he intentado proteger a Juanito.

– Me avergüenzo de vosotros. No merecéis el pan que coméis.

– Papá, ya hablaremos de todo, pero ahora necesito que llames al abogado Sales, el que se ocupa de tus asuntos.

– No cuentes con él, no cuentes con nada que venga de mí. Búscate uno de oficio. ¡Apáñatelas!

– Pero papá, ¡soy tu hijo!

– Ya no. Nunca hubiera debido dejarme convencer por tu madre para tener hijos y cuando ella murió hubiera debido echaros de casa como a perros.

Dio media vuelta y salió, dejando a un desconsolado Miguel con los ojos fuera de las órbitas. Garzón se quedó con él mientras yo corría tras el padre. Cuando lo alcancé me miró con desprecio y dijo:

– Sólo llámeme si me necesita la policía por algo legal. Ni de ése ni del otro quiero saber nada, como si no fueran hijos míos. No me he pasado la vida trabajando y cuidando de ellos para esto.

Su cuerpo frágil se alejó por el pasillo sin poder disimular con el vigor de los pasos que un gran peso se abatía sobre él. Y bien, lo que acababa de suceder nos beneficiaba y nos perjudicaba al mismo tiempo. Por un lado, la reacción airada del padre dejaba al chico en condiciones de debilidad psicológica que podíamos aprovechar en el interrogatorio. Sin embargo, si habíamos contado con el padre para que ejerciera alguna influencia con vistas a que el hijo declarara, ya podíamos olvidarnos.

Regresé a la sala. Miguel Lledó lloraba desesperadamente. Garzón, contraviniendo las leyes gubernamentales, había encendido un cigarrillo y miraba impasible por la ventana.

– Tienes derecho a un abogado de oficio que asista a los interrogatorios.

– ¡No quiero un abogado de oficio! Sé que no sirven para nada. Además, no tengo secretos que ocultar.

– Mucho mejor. Empecemos entonces. ¿Dónde está tu hermano?

– No lo sé.

– Déjate de chorradas y dinos dónde está. Acabaremos antes.

– ¡Les digo que no lo sé! Hace unos días me llamó por teléfono y me dejó un mensaje. Escúchelo, aún lo llevo en mi móvil.

Se llevó la mano al bolsillo y lo sacó. Manipuló los mensajes y me pasó el aparato. Escuché. En una extraña voz grave e impersonal pude oír, siempre en catalán: «Miguel: ha pasado algo malo y nos buscan. Desaparece por unos días. Ya te volveré a llamar». Le di el teléfono al subinspector. La llamada venía desde un número oculto y la fecha coincidía con la huida de Juanito.

– Le estuve llamando mil veces pero el automático me decía que lo tenía desconectado. Me asusté y me fui.

– ¿Dónde?

– Estuve con mi novia.

– Eso no es verdad. Nuestros hombres la interrogaron en su casa y no sabía nada de ti. La han seguido todos estos días y no ha estado contigo ni te ha llamado por teléfono. Señal de que la advertiste de que no lo hiciera.

– Era una manera de expresarme. Lo que quiero decir es que ella habló con una amiga que le dejó un apartamento vacío que tiene en la zona de Les Corts. La amiga no sabía nada de que me buscaban, se creía que lo necesitábamos para follar. Allí he estado todos estos días, solo; hasta que me di cuenta de que si yo no había hecho nada malo debía entregarme sin miedo. Si me ocultaba era peor. Yo no tengo nada que ver con los líos de mi hermano.

– Lo comprobaremos. Escribe en esta página la dirección del apartamento.

Mientras lo hacía, el subinspector y yo intercambiamos una mirada. Empezó él a preguntar.

– Vale, muy bien. Supongamos que es cierto lo que afirmas y que tú no tienes nada que ver con los líos de tu hermano. Perfecto, pasemos a los líos de tu hermano propiamente dichos.

– Esos líos son suyos, pregúntenle a él cuando lo cojan.

Garzón dio tres zancadas de oso que lo colocaron a un centímetro de la cara del joven. Lo cogió de la ropa y le escupió en voz contenida pero amenazante:

– Oye, muchachito, me gustaría que te dieras cuenta de que esto no es un juego virtual. Aquí si se escapa una hostia la recibes tú, ¿entendido?

Por la cabeza del muchachito no había pasado la idea de ponerse chulo, de modo que la frase de Garzón surtió efecto inmediato.

– ¡Yo sólo quiero vivir tranquilo! No me he metido para nada en los asuntos de mi hermano.

– De acuerdo. Empecemos otra vez: ¿cuáles son esos asuntos?

– Les contaré todo lo que sé.

– Te escuchamos.

Por primera vez desde el comienzo del interrogatorio, todos estuvimos sentados.

– Hace ya tiempo mi hermano me dijo que necesitaba ayuda. Me extrañó. Vaya por delante que, haya hecho lo que haya hecho, Juanito no es un tío de meterse en follones. Al contrario, se pasa la semana trabajando como un cabrón y luego se larga a la parroquia a hacer caridades. Yo es que nunca lo he entendido, de verdad.

– Centrémonos en lo que haya hecho.

– Quería que le diéramos un susto a una mendiga que le molestaba. Pretendía que lo acompañara y que la amenazáramos los dos. Me pareció raro, pero como él es raro también, pues pensé que no me costaba demasiado darle gusto en lo que pedía. Él también me hace favores de vez en cuando. Así que la localizamos, la amenazamos y ya está.

– ¿Ya está? -gritó el subinspector como si lo hubieran aguijoneado. Tomé yo la palabra.

– Miguel, no irás a pensar que vamos a tragarnos eso.

– ¡Pero es que es verdad!

– Muy bien, es verdad, pero esa verdad no está sola, a ella se unen otras verdades que hacen las cosas comprensibles.

– No sé qué quiere decir.

– Pues quiero decir que tú sabías quién era la mendiga.

– No lo sabía.

– ¿No habías visto la televisión?

– No me enteré hasta después, se lo juro. Días después vi en la tele que se habían cargado a esa mujer y entonces empecé a pensar que mi hermano se había metido en algo muy chungo.

– ¿No habías oído hablar del asesinato del hermano Cristóbal, ni del robo de la momia? ¡Extraño!, te aseguro que los medios de comunicación se han ocupado del caso.

– Puede que sí, pero yo no me entero. Nunca veo los informativos, ni leo periódicos. Yo voy a mi rollo y lo que haga el resto de la gente me da igual.

– Muy sabio por tu parte, muy budista. De acuerdo, ya comprendo. Tú vas a tu rollo y además nadie te habla en el trabajo o en el bar del caso de la momia. Perfecto, admitámoslo. Y dime, ¿tampoco le preguntaste a tu hermano qué tenía en contra de la mendiga? Y cuando empezaste a sospechar que se la había cargado él, que por cierto de eso sí te enteraste por la tele, preferiste no preguntarle nada para no molestar. ¿Es así?

– Inspectora, ¿usted sabe de quién estamos hablando? Mi hermano no es normal, nunca lo ha sido desde que nació. Es un poco autista o algo así. Bueno, no sé cómo llamarle a la manera que es, pero no es un chico como los otros. No habla mucho, no comenta nada de lo que le pasa por la cabeza. Está en su mundo, y nadie sabe cuál es. No tiene amigos ni novias. Si le preguntas algo contesta en dos palabras.

– ¿Es una especie de subnormal? -preguntó Garzón, presto a bajarle la moral al sospechoso.

– ¡No!, para el trabajo es bueno, y en el colegio iba pasando. Puede que no sea una lumbrera, pero tiene inteligencia de sobra para todo. Lo que tiene raro es el carácter, su manera de ser. Mi padre dice que cuando vivía mi madre era más comunicativo, pero que luego se cerró. Yo no me acuerdo, puede que sea así.

– Y con todo eso, ¿adónde quieres ir a parar?

– Pues a que yo estoy acostumbrado a no hacerle preguntas porque no sirve de nada. Si él me cuenta algo, bien, y si no…pues tan contentos.

– Vale, pues entonces reconoce que él te contó que había matado al hermano Cristóbal y robado la momia del convento. Si es que no le ayudaste tú en eso también -apuntó muy oportunamente mi compañero.

– ¿Yo? ¡Pero yo es que alucino, de verdad! ¿Para qué iba a querer Juanito matar a un cura? ¿Y llevarse una momia?

– ¿Y no alucinaste cuando te pidió ayuda? Porque con la misma lógica: ¿no alucinaste de que Juanito quisiera intimidar a una mendiga? ¿Para qué o por qué querría hacer una cosa semejante?

Dio síntomas de flaqueza. Se restregó los ojos con los nudillos, permaneció callado durante un rato, nosotros también. Luego dijo:

– ¿Va a durar esto mucho más? Estoy cansado.

– No, enseguida acabamos -le contestó Garzón-. En cuanto nos digas la verdad, nos vamos.

– ¿Qué más quieren que les diga?

– Empezaremos desde el principio: ¿dónde se esconde tu hermano?

Empezó a sollozar, se tapó la cara con las manos.

– ¡Quiero irme, quiero salir de aquí!

– ¿Sigues sin necesitar un abogado?

– ¡No quiero un puto abogado, no lo necesito! Sólo quiero largarme, no tengo nada que ver con esto.

– ¿Cómo prefieres el jamón: dulce o salado?

– ¿Y eso?

– Te traeremos un bocadillo, un refresco. Te dejaremos descansar.

– ¿Luego podré irme a casa? -preguntó ingenuamente. Garzón lo miró con desprecio.

– Estás detenido, muchacho, detenido y solo. No me gustaría estar en tu piel.

Salimos, dejamos al sospechoso bajo la vigilancia del policía Domínguez, y nos dirigimos al bar. Después de haber pedido un bistec, le pregunté al subinspector.

– ¿Cómo lo ve?

– Es débil, cantará.

– Nunca se sabe. Si por lo menos supiéramos en qué sentido hemos de dirigir las preguntas… ¡pero no tener ni una mala teoría que abonar!

– Mejor, así nos sorprendemos, más emoción -dijo hincando los dientes en un pedazo de pan.

No pensaba como él. Todo lo que podíamos hacer era dar vueltas alrededor del chico como buitres esperando a que nos lanzara alguna carnaza con la que intentar alimentar motivos que articularan y convirtieran en lógica aquella locura. Garzón, que daba cuenta de su plato como si nunca hubiera hecho nada más importante, dijo entre mordisco y mordisco:

– Lo más probable es que lleguemos al final en pleno despiste; pero da lo mismo, inspectora. El punto está en que este párvulo nos diga dónde se encuentra su hermano. Y lo hará. Con él encontraremos a la monja y, probablemente, a la puta momia mutilada.

– No cree que sea cierto nada de lo que dice, ¿verdad?

– Ni una palabra, pero le haremos cantar.

– Me pregunto cómo.

– Por acoso. No creo que aguante demasiado. No se trata de un tipo fuerte. ¿Ha visto cómo lloraba cuando su padre lo rechazó?

– A veces los débiles se convierten en rocas. Parece acostumbrado a nadar en contra de la corriente.

– No lo creo. ¿Le apetece un pastelito?

– No tengo el cuerpo para dulces.

– Entonces voy a pedir que nos preparen un termo de café. La noche será larga.

Mientras lo hacía llamé de nuevo a Marcos. Me contestó esta vez.

– ¿Has oído mi mensaje? Esta noche no iré a dormir.

– Sí, Petra, lo oí. ¿Ha sucedido algo grave?

– Tenemos que quedarnos a interrogar a un sospechoso.

– ¿Y eso durará toda la noche?

– Al menos hasta que el tipo quede extenuado.

– ¡Qué desagradable! -fue su comentario, y me molestó.

– Te recuerdo que soy policía, no decoradora de interiores.

Notó perfectamente mi tono hostil y contraatacó.

– Lo sé muy bien, si decoraras interiores quizá te vería un poco más.

– Buenas noches, no tengo tiempo para altercados conyugales.

Colgué. Los malentendidos entre parejas suelen resolverse con un par de bromas y un beso de paz; pero para eso hay que estar presente, convivir y charlar con normalidad. Un par de momias robadas más y mi matrimonio se iría al infierno. Hace falta algo más que amor y madurez para que una relación se prolongue exitosamente: hace falta tiempo.

– ¿En marcha? -preguntó mi compañero con el termo bajo el brazo como si saliéramos a un picnic.

– Vamos allá.

El policía Domínguez nos informó de que el sospechoso había comido, bebido e ido al lavabo. Seguía esperándonos en la sala. Garzón entró con aire feliz.

– ¿Qué tal, muchacho, listo para volver a empezar?

El tal muchacho nos miró lúgubremente. Estaba más repuesto pero ponía cara de aburrimiento. Cogí las riendas.

– Antes de hacerte preguntas deberías saber de qué te puede acusar el juez. A saber: de asesinato o cómplice de asesinato, de obstrucción a la justicia, de…

– El juez no tendrá nada contra mí.

– Seguro que no -dijo con ironía el subinspector-. A lo mejor hasta te da un abrazo y un besito para compensarte de las molestias. Como tu padre, ¿eh?

– Mi padre es un cabrón -respondió el chico con calma-. Ya lo han visto, ¿no? Lo dijo muy claramente: él tuvo hijos porque se empeñó mi madre. Y cuando ella murió si hubiera podido borrarnos del mapa lo hubiera hecho sin pensarlo dos veces. Para lo único que le hemos interesado siempre es para trabajar. Por lo menos nunca lo ha ocultado, siempre fue muy sincero en eso. Algunos días me daba la impresión de que estaba insinuando que la culpa de que mi madre estuviera muerta la teníamos nosotros.

– Oye chico… -replicó mi compañero con brutalidad-. Puede que la vida te haya tratado mal y arrastres muchos traumas infantiles. Lo siento, en serio. Pero aquí tenemos dos víctimas, a quienes les han quitado la vida, y una monja a quien tu hermano al parecer mantiene secuestrada. Ninguno de ellos tenía la culpa de tu triste existencia. ¿Me sigues?

– ¡Yo no he tenido nada que ver en esas muertes! ¡Y seguramente mi hermano tampoco!

– ¡Ah, y la momia del beato! -añadió Garzón como si no lo hubiera oído-. ¿Os divertisteis cortando en lonchas a fray Abulio como si fuera un salchichón?

– ¡Este tío está loco! -exclamó dirigiéndose a mí.

– Este tío te dobla la edad. Sé más respetuoso con él -dije sin aparentar enfado ninguno-. Por cierto, ¿qué me dices de la monja?

– ¿Qué monja?

– La monja jovencita, sor Pilar. ¿Se conocían ella y tu hermano?

– No conozco a ninguna monja.

– Pero quizá Juanito te habló de ella.

– Ya le he dicho que Juanito no hablaba de nada.

Quizá debido al cansancio había desarrollado una táctica de apatía controlada. Contestaba con una especie de inercia indiferente que no nos convenía. ¿Debíamos dejarlo ya? No, en cualquier momento podía rendirse.

– ¿Sabías algo sobre el convento?

– Que pagaban sin retrasarse.

– ¿Algo más?

– No.

– ¿Tu hermano tenía algún asunto extra con las corazonianas? Quiero decir, ¿había hecho para el convento lo que tú llamas caridades o algo por el estilo?

– No lo sé, mi hermano nunca hablaba. Estoy harto de repetirlo.

Continuamos así durante un par de horas más. Eran las cinco de la mañana. Decidimos dejarlo porque se le cerraban los ojos y era incapaz de articular las palabras con nitidez. Domínguez ya había acabado su turno y en su lugar había un joven policía al que nunca había visto con anterioridad.

– Llévelo a su celda. Mañana a las ocho que esté de nuevo aquí.

Garzón parecía bastante derrotado.

– ¿Se va a la cama? -le pregunté.

– Aunque sólo sea para un rato.

– Yo creo que me quedaré. Dormiré en el despacho de Coronas, que tiene sofá.

– Márchese a su casa, inspectora, unas horas de descanso le harán bien.

– Es absurdo marcharme para regresar enseguida de nuevo. Además, ya he avisado a Marcos de que no iré. No quiero despertarlo.

– Como guste; yo me largo.

Sus pasos me parecieron cada vez más cansinos hasta que su sonido desapareció. De madrugada, la comisaría se convertía en un lugar inhóspito. La desventaja de no volver a casa era que a la mañana siguiente no podría ducharme ni cambiarme de ropa. Además, no había pensado en que el personal de limpieza empezaría pronto su labor. Si dormía en el sofá de Coronas me despertarían y les impediría trabajar. Lo más prudente era seguir el consejo del subinspector y regresar a casa. Me instalaría en el salón para no molestar a Marcos.

Caminando por los pasillos una figura femenina me sobresaltó. Era Sonia. No podía creerlo.

– Sonia, ¿qué demonio haces aquí?

– Es que… bueno, me he enterado de que estaban interrogando a ese chico que se ha entregado y quería saber si ha dicho algo sobre dónde está el sospechoso que se me escapó.

Debería haberme sentido enternecida por aquel exceso de celo en el cumplimiento del deber; pero como siempre, Sonia me sacaba de quicio. Conté hasta diez antes de decir:

– El sospechoso se escapó, Sonia, no se te escapó. No veo ninguna razón para que te quedes aquí hasta la madrugada. Mañana tienes trabajo a primera hora, ¿no?

– Estaré aquí puntualmente, inspectora; ya verá.

– Buenas noches.

– Adiós.

Me pareció que había sido excesivamente desagradable con ella y volví la cabeza para preguntar:

– ¿Te encuentras mejor del golpe?

– Sí, ya me encuentro del todo bien -contestó sonriendo como si creyera que de verdad me interesaba su salud.

Me tumbé en el sofá del salón sin quitarme siquiera la gabardina. Mi destino aquella noche era fatalmente un sofá. Deposité el móvil sobre la mesita de centro. Creí que, debido a la intensidad emocional de la jornada, no conseguiría dormirme, pero me equivoqué. Nada más cerrar los ojos caí en un pozo profundo de donde tuve la sensación de que no saldría jamás.

El despertar fue brusco. Di un bote y me senté. Busqué el móvil con rapidez, pero había desaparecido de donde yo lo coloqué. Miré el reloj: las nueve menos veinte. ¡Dios, qué desastre! Por la casa se extendía un apetitoso olor a café que me condujo hasta la cocina. Allí encontré a Marcos, recién duchado y vestido, preparando el desayuno.

– ¿Dónde está mi teléfono?

– Aquí -dijo mostrándolo en su mano-. Te ha llamado la monja ésa.

– ¿La superiora?

– Sí, quería hablar contigo. Le he dicho que estabas durmiendo. Ha dicho que muy bien.

– Pero… -la enormidad de lo que estaba sucediendo me impidió hablar. Le arrebaté el teléfono y llamé a la madre Guillermina. Tardaron un poco en localizarla, pero al fin llegó.

– Venga en cuanto pueda al convento, inspectora. Es urgente que hable con usted.

– Enseguida estaré ahí.

– Tómese su tiempo. No me moveré.

Marcos puso delante de mí un café con leche humeante y unas tostadas recién hechas.

– Desayuna, por favor.

– Marcos, ¿cómo has podido?…

– El teléfono sonó al menos cinco veces al lado de tu oído. No te despertaste. Entonces lo cogí. Te vi tan destrozada que me pareció prudente dejarte dormir un rato más.

– ¿Prudente, te pareció prudente? Estoy en medio de un caso que es un laberinto horroroso, recibo una llamada importante y sólo se te ocurre dejarme dormir.

– Petra, no me pidas que la seguridad de los ciudadanos sea lo fundamental para mí. Para mí, lo más importante eres tú.

– Pero, debes comprender que…

– Ya comprendo todo lo que debo comprender. No soy ningún estúpido, tampoco un niño. De modo que volvería a hacer exactamente lo que he hecho. La superiora sabe esperar, y tú tendrías que aprender a hacer lo mismo. Y ahora me voy al estudio. Por cierto, yo de ti desayunaría y tomaría una ducha. Con el aspecto que ofreces en este momento dudo que te dejen entrar en ninguna parte, ni siquiera en tu propia comisaría.

Salió sin síntomas de haberse enfadado. Marcos creía entender pero no entendía nada, no tenía ni idea de lo que es la práctica policial, de la inmediatez que exige, de la dedicación. Claro que a lo mejor yo estaba exagerando y empezaba a caer en un defecto que siempre había criticado en los demás: la mitificación del trabajo. Sólo el trabajo es importante, nada puede esperar y nosotros somos imprescindibles para que todo vaya bien. No, un poco de calma, quizá mi impávido marido llevaba razón y lo más recomendable era zamparse aquel desayuno sustancioso, reponer fuerzas, darme una ducha bien caliente, cambiarme la ropa arrugada y pestilente a humo de cigarrillo. Puede que así consiguiera llegar a mi cita pareciéndome un poco a quien era.

Funcionó. Desde el coche llamé a Garzón, que ni siquiera se mostró sorprendido porque me incorporara a mis quehaceres un poco más tarde.

– Quiero que venga conmigo al convento, Fermín. A ver qué sorpresa nos tiene preparada la madre Guillermina.

– ¿Y Miguel Lledó?

– Que nos espere en la sala de interrogatorios, así irá templando los nervios.

La portera nos abrió. Había vuelto a su ánimo habitual, muy parecido al de una lechuza. Nos condujo hasta el despacho de la superiora. Ésta no nos dio permiso para pasar como solía, sino que se presentó personalmente en el quicio de la puerta. Enseguida comprendí la razón, toda la habitación se encontraba invadida de humo, cosa que pretendía ocultar a ojos de la portera. Miró a Garzón con desconfianza y nuevamente tuve que interceder por él.

– El subinspector está al tanto de todo.

– Lo sé, lo sé, pero justamente hoy era necesario que habláramos de mujer a mujer. Tengo dudas de poder decir nada en su presencia. Perdóneme, señor Garzón, no es nada personal, se trata de una cuestión de costumbres, de educación. No me veo con ánimos de contar en su presencia lo que debo.

– No se preocupe, esperaré fuera.

– Para esperar fuera vaya a comisaría, tiene trabajo. Luego nos vemos allí -le indiqué.

Nos quedamos las dos mujeres frente a frente. La monja se quitó las gafas, se las puso de nuevo, encendió un cigarrillo, lo apagó. Su rostro estaba contraído y acalorado. Por fin encontró fuerzas para hablar.

– Inspectora, lo que tengo que confesarle es muy grave. Probablemente recibiré una amonestación de la superiora provincial por no haberle pedido permiso antes de citarla a usted; pero no puedo vivir con eso en la mente ni un momento más.

– Hable, la superiora no tiene por qué enterarse.

– Ayer, cuando usted se marchó… bueno, decidí hacer algo extremo y llamé a las hermanas una por una para presionarlas y que me dijeran si sabían algo sobre el caso que yo ignorara. Me entrevisté con cinco de ellas sin resultados, pero a la que hacía seis… la hermana Bárbara, que cuida de la enfermería… la hermana Bárbara se echó a llorar y entre llantos y lamentos me contó algo terrible -se quedó callada, bebió agua. Parecía incapaz de seguir.

– ¡Dígame lo que sea, hermana, por Dios!

– La hermana Bárbara ayudó a la hermana Pilar a abortar. Dicho de otra manera, le provocó un aborto voluntario. Un pecado innombrable contra la ley de Dios.

El estupor me impedía preguntar. Me rehíce, pero la cabeza me daba vueltas.

– ¿Quiere repetirlo, por favor?

– No, no me haga decirlo otra vez. Me ha entendido a la perfección. La hermana estaba aplastada por el peso de la culpa y, cuando la presioné, explotó. Acusó a la hermana Domitila de estar involucrada en el mismo abominable asunto.

– Siga, se lo ruego.

– Llamé a la hermana Domitila, la interrogué, pero no admitió nada de cuanto era acusada. Entonces las puse juntas a las dos y… bien, fui incapaz de continuar. La hermana Bárbara la señalaba como instigadora principal, Domitila la llamaba loca. Creí que lo indicado era mandarles a ambas que se recluyeran en sus celdas y llamarla a usted.

– ¿Sabe si…? -mi teléfono nos interrumpió. Era el subinspector, recién llegado a comisaría.

– Inspectora, tiene que personarse inmediatamente en el número 24 de la calle Sant Eloi, en la Zona Franca, es un almacén. Yo voy para allá con un operativo de cinco hombres. Miguel Lledó ha confesado. Al parecer su hermano está allí con la monja.

– ¡Bien! -exclamé entrecortadamente-. ¿Cómo lo ha conseguido, Fermín?

– No he sido yo, inspectora, fue Sonia. Cuando llegué estaba hablando con el sospechoso y enseguida me comunicó que había cantado. Es como lo oye.

El papa asomándose a su balconcillo disfrazado de travesti, el presidente de Estados Unidos disolviendo la CIA, un orangután descubriendo una vacuna anticáncer. Nada, nada hubiera podido sorprenderme más que las dos noticias que acababa de recibir: la hermana Pilar abortando y Sonia convertida en una policía sagaz. Me volví hacia la madre Guillermina y aún tuve cordura para ordenarle:

– Madre, cierre usted este convento a cal y canto, ¿me oye? Que nadie entre ni salga de aquí. Han localizado al sospechoso y a la hermana Pilar.

– ¿Ella está bien?

– Aún no lo sabemos. No se preocupe, la llamaré. De momento voy a poner dos policías en la puerta del convento; de paisano, para que no haya escándalo.

– El escándalo ya me da igual.

– En cuanto pueda regresaré.

Volé hacia la dirección de la Zona Franca sin la seguridad de que allí fuera a encontrar nada. Era como si no acabara de creer que todo aquello fuera cierto, como si me sorprendiera llegar a una solución después de haberla esperado tanto. Desde el principio me había parecido obvio que Miguel Lledó conocía el paradero de su hermano, y era casi seguro que, sometido a presión, tarde o temprano acabaría por revelarlo. Sin embargo, ¿Sonia había conseguido socavar su resistencia? ¿No le habría dicho el sospechoso cualquier cosa con tal de quitársela de encima? Al mismo tiempo que mi mente iba elaborando una muralla de escepticismo, se ocupaba de clasificar el nuevo dato recibido, que era crucial. Pero ¿dónde encajarlo para que todo el conjunto cobrara lógica y continuidad? La hermana Pilar había abortado ayudada por una especie de monja enfermera, y ahora se encontraba junto a Juanito Lledó. Tuve que apartar todos los pensamientos que asaltaban mi cabeza, porque temí pasar algún semáforo en rojo causando un atropello.

En el lugar indicado me encontré con el subinspector y dos policías que había llevado con él. Iban todos armados.

– Inspectora, la estábamos esperando. El almacén está cerrado y externamente no se aprecia vida en el interior. ¿Nos preparamos para entrar?

– Adelante -dije como en sueños, e inmediatamente saqué mi Glock.

Uno de nuestros hombres descerrajó la puerta metálica con facilidad. Metí la cabeza. Un poco de sol se filtraba por los sucios ventanales y descubría una gran nave aparentemente vacía. El polvo bailaba en el aire. Entramos todos con las armas en la mano y nos pegamos a la pared.

– Vamos avanzando -ordené-. Pero tengan cuidado con lo que hacen. No hay evidencia de que el hombre vaya armado.

Nos desplegamos por toda la superficie con cautela y celeridad. Al fondo había dos puertas cerradas, que eran nuestro objetivo. Me acerqué a la primera y dejé oír mi voz.

– ¿Hay alguien ahí? ¡Abran, les habla la policía!

Las palabras flotaron unos segundos provocando un eco fantasmal. Ninguna respuesta. Lo intenté de nuevo.

– ¡Abran, policía, sabemos que están ahí!

Silencio total. Garzón se situó a un lado de la puerta, yo al otro y los dos policías adoptaron la misma posición en la puerta contigua. Les hice señas para que todos alzaran la voz. Se produjo un coro desmadejado de gritos: ¡abran, policía! En medio del guirigay di orden con la cabeza para que el más fornido de nuestros hombres se pusiera en acción. Con un ímpetu que no necesitó preparaciones, se colocó frente a la primera puerta y descargó un patadón monumental sobre el picaporte. La puerta cedió. Sin esperar ni un segundo hizo idéntica operación brutal en la otra puerta, que se abrió también. Atenazando la pistola con ambas manos me planté frente a la primera habitación. Allí, en un rincón, ligados en un abrazo apretado que confundía sus cuerpos, estaban Juanito Lledó y la hermana Pilar.

– ¡Vengan, todos aquí! -dije con un alarido.

Los dos hombres y Garzón, todos con la pistola desenfundada, se plantaron a mi lado, luego rodearon a los recién hallados. En ese momento, la hermana Pilar gritó también:

– ¡No le hagan daño, por favor!

Los policías se acercaron y estiraron del cuerpo de la novicia, pero inútilmente, Lledó no la soltaba. Garzón le puso la pistola en la cabeza al sospechoso y graznó:

– ¡Suéltala, apártate de ella!

La monja suplicaba, llorando:

– ¡Déjenlo, no va armado!

Lledó tenía la cara encarnada, los ojos cerrados y toda su reacción se centraba en mantener a Pilar pegada a él, más protegiéndola que reteniéndola. Entonces me di cuenta de que ella lo abrazaba también, llorando, y que empezó a darle pequeños besos, intentando calmarlo.

– Mi amor, mi amor -susurraba con desespero. Me adelanté e hice que los hombres se quedaran en segunda línea. Intenté que mis palabras sonaran tranquilas.

– Acompáñennos a comisaría. No les haremos daño.

La hermana hizo el primer movimiento para desembarazarse de él, pero no parecía fácil. Juanito negaba con la cabeza y me percaté de que parecía hipnotizado. Poco a poco la monja se fue apartando, se puso en pie. Entonces el chico abrió los ojos y se levantó de improviso, intentó saltar sobre ella, pero nuestros policías lo inmovilizaron. Se puso a gritar salvajemente como una fiera caída en una trampa. Todos, incluido el subinspector, eran pocos para sujetarlo. Yo también tuve que tomar a la monja por los brazos, llevárselos a la espalda y mantenerla quieta, evitando que llegara hasta él. Fue entonces cuando Pilar bramó entre lágrimas:

– ¡Déjenlo! Mataron a nuestro hijo, lo mataron. ¿Qué más pueden hacernos? ¡Díganme!

Uno de los policías me llamó desde la segunda habitación que habíamos abierto.

– ¡Mire, inspectora!

Garzón y yo corrimos hasta allí. Al llegar descubrimos una especie de palo de madera rodeado de sábanas viejas. Una inspección más atenta nos reveló que se trataba del beato fray Asercio de Montcada.

Indiqué a los hombres que llevaran a Juanito y Pilar a comisaría en dos coches distintos, con la máxima seguridad. Lledó fue esposado. El subinspector y yo regresamos al interior.

Nos quedamos un buen rato en silencio, frente a la momia. Lo que al principio nos habían parecido sábanas viejas eran sacos de plástico blanco, en los que se leía: «Patatas de Galicia».

– ¡Joder! -exclamó mi compañero por todo comentario. Luego siguió callado. Fray Asercio había sufrido un deterioro sustancial. Aparte de los miembros cercenados, tenía arañazos en el acartonado rostro y el hábito rasgado en varios lugares. De repente le dije a Garzón:

– ¿Ha visto, subinspector? Este guiñapo asqueroso parece un símbolo de la España de otros tiempos: rota, pobre, ridícula…

– No se me ponga retórica, Petra. ¿Usted entiende un carajo de todo esto?

– Creo que sí.

– Pues haga un esfuerzo y cuéntemelo.

– Primero tengo que cumplir con el deber.

Saqué mi teléfono móvil y llamé a Coronas.

– Comisario: ya tenemos a Lledó y a la hermana Pilar, que se encuentra bien.

– Perfecto, Petra, algo he oído por aquí. ¿Y la momia?

– Está en nuestro poder. Cuando venga tráigase a alguien que la pueda manipular y una camilla para cargarla.

– De acuerdo, enseguida llegaré. Por cierto, Petra, ¿está en condiciones de explicarlo todo?

– Aún no, señor. De hecho, cuando usted venga Garzón y yo ya no estaremos aquí. Hay interrogatorios que ultimar.

– Muy bien. Entonces aún es pronto para convocar a Villamagna.

Colgué. Me volví hacia mi subalterno y le dije:

– ¿Sabe lo que parece interesarle más al jefe? Cuándo se organiza la próxima rueda de prensa con el portavoz.

– Por lo que llevo visto, los periodistas se van a hinchar, ¿no?

– Tendrán para una novela por entregas.

– ¿Tanto?

– Espere un poco y verá.