172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

17

La hermana Pilar hizo muchas preguntas antes de contestar las nuestras. Quería saber qué le ocurriría a Lledó, de qué sería acusado, cuántos años podían caerle, qué abogado le adjudicarían y hasta qué punto el testimonio que ella proporcionara podía obrar a su favor o en su contra. Por lo que le concernía más directamente no parecía sentir interés. Para que fuera consciente de la situación le advertí:

– También hay acusaciones en contra de usted, hermana Pilar; me gustaría que tuviera eso presente.

– Deje de llamarme hermana Pilar. Mi nombre es Pilar Tolosa.

Cuando la habíamos encontrado en el almacén de la Zona Franca aún llevaba el hábito, pero se había quitado la toca. Me llamó la atención su pelo corto, que le daba un aspecto a lo Juana de Arco. Ahora, Yolanda se había brindado a traerle un vestido de su talla y parecía una chica corriente. También su carácter me daba la impresión de haber cambiado. Se comportaba de modo enérgico y decidido, como si no quedara en ella ni un rasgo de la monjita tímida y callada que habíamos conocido. Estaba deseosa de hablar, y lo hacía a borbotones, como si todas las palabras retenidas durante tanto tiempo quisieran fluir a la vez. El primer nombre propio que pronunció fue el que yo esperaba.

– Domitila, la hermana Domitila me obligó a abortar. Eso fue el principio de todo.

– No, hermana… -la atajé-. El principio de todo fue que usted estaba embarazada. Quiero saber de quién y cómo sucedió.

– Yo… -Pareció acometida por su antigua inseguridad, pero como alentada por una profunda determinación, continuó-: Juanito y yo nos vimos alguna vez en los pasillos del convento cuando él venía a traer el pedido. Un día él me siguió hasta la universidad y hablamos. Eso sucedió otras veces. Hasta que un día me dijo que estaba enamorado de mí. Yo nunca había estado con un chico, y éste era muy sensible, bueno, cariñoso y nada feliz en su vida. Seguimos viéndonos, tuvimos relaciones y me di cuenta de que estaba embarazada un tiempo después. Entonces me asusté y cometí el gran error de no decírselo a Juanito, sino a la hermana Domitila. Siempre me había cuidado y me decía que quería lo mejor para mí.

– ¿Cómo reaccionó?

– Mal, muy mal. Se puso como una fiera, nunca la había visto así. Me metió el miedo en el cuerpo. Me dijo que Juanito no debía saber nada porque lo divulgaría y tampoco las corazonianas, porque me echarían a la calle. Llegó a convencerme de que lo mejor era abortar y que ella sabía cómo hacerlo sin que nadie se enterara.

– ¿De cuántos meses era su embarazo?

– De cinco.

– ¿De cinco? ¿Pasó todo ese tiempo sin comentarle a nadie su estado?

– Sufrí mucho, pero aguanté todo lo que pude, demasiado. Cuando me practicaron el aborto lo pasé muy mal. Estuve una semana en la cama. La hermana Domitila no quiso llamar al médico, dijo a toda la comunidad que era una gripe muy fuerte. Y… bueno, antes de eso tuvo la idea.

– ¿Qué idea?

– No podíamos desembarazarnos del feto. Tirarlo a la basura le parecía muy peligroso aunque fuera partiéndolo, porque podían localizarlo y saber de dónde procedía la bolsa en que estuviera. Que yo me lo llevara a la facultad y lo tirara por ahí también le parecía arriesgado, cualquiera podía verme. Además, la hermana portera siempre estaba revisándome de arriba abajo cuando salía. Quedaba descartado decírselo a Juanito, que continuaba sin saber nada. Entonces… entonces se le ocurrió abrir la hornacina del beato y meterle el feto dentro del cuerpo.

Un gran ventanal se abrió en mi mente con un ruido descomunal. Voilà le mistère!, pensé. Garzón debió de pensar lo mismo, pero en su boca la exclamación tomó otra forma:

– ¡La rehostia! -soltó abriendo los ojos de par en par.

– Continúe, por favor -musité, aún bajo conmoción.

– Entre las dos no era posible que levantáramos la tapa, porque pesa muchísimo. Hubo que decírselo a la hermana Bárbara, que ya era una cómplice; pero tampoco podíamos entre las tres. Entonces tuvimos que meter en el asunto a la hermana Anunciación.

– ¿La contable?

– Sí, y no fue difícil, porque la hermana Domitila es una gran manipuladora de personas. Entre las cuatro lo conseguimos sin problemas. Con un bisturí la hermana Bárbara hizo una incisión en el cuerpo momificado y allí metió a mi hijo, envuelto en un trapo de cocina. Luego le arregló los ropajes al beato y quedó igual que estaba. Si había putrefacción no se notaría desde el exterior y con la gran tapa de cristal de la urna, casi hermética, ningún olor podría percibirse.

Miré al subinspector, comunicándole mi asombro sin palabras. ¡Ni en un millón de años hubiéramos sido capaces de llegar a esa deducción! ¡Jamás! Me encontraba alterada, casi febril. Hubiera necesitado que la hermana se callara un rato y procesar lo que acababa de oír; pero era imprudente interrumpirla en aquellos momentos. Su estado de ánimo podía variar y dejar pendiente aquella espontánea confesión.

– A partir de ese momento le dije a Juanito que tenía problemas de conciencia y que no nos veríamos más. Lo aceptó porque me respetaba mucho. Hasta que dos años más tarde vino la complicación con la que no habíamos contado. Llamó la superiora provincial pidiendo que la momia del beato se pusiera en regla como había oído que se hacía en otros conventos de España. Enseguida nos enteramos porque la madre Guillermina pidió ayuda profesional a la hermana Domitila, que intentó convencerla de que ella sola era capaz de hacer ese trabajo. Naturalmente no coló, y la priora se puso en contacto con los monjes de Poblet, que llevan a cabo ese tipo de misiones. La hermana Domitila tuvo que conformarse con ayudar; algo era algo, porque con esa ayuda pudo estar todo el tiempo al tanto de lo que sucedía.

Tenía ganas de preguntarle por qué ella se había avenido a realizar aquel plan, qué sentía, por qué nunca habló, por qué Juanito se conformó tan pronto con no verla más. Sin embargo, eso era simple curiosidad que no añadía nada al caso. Lo estaba haciendo muy bien y había que dejarla seguir.

– Naturalmente la bomba llegó cuando el padre Cristóbal empezó a hablar de recomponer la momia, de inyectarle sustancias y de practicarle un análisis de ADN. Ahí el peligro se hizo tan evidente que la hermana Domitila se vio obligada a idear otro plan. Era más que probable que si se manipulaba el cuerpo del beato los jóvenes tejidos del feto salieran a relucir.

– Entonces planeó matar al hermano Cristóbal.

Dudó un instante, apretó los puños y respondió un categórico:

– ¡Exacto! Y para eso sí contó con el pobre Juanito. Le habló un día que estaba en el pasillo esperando para cobrar. Le dijo que yo había cometido pecados que saldrían a la luz si se tocaba al beato. Juanito no hizo ni caso, porque me quería aún. De modo que tuvo que contarle lo del aborto. Él se hundió, pero se dio cuenta de que hacía tanto tiempo que todo había sucedido que no tenía más remedio que colaborar, oponerse no servía de nada, y podía perjudicarme. La hermana le habló de las cosas espantosas que me pasarían si él se inhibía del problema.

– ¿Decidió matar al hermano Cristóbal o sólo robar la momia?

No respondió directamente, se limitó a decir:

– Debía llevarse la momia y mantenerla sin tocar.

– ¿Por qué, por qué no decidió destruirla y tirarla a un contenedor, o quemarla en un descampado?

– No lo sé. Dijo que a lo mejor la necesitaríamos más adelante como coartada, que podía venderse a un museo del exterior si había que pagarle dinero a Juanito. No sé, yo creo que lo único que le ocurría era que le daba impresión hacerla desaparecer después de haberle rezado tantos años, como historiadora tampoco debía aprobarlo.

La interrumpí intentando mostrarme calmada.

– Pilar, esto no es todavía una declaración formal frente al juez; de modo que debo avisarte de algún error que puedes cometer fácilmente.

– Estoy diciendo la verdad -contestó con vehemencia.

– ¿Quieres escucharme, por favor? Sé que dices la verdad, pero debes darte cuenta de que a lo mejor, intentando proteger a Juanito lo que haces es perjudicarlo. Juanito mató al hermano Cristóbal, ¿cierto?

Bajó los ojos, se mordió el labio.

– Sí -pronunció de modo casi inaudible.

– En ese caso debes comprender que la acusación contra él será mucho más grave si cometió un asesinato por encargo; lo cual lo convertiría en una especie de sicario, que si, fortuitamente, cuando estaba robando la momia, apareció el hermano Cristóbal y él, de modo reactivo, lo mató.

Se quedó callada, sin mirarnos, con gesto de obstinación.

– Nos damos cuenta de que acumulas mucho resentimiento contra la hermana Domitila, tienes tus motivos, sin duda. Pero si ese rencor te hace mentir aunque sea una única vez o en un solo detalle, entonces toda esta declaración no servirá.

Asintió y dijo con entereza:

– Juanito atacó al hermano Cristóbal porque éste se presentó de improviso, es cierto. Se asustó y le dio un golpe que, como él es tan fuerte, lo mató.

– ¿Qué pasó entonces?

– La hermana Domitila, que estaba pendiente del robo, se horrorizó, le llamó subnormal, lo trató como a un perro. Hubo que despertar a las dos monjas que habían ayudado en el proceso del aborto para que lo hicieran de nuevo. Borraron las huellas, y entre la hermana Domitila y Juanito, cargaron el cuerpo en la camioneta.

– Hay algo muy importante que tenemos que preguntarte -intervino Garzón-. Miguel Lledó, el hermano de Juanito, ¿intervino en algún momento?

– Él conducía la camioneta y la trajo a la puerta del convento. Fue cuando la mendiga los vio.

– ¿Era la furgoneta de reparto?

– Sí, pero el cartel de la frutería lo habían tapado con una pieza de chapa que Juanito había hecho fabricar hace tiempo en un taller. Como no tenía coche se llevaba la furgoneta tapada así cuando la usaba para sus cosas.

– Entonces, ¿cómo la mendiga hablaba después de El Paraíso?

– Eso fue después, cuando fueron a amenazarla el burro de Miguel se olvidó de acoplar la pieza.

– ¿Quién de los dos mató a Eulalia Hermosilla?

– No lo sé -dijo en un suspiro.

– Fue también Juanito, ¿no es cierto, Pilar?

En ese momento empezó a llorar con desconsuelo. Estábamos dispuestos a esperar lo que fuera necesario hasta que se serenara, pero el llanto degeneró en un grito desgarrador:

– ¡Sí, fue él, el día que la mató Miguel no estaba presente! ¡Y también eso se lo ordenó la hermana Domitila, ese monstruo, esa mala mujer!

– Hubiera podido negarse.

– Él nunca hubiera hecho o dejado de hacer nada que creyera que estaba perjudicándome, ¿no se da cuenta? Aunque yo lo hubiera dejado tirado y no hubiera querido verlo más, él seguía enamorado de mí.

– De acuerdo, prosigamos.

– Ya no hay nada más que contar. La hermana Domitila retomó la situación y preparó el cartel escrito con letra gótica. Quería despistar a la policía y conducirles por caminos de sectas o maníacos. Luego ustedes se lo pusieron en bandeja invitándola a cooperar junto con ese monje. Les ha llevado por donde ha querido. Y cuando ustedes variaban la teoría, ella daba un giro y en paz. Juanito guardó el cuerpo en el almacén donde nos han encontrado. Y Domitila tuvo de nuevo que recurrir a él para que le cortara las extremidades al beato. Así iba creando pistas falsas según por donde tiraran ustedes en sus pesquisas. Juanito se las cortó con el enorme cuchillo que tiene para cortar racimos de plátanos.

– ¿De quién es ese almacén?

– Del padre de un amigo de Miguel, le prestó la llave y allí se metió Juanito cuando usted lo persiguió.

– ¿Fue a buscarla a la universidad?

– Sí, no aguantaba más la presión de estar solo y buscado cuando su hermano decidió entregarse. Vino a pedirme que nos fugáramos, que nos fuéramos juntos al extranjero. ¡Pobre Juanito! No se daba cuenta de que ya era demasiado tarde para todo.

– ¿Cuántas monjas conocían todo este embrollo?

– En teoría, dos; pero no me extrañaría que se hubieran enterado muchas más. Aunque ya ve, del convento no ha salido ni una palabra. Estamos entrenadas para callar.

– ¿Cree que la madre superiora sabe algo?

– ¿La madre Guillermina? ¡No, qué va! Nunca se entera de nada. Ella se cree que es una directora severísima, pero no controla lo que ocurre en el convento de verdad. A veces me daba pena.

– ¿Nunca pensó en confiarse a ella y contarle lo sucedido?

– No, no me hubiera comprendido. Para ella el pecado no existe aquí, es algo que sucede en otra dimensión de la que nosotras estamos a salvo.

– Y sin embargo, la hermana Domitila sí la comprendió, aunque la obligara a abortar.

Se quedó mirando al infinito, sacudió la cabeza haciendo volar a derecha e izquierda sus últimas lágrimas.

– Yo tampoco quería tener el niño, inspectora. ¿Para qué? ¿Qué hubiéramos hecho el simple de Juanito y yo en medio del mundo con un niño? Se nos hubieran comido vivos.

– Usted nunca ha amado a Juanito, ¿verdad, Pilar?

Se limpió con fuerza los ojos enrojecidos por el llanto. Me miró de modo desafiante y me espetó una pregunta que no esperaba.

– ¿Cuánta gente la ha querido a usted en su vida, inspectora? Y no me refiero a amor de pareja, sino a cariño, a preocupación por lo que pueda sucederte, a… -Tuvo que parar porque estaba emocionándose de nuevo. Intentando retenerse me miró.

– Contésteme, por favor, se lo ruego.

– No lo sé, no es una pregunta que me haya planteado jamás -dije seriamente.

– Eso demuestra hasta qué punto ha ido usted sobrada de amor. ¿Quieren que les diga cuántas personas me han querido a mí? Dos, exactamente dos: la hermana Domitila y Juanito. Nadie más.

– Nunca puede estar uno seguro de una cosa así. Debe de haber mucha más gente que la ha querido -apuntó, apiadado, Garzón.

Negó con la cabeza, se tragó las lágrimas.

– Yo no estaba enamorada de Juanito, pero él me quería y aún me quiere, ya ven. Puede que no sea un chico muy normal, pero es bueno a pesar de lo que le han obligado a hacer.

– Lo siento -fue lo único que se me ocurrió decir. Intentando restar emotividad a aquellos momentos duros, resolví acabar por el momento. Para ello añadí de manera profesional-: Habrá más interrogatorios y más preguntas. Hoy mismo tendrá que declarar frente al juez que instruye este caso. ¿Tiene abogado?

– No lo quiero; y no se preocupe, no me voy a volver atrás en mi declaración.

– Le proporcionarán uno de oficio. No haga tonterías y acéptelo. La vida aún será muy larga para usted.

– Ya no quiero vivir.

Nos levantamos y la dejamos sola. Se replegó sobre sí misma como un animalito que buscara la posición fetal para descansar. En el pasillo le dije a Garzón:

– Avise al doctor Beltrán, que hable con ella, que aconseje una supervisión psicológica.

– ¿Teme que intente suicidarse?

– Sí. Además, al psiquiatra le gustará este capítulo final. Se sentirá implicado en la resolución del caso. ¿Vamos ya al convento?

– ¿Hace falta llevar algún policía?

– Sí, que lleven una furgoneta con una mínima dotación, en el coche no cabrán todas las monjas que vamos a detener.

– ¿No nos da tiempo a tomar una minúscula cervecita? Después de lo que hemos oído la necesito.

– Sí, mientras se preparan los hombres. Que nos avisen cuando estén listos.

Durante el tiempo en que tardó en hacer las llamadas fui al lavabo, me miré en el espejo, me peiné. Noté extraña mi propia mirada, como si se hubiera quedado perdida en algún otro lugar. Volví junto al subinspector y cruzamos hacia La Jarra de Oro. Pedimos un par de cañas. De repente, Garzón se echó a reír.

– ¡Ah, no me lo puedo creer, sencillamente, no me lo puedo creer! Fray Asmundo de Montcada, convertido en empanada. El pobre beato relleno como un canelón, mechado como un rollo de carne, repleto de nata como un brazo de gitano. ¡Nunca hubiéramos resuelto este caso si no llega a ser por usted!

– ¿Por mí?

– ¡Pues claro! Usted relacionó las imprecaciones al paraíso de la Hermosilla con el nombre de la camioneta. Y a raíz de ahí…

– No me siento muy orgullosa. Puede decirse que lo hemos resuelto de puta casualidad.

– ¡Ni hablar! Juanito Lledó huyó, y usted tuvo la idea de echar sal en la madriguera del hermano, intuyendo que su culpa era menor y saldría por propia voluntad.

– Dudo de que me condecoren. Por cierto, ¿sabe cómo consiguió Sonia que hablara ese chico?

– No he tenido tiempo de enterarme; pero le aseguro que siento una gran curiosidad.

– Yo también.

– ¡Un cerebro, la hermana Domitila!, ¿no le parece? Nos mantuvo engañados hasta el final. Y la idea de ir dejando trozos de beato en los emplazamientos de los conventos quemados fue genial. Estuvo a punto de hacernos picar en el tema de Caldaña y la Semana Trágica. Nunca lo hubiéramos encontrado, claro está.

– Parece hacerle mucha gracia.

– Hay que reconocerle ingenio y dominio de la historia.

– No me gusta cómo han ido las cosas. No lo hemos hecho demasiado bien.

– Pero, inspectora, ¡era imposible aplicar el método deductivo! No hubiera tenido éxito ni el mismísimo Sherlock Holmes.

– En eso le doy la razón. Holmes era inglés, y todos estos asuntos de conventos y momias sagradas le hubieran dejado sin argumentos. Este tipo de casos sólo puede producirse en este dichoso país, en el que aún quedan rincones de oscurantismo y superstición.

El subinspector estuvo un rato pitorreándose de mi poco patriótica conclusión. En ese momento vinieron a buscarnos: el furgón policial estaba listo. Cuando nos dirigíamos hacia las corazonianas me encontraba preocupada por una cuestión circunstancial: ponerme cara a cara frente a la superiora y contarle lo que acababa de saber. Podía ser muy duro para una mujer que se había revelado tan inocente. Claro que también era inocente el asesino: una inocente máquina de matar.

Una vez en presencia de la madre Guillermina, no supe por dónde empezar, así que me comporté de modo poco diplomático y le espeté:

– Vengo a detener a tres de sus monjas: la hermana Bárbara, la hermana Anunciación y la hermana Domitila, encartada principal en este caso.

Asintió humildemente. Atrás había quedado su rebeldía y sus ganas de pelea. Estaba tan abatida que ni siquiera conseguía hablar.

– Ahora irán a buscarlas -dijo en el tono de una disculpa.

– Voy a hacerle un par de preguntas a la hermana Domitila aquí mismo. Me gustaría que estuviera presente usted. Eso le servirá de información. ¿Sabe que en el interior del cuerpo del beato… -Me interrumpió.

– Sí, la hermana Bárbara me lo ha contado. Demasiado tarde, pero se avino a hacerlo. Ahora, cuando salgan las hermanas verá que ya no llevan hábito. La superiora nacional está viniendo desde Tudela en tren. Por teléfono me dijo que las tres monjas ya han sido expulsadas de la orden. Hubo que ir a comprarles ropa hace un rato.

– Así es como se elude una responsabilidad, ¿no le parece, madre?

– A mí ya nada me parece nada, inspectora. He renunciado a juzgar. Lo único que hago es encomendarme a Dios y pedirle perdón de rodillas por haber consentido un mal que ni siquiera supe intuir.

Entraron en la sala tres mujeres vestidas con baratos y feos trajes de chaqueta. Las tres llevaban el pelo corto. Me quedé de una pieza. Sólo por las gafas pude reconocer a la hermana Domitila. Se la veía ahora como una mujer de mediana edad y rasgos duros, demasiado delgada, de miembros alargados y gesto tenso. Llevaba pintada en la boca una media sonrisa de indiferencia y desprecio. Me miró, retadora, y me dijo antes de que yo pudiera dirigirle la palabra:

– Nunca hubieran resuelto este caso si no hubiera sido por la estupidez de esos dos hermanos.

– ¿Eso la llena de orgullo?

– Hubiera podido elaborar cualquier teoría histórica, cualquiera. De cualquier época, de cualquier cariz que ustedes decidieran darle al asunto, les hubiera llevado por donde hubiera querido. Aunque también debo reconocer que me lo pusieron bastante fácil. La ocurrencia del hermano Magí con la Semana Trágica me vino de maravilla y la coincidencia con los Piñol i Riudepera fue un verdadero regalo de la Providencia.

– Supongo que en la cárcel tendrá tiempo de seguir con sus estudios e investigaciones. Acabará siendo una brillante historiadora, sólo que presa.

– No me arrepiento. Espero que los demás paguen sus culpas también. Sobre todo esa estúpida niña.

– ¿Pilar?

– Creí que tenía talento. En esta casa se le ofreció todo lo que necesitaba para desarrollarlo. Yo me volqué en ella. La ayudé en sus estudios, insistí que los ampliara, logré que viviera en un ambiente de concentración y respeto por el saber. ¿Y qué hace ella para compensar a todo el mundo de sus sacrificios? ¿Qué hace para llevar su propia vida por el camino adecuado? ¡Se lía con un desgraciado, un tipo sin oficio ni beneficio, una especie de inadaptado social corto de luces! ¡Maravilloso! Podía haber tenido un amorío con algún compañero de la facultad; hubiera sido un escollo, pero no la hubiera sumido de ese modo en la miseria moral. Pues no, tuvo que ser el primer patán que la solicitó y encima se dejó llevar hasta el embarazo. En verdad no merecía nada de lo que se le dio, nada.

La madre Guillermina saltó como una fiera.

– ¡Le prohíbo que hable con semejante cinismo!

– Usted ya no es mi superiora; de manera que no me puede prohibir que diga lo que quiera.

– ¡Ha hecho tanto daño!

– Mírese en un espejo, Guillermina, y dígame qué es lo que ve: una mujer inútil, que no se entera de nada de lo que ocurre a su alrededor, siempre pendiente de que funcione bien esta absurda organización de mujeres a las que desconoce, de que todo tenga una apariencia de armonía… puede que no sea mala persona, pero su mundo es tan minúsculo que cabe en un dedal.

El rostro de la superiora registraba los impactos que las palabras de la hermana lanzaban contra él. Le hice un gesto a Garzón para que nos marcháramos. Aquello estaba derivando hacia campos en los que era mejor no entrar. El subinspector fue a coger por el codo a Domitila, pero ésta se liberó como alcanzada por una corriente eléctrica.

– Sé salir sola, no se preocupe.

Las otras dos exclaustradas la siguieron. Me acerqué a la madre Guillermina y comprobé que estaba a punto de llorar, reprimiéndose con un gran esfuerzo.

– Volveré otro día a despedirme de usted, madre.

Asintió tristemente y dio media vuelta. Se alejó, incapaz de soportar por más tiempo la congoja.

En comisaría se había montado un considerable follón. Coronas reinaba sobre todas las cosas, mientras recibía las felicitaciones del inspector jefe y el jefe superior. Me miró con simpatía.

– Bien, Petra, bien. Por un momento creí que este caso se iba al cajón, y con toda la polvareda que ha movido…

– No crea, comisario, la gente se hubiera olvidado al cabo de un tiempo.

– Puede que sí, pero es deber de la policía que los asesinos no anden sueltos y cuando hay tanta expectación queda bien subrayado que hemos cumplido.

– ¿Van a convocar a los medios de comunicación, señor?

– No hasta que el juez lo permita. Después hemos pensado que la policía debería estar presente en un acto que se celebrará en el convento de las corazonianas.

– ¿Cómo?

– Lo que oye. La madre superiora general y el jefe superior se han puesto de acuerdo. Se devolverá el cuerpo del beato a su hornacina con todos los honores. Naturalmente, algún monje de Poblet se ocupará de recomponerlo. Será una ocasión para que las cámaras de los fotógrafos funcionen. Espero que asistan usted y Garzón.

– Ya veremos.

La mención del comisario a los monjes de Poblet me recordó al hermano Magí. Le pregunté por él y no parecía ni saber quién era o quizá no era momento de mencionar a quien nos había ayudado en las hipótesis frustradas. Al encontrarme en un pasillo con Yolanda indagué de nuevo y me sorprendió al contestar que el fraile se encontraba en comisaría.

– Ha venido a declarar. Está en la sala de interrogatorios.

– Gracias, Yolanda, voy a ver si no se ha marchado aún.

Intercambiamos sonrisas y cuando ya habíamos caminado varios pasos cada una hacia su destino, le di una voz:

– ¡Yolanda! ¿Dónde está Sonia?

– En la sala general. ¿Quiere verla?

– Sí, dile que me espere en mi despacho.

– No irá a reñirle hoy también.

– Sin comentarios.

En la sala de interrogatorios se había instalado el juez Manacor. Como había tantas declaraciones que tomar, había preferido trasladarse a nuestras dependencias. Domínguez montaba guardia en la puerta.

– ¿Quién hay dentro, Domínguez?

– Un fraile.

– Cuando salga no deje que se marche, acompáñelo a mi despacho.

– Sí, inspectora.

Me encaminé hacia allí y al entrar comprobé que Sonia ya estaba sentada en la butaca del confidente. Se puso en pie en cuanto me vio, adoptando una postura de firme castrense.

– Vuelve a sentarte, Sonia.

Llegué hasta mi asiento y lo ocupé. La miré en silencio. Estaba nerviosa, esperando algo que no acertaba a determinar.

– Sonia, te he hecho venir para preguntarte cómo conseguiste que Miguel Lledó confesara el escondite de su hermano.

– ¡Ah, bueno! Había oído decir que Juanito Lledó no era del todo normal. Por comisaría circulaba que era un poco autista o algo por el estilo. Entonces… entonces pensé que yo sabría cómo hablarle.

– ¿Ah, sí? No sabía que tenías conocimientos de psicología.

– No, inspectora, si yo de psicología no sé nada. Pero es que… bueno, tengo una hermana con un poco de retraso mental. Somos cuatro y ésta nació al final, es la más pequeña. Para mis padres fue un palo de mucho cuidado, y al principio lo pasaron fatal. Luego ha resultado que la chica es muy maja, va a un colegio especial y se porta estupendo. Por eso es por lo que yo sé cómo están los chicos que tienen algún hermano especial, como Miguel Lledó. La paciencia que hay que gastar con el crío, cómo los padres se olvidan de ti y sólo se preocupan por el chico o la chica que tiene el problema, lo solo que a veces puedes llegar a encontrarte. Pensé que si le contaba eso a Lledó se sentiría comprendido. Y así fue. Vi que no estaban ustedes en la sala y me atreví a entrar. Cuando le dije lo de mi hermana se emocionó, me trató de igual a igual. Luego lo convencí de que lo mejor que podía hacer por su hermano era acabar con esta pesadilla y decirnos dónde se ocultaba. Y ya ve…

– Bueno, supongo que debes saber que lo has hecho muy mal.

– Sí, lo sé.

– Un policía no puede obrar a impulsos personales saltándose la cadena de mando. Hubieras podido hacer exactamente lo mismo consultando primero conmigo o con el subinspector Garzón.

– Lo sé, inspectora, y le pido perdón.

– Por esta vez, pase; pero en el futuro…

– Sí, inspectora, no se preocupe.

Se la veía satisfecha por haber orillado algún tipo de sanción o de reconvención más severa. Se incorporó levemente y le dije:

– Vuelve a sentarte, yo te indicaré cuándo quiero que te levantes.

– Sí, inspectora -susurró empezando de nuevo a no tenerlas todas consigo.

– Quiero comunicarte que voy a solicitar para ti una condecoración.

Me miró de hito en hito y puso cara de boba. Continué, evitando observar su reacción.

– En este caso te has arriesgado por encima del deber y has demostrado un celo que va más allá de lo que le correspondía a tus responsabilidades. Debido a ello estoy segura de que mi petición a la superioridad de que seas condecorada no tropezará con ningún impedimento.

Estaba colorada como si fuera a ponerse enferma.

– Yo, inspectora, yo quiero decirle que mi agradecimiento… que mi… bueno, que se lo agradezco un montón.

– Escúchame bien: si me comunicas alguna vez, una sola vez en forma de palabras ese agradecimiento que dices sentir, ahora o en el futuro… pediré inmediatamente que causes baja en mi grupo de investigación. ¿Estamos?

– Sí, inspectora -exclamó ufanamente. Su alegría se superponía a su eterna incomprensión de lo que yo podía querer. Fue a levantarse y se sentó de golpe, sonriente:

– Inspectora, ¿da usted su permiso para que me levante?

– Sí, por Dios, y lárgate.

Soltó una risita tonta y se fue casi dando saltos de felicidad. Una hermana con retraso mental, una familia con pocos recursos, cuatro hijos… realmente me sentí exactamente como debía sentirse la madre Guillermina: uno pasa la vida rodeado de gente de la que lo ignora prácticamente todo. Sólo la organización general parece contar, pero no es así, la gente tiene sus historias, sus pegas, sus conflictos, sus amores y pasiones… Claro que barajar todo eso sería imposible para un superior. Nuestro papel era obrar como si aquella pequeña parte de la persona que asistía al trabajo fuera el todo. Una empobrecedora pero clarificante reducción.

Recordé al hermano Magí y salí al pasillo. Allí estaba, luciendo hábito esta vez.

– Pase, hermano. ¿Tiene prisa?

– No -respondió mientras entraba y tomaba asiento.

– Es que lo he llamado solo para charlar con usted. ¿Cómo va todo por el monasterio?

– Bueno, se podría decir que bien. El prior está razonablemente satisfecho por la resolución del caso. Aunque claro, nadie puede estar contento por un asesinato. Al menos la familia ha quedado más conforme. Han visto que a su hijo nadie le odiaba.

– Un triste consuelo.

– Sí, pero todos nos aferramos a lo que tenemos para poder continuar.

– ¿Y usted, cómo está usted?

– Conmocionado, debo decirle la verdad. Haber estado tanto tiempo junto a… bueno, junto a la hermana Domitila y después saber…

– ¿Nunca sospechó nada?

– Nunca, se lo aseguro. Sólo alguna vez… sólo alguna vez me dejaba pasmado la energía con que esa monja trabajaba en los temas históricos. Sentía una auténtica pasión por la historia y, claro, la pasión es un sentimiento peligroso en cualquier campo.

– Hay quien dice que sin pasión no se pueden hacer cosas importantes.

– Es un razonamiento acertado, pero no especifica si esas cosas son buenas o malas, y ésa es la parte que más me interesa a mí. De todas maneras, yo no soy buen opinante para ese tema. Nunca he sido tan sabio como el hermano Cristóbal o como la hermana Domitila, a quien Dios perdone. Las tentaciones no son tan fuertes para los menos dotados.

Sonreí ante su humildad. Él prosiguió.

– El ser humano está lleno de terribles contradicciones. La hermana Domitila no fue capaz de tirar el cuerpo del beato a la basura y luego lo hizo mutilar. Era integrista y tremendamente preconciliar en las opiniones que me iba manifestando mientras charlábamos y luego obligó a la hermana Pilar a cometer ese crimen terrible del aborto. En fin, yo creo que deben tener piedad de ella porque lo más probable es que no esté en sus cabales.

– Eso ya se verá. Y usted, ¿qué va a hacer ahora?

– Nada, seguir con la vida monacal, que te libra de decidir en cada momento. Quería informarla de que habrá un funeral conjunto por el hermano Cristóbal y Eulalia Hermosilla. Esa pobre mujer no parece tener a nadie que le rece.

– Hay mucha gente solitaria.

– Por eso ser monje es una opción egoísta.

Le sonreí de nuevo y me devolvió la sonrisa con beatitud. Un hombre afortunado, pensé. En realidad la paz no está localizada en ningún lugar: ni en el monasterio ni en el burdel, sino en el tesoro valiosísimo de un carácter equilibrado, aunque eso signifique renunciar a la genialidad o la pasión, a la excelencia.

Se fue el monje y entró Garzón.

– ¿Qué hace, inspectora?

– Filosofaba.

– Pues perdone que la moleste pero el inspector Villamagna anda buscándola.

– En ese caso me largo.

– Por eso la he avisado. ¿Qué le digo cuando me pregunte por usted? Dice que quiere saber qué estilo debe darle al comunicado de prensa.

– Dígale que lo haga cubista.

– Vale.

– Y que no joda.

– ¿Eso también?

– Eso, sobre todo.

Dicho esto me escapé a toda prisa antes de que alguien me encargara algo que hacer.

Felizmente, en casa estaba Marcos, sobre el que salté.

– ¡Caso resuelto! -le dije mordiéndole una oreja.

– ¿De verdad?

– ¡De verdad!; ya estoy lista para volver a vivir. ¿Cómo tienes tú el trabajo?

– ¡Me temo que tengo más que nunca! Pero ven, siéntate y cuéntame los detalles del caso. Ahora sí, ¿eh?

Se los conté y me escuchó como debe escucharse una información de esas características y calibre: en silencio, con gravedad, con respeto, sin interrumpirme con curiosidad anecdótica, sin regodearse en detalles escabrosos. Al final de mi relato suspiró.

– Es una historia tremenda.

– Lo es.

– Vivimos bien protegidos en nuestra realidad mientras que justo al lado hay sentimientos terribles, sufrimientos soterrados, gente muy desgraciada.

– Ya ves.

– ¿Los acusarán a todos?

– Sí, sin duda, de diferentes delitos y con distintos grados de implicación, pero todos los que han intervenido tendrán su acusación.

– Quizá la urdidora de todo el proceso salga mejor parada que los demás. En el fondo, no asesinó a nadie con su propia mano.

– Podría pasar. Pero eso ya no es de mi incumbencia, yo ya he cumplido con mi deber.

– Tienes un trabajo extraño, Petra, que te lleva de aquí para allá y te mete en la mente de gente distinta. A estas alturas debes conocer a los seres humanos bastante bien.

– Puede ser, pero cuanto más los conozco, menos los entiendo.

– Estoy por decirte que mejor así; entender todos esos procesos psicológicos tan tortuosos no debe de ser muy sano.

– Por eso tiendo a apiadarme del delincuente; siempre pienso que bastante tiene con aguantarse a sí mismo y a las circunstancias que lo han hecho como es.

Me sonrió, orgulloso.

– Te apiadas, pero no le das tregua.

– Así es la temible y justiciera Petra Delicado.

– ¡Bien por ella!

– Hemos estado muy distanciados últimamente, ¿verdad?

– Separados, sí. Distanciados, no lo creo. Pero es lo normal. Nos hemos unido cuando nuestras vidas ya estaban muy construidas y hay que seguir con ellas.

– ¿Y si nos fugamos a una isla desierta?

– No daría resultado; ambos somos personas de acción.

– ¡Pues vaya putada!

– Así es.

– Me jode que seas tan equilibrado.

– A mí también, no creas. Menos mal que aún me gusta emborracharme de vez en cuando. ¿Cenamos esta noche en uno de esos restaurantes de los que uno sale eviscerado?

– ¿Eviscerado?

– Sí, porque los platos valen un riñón y los vinos un huevo.

Me eché a reír, le di un beso amistoso y nos fuimos de juerga los dos, a la salud del bueno del beato.

Unos días después se dio por cerrado el caso y cuando Villamagna ya había contado a los periodistas todos los escabrosos detalles del mismo, decidí que era el momento de ir a ver a la madre Guillermina. La encontré en su despacho, alicaída, recogiendo papeles.

– ¿Qué hace?

– Nada, inspectora, me voy. Las instancias superiores de las corazonianas me trasladan a un pequeño convento de un pueblo de Valladolid.

– ¿Es un castigo?

– Creen que es lo mejor para mí; y por supuesto no volveré a ser directora nunca más.

– ¿También es lo mejor para usted?

– Si lo determinan mis superioras, seguro que así es.

– Personalmente no me gusta que sean los demás quienes digan qué es mejor o peor para mí. Prefiero decidirlo yo misma.

– Pero usted es una mujer libre.

– Eso es lo malo.

– ¿Lo malo?

– Lo malo es que usted no lo es.

– Un día lo elegí así.

– ¡Déjese de mandangas, madre Guillermina! Parece que una especie de destino fatal se cerniera sobre su cabeza; sólo que no es verdad. Usted tiene ahora mismo la capacidad de hacer lo que quiera con su vida. ¿Por qué no abandona la orden?

– Puse mi vida en manos de Dios.

– Pero Dios campa por todas partes, ¿no? No está de guardia permanente en los conventos.

Se le escapó una sonrisa que intentaba retener.

– ¡Qué bruta es usted, Petra!

– La verdad suele sonar siempre brutal.

– ¿Y qué haría yo en el mundo? ¡Tengo más de cincuenta años!

– ¿Usted? ¡Usted es un trueno, madre Guillermina, con su vitalidad, su capacidad de organización, su dominio de la economía y la psicología de grupos… ¡En cualquier empresa la aceptarían!

– Quite, todo eso son tonterías. Iré donde me manden. En realidad me da igual. Sólo me duelen dos cosas: haber estado ignorante de todo ese dolor y odio que se gestaba cerca de mí y… bueno, no volver a ser superiora tampoco me hace gracia. Pero sólo porque, al no disponer de despacho privado, me resultará imposible fumar.

– ¡Pues claro! ¡Lárguese, madre, lárguese! El mundo es muy ancho y habrá un lugar para usted. ¿No se da cuenta de que una de las razones de que haya pasado todo esto no es más que la propia organización de un convento? ¡Se trata de algo antinatural: un montón de mujeres metidas entre paredes que las separan del exterior! Es un resto de otros tiempos, un modo de vivir caduco, insano.

Me miró con severidad y volvió a ser la que era para decir:

– ¡No se pase, inspectora, que tampoco es tan horrible!

– Echaré de menos las peleas con usted, madre.

– Yo también. La verdad es que eran unas peleas por todo lo alto.

Soltamos una risita y le alargué la mano, que ella estrechó:

– Llámeme si me necesita para algo, madre Guillermina. Y prométame que pensará en lo de dejar los hábitos, al menos que lo pensará.

– Se lo prometo.

Nos dimos un apretón de manos franco y yo salí. Sabía que probablemente no volvería a verla nunca más.

Uno de los puntos difíciles de aquel final de caso lo constituía el encuentro con mis hijastros. Antes de que llegara el jueves por la tarde, día en que sabía que estaría sola con ellos al menos un par de horas hasta que su padre volviera, mis pensamientos no dejaban de atormentarme. Sin duda los tres chicos saltarían sobre mí y me pedirían cumplidas explicaciones sobre el desenlace del caso de la momia. Bien es verdad que habrían oído a Villamagna en la televisión, pero sabía que mi compañero había recurrido a un lenguaje tan técnico y eufemístico para referirse a las partes más escabrosas de la historia, que sin duda la comprensión de los chavales sería limitada. Pero se lo debía; tantas veces los había emplazado a cuando las investigaciones estuvieran definitivamente cerradas, que ahora no tenía más remedio que cumplir. ¿Y cómo se les habla a tres niños, sobre todo a la pequeña Marina, de abortos clandestinos, fetos ocultos, hombres inadaptados y monjas falsarias? Los componentes de la historia no eran precisamente de horario infantil. Si recurría al descarnamiento, podía provocar alguna reacción a la que no estaba dispuesta a enfrentarme, al fin y al cabo los niños no eran míos. Y si dulcificaba los hechos… ¿aunque cómo se podían dulcificar unos hechos semejantes? Finalmente decidí librarme a la improvisación y pedí ayuda espiritual al jodido beato.

Al encontrarme con ellos tuve la impresión de que habían sido más o menos aleccionados por su padre para la ocasión, ya que muy formales se acercaron a mí y después de besarme me dijeron: «Felicidades, Petra, por haber solucionado el caso».

– ¿Lo habéis visto en la televisión?

– Sí, lo explicó aquel policía que habla siempre.

Valiente, dejé un momento en blanco, sin precipitarme a charlar de otra cosa. Nadie dijo nada. Bueno, el encomendarme al beato había funcionado o quizá yo había exagerado en cuanto a los peligros de la situación. Les propuse tomar un aperitivo mientras llegaba su padre y parecieron muy satisfechos con la opción, de modo que entre todos sacamos aceitunas, patatas fritas, tortitas de maíz, refrescos y una cerveza fría para mí y nos sentamos alegremente en la cocina. Al principio los gemelos me pusieron al corriente de la marcha de los campeonatos de motociclismo. Siempre lo hacían y nunca he sabido muy bien por qué, quizá la primera vez mostré un interés desmedido ante alguna de sus crónicas. Les escuché con atención. Fue al cabo de unos veinte minutos, cuando yo ya creía alejado el peligro, cuando, naturalmente Teo, preguntó en tono normal:

– Petra, hay algo del caso que no entendemos. Bueno, o que por lo menos creemos que no lo han aclarado bien.

Me aferré a mi servilleta de papel intentando que funcionara como quitamiedos, y entonces oí la pregunta.

– ¿La monja mala y la novicia estaban liadas?

Una oleada de sangre caliente me sofocó y miré a Marina, que imperturbable mordía una patata frita. Pero él siguió matizando la pregunta como si no la hubiera planteado con la suficiente claridad.

– Es que eso de que era su tutora y creía que llegaría muy lejos en el estudio de la historia es raro. ¿Por eso la hizo abortar? Seguro que estarían liadas, ¿no?

Cualquier precisión dirigida a quitarle hierro al asunto me hubiera llevado cierta extensión llena de palabras y conceptos que no me veía con ánimos de pronunciar.

– No lo sé -fue lo que dije.

– ¿Cómo que no? ¡Pero si habéis dado por terminado el caso!

– Sí, pero ese detalle no hubiera variado las conclusiones. Tuviera los motivos que tuviera, lo que hizo esa monja es lo que cuenta para la ley.

– ¡Pues vaya! -respondió Hugo en plan de protesta-. A mí no me parece bien que se haga así, porque si la monja tenía la intención de…

Lo corté con firmeza.

– Si no os parece bien, tenéis que esperar a los dieciocho años y planteárselo a un juez.

– Yo lo haría ahora mismo -dijo Teo.

– No tengo la menor duda. Sólo que no te prestarían la menor atención.

– Me lo imagino.

Intervino Marina.

– Yo también tengo una pregunta.

Tal como iba la conversación, la curiosidad de la niña podía depararme cualquier novedad. Le sonreí, tensa.

– ¿Cómo le pegarán a la momia las manos y los pies que le cortaron? Una niña de mi clase dice que con alambres por dentro, pero yo creo que se notaría.

La adoré. Ésa sí era una pregunta que podía ser contestada sin bochorno.

– Otro de los monjes de Poblet, que también sabe mucho de momias, aunque no tanto como el hermano Cristóbal, irá al convento de las corazonianas y reparará la del beato. No sé cómo lo hará, pero si quieres podemos preguntárselo.

– ¡A ver si se lo cargan a éste también! -soltó Hugo, y todos nos echamos a reír sin poder evitarlo.

De esa guisa nos encontró Marcos quien, arrobado, debió de pensar que éramos una familiastra feliz tratando sobre temas cotidianos.