172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Conclusión

Un mes después, el beato estaba listo para ser exhibido de nuevo. Tal y como nos había anunciado Coronas, alguien debía asistir, como representación de la policía, a la ceremonia de la nueva entronización en el convento. Lo cierto es que ya nos habíamos olvidado todos un poco del asunto que tanto revuelo creó y a nadie le apetecía hacer de embajador frente a las monjas. Quizá por eso el comisario quiso delegar tal honor en los investigadores del caso. Yo no estaba muy por la labor, pero a Garzón le apetecía, de modo que no me opuse; finalmente era una manera de tener media mañana libre, quizá más. No entendía muy bien qué gracia le encontraba el subinspector al evento, y no compartí su criterio cuando me lo explicó. Le parecía que en el caso del beato todo el mundo había tenido una especie de gratificación final menos nosotros. Sonia iba a ser condecorada, Villamagna se había exhibido como un pavo real, el doctor Beltrán también, y no sólo eso sino que le habían encargado una serie de artículos sobre la mentalidad psicopática para un periódico de tirada nacional. A nosotros sólo nos había cabido la satisfacción de haber provocado una demanda por parte de los Piñol i Riudepera, por lesiones al honor, que según los servicios jurídicos de la policía no tenía la más mínima posibilidad de prosperar. Para mí era suficiente, pero el subinspector quería estar presente en la recolocación del beato. Le parecía una reparación simbólica de la afrenta que significaba para nosotros no figurar en un lugar público destacado.

Así que allá fuimos, de paisano, por supuesto, y confundidos entre la gente corriente que se agolpaba al fondo de la iglesia de las corazonianas. Asistieron tantos curiosos, aparte de dos o tres equipos de televisión, que tuvieron que dejar la puerta de la capilla abierta para que cupiéramos mejor. En el templo estaban todas las monjas, entre ellas la superiora general, el obispo y un par de curas que oficiaban la misa entre ambos. Hubo cánticos virginales, resoplidos de armonio y acción de gracias. Todo muy bien organizado, muy teatral. Había que reconocerle a la Iglesia católica que en cuestión de liturgias, superaba a cualquier otra religión. Al final, y antes de que el obispo repartiera la bendición urbi et orbe, se formó una cola de fieles que pasaban uno a uno por delante de la urna del beato, para rendirle un homenaje final. Nunca había estado fray Asercio más frecuentado, aunque tanta devoción me parecía sospechosa. Más cierto era que la gente iba allí para mirar con auténtica curiosidad a la momia, sin duda para comprobar si se notaban las costuras de su reconstrucción. El subinspector me murmuró al oído:

– Voy a verlo de cerca yo también.

– Le espero aquí -respondí bien instalada en mi banco de madera. Desde allí iba mirando cansinamente aquella línea de gente corriente que aspiraba a ser testigo de lo extraordinario. De pronto, en una puerta lateral que me cogía lejos, apareció una mujer que creí reconocer. Era alta, fornida, llevaba pelo corto y un vestido negro con minúsculos lunarcitos. La miré a la cara intentando localizarla en mi mente y entonces ella me sonrió. ¡Era la madre Guillermina! ¿Era ella? ¡Imposible! Me quedé mirándola como una tonta, y entonces ella sacó unas gafas de su anticuado bolso y se las puso. ¡La madre Guillermina, Dios, era ella sin duda ninguna! Sólo que ya desmonjada y en plan secular. Me puse en pie, pedí perdón a los que tenía a derecha e izquierda y al volver a mirar había desaparecido. La busqué con los ojos y entonces la vi ya fuera del convento, cargada con una maleta y preparada para subir en un taxi que la esperaba frente a la puerta principal. No podía dar un grito llamándola, y llegar hasta ella en medio de tanta gente constituía una proeza casi imposible. Fui avanzando con dificultad, pero ella se internaba en el vehículo. Antes de hacerlo me miró, sonrió de nuevo e hizo el gesto de la victoria con el índice y el corazón de su mano derecha. Luego cerró la portezuela y el taxi arrancó. Me quedé plantada entre los fieles y sin saber muy bien lo que hacía, retrocedí y ocupé de nuevo mi lugar. Sentada otra vez en el banco me sentí emocionada y me eché a llorar. Una señora de edad que tenía a mi lado me dijo:

– No se preocupe, guapa, el beato ha quedado muy bien. Le han pegado todo con una especie de pegamento especial y no se le nota casi nada de los tajos. Además, como ya estaba muerto…

De repente me entraron unas enormes ganas de reír, pero no había motivo, para la madre Guillermina los problemas de la vida común acababan de empezar. Me contuve, y aprovechando que Garzón regresaba de rendir su homenaje personal, le dije antes de darle tiempo a sentarse:

– Larguémonos de aquí.

Una vez en la calle aspiré el aire limpio y seco con toda la fuerza de mis pulmones. El subinspector se quedó mirándome.

– ¿Se encuentra mal?

– No, me encuentro muy bien.

– Tiene los ojos como si hubiera llorado.

– Ha sido la emoción de ver a fray Asercio tan apañado, listo para tirarse otros quinientos años haciendo la horizontal.

– Usted se lo toma a cachondeo, pero la ceremonia ha estado muy bien. Todos esos curas disfrazados de gala, las monjas arreándole al cántico, los cirios apestando, la momia repeinada… Voy a decirle al comisario que la próxima fiesta del patrón la celebremos aquí.

– ¿Pero usted se cree que esto es una especie de salón para bautizos y comuniones?

– ¡A ver, seguro que pagando te dicen que sí!

– No sea herético, Fermín. Y salgamos de este barrio. He llegado a detestar estos claustros. ¡Le invito a comer! ¿No le apetecería una buena comida repleta de calorías y colesterol?

– Puede apostar a que sí.

– Entonces, marchando.

– ¿Qué celebramos, la recuperación del beato?

– Al beato déjelo dormir. Celebraremos el despertar de los que aún están vivos.

– Eso es raro.

– Pero profundo.

– No se lo voy a discutir.

– Para discutir ya encontraremos otros temas.

Y allá que fuimos. Comimos, bebimos, discutimos, nos reímos… Me sentía bastante feliz. Al final, la vida no sólo tiene recodos, laberintos, pasadizos, túneles y esquinas donde uno se queda atrapado sin salida. Hay también caminos, avenidas, descampados, praderas y horizontes que explorar. Todo consiste en no tener miedo, en echar a andar por ellos sin volver nunca la cara hacia el pasado.

Vinaroz, 11 de julio de 2008

Revisión: 8 de septiembre de 2008