172967.fb2 El silencio de los claustros - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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El inspector Palafolls era uno de mis compañeros reconvertidos de policía nacional a mosso d'esquadra. Se puso contento cuando nos vio.

– ¡A Dios pongo por testigo!, tenía el pálpito de que erais tú y el amable Garzón quienes me robaban el caso y he aquí la confirmación. ¡Joder, Petra!, para un caso bonito que pescamos… y encima no es la primera vez. ¿Recuerdas que cuando yo estaba en la Nacional una vez ya me birlasteis un caso que…?

– ¡Para el carro, Palafolls, que yo soy una mandada! No he movido un dedo para que nos adjudiquen ese jodido caso.

– Y si lo has movido peor para ti, porque este lío del come curas se las trae.

– ¿Tenéis algo?

– Ahora te lo pasaré, pero para los comentarios mejor nos vamos al bar de enfrente y nos tomamos un café.

Allá fuimos los tres. Felizmente el hecho de que nos conociéramos aliviaba cualquier resquemor entre cuerpos policiales. Palafolls era un buen hombre y estaba segura de que nos facilitaría el traspaso. Sentados a una mesa empezamos a enterarnos de los prolegómenos imprescindibles para hacernos cargo del trabajo.

– Vamos a ver -comenzó Palafolls dándole un primer tiento a su café-. Para empezar os diré que la instrucción la lleva el juez Juan Manacor: nuevo, joven, con poca experiencia y, según me han contado, uno de los primeros de su promoción. Es decir, primera cagada.

– ¿Por qué? -preguntó Garzón casi por inercia.

– Lo sabéis muy bien. Como todo novato brillante es legalista, formalista, teórico y no pasa una. Por ejemplo, le pedimos que decretara el secreto del sumario y dijo que ni hablar, así que ya tenemos a toda la prensa encantada con esta historia tan divertida: que si asuntos de frailes y monjas, que si la momia perdida… un filón. Y eso que aún no han empezado las filtraciones. Por ejemplo, no se ha filtrado lo del papel.

– ¿Qué es lo del papel?

– Agarraos bien a la silla para evitar batacazos. Resulta que el muerto llevaba en el pecho un papel escrito con letra gótica que ponía: «Buscadme donde ya no puedo estar».

– ¡No jodas!

– Lo que oyes; así que la cosa va con su enigma y todo. Los del laboratorio están investigando el papel. Y el forense el cuerpo de la víctima, pronto habrá resultados de la autopsia.

– ¿Sabéis cómo fue?

– Por lo visto el fraile se quedaba trabajando hasta muy tarde. Le dejaban la puerta sin cerrojo para que pudiera salir cuando acabara. Luego la cerraba él. Pero entraron por la puerta de la capilla que accede a la calle. Él o algún otro la abrió. Le arrearon un golpe en el occipucio.

– ¿Iban a por él?

– El robo está descartado, por supuesto; no es que hubiera muchas cosas en la iglesia, pero unos cuantos copones o como se llamen sí que se almacenaban en la sacristía, y todo está tal cual. Sólo ha desaparecido el bacalao.

– ¡Coño, inspector, un poco de respeto, que era un beato! -exclamó Garzón entre risas.

– Beato y todo era una momia del siglo XV, así que ya me dirás tú si no estaba tieso como un bacalao. Y lo del cartelito… Para mí que esto es obra de un tío loco de atar, Petra, un fanático religioso o algo así.

– También puede ser que el fraile tuviera un enemigo que con todas estas pistas en plan místico histórico nos quiera despistar -apunté.

– Pues se ha tomado muchas molestias el enemigo en cuestión, porque sacar a la momia con los pies por delante…

– Eso es lo que imaginamos, pero bien la pudo trocear, meterla en una bolsa de basura y en paz.

– No fue así. La sacaron entre dos, con mucho cuidado. Uno sujetaba la cabeza y otro los pies.

– ¿Cómo llegas a esa deducción?

– Es que la parte más interesante la he dejado para el final: hay un testigo.

Garzón y yo impulsamos nuestros cuerpos hacia delante en una idéntica reacción.

– Pero ¡coño, Palafolls, haber empezado por ahí!

– ¡Calma y tranquilidad, que el testigo que tenemos tampoco es como para lanzar cohetes! Se trata de una mujer, una homeless, una mendiga bastante mayor que suele instalarse con todos sus arreos muy cerca del convento. Nos contó que de madrugada llegó una furgoneta, bajó alguien: no sabe cuántas personas ni cómo eran, entró tranquilamente por la puerta, y luego salieron dos cargando con lo que ella denominó un enfermo, lo subieron en la trasera y el vehículo desapareció.

– ¿Qué más?

– Nada más. Es incapaz de describir a los hombres que portaban el cuerpo y de la furgoneta dice que era de color claro como único dato. Así que cualquier cosa.

– ¿No vio a nadie entrando antes de toda esa movida?, ¿no sabe si llegaron también dos personas?

– No. No vio nada ni parece enterarse de mucho. Ya sabes cómo son esos tíos. Yo creo que ésta tiene como mejor amiga la botella, de modo que…

– ¿La tenéis localizable?

– Le pedimos al juez que nos diera permiso para recluirla temporalmente en alguna institución, pero el muy capullo se negó en redondo. El único sitio donde está casi cada día es en un comedor social de la calle Ferran. Y luego en su dormitorio suntuario de la puta calle. Si la necesitamos para testificar habrá que echarle un galgo. Por lo menos le hemos hecho una foto. ¿Qué, qué os parece el casito de marras?

– A mí me parece que no entiendo nada -declaró Garzón.

– Pues eso es lo que hay. Como que casi me alegro del latrocinio que os estáis marcando. Porque a este sainete hay que añadirle a las monjas dando el turre con la discreción, los frailes de Poblet que están de los nervios, los chicos de la prensa merodeando como chacales y los jefes en plan: esto es un asunto de prioridad. Vamos, que casi casi os regalo el caso.

– ¡Qué chulo eres, Palafolls!

– Como que nací en Olot pero mi madre es madrileña, cosa de los genes.

– Y de indicios, pelos, huellas, ¿cómo estamos?

– Fatal. Se han recogido cosas, pero en un lugar donde entran turistas de visita una vez a la semana tú me dirás qué valor tienen. Vamos para la oficina y os lo doy todo, que aquí acaba mi cometido y yo no trabajo por afición.

De todo cuanto nos había informado, lo más llamativo era lo del cartel. «Buscadme donde ya no puedo estar.» Un jeroglífico inquietante, como cualquier mensaje que un asesino deja a la policía en el lugar del crimen.

Bien, el caso ya se encontraba bajo nuestra responsabilidad. Eran tantas las incógnitas, que se hacía difícil escoger un camino por el que dar los primeros pasos. En espera de los resultados de la autopsia regresamos al convento de las corazonianas. La madre Guillermina estaba ya al tanto de los cambios que ella misma había originado. Nos recibió en su despacho, bastante ufana.

– Doy gracias a Dios de que sean ustedes quienes se ocupen de esta tragedia.

– Tengo la impresión de que nos está valorando en exceso, madre.

– Estoy segura de que son ustedes excelentes profesionales. Además, no quiero gente desconocida trajinando en el convento. Más sincera no puedo ser.

– Hay preguntas que debemos hacerle.

– ¿Sobre qué?

– Sobre el trabajo que estaba efectuando el hermano Cristóbal.

– Me lo imaginaba. Para eso llamaré a la hermana Domitila. Es nuestra experta en arte y cultura, una especie de mantenedora de los bienes que guardamos aquí. Ella era quien estaba en contacto más directo con el pobre hermano.

– Hablaremos con ella, por supuesto, pero ¿y el resto de la comunidad?

– Aquí vivimos quince monjas.

– Quiero verlas a todas.

Torció el gesto, se dirigió a mí con un deje de impaciencia que ni siquiera intentaba disimular.

– Lo cierto es que yo había pensado preservarlas un poco de todo este asunto.

– Es comprensible, pero se trata de personas que pueden ofrecer algún testimonio y, por lo tanto, deben ser interrogadas, aunque sea someramente.

– Testimonios… lo dudo, ellas continuaron con sus quehaceres diarios mientras el hermano Cristóbal venía a trabajar. La mayoría de ellas ni lo vio.

– Entonces me entrevistaré con todas a la vez. Le ruego que lo organice para que pueda hacerlo con efectividad.

– Como usted ordene.

Salió con cara de disgusto y yo miré a Garzón, que permanecía callado como un muerto.

– A lo mejor esta hermana presidenta se creía que si era usted la encargada del caso iba a poder torearla a su antojo.

– Pues es obvio que si pensó eso estaba equivocada. Y deje de llamarla hermana presidenta. Puede llamarla madre priora o madre superiora.

– Es complicado, ¡joder!, madre, hermana… con tantos parentescos…

– Sí, no va a ser nada fácil, y espérese, que cuando acabemos aquí nos queda aún Poblet.

– ¿Usted cree que la cosa es interna de ambas comunidades, el asesino está en una de ellas?

– No lo sé, Garzón.

– ¿Y el cartel gótico, y los tíos llevándose a la momia en una furgoneta? ¡Si es que es todo la hostia, inspectora, parece una película de televisión!

– A usted le parecerá un sinsentido, pero un hombre está muerto, Fermín.

– Sí y a otro más muerto aún se lo han llevado de paseo.

– No sea imprudente, cállese. Las paredes oyen.

Aunque lo hiciera callar, yo compartía su sensación de astracanada. Además, bien a mi pesar, consideraba divertido lo que estaba diciendo. Pero no podíamos permitirnos un ataque de risa en aquellas circunstancias.

Al cabo de un rato regresó la priora.

– Las hermanas se encuentran todas ejerciendo sus diferentes labores y costará un poco reunirlas. ¿Por qué no hablan antes con sor Domitila y sor Pilar, su ayudante?

– No hay ningún inconveniente.

Tras nuevos minutos de espera aparecieron dos monjas. Eran las primeras que veíamos exceptuando a la superiora y la horrible portera. La más alta frisaba los cuarenta años y tenía un rostro inteligente y sereno. La otra era muy joven, parecía una niña disfrazada de monja, y nos miraba con sus hermosos ojos abiertos como platos llenos de curiosidad. La archivera sonrió, se presentó y presentó a su ayudante.

– La madre ha dicho que le ayudemos en todo lo posible. Así que ustedes dirán.

Yo hice también las introducciones previas, y no pude por menos que advertir cómo la presencia masculina de Garzón las incomodaba un poco. Sin duda estaban menos acostumbradas que la madre Guillermina a entrevistarse con gente del exterior.

– Lo primero que debemos preguntarles es si vieron el cadáver antes del levantamiento.

Negaron con la cabeza, ambas adoptaron una actitud de recogimiento respetuoso.

– La madre Guillermina nos ha evitado esa experiencia tan dura.

– Usted lo frecuentó durante todos los días que permaneció trabajando aquí, ¿no es cierto, hermana Domitila?

– Sí, sor Pilar y yo lo atendíamos en todo lo que nos pedía.

– ¿Y qué solía ser eso?

– Le facilitábamos los documentos que necesitaba, fundamentalmente.

– Tenía entendido que la labor del hermano Cristóbal era llevar a cabo una especie de «mantenimiento» del cuerpo momificado del beato. ¿Necesitaba documentos para ese cometido?

– En realidad el hermano era arqueólogo y también historiador; un auténtico sabio, un erudito. Muchos monjes cistercienses lo son. Acudía a muchos conventos e iglesias para realizar trabajos históricos: dataciones, documentaciones de fechas o de santos… Aquí vino llamado por la madre Guillermina, que a instancias de la madre provincial y con muy buen criterio, consideraba que habíamos tenido a nuestro beato muy desatendido, por decirlo de alguna manera comprensible. No teníamos su historia completa. Además, su cuerpo nunca había sido remozado, médicamente hablando. El hermano Cristóbal reunía en sí ambas cualidades: como historiador y como mantenedor de momias podía hacer un gran trabajo. Por eso nosotras le llevábamos documentos que iba solicitando.

– Comprendo. ¿Desde cuándo trabajaba aquí?

– Quince días más o menos.

– ¿En qué punto de su labor estaba?

– Recopilaba documentos y los ordenaba. Escribía cosas en su ordenador portátil. Con los trabajos físicos del cuerpo aún no había comenzado.

– ¿Cuándo le vio por última vez?

– La misma mañana del día de su muerte. Dijo que no nos necesitaba, que pasaría la tarde en la capilla y acabaría de noche, que después cerraría él como siempre solía hacer en esos casos.

– ¿Se fijó en si la puerta de la capilla que da a la calle estaba cerrada con llave?

– No, no me fijé.

– ¿Le dijo si iba a abrirla por alguna razón?

– No mencionó la puerta para nada.

– ¿La había abierto alguna otra vez?

– Que yo sepa, no.

– ¿Le notó algo especial?

– ¿Qué quiere decir?

– Si lo notó nervioso, triste, cansado, si le hizo algún comentario fuera de lo corriente.

– ¡No, qué va!; el hermano era un hombre muy tranquilo, muy cordial, paciente y minucioso como lo requería su trabajo. No tenía altibajos de humor.

– ¿Dónde está su ordenador portátil?

– ¿No lo han encontrado?

– No entre las cosas halladas aquí.

– ¿Han buscado en su celda de Poblet?

– Todavía no.

– Allí debe de estar; alguna vez había venido sin él.

– ¿No solía llevar más material?

– Bueno, su cartera de papeles y su libreta de notas.

– ¿Y dónde están ahora?

– No lo sé, inspectora. -Se volvió hacia la monja joven y le preguntó-: ¿Usted sabe algo, hermana Pilar?

– No, yo no.

– ¿Han mirado en la biblioteca? Trabajaba ahí. Aunque los otros policías ya buscaron por todas partes.

Garzón y yo nos observamos mutuamente con cara de despiste. La monja asintió y, muy decidida, dio media vuelta.

– Voy a echar una ojeada -dijo y se disponía a salir cuando la atajé.

– ¡Un momento, hermana, un momento! Me temo que nosotros también queremos inspeccionar esa biblioteca.

– Pues habrá que preguntarle a la superiora. Es zona de clausura.

– Mire, estamos llevando a cabo un procedimiento policial por asesinato; de modo que todas las dependencias del lugar del crimen son susceptibles de ser inspeccionadas.

– Sí, ya sé; pero ustedes tienen su estructura de mando y nosotras la nuestra. ¿A que usted no puede saltarse a su comisario y reportar con el jefe superior?

– ¡Caramba, está usted muy familiarizada con las cosas policiales!

– Antes de entrar en la orden leía novelas de crímenes. No se preocupen, enseguida regresaré con el permiso de la superiora.

La religiosa más joven hizo ademán de seguirla como un perrillo; pero su jefa le dijo en susurro:

– Quédese aquí, hermana.

Bajó la vista con timidez. Empecé a pensar qué podía preguntarle, pero Garzón se me adelantó, y no lo hizo en el entorno de la investigación, sino que se arrancó con un muy directo:

– ¿Y usted desde cuándo es monja?

– ¿Yo? -balbució a punto de fundirse-. Yo venía a recibir instrucción religiosa los viernes y, al final, con los años ingresé en el convento. Ahora tengo veintitrés y hace cuatro que soy monja -soltó de corrido como si fuera una lección largamente recitada.

– ¡Pues qué joven! -respondió Garzón en un tono que oscilaba entre la simple sorpresa y la censura.

– Sí -añadió muy turbada-. Ahora voy a la universidad.

– Muy bien; por lo menos hay que estar instruido.

Sin saber a qué se refería aquel «por lo menos», y con sincero pánico de averiguarlo en aquel momento, desvié la conversación hacia el caso.

– ¿Cómo era de carácter el hermano Cristóbal?

– Muy bueno, muy trabajador. A mí siempre me gastaba bromas y me decía que tenía que estudiar mucho.

– ¿Qué estudia?

– Segundo curso de Historia.

Desviaba la vista hacia el suelo cada vez que nos hablaba, con semejante timidez no debía pasarlo demasiado bien en la universidad. Puso cara de liberación cuando entró sor Domitila.

– Ya está, pueden ustedes pasar; también el subinspector.

Comprendí que la excepción era doble en el caso de Garzón.

Entre pasillos, siempre vacíos, nos condujo a la biblioteca. No era muy espectacular; más bien modesta. Las paredes estaban llenas de anaqueles abiertos con libros modernos y una vitrina cerrada con llave contenía los antiguos. En el centro una gran mesa desnuda rodeada de incómodas sillas.

– Aquí trabajaba el hermano cuando no tenía que estar en la capilla.

– ¿Y su cartera?

– No está.

– ¿Se ha informado de si alguien la ha recogido?

– La superiora dice que todo está como él lo dejó. Seguro que está en Poblet.

– Quizá esté en la habitación del hermano, ¿han mirado ustedes bien? Ése es otro sitio que tendremos que inspeccionar.

– Pero el hermano Cristóbal regresaba cada día a Poblet.

– ¿No se alojaba aquí?

– ¡No!, jamás podríamos alojar a un hombre, inspectora, aunque perteneciera a una congregación religiosa. Son las normas.

– ¡Pues debía de ser muy pesado para él!

– Venía unos tres días a la semana, se quedaba hasta muy tarde a veces. Pero decía que al día siguiente le dejaban descansar. Hubiera podido dormir en el convento de alguna otra comunidad de frailes, siempre hay acuerdos, pero él cogía su cochecito y regresaba, le gustaba hacerlo así. De modo que sus cosas deben estar en el monasterio.

– Mañana lo veremos.

– ¿Es importante? -Parecía súbitamente concienciada de la trascendencia de la investigación-. Porque si quieren puedo darles el número de teléfono de los frailes y llaman ustedes ahora mismo.

– No será necesario. Mañana tenemos proyectado hablar con el prior.

– Y si no encuentran la cartera, ¿significa eso que la investigación iría peor? -Su cara de interés me sorprendió. Le sonreí.

– ¿Quiere usted saber cómo trabajamos?

Se turbó un poco, se echó a reír con levedad.

– Perdónenme; estoy muy apenada por la muerte del hermano Cristóbal y eso es lo único que debería importarme; pero la verdad es que todo lo policial es…

– ¿Intrigante?

– ¡Ésa es la palabra justa!

– Resulta mucho menos seductor cuando tienes que bregar con ello.

– Me lo imagino. ¡Dios mío, si yo tuviera que ver la muerte violenta de cerca! Tienen ustedes un trabajo terrible.

– ¿Puedo irme ya, hermana? -preguntó de pronto la joven monja.

– Si los inspectores no quieren nada de usted…

Negué con la cabeza. Entonces salió como si estuviera deseando largarse de allí. Sonreí a la hermana Domitila.

– No es muy comunicativa.

– La pobrecilla está aterrorizada. Todo este asunto ha sido demasiado para ella. Lo ha sido para todas las hermanas, pero en su caso aún más. La hermana Pilar es muy sensible. Creció sin familia, en un centro de acogida, y los fines de semana venía aquí a recibir instrucción religiosa. Y ya ve, con nosotras se ha quedado. Es una joven estupenda que vale mucho. En los estudios es muy brillante y la madre superiora cree que llegará lejos.

– Por cierto, hermana, ¿cree que la madre habrá reunido ya a toda la comunidad?

– Voy a averiguarlo. Esperen un segundo.

Cuando nos quedamos solos ambos tuvimos el mismo pensamiento, que nos apresuramos a comunicar. Garzón habló primero, y como era tan directo, el suyo estuvo teñido de mayor rotundidad.

– Me siento como en una puta cárcel. ¿De qué manera podemos investigar aquí?

– Lleva razón, es una especie de secuestro. Imposible moverse sin permiso.

– ¡Pero estamos en el lugar del crimen!

– El lugar del crimen fue la capilla.

– Y todo el convento, por extensión. ¿No hay manera legal de que nos dejen campar a nuestras anchas?

– Se lo preguntaré a Coronas.

– ¿Se ha fijado en esta monja pizpireta? ¡Daría algo por meterse en nuestra investigación!

– Sí, hasta aquí hay policías aficionados.

El centro de reunión de las quince monjas fue el refectorio. Allí, alineadas junto a la mesa, pero de pie, esperaban como si fuéramos a ajusticiarlas. Me fijé en ellas. La mayoría rondaba los cincuenta, algunas tenían más. Provocaban una sensación extraña, todas vestidas igual, pero tan diferentes en altura y complexión. Guardaban silencio absoluto. La priora tomó la voz cantante, estaba claro que su autoridad era superior a la nuestra en aquel territorio.

– Hermanas, la inspectora Petra Delicado y el subinspector Garzón investigan la muerte del pobre hermano Cristóbal y la desaparición de nuestro beato. Quieren hacerles preguntas para esclarecer los hechos. Contéstenles pensando bien.

Una monja gordita y bastante mayor se echó a llorar quedamente, tapándose los ojos con la mano. La superiora la reprendió sin demasiada aspereza pero con innegable genio.

– Hermanas, les ruego que, por el bien de estas investigaciones, controlen la emotividad.

Me gustaba su estilo, se mostraba precisa e inconmovible como un general. Lástima que no fuera ella quien parecía poseer veleidades detectivescas. Hablé, procurando sonar serena y convincente:

– Hermanas, de entrada debo decirles que cualquier cosa que recuerden de las últimas horas que el hermano Cristóbal pasó entre ustedes puede ser de enorme interés para nosotros. Díganme, ¿quién lo vio por última vez?

Noté que algo no iba bien porque se miraron las unas a las otras con cara de no comprender nada. La superiora intervino enseguida.

– Como les dije, muy pocas han visto al hermano. -Se dirigió a la congregación y exclamó-: Levanten la mano quienes lo conocieron o se encontraron con él en alguna ocasión.

Levantaron la mano Domitila y Pilar, la portera y otra monja, de quien me informaron que era una de las hermanas que hacía la limpieza general y quien lo encontró muerto. Me acerqué a ella.

– ¿Lo vio antes de morir?

Asintió con la cabeza como si algo en la garganta le impidiera responder.

– Le llevé un café con leche a las siete de la tarde.

– Y la siguiente vez que lo vio ya estaba muerto.

Se santiguó.

– ¿Se fijó en si la puerta estaba cerrada con llave?

– No, señora.

– ¿Le dijo algo el hermano?

– Sí, que le comunicara a la hermana portera que se quedaría trabajando aquí hasta por lo menos las doce.

– Y eso fue todo.

– Sí.

Me dirigí a toda la comunidad.

– ¿Alguien se fijó en si la puerta de la capilla que tiene acceso directo a la calle estaba abierta?

Las negativas se sucedieron en todas las cabezas cubiertas con tocas.

– ¿Desde qué hora estaban ustedes en sus habitaciones aquella noche?

– Desde las diez y media -respondió la superiora sin dudar.

– ¿Nadie salió por ningún motivo, nadie hizo algo especial?

El silencio y muchos ojos clavados en el suelo fueron la única respuesta.

– ¿Oyeron ustedes algún ruido extraño, alguna cosa que las sobresaltara o intrigara?

Nuevo silencio. Poco íbamos a sacar de allí, y encima no sabíamos todavía la hora exacta de la muerte. Se me ocurrió una solución de compromiso.

– Les voy a dar un tiempo de reflexión. A veces los recuerdos surgen mucho después de haberlos buscado en nuestra mente. Volveremos dentro de un par de días y, si mientras tanto han conseguido que algo les haga dudar…

Hubo una pequeña vibración de asentimiento, o quizá sería el alivio al comprobar que aquello se acababa. Las monjas desfilaron hacia sus aposentos y la superiora nos miró.

– No ha resultado muy fructífero el interrogatorio, ¿verdad?

– Nunca se sabe -dije vagamente.

– Enséñenos la puerta de la calle, madre Guillermina, queremos verla una vez más -pidió Garzón.

Una vez más comprobamos que era imposible abrir la puerta desde fuera. ¿Y nadie había oído a un par de hombres llevando una momia a cuestas? Era posible que no, todo dependía del sigilo con el que se hubiera realizado la acción, a aquellas horas en que el cuerpo había sido sacado del convento según la mendiga, era perfectamente verosímil que todo el mundo estuviera durmiendo con la mayor profundidad.

Hubo que esperar un día más hasta que los resultados de la autopsia estuvieron listos. Me llamaron desde el Anatómico Forense antes de salir de casa y yo avisé a Garzón. Quedamos en que desayunaríamos juntos. Me despedí de Marcos a toda prisa, estaba afeitándose.

– Querido, me voy zumbando.

– ¿Ni siquiera tomas un café?

– Marcos, este caso va a ser complicado. Además, a la jefatura la tenemos nerviosa. En principio no cuentes conmigo para cenas, desayunos o cualquier otro rito de la vida normal. Dentro de unos días ya te diré.

– ¿No capturaréis enseguida al asesino?

– Cuando un asesino deja cartelitos y zarandajas hay que pensar que la cosa va para largo.

Se encogió de hombros y, entre la espuma de afeitar, me pareció que ponía cara de resignación. Pensé que quizá por primera vez desde que estábamos juntos, iba a tener que soportar las incomodidades de vivir con una policía, aquello no era la rutina diaria, sino algo mucho más comprometido y demencial.

Habíamos quedado en una cafetería cercana al depósito. Desde que Garzón estaba casado, notaba que se habían efectuado importantes cambios en su modo de vestir. Ahora llevaba camisas y pantalones más esport, americanas ligeramente desestructuradas, había abdicado de la corbata y no había vuelto a ponerse ningún traje en la línea ortopédica que le caracterizó durante su larga viudedad. Tuve la funesta idea de comentárselo porque aquella mañana lo encontré particularmente elegante. Como estaba cantado, se mosqueó.

– ¡Vaya por Dios! Seguro que la ha llamado Beatriz para pedirle que me lance ese tipo de piropos.

– ¡Cómo puede ser tan desconfiado y tan gruñón! Que su pinta ha mejorado es algo fácilmente comprobable.

– Pues a mí me gustaba más cómo me vestía antes. Creo que iba más acorde con mi edad. Es que mi mujer se cree que soy todavía un crío, uno de esos chavales con gorra de béisbol que se ven por ahí. Pero ir a trabajar con traje aporta dignidad.

– ¿A cuántos compañeros ve con traje en comisaría?

– ¡Porque todos son más jóvenes que yo! Prácticamente todo el mundo, dentro y fuera de comisaría, es ya más joven que yo.

– ¡Tonterías!

– ¡Nada de tonterías!; y si continúo haciendo caso de los consejos de Beatriz, pronto pareceré uno de esos polis americanos con cazadora brillante y calzado deportivo. ¡Una ridiculez!

Todavía enfadado, o aparentando estarlo, pidió al camarero un bocadillo de chorizo, café con leche y un cruasán.

– ¿Va a zamparse todo eso?

– ¡Sí! porque, entre otras cosas, nadie nos garantiza a qué hora vamos a comer hoy. Además, le confesaré que ya estoy hasta las pelotas de los brotes de soja y la comida ligera y saludable que comemos en mi casa. ¡Y todo para poder llevar una ropa que me sienta como un tiro!

Observé cómo daba dentelladas al pan con gesto fiero. Tenía ganas de reír, pero me contuve.

– Se diría que es usted tremendamente desgraciado en su matrimonio.

– Usted sabe que no, Petra. De hecho, nunca había sido tan feliz en toda mi puñetera vida. Lo que ocurre es que no estoy acostumbrado a que se ocupen de mí.

– No crea, a mí me ocurre algo por el estilo. Es extraño, recibir atenciones me gusta, pero siento como si me creara una especie de esclavitud.

– Si es así, entonces cuente que yo soy como uno de aquellos esclavos de la guerra de Secesión, con grilletes y una cadena al cuello. Beatriz se preocupa por mi salud, mi alimentación, mi aspecto, mi estado de ánimo… sólo tengo la esperanza de que se apunte a alguna ONG y desvíe hacia allí todos sus instintos protectores.

En ese momento dejé de reprimirme y estallé en carcajadas.

– Ríase, ríase de mí. En realidad no ha hecho otra cosa desde que nos conocemos.

– Nada de eso, querido colega. Me río porque es usted un exagerado y porque estoy contenta de que Beatriz le cuide tanto. Si no fuera por ella a estas alturas estaría usted hecho un…

– ¿Un qué?

– Un guiñapo.

– Bueno, me conformo con lo de guiñapo; creí que iba a salir peor parado. Oiga, ¿y usted por qué come tan poco, no quiere un bocadillo?

– Prefiero preparar mi estómago para lo que nos espera.

– Este caso se las trae, Petra. Por la noche me he despertado veinte veces y no he dejado de darle vueltas. ¿Por dónde vamos a empezar?

– Por el principio y, sobre todo, sin ideas preconcebidas.

– Ya sé que a usted todas esas hipótesis del fanático religioso…

– Dejemos lo que yo pueda pensar. ¿Quiere otro café?

– Me inclino por acabar con un chupito de whisky. ¿Me acompaña?

– Quizá sea lo mejor para enfrentarse a la muerte.

Una vez más le preguntaríamos a la muerte cosas sobre la vida. La muerte, un concepto trascendente que pierde su solemnidad cuando se abre un cajón frigorífico de la morgue. Frente a un cuerpo helado, envasado, almacenado ordenadamente, todo toma el aire de una nevera industrial donde bien podrían estar depositados simples corderos en espera del transporte hasta sus puntos de venta. Nunca me acostumbraría a la frigidez que flotaba en el aire, haciéndolo demasiado puro, demasiado carente de olores y movimientos. Tampoco a descubrir la cara del infortunado habitante de la caja, esperando impávidamente que por fin los vivos lo dejaran desaparecer por completo del mundo.

La forense encargada era una mujer: la doctora Nuria Port. Debía de tener mi edad, y a sus ojos afloraba la mirada distante que proporciona la experiencia. Dijo saberse el informe de memoria; pero yo quería ver el cuerpo en silencio antes de oír las circunstancias que lo habían convertido en un cadáver. Buscó el número y me condujo hasta allí. Deslizó el cajón suavemente y abrió la cremallera de plástico. Ante mis ojos apareció la cara blanca, relajada, de rasgos suaves con la única discordancia de una gran nariz aguileña que había pertenecido al hermano Cristóbal. Descubrí que a ambos lados nasales se veían dos inequívocas marquitas indicativas del peso continuado de unas gafas. Como siempre suele ocurrirme, sentí que en aquel momento empezaba a tomar el caso en mis manos. Fraile o no, era un hombre, un hombre de apenas cuarenta años, muerto, absurdamente muerto, porque no hay muerte violenta o natural que no parezca absurda vista de cerca, ni hombre que no debiera permanecer vivo para siempre. Apreté los párpados para intentar retener su imagen. Más tarde la evocaría si perdíamos ganas de trabajar, si el curso de la investigación devenía rutinario, se despersonalizaba o se convertía en un rompecabezas sin sentido. No, todo partía de ahí, de aquel hombre sin vida que aún tenía marcadas sus gafas de intelectual sobre la elegante nariz de canónigo, un tanto amoratada.

Garzón ya estaba acostumbrado a mis largas meditaciones frente a los muertos, pero la doctora Port carraspeó. Ella vivía entre la muerte y sin embargo, los minutos de su jornada laboral transcurrían con plena vitalidad. Me volví, como si despertara de un sueño. Ella enderezó los papeles que llevaba en la mano y empezó a leer:

– Individuo de raza caucásica. Unos cuarenta años. A la hora de morir presentaba…

La interrumpí con gesto cansado.

– Doctora, por favor, si se sabe los detalles de memoria como dijo, ¿por qué no nos evita el horrible lenguaje forense?

Me miró con más curiosidad que enojo. Y no le faltaba razón, yo me había comportado como un artista a quien molestan cuando está pensando. Rectifiqué sin mucha dignidad.

– Es que estoy un poco impresionada por esta muerte. Era un monje, ¿lo sabe?

– ¡Por supuesto que lo sé! Ahí fuera hay a cualquier hora del día otro monje que lo vela. Lo invitamos a marcharse por la noche cuando cerramos. Se van turnando, porque no siempre es el mismo. Sólo en las familias gitanas había visto una atención semejante a sus muertos.

– Cuéntenos los detalles de la autopsia, doctora.

– No hay mucho que contar. Era un hombre sano y murió como consecuencia del tremendo golpe que le propinaron en el occipital. El golpe fue asestado con una fuerza descomunal, por medio de un objeto romo. Por la localización de la contusión y la forma de la fractura vino dirigido levemente desde arriba. Eso significa que el asesino era probablemente un hombre corpulento y bastante alto, al menos más alto que la víctima, que ya mide uno setenta y ocho.

– ¿Eso descarta a una mujer?

– En caso de serlo debía tratarse de una mujer extraordinaria desde el punto de vista físico, imagínese a una levantadora de pesas o algo así.

– Entiendo. En un principio deberíamos inclinarnos antes por la posibilidad de que fuera un hombre.

– Así es. Por otra parte el golpe vino impulsado de izquierda a derecha.

– ¿Un zurdo?

– No se puede afirmar con rotundidad. Hay gente que se siente más a gusto con los golpes de revés. En cualquier caso no hay signos de lucha; pero contando que lo golpearon por detrás, eso sólo significa que quizá lo sorprendieron, quizá pudo ser alguien conocido al que él abrió y que le atacó cuando le dio la espalda.

– ¿Eso no puede saberlo?

– En algunos casos la víctima ha intentado darse la vuelta, lo cual se advierte porque existe en su musculatura algún gesto de torsión. Pero a este hombre lo atacaron y cayó a plomo, golpeándose la nariz contra el suelo. También tiene algún impacto y escoriación en la frente y la barbilla, siempre como consecuencia de la caída.

– ¿Ha determinado la hora de la muerte con seguridad?

– Sobre las tres de la mañana del jueves pasado.

– ¿Hay algo más que debamos saber?

– Todo está escrito en el informe; pero pueden llamarme si les surge alguna duda.

– ¿Dónde está en este momento el fraile que vela a la víctima?

Resopló de mal talante.

– En la sala de visitas. Estoy deseando que se lleven el cadáver de aquí. Es un abuso. Es verdad que los pobres no se meten con nadie, pero incordian cuando cambian el turno, llaman a la puerta, hay que abrirles, conducirlos hasta dentro… además es un fastidio saber que andan por aquí. Y total, ¿para qué? ¿No dice la religión que el alma inmortal se escapa del cuerpo cuando morimos? ¿Pues para qué quieren estar horas acompañando a un trozo de carne?

– Bueno, es una hermosa costumbre solidaria si bien se mira. Cuando yo muera dudo de que alguien me vele así.

– ¡Jo, inspectora, ni a mí!, ni mi propio perro sería tan fiel. Pero mejor ser solidario cuando uno está vivo.

Nos condujo hasta la puerta de la sala de visitas. Alargó su mano fuerte para estrechar la nuestra como despedida, antes abrió la puerta y pegó una ojeada al interior.

– Está el más vejete. Es un poco friki pero no molesta. Se pasa el día leyendo un misal. Todos los que vienen son viejos, no vayan a creerse, que tampoco es que envíen a lo más selecto de la comunidad para velar al muerto. Supongo que así se los quitan de en medio un rato. Matan dos pájaros de un tiro.

Desapareció con andares decididos y la bata blanca abierta de par en par. Garzón abrió la boca para susurrarme al oído:

– Bastante bruta, la doctora.

– Supongo que cuando trabajas al lado de la muerte debes ver la vida con cierto realismo descarnado. Es como un mecanismo de defensa.

Al entrar, un frailuco de al menos cien años se levantó sin dificultad. No debía medir más de uno cincuenta y enseguida nos sonrió mientras nos daba los buenos días una y otra vez. Hice las presentaciones y él siguió sonriendo sin ninguna expresión, más como un budista que como un cisterciense.

– ¿Conocía usted al hermano Cristóbal?

– El hermano Cristóbal, sí. Está con Dios, Dios vela por él.

– Hoy mismo vamos a ir a su monasterio en Poblet, hermano, y antes de llegar allí nos gustaría saber un poco el carácter del monje fallecido: cómo era, si tenía alguna afición…

– El hermano Cristóbal está con los ángeles, los ángeles del Señor lo han recibido en su santa casa.

– Es inútil -masculló el subinspector-. Está como una tapia celestial.

Nos despedimos dando casi tantos cabezazos de amable asentimiento como daba él. Una vez fuera le dije a mi compañero:

– Creo que nos oía perfectamente; lo que ocurre es que no debe tener permiso de sus superiores para hablar con nosotros.

– Total, para lo que podía decirnos…

– Quería cambiar impresiones con él antes de meternos en la boca del lobo. Eso de saltar de convento en convento no crea que me hace ninguna gracia. Todo se vuelve más complicado. Por cierto, llame a Coronas e infórmele de que nos largamos a Poblet.

– ¿No sería mejor interrogar antes a la mendiga que dio testimonio, inspectora? Así los principales elementos del caso pasarían a nuestras manos de una vez.

– Con calma, Garzón, este caso tiene muchos frentes y llegamos tarde a él; pero si se queda más tranquilo avise a Yolanda: que intente encontrar a esa mujer y la cite para esta tarde a última hora. Y si no hemos regresado, para mañana.

Obedeció encantado y después subimos al coche en plan de excursión.