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Al llegar a casa me encontré con la sorpresa de que Marina estaba allí, sola con la asistenta.
– Papá y los chicos se han ido a ver un partido de baloncesto. Yo quería quedarme.
– ¿Os tocaba hoy en casa? -pregunté, incapaz de aprenderme su calendario de visitas.
– No. Ha sido un extra por lo del partido. Papá tenía entradas.
– ¿Has cenado?
– Todavía no.
– Voy a decirle a Jacinta que ya puede marcharse. Así nos preparamos algo apetitoso y cenamos las dos.
– Jacinta ya ha preparado espinacas. -Hizo un gesto elocuente de disponerse a vomitar.
– Veremos qué puedo hacer.
Después de liberar a la chica de sus responsabilidades me serví un whisky, entré en la cocina y me puse un delantal. Mientras pegaba sorbos deleitosos al reconfortante licor freí las espinacas ya hervidas con un poco de jamón, ajo y piñones, saqué dos bases de pizza del congelador y preparé unas espectaculares pizzas de espinacas. Mientras se cocían en el horno y yo le pegaba a la copa, Marina saltaba por la cocina trenzando pasos y saltitos que recordaban vagamente al ballet. De pronto se puso seria y dijo:
– Hay un mensaje en el contestador. Lo oí mientras se grababa.
Observé que sus ojos estaban muy abiertos, fijos en mí.
– ¿Algo de trabajo?
– No creo; era la madre de Hugo y Teo.
Me quedé de una pieza. Sin una palabra más, caminé como una autómata hasta el contestador del salón y lo puse en marcha. Un par de mensajes para Marcos y, al fin, una voz femenina tensa hasta la irritación.
«A quien corresponda escuchar esto. Soy la madre de Hugo y Teo Artigas. Quiero advertir que no estoy dispuesta a tolerar que mis hijos sean instruidos en los usos y costumbres de los bajos fondos de la ciudad. Tampoco me entusiasma que ninguno de ellos sea alentado hacia la vocación policial. Por eso si se vuelve a repetir una impensable visita como la del otro día, prevengo al responsable de los niños, es decir a su padre, de que presentaré una denuncia frente al juzgado de familia. Nada más. Espero haber sido lo suficientemente clara.»
Un escalofrío de angustia me recorrió entera. Al darme la vuelta, descubrí a Marina, que seguía mirándome de hito en hito. Esbocé un triste amago de sonrisa.
– Vamos a cenar -dije-. Las pizzas ya deben de estar listas.
Comimos en silencio. Yo, completamente absorta en mis pensamientos. De repente, Marina preguntó:
– ¿Estás preocupada por el mensaje?
– No. Se me había ido la cabeza a las cosas del trabajo -mentí. Inútilmente, porque la niña comentó tras una pausa:
– Me parece que ya te dije que la madre de los chicos es una histérica.
– Sí, creo recordar algo.
– Mi amiga Alba, que también va a mi clase, dice que todas las madres son unas histéricas.
– Seguro que exagera.
– Puede que sí, pero lo malo es que…
– ¿Qué?
– Pues que mi madre ha dicho que también va a llamarte.
– ¿Le contaste la visita con el subinspector?
– No, pero se lo dijo por teléfono la madre de Hugo y Teo; sólo por fastidiar.
Maldije mil veces a Garzón en mi mente: ¡maldito fuera aquel loco inconsciente y malditas sus experiencias pedagógicas! Luego me levanté y fui a servirme otro whisky.
Coronas nos concedió tres días más como prolongación del operativo de búsqueda; aunque hasta yo misma, que había confiado siempre en esa vía, empezaba a dudar seriamente de su utilidad. La única persona capaz de decirnos algo sobre el caso había desaparecido del mapa en los alrededores de la calle Escornalbou. Los hombres estaban investigando casa a casa, preguntando vecino a vecino sin que nadie pudiera dar cuenta de la mendiga. Aparté a Sonia del grupo y la puse a visitar psiquiátricos. Estábamos tan empantanados en la nada que incluso la estrafalaria opción del psicópata religioso empezó a contar como una posibilidad real. El subinspector y yo hicimos una sesión de trabajo en la que todas las iniciativas en marcha ocuparon un lugar en la pizarra. Resultó decepcionante comprobar que sólo dos caminos estaban abiertos y ninguno de los dos iba más allá de lo circunstancial.
– Puestos a quedarnos en lo periférico deberíamos entrar a investigar el contenido de la nota del asesino -sugirió mi compañero.
– Usted sabe que me he negado reiteradamente a meterme en ese juego. En primer lugar, porque no creo en juegos propuestos por asesinos, eso pertenece más bien a la ficción.
– No estoy de acuerdo. ¿Qué me dice del asesino de la baraja, lo recuerda? Era aquel tipo que iba dejando un naipe distinto junto a cada víctima de sus crímenes. Ése es un caso que sucedió hace bien poco en Madrid. Las estadísticas nos dicen que cada vez hay más asesinatos gratuitos, sin un móvil real. Y los asesinos, que no suelen ser superdotados, cada vez consumen más ficción barata; de manera que muy bien pueden dedicarse a copiar los modelos.
– Bien, admitámoslo; pero incluso aceptando eso, el cartelito gótico habla de encontrar a la momia, ¿no?, ya que fue colocado en su lugar.
– Es una interpretación, también puede referirse al asesino o quizá la momia del beato nos llevaría al asesino.
– Me resisto a ir por ese camino.
– Porque es usted excesivamente racional, inspectora. Sin embargo, la gente está cada vez más loca.
– Puede ser, pero hasta donde me enseñaron en la academia hay que buscar el motivo que ha conducido al asesino a matar.
– Ya, y éste suele encontrarse en el amor, el sexo, la venganza, el dinero o el poder. Pero a lo mejor esas teorías ya están obsoletas. Hoy en día también se mata en busca de fama, notoriedad social…
Suspiré con resignación, rebusqué entre las pruebas la fotocopia del cartel gótico. Leí en tono aburrido:
– Buscadme donde ya no puedo estar.
Garzón repitió la frase, pronunciándola con un aire totalmente diferente, lleno de matices prometedores de interés y de enigmas. Un nuevo suspiro por mi parte, esta vez cargado de paciencia.
– ¿Y dónde no puede estar la maldita momia?
– Primera posibilidad: en el convento. No puede estar allí porque, teóricamente, de allí se la han llevado.
Me levanté de un salto y me apoderé de un lápiz para estrujarlo y calmar mis nervios.
– ¡Basta, basta, Fermín!, ¡ni un acertijo más! Si vamos a entrar en el terreno de las interpretaciones, necesitamos un aval histórico.
– ¿Llamo a las corazonianas o al hermano Magí?
– Pregunte a la madre superiora si deja salir a la hermana Domitila. Estoy hasta las narices de visitar ese convento.
Fue a llamar desde su despacho porque tenía el número allí. Regresó al cabo de un instante.
– Dice que vale, pero que la acompañará alguien más.
Dos horas más tarde la hermana Domitila, que había escogido como carabina a la joven hermana Pilar, entraba en comisaría con cara de estar horrorizada. No habíamos contado con el impacto que nuestro lugar de trabajo pudiera causar en aquella mujer, acostumbrada a no salir jamás de entre sus cuatro paredes. Lo más curioso era que la novicia, de quien sabíamos que sí transitaba por el mundo yendo cada día a la universidad, estaba casi más aterrorizada todavía. Sus ojos profundos se fijaban en todos los detalles de mi despacho como si el demonio estuviera presente en cada archivador. Al menos la hermana Domitila hizo algún esfuerzo por disimular.
No sabía cómo minimizar aquella reacción, así que intenté convertirme en una anfitriona perfecta y les ofrecí una taza de café, que rechazaron con gesto escandalizado.
– Hermanas, están ustedes en un lugar seguro, no hay nada que temer -tuve que decir cuando sus reticencias me parecieron exageradas-. Las he hecho venir aquí únicamente para nuestra comodidad, pero si les resulta violento podemos ir al bar que hay enfrente.
– No, aún sería peor -dijo en un arranque sincero la hermana Domitila-. Perdónenos, inspectora, pero no estamos habituadas a abandonar el convento.
– Usted sí lo está, tiene sus clases, ¿no? -le dije a Pilar. Me contestó su mentora:
– Una comisaría es impresionante para cualquiera.
– Está bien. Les prometo que no las haré volver; pero de momento, ya que estamos aquí… En realidad sólo queremos que nos ayuden a descifrar el posible sentido oculto de la nota que se halló en el lugar de donde fue sustraído el beato.
– Y nosotras, ¿qué podemos saber?
– Historia, hermana Domitila, eso es lo que saben. Y desde ese punto de vista quiero que fuerce un poco su imaginación y me diga qué puede significar esa leyenda.
Tomó aire, se apretó los nudillos…
– No crean que no he estado haciendo mis cábalas sobre eso, la verdad, pero es una frase tan corta…
– Lo sé, pero sean cuales sean sus cábalas, compártalas con nosotros, por favor.
– Bueno, he pensado que… quiero decir la única solución que se me ocurre es que el beato se encuentre en otro convento de Barcelona o su provincia.
– ¿Por qué?
– Se trata de la práctica de los enterramientos en las iglesias y conventos, aunque si les interesa que les hable del tema en profundidad todos los datos históricos los tengo en la biblioteca, como es natural.
– Está bien, hermana, está bien. Yo misma las llevo en coche hasta allí y me cuenta usted su teoría.
Eximí a Garzón de su presencia en las corazonianas; sería mejor que se quedara en comisaría intentando hacer un informe que no pareciera demasiado surrealista, lo cual le iba a costar. Yo partí en mi coche con las dos monjas y la verdad es que me divertí atisbando las reacciones de Domitila frente al mundo exterior. Lo miraba todo con curiosidad y a veces mostraba su sorpresa y su regocijo ante cosas tan usuales como un perro tirado de la correa por su amo.
– Pero, hermana, ¿usted no sale nunca del convento?
– ¡Por supuesto que sí! A veces nos llevan de excursión, y también vamos al médico si hay necesidad.
En el fondo la envidié. Todo constituía para ella una novedad, y se comportaba como una niña en Disneylandia. A mí también me hubiera gustado que la posibilidad de asombro habitara tan cerca de mí. Los monjes y las monjas gozan del privilegio de la inocencia, pensé, aunque lleguen a ella ateniéndose al principio de la prohibición.
Pasamos por todos los eternos ritos que conllevaba entrar en el convento y que yo había intentado infructuosamente evitar: la portera, el permiso, la espera en la salita de recepción… y, por supuesto cuando volvió la hermana Domitila (la ayudante había desaparecido), el recado del que estaba segura.
– La madre superiora me ha dicho que antes de marcharse pase por su despacho para tomar un refrigerio.
– Desde luego, con mucho gusto lo haré.
Luego nos encerramos en la biblioteca que estaba como siempre vacía y la monja empezó a sacar volúmenes que tenían puesta entre sus páginas alguna señal. Antes de que empezara a hablar inquirí:
– ¿Tenía ya preparado el tema, hermana?
Bajó la vista al suelo y se ruborizó.
– Pues… usted dirá inspectora que soy una monja tonta que ando metiéndome donde no me llaman, pero como ya le dije antes… me ha movido la curiosidad. Estando sola me pregunté una y cien veces qué podía querer decir el cartel que apareció y sólo al final he encontrado una explicación que quizá pudiera ser correcta.
– Verá, hermana, todo lo contrario. Lo que me gustaría es que todo lo que se le pueda ocurrir relacionado con este crimen me lo comunique usted, todo.
– Pero yo no tengo ni la menor idea de lo que ustedes hacen en la policía.
– Da igual. Es más, si quiere puedo darle alguna información; pero es muy importante que usted nos haga partícipe de sus teorías porque estamos en una sequía total de pruebas. Me entiende, ¿verdad?
– Pues claro, y estoy encantada. Le prometo que todo lo que se me ocurra se lo comunicaré. Y ahora escuche, porque es interesante. Usted ya sabe que en la Edad Media se enterraba en las iglesias y conventos: a la nobleza, al clero destacado y hasta a los miembros de la realeza. Pero después, ya en el siglo XVII, cuando los comerciantes y artesanos ricos pasaron a tener gran relevancia en las ciudades, no sólo querían lucir sus riquezas en vida por medio de carruajes, hermosas casas y costosos ropajes, sino que se hizo imprescindible un uso suntuario de la muerte también. -Cambió de libro, lo abrió por la señal y, entusiasmada por su propio relato, continuó-. Los mercaderes dejaban en su testamento el número de misas que debían decirles a su muerte, que era más elevado cuanto más poder económico tenían. Y no sólo eso, también quedaba escrito cuántas personas debían acompañar su cuerpo en el sepelio. Si el fallecido pertenecía a una cofradía, debían acompañarle los cofrades y también algunos monjes y algunos niños huérfanos y algunos pobres de solemnidad, aparte de los parientes, por supuesto.
– ¡Qué barbaridad! ¿Se sabe de cuánta gente estaba formado un cortejo normalito?
– Mire, le leeré algún pasaje: «Pedro de Villanueva solicitó ser acompañado por veinte clérigos de orden sacro y los señores curas, a quienes se pague limosna y se dé a cada uno una vela de cuatro onzas». Pero mercaderes muy ricos son capaces de pedir que vayan a su entierro todos los clérigos de la ciudad. Mire este caso: «Antonio Ferro, de origen portugués, dispuso para el entierro de su esposa la asistencia al velatorio de todos los religiosos de la ciudad, un funeral en el que sonara la música de la catedral y un acompañamiento por la calle de veinticuatro pobres con hachones encendidos». ¿Qué le parece? -preguntó extasiada.
– Brutal. No quiero ni imaginar los embotellamientos que eso causaría ahora.
Sin hacer caso de mi estúpido comentario, prosiguió, apasionada:
– Lo más curioso de todo es que todo este acompañamiento estaba basado en una tradición religiosa muy arraigada: como los cofrades, monjes, pobres y niños eran personas agradables a los ojos de Dios, se suponía que intercederían por el alma del finado frente al Altísimo. Ya ve usted hasta qué punto la religión auténtica estaba traspasada por un sesgo de superchería. Y a veces la Iglesia de la época contribuyó a esta mezcla, debemos reconocerlo. Por ejemplo, se creía que si eras amortajado con el hábito de una orden religiosa, eso te granjeaba el perdón de los pecados. Mire lo que dice aquí: «Los frailes de la orden franciscana lograron así multitud de dádivas y limosnas ya que todo el mundo quería pasar a la otra vida vestido con el hábito de dicha comunidad. Eso era debido a que se consideraba que se iba a la última morada demostrando la humildad del propio San Francisco, aunque también cabe destacar la gran cantidad de indulgencias que los papas habían concedido a ese hábito».
Me miró, excitada y sonriente. Le sonreí:
– No cabe duda de que la historia la apasiona, hermana.
Enrojeció visiblemente hasta la raíz del pelo que asomaba bajo su toca.
– Apasionar no es un verbo que una monja pueda utilizar; pero sí es verdad que he dado a la historia y a Dios mi vida entera. Ahí están las claves de los comportamientos humanos, ahí los ejemplos de los errores que no debemos repetir. Estoy muy orgullosa de nuestra biblioteca y me gustaría que las corazonianas fuera una orden que llegara a destacar en el estudio histórico. Y todo eso lo digo con la mayor humildad y deseo de servicio. La madre superiora lo sabe muy bien.
– La comprendo. Sin embargo, con respecto al caso…
– Espere, aún no he terminado. Deme tiempo, por favor.
Volvió a su actitud de exaltación máxima. Tomó un tercer volumen en sus manos, lo abrió por la marca y leyó una vez más.
– «La sepultura, para la Iglesia católica y para la sociedad en general, confería al difunto dignidad y rango, ratificando el estatus de una vida plena. El sepulcro se convierte así en el indicador del deseo de perpetuidad, de pervivencia de la identidad personal. La predilección por los enterramientos en iglesias y conventos indica la voluntad de sostener una estrecha conexión entre los vivos y los muertos, éstos reposan rodeados de la colectividad a la que pertenecían. Los pobres eran enterrados en cementerios, pero también participaban en la unión entre vivos y muertos ya que los cementerios están ubicados en el interior de la ciudad.»
Me miró triunfante, como si aquello nos acercara al meollo de una importante cuestión. Le devolví la mirada y, como me sentía incómoda con todo aquel tinglado histórico, realicé un nuevo comentario prescindible y vulgar:
– Personalmente, deseo ser incinerada.
No me hizo ni caso, sumergiéndose en las páginas de otro libraco. Parecía obvio que la preparación de la hipótesis criminal realizada por su cuenta le había llenado horas de estudio y dedicación.
– «La cercanía máxima a Dios podía ser comprada por los pudientes mediante un sepulcro en la iglesia, ya que ésta era la más tangible morada de la Divinidad. El lugar del enterramiento dependía una vez más de la situación económica del difunto. Durante el siglo XVIII la mayoría de las sepulturas se hacían en las iglesias, pero no toda la población podía permitirse semejante lujo. Los artesanos sederos pobres no tendrían más remedio que ser sepultados en el cementerio, pero los artesanos y comerciantes acaudalados podían elegir entre el cementerio (nunca lo hacían), la parroquia o algún convento. La inhumación en iglesia o convento era mucho más costosa. Solo en épocas de epidemias como en 1648 y de 1677 a 1678, y también en época de inundaciones catastróficas, como en 1651, el campo actuaría de fosa común realizándose extramuros los entierros colectivos.» Ahora fíjense en el dato final que les voy a brindar y que extraeremos de este otro texto:
»"Sólo en 1787 Carlos III comprendió que los enterramientos en iglesias, conventos y cementerios urbanos era insalubre; de modo que mandó cavar las tumbas en el extrarradio. Por aquella época las ciudades nuevas que se fundaban al sur de la Península incorporaban cementerios extramuros. Sin embargo, estas órdenes no fueron acatadas de modo general, encontraron muchas reticencias y no fue hasta la guerra de la independencia, desde 1808 a 1812 y bajo el influjo de Napoleón, cuando se empezaron a construir camposantos de modo masivo".
Concluyó con aire triunfal. Cerró todos los libros consultados, los apartó a un lado de la mesa. Me observó sonriente, esperando que yo resolviera por mí misma aquel acertijo de muertos ricos y muertos pobres. Abrí los brazos como pidiendo una tregua.
– Lo siento, pero sigo sin ver la relación de todo esto con el crimen del hermano Cristóbal.
– Inspectora, el beato ya no puede estar enterrado en un lugar santo, por lo que el hombre que lo robó debe de haberlo depositado en otra iglesia, pero sin culto.
– Pero hermana, ¿y por qué alguien iba a hacer una cosa así?
– Un loco, un loco lo haría. El psiquiatra que han contratado parece estar convencido de que el culpable es un loco.
– Veo que sigue las informaciones de los medios de comunicación.
– Todas las monjas lo hacemos, inspectora, es natural. Todas estamos conmocionadas, todas queremos saber. Lo que ocurre es que a mí, encima, me da por pensar.
– ¿Y ese loco hipotético sabe tanta historia como usted?
– Sin ninguna duda. He estudiado muy detenidamente la fotocopia del cartel que tiene la madre superiora y le aseguro que quien lo ha dibujado conoce a la perfección la grafía gótica y la imita con la pericia de un experto.
– Sí, eso dice también el informe pericial que tenemos.
Estaba ilusionada como una niña jugando a detectives. Yo, por el contrario, me encontraba en las estribaciones de un cabreo monumental. Todo aquel galimatías de tumbas y muertos históricos seguía pareciéndome un absurdo, pero si encima lo combinaba con la hipótesis del loco culto, entonces me precipitaba directamente en la depresión. Con cara de circunstancias, tampoco se trataba de ser grosera, le pedí a la hermana que me hiciera una fotocopia de todos los párrafos que acababa de leer. Una sonrisa de victoria se pintó en su rostro.
– ¿Eso significa que van a seguir esa pista?
– Hermana, eso sólo significa que tengo que hacer un informe contando cómo he empleado todo este tiempo hablando con usted.
Una ligera decepción acompañó a sus palabras.
– ¡Ah!, pero presentará la hipótesis de interpretación histórica a sus superiores.
– Puede estar segura de ello. Además, no queda descartada. Nosotros no descartamos nada a menos que tengamos una evidencia clara en otro sentido.
Aquello la reconfortó.
– Muy bien. Voy a hacer las fotocopias mientras usted se entrevista con la madre superiora.
Naturalmente, me acompañó hasta la propia puerta del despacho, no fuera cosa que pudiera perderme. Golpeó la puerta con los nudillos y tras el «¡adelante!» imperioso de la madre Guillermina me invitó a pasar y se fue. El ambiente del despacho estaba tan lleno de humo como en La Jarra de Oro tras la hora del almuerzo.
– ¡Pase, inspectora, y siéntese! Tengo té en este termo y estaba esperándola para servirlo. Nos han traído unas pastas para picar, pero no piense en recetas ancestrales de convento ni nada por el estilo, son pastas industriales. Las compramos en la fábrica porque salen más baratas. Muy flojas, ya lo verá; pero es el signo de la vida monacal. ¡Hay que ahorrar, siempre hay que ahorrar!; sobre todo en estos tiempos inseguros y convulsos.
Me hacía gracia aquella mujer; enfundada en su hábito negro y con sus enormes manos blancas, emanaba un halo de fortaleza, una indiscutible energía personal. Sirvió el té con gestos precisos, puso la bandeja de dulces cerca de mí e inmediatamente encendió un cigarrillo, exhaló el humo con placer.
– El diablo tiene escrito que me he de condenar por culpa del tabaco. Hoy he fumado como una auténtica pecadora, pero es el día en que reviso las cuentas del convento y le aseguro que eso me pone de pésimo humor. ¿Qué tal usted, cómo le ha ido con la hermana Domitila?
– Me ha dado una interesante clase de historia.
– ¡Ah, esa mujer no tiene nada más en la cabeza! Ha revisado todos los libros que había en la biblioteca, ha adquirido más. Ha impulsado a la hermana Pilar para que oriente sus estudios en ese sentido y va supervisándola día a día… pero ¿sabe qué le digo?, que me parece muy bien, sube el nivel cultural de las corazonianas, que buena falta nos hace.
– ¿Le ha contado a usted todas sus hipótesis históricas sobre dónde está ahora el beato?
– Sí, algo me contó. ¿Puede estar en lo cierto?
– No lo sé, madre. Sinceramente le diré que soy remisa a entrar en el juego de un asesino que está loco y encima es un jabato en historia. Hay algo que rechina, que no acabo de creer. Para mí los motivos de las cosas deben obedecer a la razón, a las pasiones humanas, al mundo de lo habitual. Me cuesta imaginar algo que no esté arraigado en la realidad más común.
– Sí, yo soy parecida a usted. No quiero decir una racionalista, por supuesto, pero sí una persona lógica. Aunque a veces pienso que nos equivocamos con ese modo de pensar.
– ¿De verdad lo cree?
– Sí, inspectora, la vida es mucho más de lo que vemos. Hay cosas que escapan a la lógica tradicional: la locura, la espiritualidad, el amor humano…
– Está usted muy filosófica hoy.
Soltó una risotada.
– ¡Sí, debe ser para contrarrestar el materialismo de las cuentas! Pero, dígame, ¿cómo llevan el caso?
– Francamente mal. Estamos atascados. Hay algunas investigaciones en las que sucede así: de repente se enquistan, no existen nuevas vías, las pruebas se agotan en sí mismas… se trata de un momento muy peligroso, demuestra que el caso tiene el riesgo de concluir ahí, ser cerrado en falso.
– ¡Dios mío! No es que yo sea una monja justiciera, pero que la muerte del pobre hermano Cristóbal quedara impune me causaría una gran frustración. Además, no llegar nunca a saber, a comprender los porqués de un acto tan espantoso…
– Pues por desgracia eso sucede en más de una ocasión. Madre, ya sé que no tengo demasiado derecho a pedírselo porque no hay ninguna pista que nos conduzca hacia lo económico, pero ¿a usted le importaría darme una copia de las cuentas del convento? Es que cuanto más se puebla este caso de locuras y enigmas jeroglíficos, más ganas me dan de hincar los dientes en la realidad.
– ¡Pues claro, hija! Puedo pedir ahora mismo que se la hagan. O si lo considera más efectivo puede organizar una auditoría aquí. Pero no van a encontrar nada especial: lo llevamos todo claro y prístino… ¡y al día con Hacienda, además!, que no nos perdona por llevar hábito.
– Me lo imagino; pero a lo mejor me sugiere alguna idea, me visita alguna inspiración.
– Le voy a preparar un CD con toda nuestra página Excel, con nuestras fuentes de ingresos y financiación, con todo, en fin.
Se puso a la labor sin la más mínima dilación. Estaba suelta en el manejo informático y tarareaba algo mientras manejaba el ordenador. De repente cedí a la tentación y le pregunté:
– ¿Es usted feliz, madre Guillermina?
Naturalmente se sorprendió. Me miró con ironía.
– ¡Vaya, ésa no es una pregunta de policía! Pues sí, claro, soy feliz: tengo a Dios, la compañía de las hermanas, la sensación del deber cumplido diariamente… aunque no es algo que esté preguntándome todo el tiempo. La naturaleza de un religioso es perder la identidad personal, empequeñecer el yo hasta que desaparezca en la comunidad. El ideal sería fundirse con Dios.
– ¿Y lo consigue?
Entrecerró los ojos hasta que fueron dos ranuras chinescas que clavó en mí.
– Oiga, inspectora, esto no es serio. Usted está aquí por una investigación y yo soy una simple monja que a nadie interesa demasiado.
– Creí que podía considerarme un poco amiga suya.
– Las monjas no tenemos amigas privadas, pero si quiere le paso un folleto de «amigos de las corazonianas» en el que puede inscribir sus datos y fijar una donación mensual.
– Lo que yo pensaba era invitarla a un buen restaurante vasco que conozco cerca de aquí.
Se rió de buena gana, cabeceó.
– No se entera usted de nada, inspectora. Yo no estoy en el mundo, y el mundo incluye los restaurantes vascos. Además, una buena comida me daría muchas ganas de fumar y ¿qué cree que pensarían los otros clientes de una monja que se arrea un besugo y enciende un cigarrito después?
Entonces fui yo quien me reí. Ella continuó, divertida y risueña.
– Venga usted un día al refectorio y coma con nosotras. La especialidad de la hermana Teresa son las acelgas.
– No sé si eso constituye una gran tentación.
– Pues no puedo ofrecerle nada más.
Salí del convento cargada de fotocopias y cedés en cuya utilidad no confiaba demasiado. Al llegar, Garzón circulaba por comisaría perdiendo el tiempo. Lo encontré charlando de fútbol con otro colega. En cuanto me atisbó vino hacia mí.
– ¿Qué, inspectora, ha sacado algo en claro?
– Soy un poco más culta en temas de historia, eso es todo.
– ¿Qué me dice de la interpretación del texto que ha hecho la monja?
– Es muy floja, pero ya que hemos descorchado esa botella habrá que beberla hasta el final. Me voy a Poblet a ver qué piensa de todo esto el hermano Magí.
– Seguro que no estará de acuerdo con la hermana Domitila; me pareció que se llevaban fatal.
– Todos los intelectuales se llevan mal entre sí. Sus egos suelen ser difíciles de combinar.
– ¿Quiere que la acompañe al monasterio?
– Ni hablar. Usted tiene trabajo aquí. Lleve este CD con la contabilidad de las corazonianas al inspector Sangüesa, que le peguen una mirada a ver si está todo correcto. Luego vuelva, enciérrese en su despacho y haga un informe inteligible con todas estas fotocopias. Contienen datos históricos sobre los enterramientos en iglesias y conventos. Ya verá, se sentirá como cuando lo llevaban en el colegio de visita cultural.
– En la escuela de mi pueblo no hacíamos más visita cultural que salir de excursión al campo y triscar como cabras.
– Así ha salido usted de montaraz.
Evité contarle nada sobre las protestas de la madre de Hugo y Teo. ¿Para qué? Ya se me había pasado el enfado lo suficiente como para columbrar que el subinspector no había obrado con mala intención. Casi nadie de los que meten la pata obra con mala intención; eso hace su error mucho más estúpido aún.
Conduciendo en dirección a Tarragona encontré cierta serenidad. Contribuyó a ello la música de Mozart que llevaba puesta a todo volumen. Pero la serenidad me llevó a conclusiones negativas: aquel caso se nos iba de las manos si es que no se nos había ido ya. Si no hubiera existido el robo de la momia estaríamos empezando a pensar que se trataba de uno de esos crímenes casuales que se producen sin motivo, los más difíciles de desentrañar: un mendigo loco que se queda en la iglesia, ve al monje y se lo carga por la espalda… un jovenzuelo que merodeaba pillado in fraganti por el hermano Cristóbal… Pero estaba la momia de los cojones: fray Asercio de Montcada, ¡vaya historia! Naturalmente, ese tipo de cosas sólo ocurre cuando se vive en España, un país de pandereta, de toros embolados, de reliquias exhibidas frente a turistas: el brazo incorrupto de santa Teresa, la oreja santificada de san Miguel, el intestino grueso de santa Policarpa… ¡un asco!, un asco y un atraso, por supuesto. Mis pensamientos me habían alterado tanto que iba a toda velocidad sin darme cuenta. Levanté el pie del acelerador, aunque el destino me hubiera dado como lugar de nacimiento aquel país malhadado, quería continuar viva unos años más.
La visión del monasterio me maravilló con la misma intensidad de siempre. Todo es contradictorio, pensé, la misma Iglesia responsable de erigir monumentos como aquél y de actuar durante siglos como vehículo de la cultura, ha sido capaz al mismo tiempo de permitir que bajo su cúpula crezcan todo tipo de absurdas supercherías.
Como le había llamado con anticipación, el hermano Magí ya me esperaba en conserjería. Me sonrió con su cara inteligente. Me acompañó. Sus pasos eran tenues como los de un gato. Nos sentamos en una sala vacía, ambos en un sobrio canapé. Me preguntó por los progresos del caso y desbaraté su esperanza de una temprana resolución.
– Pues no sabe cómo lo siento, inspectora. Hasta que todo esto acabe el juez no nos permite dar cristiana sepultura a nuestro hermano.
Aprovechando tan estratégico inicio le conté la teoría de la hermana Domitila, sometiéndola a su consideración. Permaneció inmóvil como si se hubiera mimetizado con el sofá. Su mirada estaba fija en el suelo, por lo que no podía interpretar su expresión. Cuando ya empezaba a impacientarme arrancó a hablar.
– Espero que no le comente nada a la hermana porque podría tomarlo a mal, pero a mí su teoría me parece con poco fundamento, demasiado enrevesada y con una conclusión decepcionante.
– Eso mismo pienso yo.
Volvió a incidir en otro de aquellos silencios en los que el tiempo no parecía importar, luego me miró enigmáticamente y en una voz tan baja que apenas si podía oír dijo:
– Yo también he elaborado una teoría.
– ¿Habla en serio? ¡No me lo puedo creer!; así que también le gusta jugar a detectives.
– Verá, inspectora; no tiene nada de extraño que tanto la hermana como yo hayamos tenido la misma inclinación. Piense que un historiador es en el fondo un investigador de las cosas que han sucedido mucho tiempo atrás.
– No me interprete mal. Simplemente me hace gracia que hayan elaborado unas hipótesis complejas y las hayan guardado para ustedes mismos.
– La policía trabaja con pruebas y mi teoría no se puede probar. ¿Quiere oírla?
– ¡Debo oírla!
– ¿Quiere que le traigan algo para beber, un poco de agua, quizá?
Se sentía como un completo anfitrión. Puse cara de escucharlo con interés, aunque si su teoría se revelaba tan alambicada como la de la hermana Domitila, poco a poco iría perdiendo su credibilidad.
El hermano Magí no esperó a saber si aceptaba su ofrecimiento de agua, enseguida se puso serio y me espetó:
– ¿Recuerda usted la quema de conventos en nuestro país?
En aquel momento me di cuenta de que aún conservaba una brizna de fe en su explicación, ya que en cuanto hubo formulado semejante pregunta, la perdí. ¡Cielos, volvíamos a la España profunda: la guerra civil, la quema de conventos, las hordas rojas abatiéndose sobre la ciudad! ¿Para eso había viajado hasta Poblet? Me armé de paciencia para responder:
– No personalmente, desde luego.
El hermano Magí ni siquiera sonrió, era presa de un ataque de exaltación histórica similar al de la hermana Domitila.
– Ha habido cuatro épocas históricas en las que se produjo tan execrable práctica en Cataluña: durante la invasión napoleónica, durante la desamortización de Mendizábal en 1835, durante la Semana Trágica y en la guerra civil. Las dos primeras están demasiado lejanas en el tiempo como para tener ninguna repercusión actual. Nos queda la guerra civil, cuyos conventos e iglesias quemados fueron reconstruidos casi en su totalidad, y la Semana Trágica, donde hubo la mayor quema de lugares sagrados llevada a cabo jamás en Cataluña. La mayor parte también se reconstruyeron; pero unos cuantos desaparecieron para siempre o pasaron a ser otro tipo de edificios o a manos de otras órdenes religiosas.
Asentí sin saber adónde quería ir a parar. Él me miró con cierta reconvención, como suponiendo que yo debía ya adivinar de qué me estaba hablando.
– ¿Conoce usted las circunstancias de la Semana Trágica?
– Pues sí, claro, una revuelta anticlerical que sucedió en Barcelona a principios del siglo XX.
– Fue en 1909. El gobierno central, fiel a la política colonial, intentaba mantener bajo su dominio el norte de África, concretamente la zona del Rif. Se sucedieron las derrotas militares, hasta tal punto que hubo que movilizar a los reservistas, muchos de ellos hombres ya casados y con hijos. El sistema de reclutamiento de la época permitía librarse de ir a la guerra pagando una elevada cantidad. Por lo tanto, quienes debían entrar forzosamente en la batalla eran los hombres de clase trabajadora. Naturalmente, la gente se movilizó en contra de una medida semejante y cuando se produjo el primer embarco de reservistas hacia Marruecos, estalló de modo espontáneo una reacción de rechazo que culminó en una huelga general y una insurrección popular que dejó en manos del movimiento obrero la ciudad de Barcelona. No hubo ningún poder político que quisiera encabezar esta revolución. Ni lerrouxistas, ni republicanos ni nacionalistas. De ese modo, las masas, descontroladas y furiosas, hicieron recaer su ira sobre las iglesias y conventos de la ciudad.
– Muy bien, ¿y?
– Inspectora, en uno de esos conventos desaparecidos durante esa semana o durante la guerra civil, es decir, en las viviendas o edificios que ocupan su lugar, está en estos momentos la momia del beato fray Asercio de Montcada. Desde mi punto de vista eso es lo que el asesino ha querido decirnos con su cartel.
Me acaricié la barbilla, después la frente y al final, presa de una gran consternación, me emborroné todos los rasgos de la cara con ambas manos.
– Hermano, por favor, creo que estoy a punto de volverme loca. Todo eso está muy claro como explicación teórica; es más, si usted estuviera escribiendo un estudio sobre el tema, resultaría una hipótesis brillante. Pero ¿cómo lo cocinamos para tragarlo con nuestro muerto?
– No estamos hablando de épocas tan remotas. Los odios y venganzas de esos dos períodos terribles aún pueden seguir vivas.
– ¡Por todos los demonios, hermano!, ¿y quién se venga de quién cargándose al hermano Cristóbal de un modo tan aparatoso, con robo de momia y todo?
– Inspectora, el hermano Cristóbal se disponía a hacer un estudio profundo de la momia, un estudio forense. Alguien quiso impedir que descubriera algo en ese cuerpo incorrupto.
– ¿Qué, según su teoría?
– Ahí tendría que ser muy especulativo, y ése no suele ser mi método de trabajo.
– Infrinja sus reglas, por una vez.
– Aunque la hermana Domitila esté despistada, yo estoy seguro de haberle oído comentar al hermano que en los días venideros se disponía a hacer al beato un análisis de ADN.
– De acuerdo, ¿y qué podría eso cambiar?
– Quizá mucho, quizá se podía descubrir que la momia de fray Asercio no era medieval, sino un cuerpo mucho más reciente, un cuerpo de principios de siglo que suplantaba al beato.
– Pero el beato estaba a la vista de todo el mundo, bajo su urna de cristal.
– Inspectora, un muerto se parece mucho a otro y sobre todo si se le hace un tratamiento con cera en la cara.
– ¡Dios eterno, todo esto es una locura, hermano Magí!
– Sí lo es, inspectora, el propio caso lo es. ¿No se había dado cuenta?
La mente me funcionaba con toda intensidad y hasta temí que una nube de vapor se desprendiera de mi pelo. Pero el hermano historiador estaba lanzado en sus hipótesis.
– Haya sido quien haya sido quería que su crimen fuera espectacular, reivindicaba algo con él: una pretendida injusticia histórica quizá.
– ¿Como cuál?
– Si le contesto ya no seré especulativo, sino que tendré que echar mano directamente de la imaginación, y eso viola todos mis principios intelectuales. Pero un posible motivo podría ser la venganza de algún descendiente de una víctima de la represión que siguió a la quema de conventos, tanto en 1909 como en el 36. Quizá esa persona sabía que en vez del santo habían colocado a un familiar, muerto de manera infamante cuando asaltaba un convento.
– ¡Por favor, por favor, hermano; deje en paz su imaginación! Todo esto es demasiado. Demasiado complicado, demasiado absurdo, demasiado… ¡demencial!
– ¿Un policía nunca especula?
– No, y le diré por qué: porque el objetivo final de nuestro trabajo no es escribir un libro o hacer un doctorado, sino meter en la trena al culpable de un crimen. ¿Sabe lo que es la trena?
– Sí.
Se había quedado serio ante mi tono desabrido y brusco. Miró al suelo. Las arrugas faciales de sus sesenta años se marcaron con profundidad. Dijo mansamente:
– Le aseguro que todas estas hipótesis las he elaborado sólo con la intención de ser útil para ustedes.
Me arrepentí de mi reacción. No hay como apreciar un poco de humildad ajena para advertir la propia soberbia.
– Discúlpeme, hermano, se lo ruego; pero debe de intentar comprenderme: en nuestro oficio solemos trabajar con presupuestos muy concretos: bandas de delincuentes, traficantes, gente del hampa… y los asesinatos que resolvemos o intentamos resolver siempre están en la esfera de lo básico. Cuando hay una venganza es por drogas o celos y sucede en un lapso corto. Por eso todo esto se me escapa, me obliga a violentar de tal forma mis métodos de trabajo que acabo por ponerme muy nerviosa.
– La comprendo bien. Todo esto es una locura, lleva razón. Ni siquiera va a tomar en consideración oficialmente las cosas que le he dicho, ¿verdad?
– De eso nada; por supuesto que las tomaré. Necesito que me escriba todos esos datos históricos de modo muy sucinto para que yo pueda hacer un informe después. Mándemelos por correo electrónico a esta dirección.
– Pero es que… es que también había hecho una pequeña lista con los conventos que desaparecieron y…
– Adjúntela al envío, por favor.
Una vez en los jardines del convento aspiré el aire del atardecer. El silencio era magnífico, alado, delicioso, una presencia en sí mismo. ¿Por qué no me quedaba allí una temporada? Quizá los frailes me alquilaran una celda aunque fuera una mujer. Ellos vivían en aquel silencio, nada que ver con mi hábitat normal. Dos mundos distintos. Por eso las especulaciones del hermano Magí me pillaban tan a trasmano. Por eso el mundo del delito le quedaba tan lejos a él. Y sin embargo, habíamos coincidido en un punto importante: algo había en aquel cuerpo momificado que había desencadenado aquel vendaval.
Conduje de vuelta a Barcelona sin poner la radio. Era un intento de perpetuar el silencio que había degustado en Poblet. Inútil, por supuesto, ya que en el coche rugía el motor, y las marchas arrastraban su propio sonido y el tráfico de la autopista atronaba también. Un concierto estridente donde ni siquiera pensabas en hallar la paz. Y sin embargo, mi mente estaba poblada de fantasmas silenciosos: los monjes, las monjas, las momias, los muertos de antiguas guerras… Para contrarrestar tanta imaginería fúnebre puse un CD con música de jazz. Charlie Parker a toda mecha, otro fantasma más.
Garzón estaba aburrido cuando llegué.
– ¿Qué ha pasado, inspectora?
– Nada, todo lo que tenía que pasar ya pasó. Eso es la historia, ¿no?
– ¿Qué tal la versión del hermano?
– Más elaborada que la de la hermana, pero todo queda en familia al final: historia. Si quiere más detalles busque en mi correo electrónico. La contraseña es castaña.
– ¿Castaña? ¡Nunca me lo había dicho!
– Es un fruto muy noble, y de él se extrae el sabroso marrón glacé. Y ahora hasta mañana, me largo a casa porque no puedo más.
– El juez insiste en que las monjas no han firmado sus declaraciones. Y como no hay quien las haga pasar por comisaría…
– Vaya usted solo al convento. De paso le cuenta a la hermana Domitila la versión de su colega historiador, a ver qué le parece.
– ¿Yo solo al convento? A lo mejor no me dejan entrar.
– Seguro que sí, y la superiora le invitará a tomar el té. Dele conversación, le encanta charlar.
– Pero inspectora…
– Hasta mañana, Garzón, la historia de España ha podido conmigo. Mañana será otro día.
Le dejé con la palabra en la boca, pero no quería hablar más, otra réplica por mi parte hubiera contenido alguna grosería de gran calado. Llegar a mi casa me supo a gloria. Era como La Meca para el peregrino musulmán, como el estado de Sión para un judío ultraortodoxo, como quemar un convento para un anarquista barcelonés.
Al abrir la puerta de mi refugio oí que el teléfono sonaba en la oscuridad. Corrí al salón sin encender la luz y descolgué:
– ¿Es usted Petra Delicado? -preguntó una voz femenina.
– Sí, al habla.
– Mire, señora; que mi hija acabara viviendo con una policía nunca había sido mi ilusión.
La interrumpí inmediatamente.
– ¿Quién es usted?
– Soy Silvia, la madre de Marina. Y le aseguro que tolero que viva con usted de vez en cuando porque no me queda más remedio. Pero eso no significa que vaya a soportar sus excentricidades para con la niña. ¿En qué cabeza cabe que un policía de tres al cuarto lleve a mi hija a una comisaría y le muestre escenas de violencia y…
– Un momento, disculpe. Esto es una casa particular y yo no deseo hablar con usted. Si tiene algo que decirme póngase en contacto con mi abogado.
– ¡Increíble, valiente desfachatez! No dude de que lo haré. Y, encima, ha aleccionado a mi hija para que no me contara nada y he tenido que enterarme por terceros. La advierto seriamente de que…
– ¡Basta, tengo mejores cosas que hacer que hablar con una niña pija como usted!
Colgué el teléfono con la brusquedad del trueno. El corazón me palpitaba con una fuerza inusual. Estaba más fuera de mis casillas que si me hubiera enfrentado a un temible delincuente. Me serví un whisky sin hielo ni agua. Me lo bebí a tragos rápidos y cortos, como una medicina. Entonces oí cerrarse la puerta de la calle. Me di cuenta de que había hecho todos los movimientos sólo iluminada por el alumbrado de la calle que se colaba por las ventanas. Marcos me deslumbró encendiendo la del techo. Exclamó:
– ¿Pero qué haces a oscuras?
Salté sobre él como un depredador que hubiera estado aguardando a su presa, conteniendo el hambre y la agresividad durante horas, hasta tenerla delante.
– Lo siento, Marcos, pero no puedo más. Estoy en un momento de mi trabajo que implica un gran estrés. Llevo un caso entre manos del que no entiendo un carajo, soporto la presión de mis jefes, de la prensa, de mis propios colaboradores. Llego a casa deshecha y con la cabeza como un bombo. Pero lo que ya no puedo aguantar es que cuando estoy aquí, que se supone que es mi lugar de descanso y de paz, salten sobre mí todas tus ex mujeres como una jauría enfurecida.
– ¿Qué ha pasado?
– Ha llamado la madre de Marina. Te lo dije, te dije que sucedería. Me asegura que… en fin, me pone a parir por haber consentido que la niña fuera a comisaría con Garzón. Estaba cantado, pero ¿qué hiciste tú? Ponerte en plan santón hindú soltando máximas como: «lo hecho, hecho está».
– ¿Qué se supone que hubiera debido hacer?
– No sé, anticiparte a su reacción, llamarlas tú ofreciendo explicaciones, calmar los ánimos antes de que estallaran… en definitiva, cualquier cosa que implicara que las intemperancias de tus esposas recayeran sobre ti y no sobre mí.
– Perdona, pero eso hubiera dado lugar a…
– ¡No me importa a qué hubiera dado lugar. El caso es que soy yo quien aguanta los cabreos de esas señoras!
– Muy bien, Petra, ya has dicho lo que pensabas y te has quedado tranquila. Pero te recuerdo que no eres la única que trabaja en esta casa, ni eres la única que está sometida a estrés. ¿O piensas que yo me paso el día mirando al cielo? ¡No tienes ningún derecho a hablarme así, ninguno! Puede que lo hagas en comisaría pero yo no soy uno de tus subordinados.
– Todo eso está muy bien, pero no me has contestado: dime qué tengo yo que ver con tus ex mujeres.
Dejó de gritar, bajó la vista. Ni siquiera se había quitado aún el abrigo.
– Lo siento, Petra, siento que te hayan molestado. En algún momento pensé que los problemas del uno serían también los del otro, pero es evidente que me equivoqué. Subo a mi estudio, será mejor que esta noche duerma allí.
– Me parece perfecto.
En el mismo instante en que desapareció de mi vista se me hizo un nudo en la garganta. Di unos pasos apresurados hacia la cocina, intentando que mi enfado continuara. Allí abrí y cerré un par de cajones con estrépito y tiré al suelo un tomate que descansaba en las encimeras. Se despachurró. Me quedé mirándolo en silencio. Ya no estaba iracunda, solo compungida. Decidí ir a acostarme. Me metí en la cama. Intenté leer, pero no podía concentrarme. Intenté dormir, pero tampoco lo conseguía. A la una de la madrugada subí al estudio de Marcos. Estaba tumbado en el sofá, vestido aún, despierto y con la mirada perdida en el techo. Busqué su abrazo sin decir palabra. Por fin la zozobra me dejó articular:
– Lo siento muchísimo, perdóname.
Sus brazos me apretaron, sentí su cariñosa presión.
– Estaba nerviosa.
– Lo entiendo, olvídalo. Además no tiene importancia.
– Sí que la tiene. Para que una relación funcione bien tiene que haber armonía entre las personas y yo… yo no genero más que excitación. Siempre viene conmigo la tensión, las cosas desagradables en las que me ocupo. ¿Tú crees que nos veremos obligados a separarnos, Marcos?
– Eso jamás. Lo que creo es que llevas razón, mis ex esposas son un incordio. Y los niños también, quizá no debieran venir tanto por aquí.
– ¡Pero si no están nunca! Y me divierte verlos, además. No, quiero que todo siga tal y como está. Ha sido un mal momento.
– Pues olvidémoslo.
– Sí, pero lo malo es que…
– ¿Qué?
– Lo malo es que he llamado a Silvia «niña pija».
– ¿Hablas en serio?
– Sí, y le he colgado el teléfono después.
– ¡No puedo creérmelo!
Mi mueca entristecida se vio abortada por una seca carcajada de Marcos. Oí que musitaba como para sí mismo:
– ¡Hubiera dado cualquier cosa por ver su cara en ese momento! Estoy seguro de que es la primera vez que alguien le suelta la verdad.