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Pese a que la sometió y utilizó de todas las maneras posibles, el coito no mejoró el humor de Agmadán. Aun así, al terminar se quedó dormido. Ya no estaba en su mejor forma y para culminar el acto tuvo que sudar tanto que dejó las sábanas empapadas.
Cuando lo oyó roncar, Neerya se apartó hasta el borde de la cama, lejos de su calor pegajoso, de su olor acre y de la humedad del lecho. Estaba pensando en levantarse, salir de la casa y nadar en la piscina, pero prefería esperar a que el sueño de Agmadán fuese lo más profundo posible.
No soportaba al hombre que dormía a su lado. Como cortesana, a menudo había tenido que fingir agrado por hombres ricos y poderosos que en realidad no la atraían. Pero a Agmadán lo aborrecía física y moralmente. Cada vez que la acariciaba sentía como si una tarántula le recorriera la piel y tenía que hacer esfuerzos para contener los escalofríos.
Su solemne juramento, aquel que había tenido que pronunciar para salvarle la vida a Derguín, la ataba a Agmadán. Sólo la muerte podía liberarla de él.
Pero suicidarse sin más sería desperdiciar su vida. Mientras contemplaba los bordados del dosel, pensó que si había de morir se lo llevaría a él por delante.
¿Por qué no ahora? En la mesita tenía los alfileres de platino que se había quitado del pelo al meterse en la cama. Tomó uno, se volvió hacia Agmadán y acercó la punta a uno de sus párpados.
Si aprieto aquí, en el lacrimal, y tuerzo la punta hacia arriba, le taladraré el cerebro y lo mataré. La idea hizo que se le aceleraran los latidos, pero no de miedo, sino por una extraña euforia. Sí, comprendió, era muy capaz de hacerlo.
Pero… No. Hoy le había llegado una nueva esperanza. Durante varias semanas había ignorado si Derguín estaba vivo o muerto. Sin embargo, ahora sabía que, pese a las acechanzas de Agmadán, el joven Ritión seguía siendo el Zemalnit. No sólo eso, sino que había realizado una proeza digna de cantares épicos. Se lo imaginó cabalgando por delante de las afamadas Atagairas, blandiendo sobre su cabeza la Espada de Fuego y sembrando el terror entre los enemigos, y aquel pensamiento hizo que se le erizara la piel de los brazos y de la nuca. Si Derguín conservaba a Zemal, con ella tendría poder suficiente para regresar a Narak y vengarse de Agmadán.
Estaba sonriendo en la oscuridad y frotándose casi sin darse cuenta un muslo contra otro cuando un nuevo pensamiento congeló su sonrisa y paró los latidos de su corazón.
¿Por qué no había venido ya? ¿A qué estaba esperando? ¿Por qué, en lugar de regresar a Narak a buscarla, había viajado más de mil kilómetros al este para embarcarse en una guerra lejana?
Alguna razón tendría, pensó.
No, ningún motivo podía justificar abandonarla a ella en manos de Agmadán. ¿Qué hombre de verdad dejaría a su amada en el lecho de otro? ¿Quién soportaría la idea de imaginar las manos de otro recorriendo la piel de su amante?
En realidad nunca llegamos a ser amantes, recordó, y la tristeza de aquel pensamiento fue tan profunda que los ojos se le llenaron de lágrimas, y tuvo que darse la vuelta en la cama y morder la almohada para sofocar los sollozos.
En ese momento notó algo frío y puntiagudo que apretaba su espalda desnuda entre dos vértebras. Una voz de mujer con acento extranjero le dijo:
– Si gritas o dices una sola palabra, morirás.