172969.fb2 El sue?o de los dioses - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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10 DE BILDANILMÍGRANZ

Durante una semana no se produjeron grandes cambios en el asedio de Mígranz, salvo que las provisiones de ambos bandos menguaban con cada jornada.

En aquellos días, el heraldo subió y bajó varias veces entre el campamento de los Trisios y la fortaleza de la Horda. Las amenazas de Ilam- Jayn sonaban más aterradoras en cada ocasión -violar a todas las mujeres, después también a los niños, obligar a las madres a comerse los intestinos de sus hijos, cocer en agua hirviendo a los prisioneros, verterles metal fundido por todos los orificios del cuerpo-. A cambio, el general Trekos respondía con baladronadas cada vez menos creíbles.

Uno de los mensajes que el heraldo llevó a Ilam-Jayn de parte de la Horda sonaba más o menos así:

«Temblad, Trisios. Nuestros hermanos Invictos, después de aniquilar a un ejército mucho más numeroso que el vuestro y conquistar un fabuloso botín, retornan a su hogar de Mígranz, y su general, el grandísimo Tahedorán Kratos May, no se tomará a bien que hayáis asediado su fortaleza. Retiraos ahora que aún estáis a tiempo o pagad las consecuencias. Ni el nombre del pueblo Trisio quedará para el recuerdo.»

Los Trisios ignoraban refinamientos tales como la cartografía. Las regiones que pudiera haber al sur de Mígranz eran para ellos algo tan ignoto como el mar de los Sueños o la superficie de las tres lunas, de modo que bien podían creer que Kratos y los Invictos eran capaces de regresar en unos pocos días. Cuando el heraldo transmitió aquel mensaje en la yurta de Ilam-Jayn, expurgándolo de referencias a la halitosis provocada por beber leche de yegua fermentada y de epítetos como «piojoso», «inculto» o «sanguinario», observó que el caudillo de los Trisios fruncía el ceño con cierta preocupación.

– Kratos May es un gran guerrero. Cuando vino a las llanuras de Trisia, cazamos uros juntos. No quisiera hacer la guerra contra él.

El heraldo había esperado pacientemente. Aunque era obvio que la última frase de Ilam-Jayn pedía a gritos un «pero», el heraldo esperó con paciencia. No era apropiado que un simple intermediario como él completara las frases de un caudillo.

– Pero -prosiguió el Trisio, jugueteando con el collar confeccionado con muelas de enemigos-, mi pueblo sufre necesidad. Aunque bebí la sangre del uro y la leche de la yegua con Kratos como si fuera mi hermano, él gobierna un pueblo de carneros. Si llega aquí y nos guerrea, que así sea.

El heraldo asintió. Sabía que, en el harto improbable caso de que Kratos hubiera accedido a la petición de auxilio, habría tardado meses en llegar. Mucho más tiempo del que les quedaba a los defensores de Mígranz.

Para convencer a los Trisios de lo contrario, los asediados habían arrojado por las murallas veinte sacos de harina y cinco toneles de cerveza, y también habían volcado un carro entero cargado de manzanas. Pretendían demostrar así que les quedaban víveres suficientes para resistir hasta que les llegara la ayuda del grueso de la Horda. Con un poco de suerte, razonaban, los Trisios, que eran de natural inquieto, se aburrirían del cerco y seguirían camino hacia el sur en busca de presas más fáciles.

El problema era que así, aparte de malgastar alimentos, no conseguían sino despertar la codicia de los bárbaros.

– Mejor será confesar que apenas nos queda comida -sugirió un capitán en una de las reuniones del reducido estado mayor de la Horda-. Así comprenderán que no merece la pena el esfuerzo de asediar esta ciudad.

– O, por el contrario, pensarán que pronto nos rendiremos por falta de fuerzas, y que al menos pueden apoderarse de nuestros tesoros -dijo Trekos-. No, nuestra única posibilidad es que abandonen ahora mismo. Al menos, si se marchan podremos recoger las provisiones que nos quedan y dirigirnos al oeste para pedir refugio en Áinar.

De modo que asediados y asediadores se hallaban en un callejón sin salida, y conforme transcurrían los días la situación empeoraba para ambos bandos. El heraldo, como mensajero imparcial, intentaba observarlo todo con una distante ecuanimidad. Le desagradaban la destrucción y la barbarie, los estragos del hambre y la enfermedad. Pero desde hacía mucho tiempo se había fabricado una coraza interior, una malla de anillos tan finos que no dejaba pasar ningún sentimiento. Cuando podía, hacía lo posible por evitar el sufrimiento ajeno. Pero muchas veces no estaba en su mano aliviar los males de los demás, y en otras ocasiones había comprobado que una acción bienintencionada acarreaba consecuencias imprevistas y negativas. Era mejor limitarse a transmitir los mensajes, puesto que las soluciones que él podía proponer a cualquier de ambos bandos se basaban en su propia lógica. Y había comprobado para su pesar que ni la lógica ni la inteligencia eran los principales motores de la conducta humana.

Pero el 10 de Bildanil todo cambió. Al amanecer los sitiados recibieron señales esperanzadoras que se confirmaron durante el día, y por la tarde sus ilusiones empezaron a desmoronarse para de nuevo remontar el vuelo en un momento glorioso y fulgurante.

Y, con la misma rapidez, todo terminó en un desastre inconcebible.

De los cayanes que el general Trekos había enviado pidiendo ayuda a Áinar no se había sabido nada. Pero al amanecer del día 10, se oyeron primero trompetas y luego campanas por todo Mígranz. Sin desayunar, pues magro desayuno habrían tomado en cualquier caso, los defensores de la fortaleza acudieron a las murallas pensando que los Trisios se habían decidido a atacar con las primeras luces.

Fueron los que hacían guardia en el sector occidental quienes descubrieron que las campanas no tocaban a rebato, sino que tañían en señal de júbilo. A lo lejos, pero a este lado del río Trekos, se divisaban tres grandes polvaredas y otras tantas líneas oscuras y muy alargadas que sólo podían significar una cosa: un ejército Ainari avanzando en su habitual triple línea de marcha.

Quiso la suerte que el heraldo estuviera aquella mañana en la fortaleza y

no en el campamento Trisio, al que pensaba regresar por la tarde. Como los demás, acudió al adarve oeste y observó cómo las polvaredas se acercaban a Mígranz. El parapeto se fue llenando de gente durante toda la mañana, hasta que a mediodía el heraldo calculó que no debía quedar nadie en la fortaleza que no estuviera allí. Eso hizo que se formaran varias filas de espectadores que se empujaban y se ponían de puntillas para atisbar algo. Había hombres y mujeres mezclados, algunos con armas, otros con palos y piedras y otros, la mayoría, con las manos desnudas, ya que al enterarse de que llegaba un ejército del oeste se había extendido la convicción de que el destino de Mígranz ya no estaba en manos de sus defensores. La aglomeración llegó hasta tal punto que algunas personas se precipitaron al vacío por los huecos entre almena y almena. A la derecha del heraldo, un padre se empeñó en encaramar al parapeto a su hijo. El crío, un rabo de lagartija que no debía tener más de cinco años, no hacía más que moverse entre los brazos de su padre y al final se escurrió hacia el abismo.

Se oyó una mezcla de gritos: el ¡Nooooo! del padre, el agudo ¡Yiiiiii! de terror del niño y el ¡Ooooh! espantado de la multitud. Pero apenas duró una fracción de segundo. El heraldo, sin tan siquiera pensarlo, inclinó sobre la almena sus dos metros de estatura, extendió su largo brazo y pescó literalmente por los pelos al rapaz. Después lo levantó en vilo y, todavía agarrado de la cabellera, que por suerte era lo bastante rizada y espesa para no resbalar, se lo devolvió al padre.

– G-gracias -tartamudeó éste.

– ¿Cómo un tipo tan viejo se ha podido mover tan rápido? -preguntó una mujer en susurros.

– No sé, yo ni siquiera lo he visto -contestó otra.

El heraldo iba a sugerirle al irresponsable progenitor que se largase lo más lejos posible del borde de la muralla, pero no fue necesario. Anunciado por el tintineo de lorigas metálicas y golpes de conteras de bronce sobre el suelo, el general Trekos apareció en el adarve rodeado de oficiales y de soldados que despejaron la zona sin contemplaciones.

– Tú quédate aquí -le dijo Trekos al heraldo cuando vio que hacía ademán de marcharse.

– Te lo agradezco -respondió el emisario con una leve inclinación de cabeza.

Era raro que el general se asomara a la muralla. En los últimos días apenas salía del torreón. Sabedor de que no estaba a la altura de las circunstancias como gobernante, prefería eludir la compañía de sus gobernados. Pero sus aposentos, los mismos que había ocupado el gran Hairón, se hallaban orientados al este, y desde allí no podía ver lo que pasaba.

– ¡Han contestado a mi llamada de auxilio! -exclamó al divisar la triple columna que se acercaba desde el Trekos.

Pasado el mediodía, el ejército Ainari ya había llegado a unos tres kilómetros de Mígranz y a poco más de dos mil metros de las líneas de Ilam- Jayn. Sin perder el tiempo en montar un campamento, empezó a desplegarse en orden de batalla, mientras un pequeño escuadrón de jinetes galopaba hacia la empalizada de los Trisios.

A esas alturas, un asistente le había traído un catalejo a Trekos. Habían tenido que requisárselo a un oficial que servía en el adarve norte y que hasta ahora lo había mantenido escondido. Aquellos artefactos, que normalmente se importaban desde Pashkri, valían más de lo que ganaba un capitán en dos o tres meses.

– Van a parlamentar -dijo Trekos-. Van a parlamentar, ¿verdad? -repitió, apartando el catalejo y volviéndose para buscar la mirada del heraldo, al que parecía considerar una especie de asesor.

– Algo me dice que no.

– ¿Por qué? Es la costumbre. Hay que ofrecer batalla para que el enemigo la acepte.

– A veces las costumbres se saltan. Observa, general.

Los jinetes Ainari frenaron sus caballos a unos doscientos metros de la empalizada. Desde allí debieron decir algo a los Trisios que los observaban desde la valla, pero el sonido de sus voces no llegó a la fortaleza. Después, descabalgaron y arrojaron sus lanzas contra la estacada enemiga. Los proyectiles se clavaron en tierra de nadie sin haber recorrido ni la cuarta parte de la distancia que los separaba de la empalizada, pero el gesto debió de satisfacer a los Ainari, ya que montaron de nuevo, volvieron grupas y regresaron a la seguridad de sus propias líneas.

Era una declaración unilateral de guerra.

– Entonces es que no hay nada que parlamentar -dijo Trekos-. No piden condiciones ni exigen a los Trisios que se retiren. Quieren batalla.

El heraldo asintió con gesto grave. Batalla era lo que deseaba el general Ainari, sin duda. Lo cual suscitaba algunas preguntas.

El puesto Ainari más cercano era la ciudad de Tigras, en la frontera occidental del imperio. Se hallaba a unos cinco días de marcha, por lo que parecía razonable que les hubiera dado tiempo a recibir las peticiones de auxilio de Mígranz, organizarse rápidamente y ponerse en camino.

Ahora bien, incluso sumando la guarnición de Tigras a las de los fuertes de Amkrit y del Este no podían reunirse más de diez mil hombres. Allí había muchos más, probablemente el triple. La única explicación era que estuvieran acantonados ya en la frontera cuando llegó la petición de auxilio de la Horda.

En cuestión de minutos, los Ainari formaron un frente de unos dos kilómetros, desplegado de norte a sur y compuesto por rectángulos nítidamente separados. En el centro de cada uno de aquellos batallones ondeaban grandes estandartes, pero además la aguzada vista del heraldo vio que uno de cada cinco soldados llevaba a la espalda, cosida o enganchada a la armadura, una banderola del mismo color que el pendón de su unidad. En los huecos entre los batallones se habían apostado tropas de arqueros y ballesteros y en ambos flancos escuadrones de caballería, más diez batallones de infantería de reserva que permanecían en segunda línea.

Todo muy organizado. Al general Trekos le delató su sangre Ainari cuando se volvió sonriendo hacia sus oficiales y les dijo:

– ¡Qué gusto da ver formar a esos hombres!

Sobre todo si vienen a ayudarte, pensó el heraldo. Bien distinto habría sido que acudieran con intenciones de tomar Mígranz.

Aunque sospechaba que era lo que iba a ocurrir. Si el ejército Ainari lograba derrotar a los Trisios o, al menos, convencerlos de que se retiraran, querría cobrarse su ayuda. Durante muchos años Áinar había permitido que Mígranz fuera un enclave independiente a ciento cincuenta kilómetros de su frontera oriental, porque en el fondo les resultaba cómodo que los soldados de la Horda mantuvieran el orden en la región. Pero ahora que la fortaleza había quedado casi desguarnecida, ¿quién se resistiría a devorar un bocado tan fácil y jugoso?

Además, Áinar tenía un nuevo emperador. La noticia se había difundido por las tierras de Málart hacía un par de semanas: Togul Barok, de quien se creía que había perecido en el certamen por la Espada de Fuego, había regresado de entre los muertos o de dondequiera se hubiera perdido. Lo había hecho tan oportunamente que había llegado a tiempo de recoger el último aliento de su padre, el anciano Mihir Barok.

El heraldo conocía muchas cosas sobre Togul Barok; aunque nunca había estado en su presencia, había visto su retrato en las retinas de otra persona y había oído hablar en muchas ocasiones de sus proezas, como también de sus felonías. Un Tahedorán con ocho marcas de maestría resultaba de por sí un guerrero temible, capaz de derrotar a una veintena de hombres si entraba en aceleración. Se añadía a ello que Togul Barok medía dos metros y un palmo, pero no sufría de acromegalia como otros gigantes de su estatura, sino que gozaba de unas proporciones perfectas y aventajaba en coordinación y agilidad a la mayoría de los hombres.

Por si todo ello no lo convirtiera en un personaje lo bastante llamativo, el nuevo emperador de Áinar poseía otra peculiaridad. En cada uno de sus ojos había dos pupilas, situadas a la misma altura y tan juntas que a cierta distancia semejaban un minúsculo reloj de arena tumbado.

Quienes habían visto a Togul Barok aseguraban que aquellas pupilas eran tan inquietantes que producían escalofríos, pero las consideraban una extraña mutación, como ser albino o tener seis dedos en una mano.

El heraldo sabía que no era así. La doble pupila significaba que el emperador compartía la sangre de los dioses. La pregunta que se hacía era cómo podía haber sucedido. Según el llamado Mito de las Edades, el dios Tarimán había jurado al primer Zemalnit que los poderosos Yúgaroi no volverían a inmiscuirse en los asuntos de los humanos. Durante casi mil años aquel voto se había cumplido, y no sólo porque Tarimán respetara su palabra, sino porque Tramórea se hallaba protegida por poderosos hechizos que mantenían alejados a los dioses: la magia del Rey Gris.

¿Cómo habían conseguido burlarlos para engendrar a alguien de su linaje? ¿Y con qué fin?

Si los propósitos de los dioses eran insondables, los de Togul Barok habían resultado diáfanos desde el principio. Ansiaba subir al trono de Áinar cuanto antes para restaurar la pasada gloria de los tiempos de Minos Iyar y convertirse en nuevo señor de toda Tramórea. Cuando todavía era príncipe, había empezado a organizar un pequeño ejército paralelo. Pero antes de que le llegara la oportunidad de levantarse en armas contra su padre, Hairón el Zemalnit había muerto. Como era de esperar, Togul Barok se había convertido en uno de los candidatos al certamen por la Espada de Fuego; sin duda, el poder que podía brindarle Zemal aceleraría el cumplimiento de sus planes. Siete habían sido en total los candidatos: la Jauka de la Buena Suerte según la bautizó Krust, miembro de aquella septena de guerreros. Una buena suerte muy relativa, puesto que de aquella aventura sólo volvieron con vida tres.

Tiempo después, Krust murió asesinado en Narak, pero la reaparición de Togul Barok compensó su pérdida, de modo que tres seguían siendo los supervivientes de la Jauka de la Buena Suerte: Togul Barok, Kratos May y Derguín Gorión. Tres grandes guerreros, los mayores de su época, dignos de parangonarse con los héroes más célebres de los últimos mil años. Si el heraldo lo juzgaba así era con conocimiento de causa. Pocas personas había más versadas que él en la historia de Tramórea.

Dos de esos tres maestros habían luchado a dos mil kilómetros de allí contra la amenaza Aifolu. En cuanto al tercero, el heraldo habría apostado cualquier cosa a que se encontraba allí abajo. Que las tropas de Áinar hubieran acudido con tal prontitud sólo podía deberse a un motivo: el flamante emperador las tenía ya preparadas en la frontera para empezar su reinado con una campaña de conquista. Primero caerían las tierras de Málart con la excusa de detener la invasión de los Trisios, pero después seguirían Abinia y el norte de Ritión, a continuación el centro de Tramórea y probablemente dejaría para el final Pashkri y el mar de Ritión.

– ¿Cuántos soldados habrán traído? -preguntó un oficial del reducido estado mayor de la Horda.

– Yo diría que cien mil -contestó otro.

– Por la distribución de los batallones, deben de ser unos treinta mil -dijo Trekos.

– ¿Sólo?

– Conozco bien cómo funciona el ejército Ainari. Treinta mil hombres desplegados en el campo de batalla ocupan mucho más terreno del que se suele creer.

El heraldo, cuyo ojo de halcón no precisaba de catalejo, asintió de forma casi imperceptible. Había calculado una cifra parecida a la de Trekos. Treinta mil hombres, el ochenta por ciento de infantería pesada. Contra otros tantos enemigos, todos ellos montados a caballo.

A primera vista se antojaban fuerzas parejas. Pero era como mover piezas de ajedrez contra fichas de damas: aunque se jugase en el mismo terreno, las reglas eran distintas.

Los Ainari no perdieron el tiempo. Cuando los enviados que habían declarado la guerra de forma ritual volvieron a sus filas, sin esperar ulterior respuesta, todo el ejército se puso en marcha entre toques de trompeta y batir de timbales. Pese a la distancia, desde la muralla de Mígranz se oyó el retemblar de sus pisadas en la llanura, ya que avanzaban marcando el paso.

– Eso asustará a los bárbaros -dijo Trekos. Lucía una enorme sonrisa de orgullo, como si fuera el general del ejército que estaba a punto de combatir allí abajo.

Pero tenía razón. Si toda la infantería marchaba con la misma cadencia era para infundir temor en los enemigos y ánimo en los corazones de los propios soldados, que se sentían parte de una entidad mayor que los protegía en su seno.

– ¿Por qué están haciendo eso? -preguntó alguien al cabo de unos minutos.

Su extrañeza se debía a que el centro de las líneas Ainari se había adelantado, de modo que su frente había formado una especie de cuña que apuntaba hacia los Trisios.

– Conociendo la disciplina Ainari, debe ser una táctica premeditada – respondió Trekos, que no hacía más que cambiarse el catalejo de ojo, sin decidir por cuál de los dos veía mejor o peor.

– Es una imprudencia -opinó otro oficial-. Deberían avanzar todos juntos y no dejar fisuras. Eso es lo que busca siempre la caballería: fisuras.

– ¡Allá van esos hijos de puta!

La empalizada que rodeaba Mígranz se había abierto por decenas de sitios, y por allí salieron los jinetes Trisios como un enjambre. Pero dicho enjambre también seguía sus reglas, aunque no fuesen las mismas de los Ainari. El aparente tropel se organizó enseguida en seis escuadrones que embistieron contra la infantería enemiga.

– El choque se va a oír hasta en el Cinturón de Zenort -comentó alguien.

– Poco sabes de los Trisios si piensas eso -contestó un oficial que, por su aspecto, debía de llevar algo de sangre Trisia en sus venas. Había tenido la prudencia de cortarse las trenzas: no era buena época para lucirlas en Mígranz.

Aquel hombre sabía lo que decía. Los jinetes de las estepas norteñas no buscaron el choque directo. Cuando se hallaban a unos veinte metros de las líneas Ainari, giraron hacia la derecha y, en medio de una batahola de gritos, dispararon sus flechas. Cada uno de los seis escuadrones pasó así por delante de un sector del frente Ainari, cabalgando durante unos cien metros en paralelo a las primeras líneas. Los Trisios soltaban proyectiles a toda velocidad, mientras controlaban a sus monturas usando sólo sus rodillas. Después de un rato, dejaban de disparar, se volvían de nuevo a la derecha y se retiraban.

Pero se trataba de una falsa retirada. Cuando llegaban cerca de la empalizada descansaban unos momentos, se surtían de flechas si habían agotado las de sus aljabas y emprendían de nuevo el ataque. Vistos desde arriba, los escuadrones Trisios dibujaban seis grandes bucles que giraban a dextrórsum y que nunca llegaban a tocar la formación enemiga.

Al principio, el centro de los Ainari siguió avanzando, pero después se quedó clavado en el sitio ante el acoso enemigo. Desde los huecos que había entre sus batallones también volaban andanadas de flechas, pero resultaba difícil alcanzar a los ágiles jinetes Trisios. Aunque algunos caían, la mayoría salían indemnes de sus arremetidas contra el enemigo.

– ¿Qué está pasando, general? ¿Están cayendo muchos Ainari? – preguntaban los oficiales, ya que no resultaba fácil distinguir los detalles desde el parapeto.

Por el momento, los escudos de roble de los Ainari y sus petos reforzados con placas de metal parecían resistir. Pero después de varias cargas, aquellos escudos empezaban a parecer alfileteros erizados de flechas. Algún soldado intentaba darle la vuelta al suyo para arrancarle los dardos enemigos, pero en la maniobra sólo conseguía ofrecer un blanco fácil, y más de uno cayó con un proyectil Trisio clavado en la boca o entre los ojos.

– ¿Por qué no mandan a su caballería para poner en fuga a los Trisios? – dijo Trekos, cuya sonrisa empezaba a borrarse.

Los flancos del ejército Ainari ni siquiera habían entrado en liza. Era el centro adelantado el que soportaba la presión de los enemigos, y ni avanzaba ni retrocedía. Así transcurrió tal vez media hora. Los defensores de Mígranz se desesperaban viendo que los aliados que habían acudido a su rescate no ganaban ni un palmo de terreno, y que en su frente se estaban abriendo algunos huecos que tenían que rellenar las filas posteriores.

– Los Trisios son unos cobardes -dijo Trekos-. No tienen redaños para luchar hombre a hombre.

– No es su forma de combatir -replicó el oficial de sangre Trisia-. Pero eso no quiere decir que no tengan redaños. ¿Para qué van a chocar cuerpo a cuerpo con tropas blindadas, si saben que perderían? Les basta con contener a los Ainari y desgastarlos poco a poco.

El heraldo inclinó la cabeza junto a él y le susurró:

– Yo que tú me callaría, amigo. Como mensajero, sé que quienes cuentan lo que la gente no quiere oír acaban mal.

El Trisio levantó el cuello para mirarlo e hizo un rictus con la boca, pero siguió su consejo.

El sol empezaba a bajar hacia el oeste. Durante un rato, los testigos de la batalla tuvieron que ponerse las manos encima de las cejas a modo de visera. El resol impedía ver bien y las galopadas de los Trisios habían levantado una polvareda que convertía la mayor parte del frente de batalla en una nube blanquecina de la que apenas destacaban algunas siluetas.

Pero, pasado un rato, se produjo una breve pausa en el combate. El polvo se asentó y unas nubecillas oportunas que venían del oeste taparon el sol. Durante unos minutos, los jinetes Trisios permanecieron junto a la empalizada, aunque algunos se habían vuelto tan audaces que cabalgaban en solitario contra las filas enemigas, disparaban sus flechas y regresaban casi siempre ilesos para recibir las felicitaciones de sus compañeros.

– Eso mina la moral de cualquiera -dijo un oficial.

– La moral de los Ainari es de hierro -contestó Trekos-. Si aguantan así, es porque su general reserva alguna táctica.

– Pues ya va siendo hora de que la utilice.

Como si las palabras de aquel hombre fueran proféticas, la punta de la cuña Ainari se abrió y de ella salió una formación, una unidad desplegada en cuadro que no podía constar de más de doscientos hombres, todos uniformados de negro.

– ¡Están locos! -exclamó Trekos, y le pasó el catalejo a sus oficiales-. ¿Lo veis? ¿Qué pretenden? ¿Desafiar en duelo singular a todos los Trisios?

Aunque los estandartes de cada batallón se distinguían por sus colores y por enseñas particulares, en todos ellos aparecía el tigre de dientes de sable rampante, símbolo de Áinar. Pero en la compañía que se había desgajado del frente ondeaba una bandera amarilla que representaba a un terón bordado en negro.

– ¿Lo habéis visto? -preguntó Trekos, arrebatando el catalejo a un capitán que no había llegado a pegárselo al ojo-. ¡Es el emblema personal de Togul Barok!

El rumor corrió por la muralla: el mismísimo emperador de Áinar había acudido en su auxilio.

– Los hombres de la primera fila llevan escudos enormes que les llegan hasta la barbilla -explicó Trekos-. Casi los arrastran por el suelo.

Tarjas, pensó el heraldo. Normalmente se usaban en formaciones estáticas para proteger a filas enteras de arqueros que disparaban a buen resguardo desde detrás. Pero los hombres que iban en las filas siguientes no eran arqueros, sino soldados de infantería armados con lanzas en la diestra y pequeños broqueles en la izquierda.

Y, si su ojo no lo engañaba, las armas que llevaban a la cintura eran espadas de Tahedo.

El estandarte lo portaba un soldado de la segunda fila que debía medir dos metros. A su lado había un hombre que lo aventajaba en más de media cabeza. Aunque la vista del heraldo no alcanzaba a distinguir si tenía dos pupilas en cada ojo, se habría jugado mil imbriales a que así era.

Mientras la compañía negra seguía avanzando, los soldados del frente Ainari los animaban con cantos rítmicos, marcando las pisadas de aquellos doscientos intrépidos o insensatos.

Era un desafío difícil de resistir, un guante arrojado directamente a la cara del caudillo de los Trisios. El estandarte de Ilam-Jayn, una yegua blanca sobre campo rojo, ondeó entre los jinetes bárbaros y se abrió paso hacia la primera fila. En cuestión de minutos se formó un escuadrón de ataque que cabalgó contra la compañía aislada.

– ¡Son por lo menos mil! -exclamó una mujer-. ¡Los van a aplastar!

No tantos, pensó el heraldo. Cien soldados de caballería cubrían tanto terreno como quinientos de infantería. Aunque la tropa de Ilam-Jayn parecía superar abrumadoramente en número a la unidad de Togul Barok, no debían de ser más de trescientos o cuatrocientos jinetes.

Suficientes, no obstante. Porque los Ainari se encontraban ya a cien metros de sus líneas, formados en un cuadrado que ofrecía un frente protegido por escudos. Pero ¿qué ocurriría cuando los Trisios los rodearan y atacaran a la vez por los flancos y la retaguardia? Quien hubiera concebido aquella maniobra, aquel absurdo reto, fuera Togul Barok o alguno de sus asesores militares, había quebrantado todos los preceptos del arte militar.

Entre ululatos, el escuadrón Trisio cargó contra la compañía negra. El heraldo, que había pasado muchas horas en la tienda de Ilam-Jayn, sabía que los guerreros que cabalgaban a su lado eran sus tres hermanos, dos de sus hijos, sus sobrinos, sus cuñados y decenas de familiares y allegados. ¡Qué gloria iba a suponer para el caudillo de los Trisios cobrarse una presa como el emperador de Áinar, ya que éste había enloquecido hasta el punto de arriesgarse en persona!

Como era de esperar, los jinetes de Ilam-Jayn no llegaron a chocar contra la tupida formación Ainari. Cuando estaban a unos veinte metros, variaron hacia la derecha y empezaron a disparar sus saetas. Pero esta vez no se retiraron, sino que cabalgaron formando un círculo que no tardó en rodear a los Ainari. Dentro de aquel remolino, la unidad del terón parecía patéticamente pequeña y solitaria.

– Esto es un suicidio -sentenció entre dientes el oficial medio Trisio.

Los soldados que formaban a los lados y en la última fila se volvieron hacia el enemigo. El heraldo observó que también llevaban tarjas. En cuestión de segundos, el cuadrado se convirtió en un círculo. Era como si lo tuvieran ensayado, pero ¿por qué? El círculo defensivo era una maniobra desesperada que se reservaba para momentos en que una unidad se veía rodeada por otra más numerosa. ¿Por qué razón los Ainari se habían llevado a sí mismos a una situación extrema?

Los Trisios seguían cabalgando alrededor del círculo, lanzando andanadas de flechas contra los Ainari y siempre lejos del alcance de sus lanzas y sus espadas. Animados por la aparente pasividad de los enemigos, algunos jinetes se acercaban y hacían cabriolas con sus monturas para burlarse de ellos. Llegó un momento en que el mismo Ilam-Jayn le arrebató el estandarte a su abanderado y se separó del escuadrón para hacer una corveta a apenas quince metros del emperador y desafiarlo.

Aquí hay gato encerrado, pensó el heraldo; pero no alcanzaba a imaginar qué maniobra podía sacarse de la manga Togul Barok. Sus soldados estaban recibiendo un diluvio de flechas de todas partes, y aunque interponían los escudos algunos empezaban a caer.

Entonces ocurrió. El heraldo comprendió y se dijo: En la guerra siempre vencen los que se atreven a saltarse las normas.

Rodeados de enemigos, los hombres de la compañía Noche apretaron los dientes y se concentraron en colocar los broqueles sobre sus cabezas para protegerse de las flechas de los Trisios. No se oían voces, ni susurros, ni gemidos de dolor aunque algunos proyectiles se clavaran en su objetivo. La disciplina era absoluta.

Doscientos veinticuatro elegidos formaban la compañía. Nunca en la historia militar de Tramórea esa palabra, «elegidos», había cobrado tanto significado. Para reclutar aquella unidad sagrada Togul Barok había probado a casi dos mil hombres. En el proceso, cien habían sufrido una muerte horrible y casi todos los demás se habían revelado inútiles para lo que el emperador quería de ellos.

Pero doscientos veinticuatro habían demostrado que servían. Tras pasar varios días postrados en el lecho, sufriendo tales accesos de fiebre que muchos perdieron más de cinco kilos de peso, habían despertado convertidos en hombres de la compañía Noche. La unidad militar más mortífera que jamás había existido en Tramórea.

Para crearla, Togul Barok se había saltado todas las normas, violando los precintos del templo de Anfiún y torturando a sus sacerdotes. Ni el Gran Maestre de Uhdanfiún se había salvado del suplicio.

Con suerte, pronto tendría cinco, diez, veinte compañías como ésa. De momento, se veía obligado a racionar la fórmula de su poder: pese al tormento, no había conseguido arrancar a los sacerdotes todos sus secretos. Cuando parecía que iban a ceder, algo se rompía en sus mentes y sus ojos se quedaban en blanco, algunos se mordían y tragaban la lengua y otros simplemente morían, sangrando por la nariz y los oídos.

Todo llegaría. De momento, disponía de su compañía de elegidos. Con estos hombres puedo ir al fin del mundo, pensó.

Togul Barok no cargaba con escudo, ni grande ni pequeño. Atada a la espalda llevaba la vara negra que le había arrebatado al Sabio Cantor de la Tribu en su peregrinación por los túneles subterráneos que se extendían bajo la isla de Arak. En la mano derecha llevaba una lanza arrojadiza de dos metros de longitud, y ceñida a la cintura una espada de Tahedo. Era obra del espadero Jalkeos, la segunda Midrangor o «Justiciera», cuya antecesora se había quebrado al chocar contra Zemal.

No era un recuerdo que lo obsesionara ahora. Zemal ya caería en sus manos como fruta madura, así como la cabeza de su medio hermano Derguín Gorión. Todo llegaría a su tiempo.

De momento, su mundo se reducía a dos círculos. Uno inmóvil, el de sus guerreros. El otro, formado por hombres y caballos, fluía como un río a su alrededor.

Una flecha voló hacia él. Togul Barok no se molestó en apartar la cabeza, aunque el proyectil iba tan cerca del blanco que le rozó el yelmo con un áspero rechinar.

Envalentonado, un jinete con un estandarte se separó de los demás y se plantó a lo que debía creer una distancia segura. Después hizo encabritarse a su caballo y levantó el pendón bien alto sobre su cabeza.

– ¡Soy Ilam-Jayn, perro Ainari! -gritó, mirándolo directamente-. ¡Voy a cortarte la cabeza y a ponerla en la pica delante de mi yurta!

Era el momento esperado. Togul Barok levantó la lanza en la mano derecha y gritó:

– ¡Urtahitéi!

Cuando notaba el fuego que corría por sus venas y entraba en la tercera aceleración, Togul Barok siempre sentía que todo el mundo a su alrededor se frenaba, que el flujo del tiempo se convertía en resina. Esta vez fue distinto.

Esta vez otros doscientos veinticuatro hombres entraron en Urtahitéi con

él.

Los soldados que estaban en el exterior del círculo desembrazaron los enormes escudos y los empujaron al suelo. Después, arrancaron a correr, y los demás los siguieron. A ojos de Togul Barok, sus piernas se movían a velocidad normal, pero los banderines que algunos llevaban cosidos a la espalda ondeaban de repente mucho más despacio, como si el viento hubiera amainado. Y así era para ellos.

Al mismo tiempo que corrían hacia los Trisios, los hombres de la compañía Noche arrojaron sus jabalinas con la energía acrecentada que les prestaba la Urtahitéi.

Los jinetes bárbaros apenas tuvieron tiempo de oír el agudo silbido del aire cuando las jabalinas los alcanzaron a más de trescientos kilómetros por hora. Incluso a esa velocidad casi inconcebible, cada uno de esos proyectiles iba cuidadosamente dirigido, y casi todos ellos acertaron en el blanco. Pues el blanco en cuestión era grande: los Ainari no habían apuntado a los jinetes, sino a sus monturas.

Al menos la mitad de los caballos cayeron en aquella andanada. En algún caso, la lanza impactó con tanta fuerza que atravesó la pierna izquierda del jinete, se abrió paso por el cuerpo del animal, asomó por el costado y su punta llegó a clavarse en la otra pierna humana.

Ciento cincuenta caballos derribados en una formación de trescientos suponían el caos. Los corceles que salieron ilesos tropezaron con los que habían caído, o al intentar esquivarlos chocaron con los que galopaban a su lado.

En cualquier caso, los Trisios no tuvieron tiempo de reorganizarse. Tras disparar las lanzas, los Ainari soltaron los escudos, desenvainaron sus espadas y cargaron contra los Trisios a tal velocidad que ni el más rápido de los caballos habría logrado escapar de ellos.

Togul Barok lanzó su jabalina contra el abanderado y lo atravesó de parte a parte. Pero no era su objetivo principal. Empuñando a Midrangor, corrió hacia Ilam-Jayn y rugió:

– ¡El jefe es mío!

No había disparado contra su caballo porque quería abatir al caudillo Trisio mientras éste aún seguía montado. El corcel de Ilam-Jayn se había quedado congelado en pose rampante, como si lo hubieran bordado en un escudo de armas.

Antes de que volviera a posar en el suelo los cascos delanteros, la espada del emperador le cortó limpiamente las dos patas de apoyo. El caballo cayó con una lentitud que a Togul Barok, en su estado, le pareció casi sobrenatural. Ilam-Jayn saltó de su lomo para evitar que el peso de su montura le cayera encima. Pero al hacerlo se precipitó sobre Togul Barok, que lo interceptó en el aire con la mano izquierda y detuvo su caída.

Los ojos del Trisio se abrieron como platos, sus mandíbulas se separaron en un grito que a Togul Barok le llegó como un lento bramido lleno de úes. Ilam-Jayn intentó desenvainar su propia espada, pero su mano ni siquiera llegó a rozar la empuñadura. Sujetándolo en alto con un brazo, Togul Barok lo decapitó con el otro. Después arrojó el cuerpo al suelo y se agachó para recoger la cabeza.

El estandarte de los Trisios no andaba muy lejos. Mientras sus soldados se dedicaban a masacrar a espadazos a hombres y caballos que parecían moscas atrapadas en miel, Togul Barok arrancó el pendón de Ilam-Jayn y lo sustituyó por su cabeza, clavada en la pica. Después la levantó en el aire con un grito de salvaje victoria.

Era la señal. Con un rugido que brotó de treinta mil gargantas, el ejército de Áinar atacó.

De modo que era aquél el as que se guardaba Togul Barok en la manga. Un segundo antes, el círculo de infantería estaba rodeado por una serpiente de jinetes que giraba a su alrededor. Un segundo después, los Ainari se abrieron como ondas propagándose a velocidad sobrenatural en un estanque y corrieron hacia los Trisios mientras disparaban sus lanzas con tal fuerza que apenas se veía un borrón en el aire y al momento un caballo y su jinete ya estaban en el suelo.

En la muralla, la mayoría de la gente no sabía interpretar lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Pero los veteranos de la Horda, que habían visto utilizar las aceleraciones a su antiguo jefe Hairón, así como a Kratos, Aperión y otros Tahedoranes, sí se dieron cuenta.

– ¡Están en Tahitéi! -exclamó Trekos, asombrado, y empezó a batir palmas.

Mas ni siquiera él podía haber visto a guerreros moviéndose con tal

rapidez. Urtahitéi, la tercera aceleración, era un secreto que sólo debían dominar los maestros del noveno grado, nivel que Togul Barok no había alcanzado todavía.

Que el emperador de Áinar conociera la fórmula de Urtahitéi era un sacrilegio. Que además se la hubiera comunicado a hombres que no eran Tahedoranes, ni tan siquiera Ibtahanes, demostraba que las normas habían dejado de existir.

Un signo de nuestros tiempos, pensó el heraldo, no demasiado sorprendido.

En cuestión de segundos, con tal celeridad que resultaba difícil seguir sus movimientos, los Ainari despacharon a todos sus atacantes, salvo quince o veinte que consiguieron retirarse hacia la empalizada. Sobre la muralla de Mígranz resonó un clamor de alegría, un rugido que recorrió las almenas como la marea.

– ¡El Emperador ha arrancado la cabeza de ese cerdo Trisio y la ha clavado en una pica! -exclamó Trekos.

Durante unos instantes, las figuras negras siguieron saltando entre jinetes y caballos, pero después regresaron al centro y volvieron a formar un cuadrado a la misma velocidad imposible con que lo habían hecho todo. A su alrededor quedó un círculo de bestias y hombres tendidos en el suelo, en el que apenas se movía un brazo aquí o se agitaba una pata allá.

El heraldo sabía que los Ainari debían salir de Urtahitéi, pues la aceleración consumía rápidamente las energías del cuerpo. Pero ya habían logrado su objetivo: acabar con el caudillo de los Trisios y con todos sus parientes.

Sobre todo, habían volteado el rumbo de la batalla. Junto a la empalizada, miles de jinetes Trisios vacilaban, sin saber qué hacer. ¿Retirarse, seguir luchando? ¿A las órdenes de quién? Los pueblos nómadas no conocían la cadena de mando de ejércitos tan jerarquizados como el de Áinar o la misma Horda Roja.

En ese momento sonaron todas las trompetas, los pífanos y los timbales, y el ejército Ainari en masa se lanzó al asalto contra la empalizada. La caballería arremetió desde ambos flancos, las unidades de arqueros y ballesteros corrieron disparando sus proyectiles entre los batallones de infantería pesada, y éstos cargaron al paso ligero mientras entonaban fieros peanes de guerra.

Los Trisios, que sólo conocían una forma de luchar, emprendieron la desbandada. Miles de ellos consiguieron escapar de los confines del campo de batalla, pero muchos quedaron encerrados entre el yunque Ainari y su propia empalizada.

Desde lo alto del adarve de Mígranz, los defensores, hasta ahora angustiados, se dispusieron a presenciar una carnicería. En aquel momento, el heraldo pensó que la batalla se saldaría con unos diez mil muertos: tal era el número de Trisios que no habían conseguido retirarse a tiempo ni reorganizarse para resistir el avance inexorable de los batallones Ainari.

Jamás se le habría ocurrido pensar que apenas cinco minutos después perecerían casi cien mil personas.